Kitabı oku: «Los atributos de Dios»

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Publicaciones Faro de Gracia

P.O. Box 1043

Graham, NC 27253

www.farodegracia.org ISBN: 978-1-629462-68-4

© Traducción al español por Publicaciones Faro de Gracia, Copyright 2016 y 2020. Todos los Derechos Reservados.

El diseño de la portada y las páginas fue realizado por Francisco Adlofo Hernández Aceves.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio – electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro –excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor.

Las citas marcadas por un asterisco son la traducción del autor. Las itálicas en las citas de la Escritura indican un énfasis añadido.

© Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso.

Todos los derechos reservados.



Contenido

Prefacio

Capítulo 1 LA SOLEDAD DE DIOS

Capítulo 2 LOS DECRETOS DE DIOS

Capítulo 3 EL CONOCIMIENTO DE DIOS

Capítulo 4 LA PRESCIENCIA DE DIOS

Capítulo 5 LA SUPREMACÍA DE DIOS

Capítulo 6 LA SOBERANÍA DE DIOS

Capítulo 7 LA INMUTABILIDAD DE DIOS

Capítulo 8 LA SANTIDAD DE DIOS

Capítulo 9 EL PODER DE DIOS

Capítulo 10 LA FIDELIDAD DE DIOS

Capítulo 11 LA BONDAD DE DIOS

Capítulo 12 LA PACIENCIA DE DIOS

Capítulo 13 LA GRACIA DE DIOS

Capítulo 14 LA MISERICORDIA DE DIOS

Capítulo 15 LA BENEVOLENCIA DE DIOS

Capítulo 16 EL AMOR DE DIOS

Capítulo 17 EL AMOR DE DIOS POR NOSOTROS

Capítulo 18 LA IRA DE DIOS

Capítulo 19 MEDITANDO SOBRE DIOS

Acerca del autor

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Prefacio

“Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; Y por ello te vendrá bien” (Job 22:21). “Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová (Jeremías 9:23–24) –Un conocimiento espiritual y salvífico de Dios es la mayor necesidad de cada criatura humana.

El fundamento de todo el conocimiento verdadero de Dios debe contener una clara aprehensión mental de Sus perfecciones, como son reveladas en la Santa Escritura. No se puede confiar, servir o adorar a un Dios desconocido. En este libro, se ha hecho un esfuerzo para presentar algunas de las perfecciones principales del carácter divino. Si el lector ha de beneficiarse de la lectura de las páginas siguientes, necesitará definitiva y seriamente rogarle a Dios que lo bendiga, a fin de que Su Palabra sea aplicada a la conciencia y corazón, y de esta manera la vida del lector sea transformada.

Se necesita algo más que un conocimiento teórico de Dios. El Señor es solamente conocido en el alma, cuando nos rendimos a Él, nos sometemos a Su autoridad, y regulamos todos los detalles de nuestras vidas bajo Sus santos preceptos y mandamientos. “Y conoceremos, y proseguiremos en conocer [en el camino de la obediencia] a Jehová” (Oseas 6:3). “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá” (Juan 7:17). “el pueblo que conoce a su Dios se mostrará fuerte” (Daniel 11:32 LBLA).

A.W. Pink, 1930

Capítulo 1
LA SOLEDAD DE DIOS

El título de este artículo quizá no sea suficientemente explícito para indicar su tema. Ello es debido, en parte, al hecho de que muy pocas personas, hoy en día, están acostumbradas a meditar sobre las perfecciones personales de Dios. Relativamente pocos de aquellos que leen la Biblia ocasionalmente, saben de la grandeza del carácter Divino, que inspira temor e incita a la adoración. Que Dios es grande en sabiduría, maravilloso en poder, y, sin embargo, lleno de misericordia, es tenido por muchos como algo casi del dominio público; pero sostener una concepción correcta, al menos aproximada, de Su ser, naturaleza, atributos, tal como se revelan en la Santa Escritura, es cosa que muy pocas personas han alcanzado en estos tiempos degenerados. Dios es único en Su excelencia. “¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” (Éxodo 15:11).

Antes de todo

“En el principio… Dios” (Génesis 1:1). Hubo un “tiempo”, por así decirlo, cuando Dios, en la unidad de Su naturaleza (aunque existiendo igualmente en tres Personas divinas), habitaba solo. “En el principio… Dios.” No había cielo, que es donde se manifiesta de manera particular Su gloria en el tiempo presente. No había tierra que ocupara Su atención. No había ángeles que cantaran Sus alabanzas, ni universo que se sostuviese por la palabra de Su poder. No había nada ni nadie sino Dios; y esto, no durante un día, un año, o una época, sino “desde el siglo”. Durante una eternidad pasada, Dios estuvo solo: completo, suficiente, satisfecho en Sí mismo, no necesitando nada. Si un universo, o ánge1es, o seres humanos le hubiesen sido necesarios en alguna manera, hubiesen sido llamados a la existencia desde toda la eternidad. Nada añadieron esencialmente a Dios al ser creados. Él no cambia (Malaquías 3:6), por lo que Su gloria substancial no puede ser aumentada ni disminuida.

Su voluntad soberana

Dios no estaba bajo coacción, obligación, ni necesidad alguna de crear. El hecho de que quisiera hacerlo fue puramente un acto soberano de Su parte, no producido por nada fuera de Sí mismo; no determinado por nada sino por Su propia buena voluntad, ya que Él “hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11). La razón para que Él creara fue sencillamente para manifestar Su gloria. ¿Cree alguno de nuestros lectores que hemos ido más allá de lo que la Escritura nos autoriza? Entonces, nuestra apelación será a la Ley y al Testimonio: “Levantaos, bendecid a Jehová vuestro Dios desde la eternidad hasta la eternidad; y bendígase el nombre tuyo, glorioso y alto sobre toda bendición y alabanza” (Nehemías 9:5). Dios no sale ganando nada ni siquiera con nuestra adoración. El no necesitaba esa gloria externa de Su gracia que procede de Sus redimidos, porque es suficientemente glorioso en Sí mismo sin ella. ¿Qué fue lo que le movió a predestinar a Sus elegidos para la alabanza de la gloria de Su gracia? Fue, como nos dice Efesios 1:5, “el puro afecto de su voluntad.”

Sabemos que el terreno elevado que estamos pisando es nuevo y extraño para casi todos nuestros lectores; por esta razón, haremos bien en movernos despacio. Recurramos de nuevo a las Escrituras. Al final de Romanos 11, donde el apóstol concluye su larga argumentación sobre la salvación por la pura y soberana gracia, pregunta: “Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado?” (versículos 34–35). La importancia de esto es que es imposible someter al Todopoderoso a obligación alguna hacia la criatura; Dios no sale ganando nada con nosotros. “Si fueres justo, ¿qué le darás a él? ¿O qué recibirá de tu mano? Al hombre como tú dañará tu impiedad, Y al hijo de hombre aprovechará tu justicia” (Job 35:7–8), pero nada de esto puede, en verdad, afectar a Dios, Quien es bendito en Sí mismo. “cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos” (Lucas 17:10), nuestra obediencia no ha aprovechado en absoluto a Dios.

Es más, nuestro Señor Jesucristo no añadió nada al ser y a la gloria esencial de Dios, ni por lo que hizo, ni por lo que sufrió. Es verdad, bendita y gloriosa verdad, que nos manifestó la gloria de Dios, pero no añadió nada a Dios. Él mismo lo declara explícitamente y sin apelación posible al decir: “Mi bien á ti no aprovecha” (Salmo 16:2 RVA). Todo este salmo es de Cristo. La bondad y la justicia de Cristo aprovechó a Sus santos en la tierra (Salmo 16:3), pero Dios estaba por encima y más allá de todo ello, pues es “el Bendito” (Marcos 14:61).

Es absolutamente cierto que Dios es honrado y deshonrado por los hombres; no en Su ser substancial, sino en Su carácter oficial. Es igualmente cierto que Dios ha sido “glorificado” por la Creación, la providencia y la redención. Esto no lo negamos, ni por un momento. Pero todo ello tiene que ver con Su gloria manifestativa, y nuestro reconocimiento de ella. Con todo, si Dios así lo hubiera deseado, habría podido continuar solo por toda la eternidad, sin dar a conocer Su gloria a criatura alguna. El que lo hiciera así o no, fue determinado solamente por Su propia voluntad. Él era perfectamente bendito en Sí mismo antes de que la primera criatura fuese llamada a la vida. Y, ¿qué son para Dios todas las obras de Sus manos, incluso ahora? Dejemos otra vez que la Escritura conteste:

“He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas; he aquí que hace desaparecer las islas como polvo. Ni el Líbano bastará para el fuego, ni todos sus animales para el sacrificio. Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es. ¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?” (Isaías 40:15–18).

Este es el Dios de la Escritura; sí, todavía es “el Dios no conocido” (Hechos 17:23) para las multitudes descuidadas.

“Él está sentado sobre el círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él extiende los cielos como una cortina, los despliega como una tienda para morar. Él convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana” (Isaías 40:22–23).

¡Cuán infinitamente distinto es el Dios de la Escritura del “dios” del púlpito promedio!

El testimonio del Nuevo Testamento no difiere en nada del que hallamos en el Antiguo: no podría ser de otro modo, teniendo ambos el mismo Autor. También ahí leemos: “La cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén.” (1 Timoteo 6:15–16). Él debe ser reverenciado, glorificado y adorado. É1 está solo en Su majestad, es único en Su excelencia, incomparable en Sus perfecciones. Él lo sostiene todo, pero, en Sí mismo, es independiente de todo. Él da a todos, pero no es enriquecido por nadie.

Mediante la revelación

Un Dios así no puede ser conocido mediante la investigación; Él sólo puede ser conocido tal como el Espíritu Santo Lo revela al corazón, por medio de la Palabra. Es verdad que la Creación revela un Creador, y que los hombres son totalmente “inexcusables”; sin embargo, todavía tenemos que decir con Job: “He aquí, estas cosas son sólo los bordes de sus caminos; ¡Y cuán leve es el susurro que hemos oído de él! Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede comprender?” (Job 26:14). Creemos que el argumento llamado “diseño inteligente”, usado por algunos “apologistas” sinceros para probar la existencia de Dios, ha producido mucho más daño que beneficio, ya que ha intentado bajar al gran Dios al nivel de la comprensión finita, y de este modo ha perdido de vista Su excelencia única.

Se ha trazado una analogía con el salvaje que encuentra un reloj en la selva, quien, después de un examen detenido, deduce que existe un relojero. Hasta aquí está muy bien. Pero intentemos ir más lejos: supongamos que el salvaje trata de formarse una concepción de ese relojero, sus afectos personales y sus características; su disposición, conocimientos y carácter moral; todo lo que, en conjunto, forma una personalidad. ¿Podría tal salvaje alguna vez pensar o imaginar a un hombre real —el hombre que hizo el reloj— y decir: “Yo le conozco”? Tal pregunta parece inútil pero, ¿está acaso el Dios eterno e infinito más al alcance de la razón humana? Ciertamente no. El Dios de la Escritura puede ser conocido solamente por aquellos a quienes Él mismo Se da a conocer.

Tampoco el intelecto puede conocer a Dios. “Dios es Espíritu” (Juan 4:24), y, por lo tanto, solo puede ser conocido espiritualmente. El hombre caído no es espiritual, sino carnal. Está muerto a todo lo que es espiritual. A menos que nazca de nuevo, que sea llevado sobrenaturalmente de la muerte a la vida, milagrosamente trasladado de las tinieblas a la luz, no puede siquiera ver las cosas de Dios (Juan 3:3), y mucho menos entenderlas (1 Corintios 2:14). El Espíritu Santo ha de resplandecer en nuestros corazones (no en el intelecto) para darnos el “conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). E incluso el conocimiento espiritual es solamente fragmentario. El alma regenerada ha de crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor Jesucristo (2 Pedro 3:18).

La oración y propósito principales de los cristianos han de ser el andar “como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1:10).

Capítulo 2
LOS DECRETOS DE DIOS

El decreto de Dios es Su propósito o Su determinación respecto a las cosas futuras. Aquí hemos usado el singular, como hace la Escritura (Romanos 8:28; Efesios 3:11), porque solamente hubo un acto de Su mente infinita acerca del futuro. Nosotros hablamos como si hubiera habido muchos, porque nuestras mentes sólo pueden pensar en ciclos sucesivos, a medida que surgen los pensamientos y ocasiones; o en referencia a los distintos objetos de Su decreto, los cuales, siendo muchos, nos parece que requieren un propósito diferente para cada uno. Pero el conocimiento infinito no procede gradualmente, o por etapas: “Conocidas son á Dios desde el siglo todas sus obras” (Hechos 15:18 RVA).

Los decretos de Dios

Las Escrituras mencionan los decretos de Dios en muchos pasajes, utilizando diversos términos. La palabra “decreto” se encuentra en el Salmo 2:7. En Efesios 3:11, leemos sobre Su “propósito eterno”. En Hechos 2:23, de su “determinado consejo y anticipado conocimiento”. Efesios 1:9 menciona el “misterio de su voluntad”. Romanos 8:29 establece que Él también “predestinó”. En Efesios 1:9 nos habla de Su “beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo”. Los decretos de Dios son llamados sus “consejos” para determinar que son perfectamente sabios. Son llamados Su “voluntad” para mostrar que Dios no está sujeto a nada, sino que actúa según Su propio deseo. En el proceder Divino, la sabiduría está siempre asociada con la voluntad y, por lo tanto, se dice que los decretos de Dios son “el designio de su voluntad” (Efesios 1:11).

Los decretos de Dios están relacionados con todas las cosas futuras, sin excepción: todo lo que es hecho en el tiempo, fue predeterminado antes del principio del tiempo. El propósito de Dios abarcó todo, grande o pequeño, bueno o malo, aunque debemos afirmar que, si bien Dios es el Controlador del pecado, no es su Autor de la misma manera que es el Autor del bien. El pecado no puede proceder de un Dios Santo por creación directa o positiva, sino solamente por Su permiso, por decreto y Su acción negativa. El decreto de Dios es tan amplio como Su gobierno, y se extiende a todas las criaturas y eventos. Se relaciona con nuestra vida y nuestra muerte; con nuestro estado en el tiempo y en la eternidad. De la misma manera que juzgamos los planos de un arquitecto inspeccionando el edificio levantado bajo su dirección, así también, por Sus obras, aprendemos cual es (era) el propósito de Aquel que hace todas las cosas según el consejo de Su voluntad.

Dios no decretó simplemente crear al hombre, ponerle sobre la tierra, y entonces dejarle bajo su propia guía descontrolada; sino que fijó todas las circunstancias de la muerte de los individuos, y todos los pormenores que la historia de la raza humana comprende, desde su principio hasta su fin. No decretó solamente que debían ser establecidas leyes para el gobierno del mundo, sino que dispuso la aplicación de las mismas en cada caso particular. Nuestros días están contados, así como también los cabellos de nuestra cabeza. (Mateo 10:30). Podemos entender el alcance de los decretos divinos si pensamos en las dispensaciones de la Providencia en las cuales aquellos son cumplidos. Los cuidados de la Providencia alcanzan a la más insignificante de las criaturas y al más minucioso de los acontecimientos, tales como la muerte de un gorrión o la caída de un cabello. (Mateo 10:30).

Las propiedades de los decretos divinos

Consideremos ahora algunas de las características de los decretos divinos. Son, en primer lugar, eternos. Suponer que alguno de ellos fue dictado dentro del tiempo, equivale a decir que se ha dado un caso imprevisto o alguna combinación de circunstancias que ha inducido al Altísimo a tomar una nueva resolución. Esto significaría un conocimiento limitado y un aumento en sabiduría por parte de la Deidad, lo cual sería una blasfemia horrible. Nadie que crea que el entendimiento Divino es infinito, abarcando el pasado, presente y futuro, afirmará la doctrina de los decretos temporales. Dios no ignora los acontecimientos futuros que serán ejecutados por voluntad humana; los ha predicho en innumerables ocasiones, y la profecía no es otra cosa que la manifestación de Su previo conocimiento eterno. La Escritura afirma que los creyentes fueron escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4), más aun, que la gracia les fue “dada” desde entonces (2 Timoteo 1:9).

En segundo lugar, los decretos de Dios son sabios. La sabiduría se muestra en la selección de los mejores fines posibles y de los medios más apropiados para cumplirlos. Que esta característica pertenece a los decretos de Dios, es evidente por lo que sabemos de éstos. Los decretos nos son descubiertos por su ejecución, y cada comprobación de la sabiduría en las obras de Dios es a su vez una prueba de la sabiduría del plan por el cual se llevan a cabo. Como declara el salmista: “¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría; la tierra está llena de tus beneficios.” (Salmo 104:24). Sólo podemos observar una pequeñísima parte de ellas, pero, como en otros casos, conviene que procedamos a juzgar el todo por la muestra; lo desconocido por lo conocido. Aquel que, al examinar parte del funcionamiento de una máquina, percibe el admirable ingenio de su construcción, creerá, naturalmente, que las demás partes son igualmente admirables. De la misma manera, deberíamos estar satisfechos en nuestras mentes respecto a las obras de Dios, cuanto las dudas nos asalten; y deberíamos repeler cualquier objeción que se sugerida por cualquier cosa que no podamos reconciliar según nuestras nociones de lo que es verdadero y sabio. Cuando lleguemos a los límites de lo finito, y solo podamos mirar de lejos el misterio infinito, exclamemos: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11:33).

En tercer lugar, son libres. “¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?” (Isaías 40:13–14). Cuando Dios dictó Sus decretos, estaba solo, y Sus determinaciones no se vieron influidas por causa externa alguna. Él era libre para decretar o dejar de hacerlo, para decretar una cosa y no otra. Es preciso atribuir esta libertad a Aquel que es supremo, independiente y soberano en todas Sus acciones.

En cuarto lugar, los decretos de Dios son absolutos e incondicionales. Su ejecución no está sujeta a condición alguna que se pueda o no cumplir. En todos los casos en que Dios ha decretado un fin, ha decretado también todos los medios para dicho fin. El que decretó la salvación de Sus elegidos, decretó también darles la fe, (2 Tesalonicenses 2:13). “Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Isaías 46:10); pero esto no podría ser así si Su consejo dependiese de una condición que pudiera dejar de cumplirse. Dios “hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11).

La responsabilidad del hombre

Junto a la inmutabilidad e inviolabilidad de los decretos de Dios, la Escritura enseña claramente que el hombre es una criatura responsable de sus acciones, de las cuales debe rendir cuentas. Y si nuestras ideas son moldeadas por la Palabra de Dios, el afirmar lo primero, no nos llevará a negar lo último. Reconocemos que existe verdadera dificultad en definir dónde termina lo primero y donde comienza lo último. Esto ocurre cada vez que lo divino y lo humano se mezclan. La verdadera oración incitada por el Espíritu, no obstante, es también el clamor de un corazón humano. Las Escrituras son la Palabra inspirada de Dios, pero fueron escritas por hombres que eran algo más que máquinas en las manos del Espíritu. Cristo es Dios, y también hombre. Es omnisciente, más crecía en sabiduría (Lucas 2:52). Es Todopoderoso y sin embargo, fue “crucificado en debilidad” (2 Corintios 13:4). Es el Autor de la vida, sin embargo murió. Estos son grandes misterios, pero la fe los recibe sin discusión.

En el pasado se ha hecho observar con frecuencia que toda objeción hecha contra los decretos eternos de Dios se aplica con la misma fuerza contra Su eterna presciencia.

“Respecto a que si Dios ha decretado todas las cosas que acontecen, todos los que reconocen la existencia de un Dios, aceptan que Él sabe todas las cosas de antemano. Ahora bien, es evidente que si Él conoce todas las cosas de antemano, las aprueba o no; es decir, o quiere que acontezcan o no quiere que acontezcan. Pero sucede que el querer que acontezcan es decretarlas” (Jonathan Edwards).

Finalmente intente conmigo hacer una suposición y contemplar lo contrario. Negar los decretos de Dios sería aceptar un mundo, y todo lo que con él se relaciona, regulado por un accidente sin designio o por el destino ciego. Entonces, ¿qué paz, qué seguridad, qué consuelo habría para nuestros pobres corazones y mentes? ¿Qué refugio habría al que acogerse en la hora de la necesidad y la prueba? Ni el más mínimo. No nos queda nada más que las negras tinieblas y el repugnante horror del ateísmo. ¡Cuán agradecidos deberíamos estar porque todo está determinado por la bondad y sabiduría infinitas! ¡Cuánta alabanza y gratitud debemos a Dios por Sus decretos! Es por ellos que “sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Bien podemos exclamar como Pablo: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén”. (Romanos 11:36).

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