Kitabı oku: «La armonía que perdimos», sayfa 5

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Dos lenguajes se oponen y establecen dos mundos: el de los ciudadanos y el de los gobiernos y las burocracias multilaterales. Los primeros atienden los llamados de la ciencia, los segundos se empecinan en complacer a las ‘leyes del mercado’. Confían en que estas resolverán el problema y que, por lo tanto, no hay razón para tomar medidas radicales y mucho menos para alarmarse. Mientras no haya un diálogo que acerque estas dos posiciones y unifique en el lenguaje de la vida y de la humanidad una respuesta global frente a la emergencia climática, estaremos cada vez más atrapados, y no habrá nada que podamos hacer.

El mito en construcción se compone básicamente de tres ejes alrededor de los cuales se renuevan, refuerzan o compensan componentes subsidiarios de las ideas fuerza:

• El cambio climático es un problema de la naturaleza que no afecta la vida humana.

• Los factores del calentamiento no están relacionados con el uso de combustibles fósiles. No podemos prescindir de ellos debido a que no hay otra forma de sostener el crecimiento económico. Sin crecimiento económico no puede haber progreso.

• La ciencia del clima no es lo suficientemente clara, los científicos manipulan los datos. Periodistas, académicos y ambientalistas alarman a la sociedad. Cuando el calentamiento se agrave surgirán soluciones tecnológicas que lo mitiguen, y la mano invisible de los mercados actuará para regular los efectos de la crisis.

A lo largo de las páginas que siguen me referiré a todo ello e insistiré en el desafío que tiene la educación para comunicar, apropiadamente, los datos de la ciencia. Por ahora, repetiré que esto es serio y que tenemos poco tiempo para reaccionar. Citaré nuevamente a Lovelock, no para alarmar sino para remarcar la necesidad de actuar ya, en ese poco tiempo que tenemos. Lovelock dijo: “Si la duración de la vida fuese de un año, ahora estaríamos en la última semana de diciembre”70. Yo prefiero pensar que estamos en octubre.

Octubre, octubre

Se empecinó José Luis Sampedro en decirnos que íbamos mal, que si seguíamos obedeciendo, sin rechistar, los dictados de la sociedad del crecimiento, acabaríamos en la hecatombe total. Se empecinó en incitarnos a desobedecer las órdenes de los titiriteros vengadores y los dioses impostados. Quizá debido a ello consideró necesario invitarnos a pensar profundamente sobre nuestra equivocada idea de progreso; y puso un epígrafe de San Juan de la Cruz en su libro Octubre, octubre: entremos más adentro, en la espesura71. Es justamente lo que nunca hemos hecho. Como civilización y como cultura actuamos como si no hubiera una amenaza, y la diplomacia internacional del clima no hace más que interpretar esa percepción social en lugar de interpretar a la ciencia: actúa sobre los síntomas de la amenaza en lugar de actuar sobre las raíces: más adentro, la espesura.

La sociedad del crecimiento nos obliga a permanecer en el afuera. Indagar demasiado puede ser peligroso (se piensa), todo debe ser superficial y pasajero. Deleble, vulnerable, efímero, inacabado. Las cosas se fabrican para que sean provisionales (se sabe). Sin embargo, la era del crecimiento, la del consumo masivo de bienes y servicios, con energía barata y abundante, basada en el tener más para vivir mejor, ha terminado, sostiene Florent Marcellesi; ha terminado, sí, pero su cadáver aún insepulto es hoy la ‘obsesión patológica moderna’, explica: “un factor de crisis que genera falsas expectativas obstaculiza la búsqueda de bienestar y amenaza el planeta. El crecimiento ya no es la solución, es un problema central”72.

La sociedad del crecimiento es también la sociedad del vértigo y de la provisionalidad: paisajes que pasan raudos por las ventanas de un tren suicida, o tal vez homicida. El conductor no existe; el tren es manejado por un sistema de mandos inhumanos que ha programado los viajes con punto de no retorno y fecha de caducidad. Un día caeremos todos al abismo, pero no sabemos cuándo, aunque tenemos algunas intuiciones y certezas. Casi todos los pasajeros están ciegos y sordos, no ven ni escuchan las alertas de los pocos que aún alcanzan a ver el peligro que se cierne sobre todos. La sociedad del crecimiento no considera necesario pensar en el largo plazo; su misión es actuar en el cortísimo plazo. Si algo puede suceder en veinte, cincuenta o cien años, qué nos importa, ya no estaremos aquí para vivirlo. ¿Y nuestros hijos, nietos, biznietos? ¡Qué nos importa, ya se las arreglarán! El tren viaja hasta la última estación: diciembre… ya vamos por octubre73.

“No hay salida”, alcanzó a decir José Saramago antes de morir. Estamos atrapados, no solo por la magnitud y la severidad de los cambios físicos que han sucedido en el mundo, sino, principalmente, por la trampa civilizatoria que nos impone un modo de pensamiento dominante que no reconoce límites al crecimiento: la equivocada ruta hacia el progreso. Saramago le concedió una entrevista al periodista Ángel Darío Carrero del diario La Nación de Puerto Rico, y en lugar de ofrecer respuestas se hizo algunas preguntas que nos dejó como testamento de su periplo vital (más adelante me referiré a ellas). Sus reflexiones, a mi juicio, complementan el aserto de Tagore, que sirve de marco a los pensamientos que este escrito contiene: “el hombre íntegro está cediendo cada vez más espacio, casi sin saberlo, al hombre comercial, al hombre limitado a un solo fin”74. Dijo Saramago:

En un momento determinado de la historia de la humanidad, tomamos un camino lateral que nos ha traído hasta aquí. Nos equivocamos. ¿Estamos obligados a vivir como vivimos? ¿Esta era la vida que teníamos que construir? ¿Había otra vía pero la abandonamos? ¿Por qué la abandonamos? Estas preguntas no tienen respuestas, pero lo que no puedo aceptar es que la vida humana tiene que ser lo que de hecho es. Aunque nosotros desaparezcamos, y eso ocurrirá, quizás quede algo suficiente de vida para seguir imaginando una vida que podría haber sido. Resumo todo mi sentir actual en dos palabras: ¡Estamos atrapados! No lo había dicho nunca antes. Lo digo hoy por primera vez en mi vida, y estoy muy consciente de lo que estoy diciendo. Estamos atrapados, no tenemos salida75.

Boecio dijo que aquel cuyo espíritu ambicioso suspire solo por la gloria creyéndola el bien supremo, y que mire a las inmensas regiones del firmamento y al reducido círculo de la morada terráquea, no podrá menos de sentirse confuso y avergonzado de llevar un nombre incapaz de llenar un ámbito tan estrecho76.

¿Cuál es el problema? Me preguntó una periodista al término de una conferencia: Usted dijo que solo atendíamos a los síntomas y no al problema: ¿cuál es el problema? Consciente de que podía iniciar una larga respuesta inmanejable, tomé el riesgo: el problema es el ‘paradigma del crecimiento ilimitado’; opino que más temprano que tarde nos atreveremos a cuestionar este paradigma. La obsesión por el crecimiento nos ha llevado a superar los límites del planeta (ver Informe IPBES, 2019)77. “Dale a un arco hasta su límite y desearás haberte detenido a tiempo”, se dice que escribió Lao Tse.

Cuestión de vida o muerte. El consumismo irracional es consecuencia del modelo mental del crecimiento; he ahí el problema: la sociedad del crecimiento es el síntoma, la economía del crecimiento es el motor del paradigma. Pero si nos atrevemos a cuestionar el crecimiento, ir más adentro y escarbar en la espesura, como pidió Sampedro citando a De la Cruz, habrá salida (“entremos más adentro en la espesura. Y luego a las subidas cavernas de la piedra nos iremos que están bien escondidas”, Cántico espiritual, San Juan de la Cruz, 1542-1591)78.

Si apresuramos el paso del pensamiento colectivo del mundo y nos atrevemos a plantear economías donde prevalezca la vida en lugar de insistir en economías donde prevalezcan las cosas sobre las personas, si somos capaces de imaginar una prosperidad más cercana a la felicidad que al crecimiento per se, si entendemos que es posible imaginar y concretar en el mundo una prosperidad sin crecimiento como escribe Tim Jackson79, habrá salida. No tenemos mucho tiempo para ello, pero si aceleramos la conciencia pública y estimulamos un rápido cambio de paradigma, especialmente entre los más jóvenes, habrá salida.

Los pensadores Peter Sloterdijk, Tim Jackson, Diana Ackerman, Serge Latouche, Vaclav Smil y Crispin Tickel, entre otros, han indagado en la espesura y hoy nos ofrecen salidas, aunque teóricas aún80.

¿Podemos hacer algo?

¿Podemos hacer algo? Me preguntó un profesor de la Escuela de Medicina de la Universidad del Rosario con ocasión de un encuentro con los científicos del IPCC que preparaban en 2019 un nuevo informe sobre el cambio climático. Lo que revelaron estos científicos en su informe de 2018 indica que no será fácil revertir la tendencia del calentamiento global. El informe fue muy explícito en señalar que para limitar el calentamiento global por debajo de los 1,5 °C adicionales se necesitarían “cambios de gran alcance y sin precedentes” en todos los aspectos de la sociedad. Se trata de un informe bastante robusto: más de 6000 referencias citadas y la contribución de miles de examinadores expertos y gubernamentales de todo el mundo. Noventa y un autores y editores-revisores de cuarenta países. Panmao Zhai, copresidente del Grupo de trabajo I del IPCC, dijo:

Uno de los mensajes fundamentales de este informe es que ya estamos viviendo las consecuencias de un calentamiento global de 1 °C; condiciones meteorológicas más extremas, crecientes niveles del mar y un menguante hielo marino en el Ártico, entre otros cambios81.

¿Podemos hacer algo? Ante esta pregunta el mundo de los entendidos no se divide —como muchos pudieran pensar— entre optimistas y pesimistas, sino entre los realistas y los teóricos de una nueva civilización. Soñadores quizá, cultivadores de utopías, faros desde los cuales podemos construir alternativas viables. Entre los realistas destaco a Saramago, Lovelock, Trainer, Brown y Judt. Entre los teóricos a Rifkin, Latouche, Jackson, Max Neef, Elizalde, Gisbert, el papa Francisco y Taibo. También Giacomo D’Alisa, Federico Demaria y Giorgios Kallis82. Los realistas se dedican a contrastar los datos de la ciencia y a compararlos con los escenarios de evolución de las transiciones necesarias hacia una sociedad libre de carbono. Los teóricos dan cuenta de las alternativas aún posibles para acelerar ese tránsito, y trabajan a toda marcha para ofrecer a la sociedad caminos hacia una nueva economía.

Los miembros de ambos grupos saben que si la humanidad no implementa los ‘cambios de gran alcance’ será muy difícil esperar un mundo sin catástrofes masivas entre 2030 y 2050, y sin destrucción de ecosistemas enteros y pérdidas de especies, sin migraciones climáticas masivas, sin ascensos del nivel del mar que harán desaparecer ciudades enteras, y sin un mayor número de desastres climáticos causados por huracanes, lluvias intensas, sequías e inundaciones. Los teóricos también saben que hoy disponemos de las tecnologías necesarias para implementar una transición ambiciosa hacia una civilización sin carbono. Más difícil resulta que abandonemos, en tan poco tiempo, el paradigma del crecimiento.

Lo cierto es que aún podemos hacer algo, y corresponde al sistema educativo identificar los ejes de esta actuación global y preguntarse por ello —con sentido crítico— para elaborar —con sentido de urgencia— un programa de educación para la sostenibilidad real que nos garantice el futuro. Podemos hacer algo (o mucho) desde la educación para identificar la raíz del problema; el cultivo del pensamiento crítico es la misión esencial de la educación. El fomento sistemático de la duda, la práctica de la sospecha ante las verdades aparentemente ‘consabidas’ y que nunca se cuestionan, ¿modelos mentales?

Enunciemos algunos de estos modelos mentales relacionados con la crisis:

• El crecimiento económico facilitará la solución de todos los problemas ambientales.

• Si el balance de las economías es que ha crecido el PIB, quiere decir que vamos por buen camino.

• La tecnología se ocupa de aportar los medios necesarios para satisfacer las necesidades humanas y por lo tanto tiene las soluciones para todos los problemas.

• Los países desarrollados son los primeros en tomar medidas para proteger el medio ambiente por lo cual debemos seguir sus ejemplos de globalización, crecimiento y consumo.

Estas ideas son, evidentemente, suicidas, por lo tanto debemos reemplazarlas por ideas para la vida. La propuesta curricular no puede mantenerse en este modelo mental equivocado; enseñar que todo puede resolverse mediante más tecnología, más producción y más crecimiento es un error. Es sabido que muchos educadores se dedican a proclamar que todo está bien, a sabiendas de que todo, como escribe Tony Judt, está mal. También James Lovelock escribió que el futuro pinta mal, incluso si tomamos medidas inmediatas83. Es probable que ellos (los optimistas categóricos o los educadores optimistas) no sepan del todo que esto anda mal, que casi todo anda mal; que no lo sepan con la profundidad que recomienda Sampedro. Es probable que no tengan la información necesaria para valorar adecuadamente la crisis que vivimos. Es preciso abandonar, cuanto antes, el síndrome de los valores fundamentales a que se refiere Trainer: la obsesión por la riqueza, el empeño por la competición, la jerarquía, el poder y el dominio, la aceptación y el respaldo del individualismo y la falta de preocupación por los valores colectivos, la falta de responsabilidad social, la indiferencia hacia las cuestiones y los problemas sociales, los fallos y el sufrimiento, la apatía política y la falta de compasión y compromiso con el bien común.

Se supone que en la escuela se construye nuestra comprensión del mundo. Si pronto descubrimos que todo anda mal, es en la escuela, en la universidad, en la educación, donde debemos cuestionar lo que está mal y reformularlo. No obstante, el pensamiento crítico de la educación se ha centrado más en cuestionar la calidad de la propia educación y su limitada cobertura, que los contenidos sobre el viejo paradigma. Traigo a colación un texto de Ted Trainer: “Esto no tiene arreglo, hay que cambiarlo casi todo”84. Pero sucede que en el “casi”, que él desliza como una brizna de esperanza, radica precisamente la posibilidad de arreglarlo todo. Hay cosas que no es necesario cambiar totalmente, que se pueden reparar por un tiempo. Pero hay que emprender “cambios de gran alcance y sin precedentes”. Trainer, por su parte, lo explica así: “Nuestros problemas no tienen arreglo” (en esta sociedad). Y uno no sabe si la anterior aclaración acaba siendo una declaración de esperanza o de resignación, porque construir una nueva sociedad es, evidentemente, un propósito y un desafío tan descomunales, que pocos apostarían hoy por su viabilidad. ¿Cuántas generaciones se requerirían para ello? Precisamente debido a aquella dramática disyuntiva, mis colegas de la cátedra de Cambio Climático en la Universidad del Rosario de Bogotá y yo, decidimos en 2010 abandonar el subtítulo que tenía esta asignatura (ya hablaré sobre ella)85. Al comprender que fomentar la desesperanza, así fuera de manera involuntaria, era un error pedagógico, decidimos poner todo el énfasis en aquel mínimo casi que subraya Trainer, y que —en nuestro caso— se explicaba en forma de “acciones climáticas ambiciosas”. Ahora esta cátedra (que ya lleva 28 versiones) se titula Cambio Global: la Acción Climática para la Descarbonización, y se dedica a examinar las transiciones para la descarbonización de las sociedades en el marco de la Acción Climática Global: la nueva esperanza del Acuerdo de París, especialmente de sus grupos no estatales. Examina también la índole de la crisis, anclada, como viene dicho, en un modelo mental proclive al crecimiento ilimitado como único paradigma del progreso colectivo. Tratamos de enseñar la posibilidad de una prosperidad sin crecimiento, de una vida buena bajo criterios bajos en carbono. No es fácil, pues del otro lado está una educación para el crecimiento (el paradigma predominante) y a esos mismos estudiantes los educan en ella. Trainer anota que este modo de educación se empecina en legitimar la situación social actual y la desigualdad, en producir competidores y consumidores entusiastas, en generar una masa ciudadana políticamente pasiva, sumisa, dócil y acrítica. Sobre estos temas también ha escrito profusamente Martha Nussbaum.

Trainer escribe que la causa directa de los problemas que hoy amenazan con destruirnos se encuentra en algunas de las estructuras y consensos sociales, y destaca entre ellos a la economía expansiva, el sistema de mercado, la producción basada en el beneficio y la codicia individualista y competitiva como cimiento de toda nuestra cultura. Coincide con lo que escribieron —en octubre de 2018— los científicos del IPCC: “necesitamos cambios enormes, tremendamente radicales y sin precedentes en la historia”. Y agrega —y en esto también coincide con los científicos—: “Tenemos que llevarlos a cabo en cuestión de décadas”86. Los científicos del IPCC han dicho que el punto de inflexión para una economía sin carbono debe ser 2050. La ‘nueva sociedad’. Pero para que ello ocurra debemos comenzar esos ‘cambios tremendamente radicales’ antes de 2030, es decir, un poco después del momento en que yo escribo este libro.

2. Este anfiteatro es hoy toda la Tierra

El verano del 2007 irrumpió en la primavera de Madrid como un lento presagio: todavía no era julio y ya el calor asfixiaba. Desde un cielo que parecía venirse abajo la canícula tironeaba la piel de los días, y fue así como, poco a poco, aquel fogón en el aire se fue llevando las fragancias de sus parques y avenidas; los almendros de Quinta de los Molinos se fueron desvaneciendo, del morado al rosa, del rosa al violeta pálido, y luego, del violeta pálido al blanco negruzco. Las primaveras de Madrid (y las de Europa y todas las del mundo) fueron languideciendo hasta tal punto que nunca más hubo flores como las que había habido en el pasado. Nunca más las fragancias de la vida, ni los colores rotundos, ni el aire cálido pero inofensivo; nunca más los vientos salutíferos, ni la alegría de un sol bueno y amistoso. Nunca más.

Pero la evolución de aquella transformación de los paisajes tardaría varios años. En el 2007 comprobarían los científicos cuánto habíamos avanzado como especie, como civilización y como cultura, hacia un abismo inédito. Nos dimos cuenta —todos— que asistíamos, sin habérnoslo propuesto, al espectáculo de nuestra propia extinción. El anfiteatro era ya toda la Tierra, pero las cortinas velaban y develaban cada nuevo acto de la tragicomedia de una manera tan lenta, que algunas veces podía tardar veinte años y otras cincuenta o más. Ahora estamos en 2020 y constatamos qué tantos y tan drásticos han sido los cambios que hubo en tan poco tiempo y en tan amplios espacios (en los colores, los olores y las formas del mundo), que poco a poco nos hemos ido acostumbrando a las nuevas texturas de la vida: cierta acritud de los suelos, un aire gris y tóxico, y una manera de llover tan rotunda y abundante que algunas veces nos produce miedo. Los colores del mundo se componen de matices mortales: los rosados más o menos grises, ciertos grises abismales, los marrones intensos y los ocres —sobre todo los ocres— ofrecidos al desgaire de unos vientos de muerte, en el sortilegio terroso de sus variadas gamas.

El almendro (Prunus amigdalus) es el árbol de la primavera en España; florece cuando el clima del invierno depone sus rigores, entre marzo y abril, y nos prodiga sus frutos entre agosto y noviembre. Pero es un árbol de doble filo, puede producir almendras dulces o amargas: las dulces tienen propiedades nutritivas y son sabrosas, las amargas son venenosas; al contacto con la saliva producen ácido clorhídrico y bastan 20 o 30 para tener riesgo de muerte. Solo los entendidos saben distinguirlas, pues los árboles de ambas variedades poseen flores idénticas: hermafroditas, que tienen el androceo y el gineceo en la misma flor. Todo es doble en los almendros, y aquella condición de belleza y fortaleza, de dulzura y veneno, de masculinidad y feminidad, quizá nos sirva para entender mejor la trampa doble de la crisis global: sabemos que el modo de vida que escogimos para progresar puede llevarnos a la hecatombe colectiva, pero al mismo tiempo es dulce y nos produce confort; sabemos que no podemos seguir usando masivamente combustibles fósiles para mover el progreso de los pueblos, pero no podemos dejar de usarlos, por lo menos por un tiempo más o menos largo. Si este tiempo nos alcanza o no para conjurar las catástrofes que se vienen, no es asunto que parezca preocupar al colectivo de los gobernantes del mundo. Las fechas perentorias de la transición no forman parte de los cálculos del desarrollo, que lo suyo es la planificación del crecimiento. Crecimiento y más crecimiento. Nos dedicamos a vivir el presente como si no hubiera mañana, y, mucho menos, como si aquel mañana (tan próximo, tan perentorio) no estuviera en alto riesgo, aún evitable si sabemos actuar.

Por una columna de opinión del periodista Antonio Albiñana87, me entero de la publicación de un libro: Solo tenemos un planeta. Sobre la armonía de los humanos con la Naturaleza (2016). Sus autores Jorge Wagensberg y Joan Martínez Allier conversan allí sobre las razones que pudo haber tenido la civilización actual para amenazar a la vida. Y se preguntan (según anota la reseña de Icaria Editorial): ¿por qué está unida la economía a la idea del crecimiento? ¿Por qué, si el planeta es finito, la economía industrial y la sociedad de consumo, en vez de imitar las estrategias y tácticas de la naturaleza y hacer un uso eficiente de la energía, incumplen totalmente las leyes de la física? Agregaría dos preguntas: ¿por qué insistir (ahora, en la década 2020-2030), en ‘esta economía’ basada en el uso desmedido, ilimitado, indiscriminado, insensato de los combustibles fósiles, si ya sabemos que es la causante del problema que nos está llevando a una catástrofe colectiva? ¿No es acaso más sensato cambiar de rumbo? ¿Reconocer que nos equivocamos (todos) como especie, como civilización, como cultura, y rectificar el camino hacia el futuro para salvar la vida? Sobre estas preguntas (y sus complejas e inciertas respuestas) giran los ejes de este libro. Christiana Figueres88 hizo, en la PreCop de Costa Rica en 2019, un llamado a la sensatez global. Llamó a emprender las acciones necesarias para enderezar el rumbo del progreso colectivo89 y garantizar la sostenibilidad de la vida. ¿Qué significa esa frase? ¿Que el progreso tomó un camino equivocado? Probablemente sí, pues eso es lo que indica el nivel actual de las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera90 y su consiguiente repercusión en el aumento de la temperatura global91. Si situamos el punto de inflexión de esta realidad en la mitad del siglo XX, podemos proyectar (usando para ello la proyección de las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera basada la famosa gráfica del palo de Hockey92) una hipotética (¿?) línea del progreso en el sentido contrario al que hoy tienen las temperaturas globales y las concentraciones de dióxido de carbono93. Esto sugeriría que, en la medida en que estos índices tienden a subir, la noción de progreso humano (deterioro de la calidad de vida y amenaza climática) tiende a bajar, pero la sensación de progreso real (paradigma de crecimiento ilimitado) tiende a subir. Por eso he llamado a este gráfico ‘sensación térmica’ del progreso.

Figura 5. ‘Sensación térmica’ del progreso


Fuente: elaboración propia con base en el cuadro de Luthi, D., y colaboradores, 2008; Etheridge, D. M., y colaboradores, 2010; datos sobre el núcleo de hielo de Vostok /J. R. Petit y colaboradores; registro de CO. Mauna Loa, NOAA. Recuperado el 9 de febrero de 2020, de https://climate.nasa.gov/evidencia/

El pensador italiano Giambattista Vico (1668-1744) elaboró la teoría del Corsi e recorsi, que relaciona los procesos históricos con el progreso de los pueblos. El crecer y el descender, el subir y el bajar. Para Vico, la historia es un proceso y no necesariamente un progreso. Voltaire y Condorcet promulgaron el pensamiento contrario: “Hay una evolución continuada, ininterrumpida en la historia de la humanidad”. Vico sugiere que puede haber involución. Pensadores más recientes, como Ian Stewart, hablan de un círculo en el que el nuevo proceso gana y agrega atributos con respecto del anterior, movimiento en espiral en el sentido de que se avanza hacia arriba, en el que tras de cada movimiento algo se gana para el porvenir de la historia y del progreso.

Yo creo que el pensamiento del Antropoceno94 nos da la última pista para elaborar quizá una nueva teoría del progreso humano, que incluya la posibilidad del retroceso pero que represente también una nueva esperanza si sabemos aprovechar las teorías del decrecimiento o de la prosperidad sin crecimiento, como postulan Serge Latouche y Tim Jackson, entre otros. Para invocar a la sensatez, Figueres usó una metáfora brutal que debería conmovernos: la naturaleza se debe estar burlando de lo estúpidos que hemos sido95. Me hizo acordar de la frase que lleva el hilo del documental The age of stupid de Franny Amstrong: “¿Por qué no nos dimos cuenta?”. El economista Manfred Max Neef también hizo una reflexión sobre la estupidez colectiva; dijo que la especie humana se distinguía de las demás precisamente por ser la única capaz de cometer actos estúpidos. Jorge Wagensberg, pensando en la educación, argumentó que la naturaleza no tenía la culpa de los planes de estudio que se siguen en las universidades. Pero lo que más me llamó la atención de la metáfora de Figueres fue que le entregó a la naturaleza no solo la capacidad de hablar y de expresarse, de protestar y de rebelarse, sino la de burlarse de lo estúpidos que hemos sido quienes se supone que tenemos un cerebro altamente desarrollado para comprender la complejidad del mundo. Tan inteligentes se considera comúnmente a los humanos, que con frecuencia se nos recuerda algo que no es cierto: que somos la única especie con humor, y que el humor es la medida de la inteligencia.

Evidentemente es muy reciente la tendencia de entregarle derechos a la naturaleza, como ha ocurrido en las constituciones políticas de Ecuador y Bolivia96, pero el poeta Víctor Hugo alcanzó a prever, en 1840, lo que pasaría siglos después, cuando escribió que “produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha”97. Si la naturaleza habla es preciso escucharla. Y cuando digo habla no expreso una metáfora; la naturaleza, efectivamente habla, quizá en el lenguaje de las plantas a que alude Emanuele Cocia98, en el lenguaje de los ríos (“rebeldes sin cauce”, como dice Gustavo Wilches Chaux) o de las ranas, porque ya sabemos que todo el tiempo pasa, pero la rana permanece (Jean Rostand)99. Por algo sería que en la lengua mítica la Tierra era llamada la madre del derecho. Carl Schmitt comenta que cuando los poetas se refieren a la tierra la llaman justíssima tellus100. Figueres también dijo que esta era la primera generación que podía tomar la decisión de rectificar el rumbo de la historia para salvar la continuidad de la vida, e invitó a los jóvenes a tomar acciones y reclamar sus derechos. A esta esperanza (y por este reclamo) que comparto, apelo. Creo posible, aún, modificar las estructuras de la economía global, si emprendemos un esfuerzo educativo concebido como una cruzada integral para el salvamento de la vida. Pero no me hago ilusiones sobre la eficacia de la diplomacia internacional.

Creo sí en el poder de una reacción ciudadana de los jóvenes del mundo, ayudada por los mayores. Dudo que los actuales líderes del mundo estarán a la altura de semejante desafío y faciliten, después del fracaso de Madrid (COP 25, 2019), una enmienda del Acuerdo de París basada en los datos que entregó el IPCC en octubre de 2018. Según este informe, es claro que, si no se aumenta la ambición de las metas de reducción de emisiones, especialmente de los países que son los mayores emisores de carbono, va a ser muy difícil evitar las catástrofes que vendrán y mantener la esperanza en el liderazgo global. Pero educar a las nuevas generaciones sobre la posibilidad de otro tipo de desarrollo sí es posible. Y como esta descomunal y estructural tarea sigue siendo la asignatura pendiente de los educadores, intentaré exponer en este libro algunas ideas que puedan servir al propósito de imaginar, soñar y enseñar que una economía (una sociedad) más humana, basada en la prevalencia de la vida por sobre cualquier otro valor, es posible. Opino que ese debe ser (siempre debió haber sido) el propósito superior del sistema educativo.

Primero la humanidad

En el portal sobre educación Rethinking Economics (rethinkeconomics.org/) se plantea: “El crecimiento es una opción tanto política como económica. Si optamos por buscar el ‘crecimiento’, debemos preguntarnos: crecimiento de qué, por qué, para quién, durante cuánto tiempo y cuánto es suficiente”. Pero no es de economía que quiero hablar aquí. Es de humanidad, de cultura y de un nuevo pensamiento capaz de revertir los valores que nos han traído hasta aquí. Creo posible construir —entre todos— un nuevo esquema de valores que privilegie la vida y guíe los destinos de una nueva sociedad. Primero la humanidad, después la economía, primero la casa común: oikos, después la crematística101. Dicho mejor: antes de pensar en la posibilidad de la crematística es preciso pensar cómo salvar la casa común. Es cierto que para salvar la casa común no podemos desconocer lo económico; lo que quiero decir es que sí es de economía que vengo a hablar aquí, pero no de una economía centrada en el crecimiento como único camino de la felicidad colectiva. Quisiera invitar a considerar que una nueva economía es posible, y que el camino sugerido por Acemoglu y Robinson en 2019 podría ser parte de la solución: una ciudadanía activa que ‘encadena’ la conducción democrática de los Estados para que avancen, con mucho cuidado, durante estos años de crisis, por un ‘estrecho corredor’ cuya función es la de conducir el desarrollo por una ruta difícil que sin embargo es capaz de equilibrar los derechos de las personas y de la naturaleza, con la prosperidad102.

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