Kitabı oku: «Bichos Irracionales»

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OSVALDO JESÚS ZARANDÓN

BICHOS IRRACIONALES


Zarandón, Osvaldo Jesús

Bichos irracionales / Osvaldo Jesús Zarandón. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1626-8

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mi nieto Pablito, a quien debo la alegría de haber vuelto a jugar.

¿CADA BICHO EN SU MUNDO?

En un mundo de perros, ser gato,

es vivir de mal rato en mal rato.

Y en un mundo de gatos, ser rata,

¡eso sí que es tener mala pata!


Animales junto a sus iguales

en un mundo sólo de animales.

Tal vez sea ingrato para alguno,

aunque de todos y de ninguno.

Un gran mundo sólo de animales,

sin más leyes que las naturales.

Donde tenga valor cada vida,

aunque a veces se vuelva comida.


Pero nada parece tan duro,

tan difícil y tan inseguro,

como lo es, mis queridos hermanos,

el vivir en un mundo de humanos.

En un mundo hecho a su medida

que los ve como estorbo o comida.

Que les niega presente y futuro,

con el hombre… ¡no hay lugar seguro!


En un mundo de gente impaciente

que los mira mostrando los dientes.

Y que ignora que al sellar su suerte

se condena así mismo a la muerte.


Si pudieran marcharse a otro lado,

buscarían un mundo alejado.

Donde el hombre, no pueda encontrarlos,

encerrarlos y luego matarlos.


Cada bicho junto a su manada,

con los suyos, sin temerle a nada.

Pero el hombre, por más que te asombre,

nunca pudo vivir con el hombre.


Blancos, negros, rojos y amarillos,

todos hombres con alma de pillos.

Que inventamos el darnos las manos

y olvidamos que somos hermanos.

EL GUARDIÁN DEL REÑIDERO

Abelardo era el perro guardián del reñidero. A su natural brutalidad y vocación por la violencia, su dueño le había sumado toda la enseñanza impartida en un curso especial al que asistió. Obteniendo en él las más altas calificaciones, es decir, graduándose de súper bruto, agresivo y obsecuente con su amo. Ya en el reñidero, desde el primer día se sintió muy a gusto cumpliendo de la manera más fiel con la tarea que le fuera encomendada, es decir asegurar el orden y la disciplina en todo momento, y a cualquier precio.

Solía recorrerlo, demostrando una mal disimulada arrogancia. Su sola presencia infundía terror entre los habitantes del lugar, quienes reconocían en él a un individuo que en todo momento se encontraba predispuesto a reprimir cualquier manifestación, en especial de los más jóvenes. Jóvenes entre los que se destacaba un gallo pequeño, flaco y desgarbado, llamado Jacinto, quien además de ser sumamente bullicioso, se mostraba rebelde a la hora de cumplir con la férrea disciplina imperante.

Muy poco afecto a la rutina y a las agotadoras sesiones de entrenamiento, el joven prefería pasarse las horas recostado bajo el sol, pensando un sinfín de cosas. Esto cuando no se encontraba posado en lo alto de un viejo árbol cantando para todas las pollas del reñidero. No lograba entender, por qué razón, sus compañeros entrenaban hasta quedar exhaustos, tan exhaustos y mal trechos que, luego, hasta perdían las ganas de cantar. Y lo que era peor aún, no les quedaban fuerzas ni siquiera para pensar en las chicas y mucho menos aún para arrastrarles el ala. No, ellos sólo querían entrenar y pelear. Y por las tardes, mucho antes que el sol se recostara sobre los verdes cerros, ya estaban cabeceando de sueño y blanqueando los ojos que ya no querían permanecer despiertos. Pero eso sí antes de llegar el nuevo día ya se los podía ver, formándose y dispuestos a iniciar una nueva rutina. Caminando muy erguidos, mostrando sus cuerpos musculosos y obedeciendo cada orden sin murmurar ni emitir ni un chistido. Tampoco entendía qué quería decir el patrón cuando los arengaba repitiendo siempre la misma frase: “Mis valientes gladiadores”. Yo no quiero ser un gladiador (se lo repetía a diario), ni quiero tener que pelear con un gallo al que ni siquiera conozco. Tener que matar para no morir, o en el mejor de los casos, y si la suerte me ayuda terminar con un ojo de menos. Y todo para qué, para beneficiar al patrón que es un sanguinario, como lo son todos los otros que apuestan y gozan con el sufrimiento ajeno.

Una mañana en la que después de haber concluido con su arenga habitual, el patrón ordenaba a sus subordinados intensificar los entrenamientos ante el inminente inicio de una larga temporada de luchas, Jacinto, recostado de cara al sol, permanecía indiferente, ajeno a todo lo que acontecía a su alrededor.

—Si no entrenas no podrás pelear, y si no peleas no podrás comer, y ya sabes, lo que les ocurre a los gallitos rebeldes: terminan en la olla, o en el asador. ¿Te gustaría un final así?, piénsalo. Pero mientras tanto obedece porque aquí mando yo—, le murmuró el instructor, —de manera que ya comienzas a entrenar, y no te detienes hasta que yo te lo ordene, así estés sudando chorros de sangre —. A su lado, asintiendo lo que este decía, Abelardo, con un gesto idiota en su cara inexpresiva movía el muñón de lo que alguna vez fuera una cola. Así lo hizo, y aunque esmirriado y débil, se vio obligado a mantener el mismo ritmo que aquellos más fuertes. Y para colmo de males, a soportar una larga lucha con el más feroz y despiadado “gladiador”, que lo dejó desplumado y mal trecho en medio de las burlas de todos.

El día en que comenzaron las competencias corrió mucha sangre por el reñidero. Los contendientes fueron obligados a luchar hasta quedar, mal heridos los unos, y morir los otros. Sus dueños, excitados y fuera de sí, arengaban a las bestias, redoblando las apuestas, borrachos de sangre. Y en esa lucha salvaje, los gallos del reñidero fueron cayendo uno tras otro ante los ojos desorbitados del viejo amo, quien sólo atinaba a desafiar a un nuevo rival sin apiadarse por sus “valientes gladiadores”. Después, al caer la tarde, al ver que ya no quedaban gallos adultos en condiciones de luchar, el patrón mandó por los jóvenes y adolescentes, haciendo oídos sordos a las súplicas de sus madres, las que abrazadas a sus pequeños hijos fueron llevadas a rastras hasta el mismo sitio de las luchas por el fiel y eficiente Abelardo. Todos fueron llevados y todos fueron masacrados. Sólo quedaba un joven con vida, y ese era Jacinto, y por él fue el guardián con todos sus dientes al aire, jadeando y baboseando el suelo. Lo encontró posado en la rama de su árbol. Y luego de emitir un ronco gruñido, le ordenaba a viva voz que bajara por las “buenas” y fuera a luchar, —O de lo contrario subo y te llevo a rastras—

—Ya puedes ir subiendo, porque yo, ¡no bajaré! —

—Subiré y te mataré —

—Puedes matarme. Después de todo para eso fuiste adiestrado, pero yo no bajaré. Prefiero morir a tener que matar sólo porque así lo mande el patrón... ¡sube nomás! —.

Sin pensarlo ni un instante, el matón comenzó a subir. Con gran dificultad y temblando de rabia lograba asirse a una rama, para después hacer pie en una horqueta, y desde allí trepar entre el follaje hasta una rama más alta. Así fue, de rama en rama, hasta alcanzar la más elevada, la misma en donde el joven lo esperaba diciendo: —esta rama es muy delgada para que estemos los dos. Y ya que subir no puedes, ni yo deseo bajar, deberé seguir subiendo, pues si se quiebra terminarás en el suelo con todos tus huesos rotos —. Dicho esto, comenzó a volar: de una rama a otra rama, después, de una rama al cielo, sin mirar hacia atrás ni volver al reñidero. En tanto que, Abelardo, presa de terror, haciendo equilibrio y pensando en sus huesos, lo vio alejarse. Después fueron pasando los minutos, más tarde los minutos transformados en horas, y las horas en abandono. Y allí comprendió que estaba solo, muy solo e indefenso. Solo, lejos del suelo y lejos del cielo.

EL NEGRO

En mi estrecha calle urbana,

de la noche a la mañana,

de la mañana a la noche,

sin odios y sin reproche,

habita un perro, todo, huesos,

que hace del hambre un exceso.

La cola seca y caída.

La mirada descreída.

Marchitas las dos orejas.

Sumido hocico, sin quejas.

Gallardo en su abatimiento,

el corazón sin aliento.

Que sin cesar peregrina

detrás de cualquier vecina.

Y va irredento en su angustia

llevando su sombra mustia,

de árbol a carnicería,

de allí a la panadería.

Jadeando de hambre y sed,

siguiendo a quién no lo ve.

Solo, o en densa jauría,

en la diaria correría

que alborota al vecindario,

sin importar el horario.

¡Ay!... ¡Pobre perro sin casa!...

¿no haber nacido de raza?

Ser un perro distinguido,

con un nombre y un apellido.

Obsecuente con sus amos,

sin gruñidos ni reclamos.

Mezquino con su comida,

pensar tan sólo en su vida.

Como hacen muchos humanos,

mis bien amados hermanos,

que miran horrorizados

si un pobre los ha rozado.

Pero él es un callejero,

(tal vez por aventurero).

Y no finge sus modales

cuando de quicio se sale,

y en cualquier vereda queda

levantando polvareda.

El negro pelo erizado,

tembloroso y mal parado

de desafiar a la muerte

con un igual o más fuerte.

Y a veces... suele mirarnos

(como si deseara hablarnos)

Y en lo hondo de sus pupilas,

una tierna luz titila.

Y entonces suelo pensar:

¿Si El Negro sabrá llorar

a solas su desventura

de desolada criatura?

Pero de algo estoy seguro,

y es que: El Negro, aunque duro

en esta febril partida

de andar peleando a la vida,

se olvida de su dolor

al mirarnos con amor.

EL PICAFLOR

Azul, violeta y dorado,

verde, pequeño y audaz,

era un cometa emplumado,

ígneo, eléctrico y fugaz.

Descendió sobre el jardín,

frente al sol crepuscular,

y en su tibia luz carmín

se agitaba si cesar.

Ocultas mieles, bebía

bañado en polvos astrales

y en vuelo recto ascendía,

o en graciosas espirales.

Luego volvía al jardín

para posarse en la rosa,

o brillar entre el jazmín

como una piedra preciosa.

Entonces vibraba el aíre

entre sus alas de seda,

con un rumor fascinante

de cascadas y de selvas.

Y el ave india se elevaba

hacia el sol, iridiscente,

como un lucero con alas,

o una flor fosforescente.

Pero de pronto la luz

fue rota en aquel instante,

la muerte absurda y atroz

quebró la gema del aire.

Y sobre el jazmín perplejo

y la rosa inconsolable,

fue un vacilante reflejo

y un arrebato de sangre.

¡Ay, corazoncito sin luz!

¡Ay, silencio de la tarde!

¡Ay!, estrella!... ¡ay quietud!

¡Ay, la rosa inconsolable!

Azul, violeta y dorado,

verde, pequeño y audaz

era un cometa emplumado,

ígneo, eléctrico y fugaz.

UN AMOR VERDADERO

A orillas de una laguna

y en una noche de luna,

Iban la rana y el rano

tomaditos de la mano.

Los dos ¡muy enamorados!

mirábanse embelesados.

Y el rano que era poeta,

cantó a la rana coqueta:

—¡Te quiero por ser tan bella!...

¡Más bella que aquella estrella! —.

Y allí a su amada besó,

cuando ella al cielo miró.

—¡Ay, qué noche tan hermosa! —,

dijo la rana mimosa,

y a su amor se acurrucó,

susurrándole croó- croó.

Cuando una yarará overa

que allí acechaba traicionera

en las sombras enroscada,

clavó en ella su mirada.

Y sin más se abalanzó,

y por el aire voló,

como una flecha de luna

a orillas de la laguna,

al momento del abrazo,

segura de su zarpazo,

mostrando sus fieros dientes

como agujas relucientes.

Sin saber, (supongo yo),

que al momento en que atacó

oculta entre la gramilla,

no estaba sola en la orilla.

Dos ojos que allí brillaban

y la escena contemplaban,

seguían sus movimientos

sin parpadear, ¡muy atentos!

Pues recostado en la arena

el que seguía la escena,

era un yacaré bravío

que llegó vadeando el río.

y lo que luego ocurrió,

es, tal hoy lo cuento yo:

el caimán su boca abrió

y allí a la arpía atrapó,

después aquel yacaré,

masticándola se fue,

como si fuera un manjar,

a la clara luz lunar.

Todo ocurrió tan de prisa,

como si fuera una brisa

que pasó y nadie advirtió,

excepto, la luna y yo.

Y los dos enamorados,

se alejaron muy confiados,

sin enterarse siquiera

de aquella víbora overa,

ya que un amor verdadero,

no teme a bicho rastrero,

ni a alimaña ponzoñosa,

y es, una abstracción gozosa.

EL PEZ Y LA PALOMA

Allá en el río que lejos,

al crepúsculo bermejo,

rizado de sol y espuma

y bramando como un puma

desciende hacia la llanura

entre la verde espesura,

un pececito moreno,

tan moreno como el cieno

en que crecen las totoras,

pasaba todas sus horas

mirando la verde orilla

tapizada de gramillas.

Una paloma viajera

que así del aire lo viera,

en la orilla se posó

y curiosa preguntó:

—Dime, ¿qué miras, hermano?

¿Acaso ves un gusano

oculto entre la gramilla

que desciende de la orilla? —.

Y entonces el pez repuso

entre turbado y confuso:

—¡Oh!, no, mi amada señora,

aquí me paso las horas

mirando la verde orilla

y soñando maravillas.—.

—¡Hay jovencito te pierdes

de tanto mirar el verde!

¿No será que te conviene

mirar lo mucho que tienes,

en vez de soñar en vano

con algo incierto y lejano?

¡Desprecias todo por nada! —

dijo la dama emplumada.

Y el pez la miró muy hondo

con esos ojos redondos

que miran sin parpadear,

pero que saben mirar,

al tiempo que respondió:

—Lo mucho que Dios me dio

yo no desprecio, señora,

y si así paso las horas

entregado a mis ensueños

en este mundo pequeño

que me ha tocado habitar,

¿a quién le puede importar?

Si mi vida es ¡tan sencilla

que todo me maravilla!

Y aunque de nada soy dueño

y sean los sueños, sueños,

a mí me gusta soñar

¡y a nadie suelo dañar!

Y estoy pensando al mirar,

que un día podré volar

más allá de la gramilla.

¡Y será de maravillas

elevarme en raudo vuelo,

tocar las nubes, el cielo,

las estrellas una a una!

Y en un rayito de luna,

bajo la noche callada,

como un ave constelada

y empapado de rocío

volver a mi amado río,

a las cosas cotidianas

como todas las mañanas.

Esa es toda mi ilusión,

mas los sueños, sueños son

y yo, sólo un soñador,

para el mundo, un perdedor —.

Y aquella dama viajera,

tan escéptica y sincera,

mirando al moreno pez

dijo: —Quién sueña tal vez

llegue a ser un perdedor,

pero soñar es mejor

que vivir sin ilusión

y sentir el corazón

tan marchito y desolado

como un niño abandonado.

Si es esta vida ¡tan breve!

¡ay! de aquel que no se atreve

en su existencia sencilla

a soñar con maravillas.

Si un sueño es la misma vida,

soñar no es vida perdida.

Y así sea oscura y mustia

no te rindas a la angustia,

y piensa con alegría

que mañana es otro día.

Pues Dios que todo lo ve,

es quien dispone el después—.

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