Kitabı oku: «El último tren», sayfa 9
CAPÍTULO SIETE
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La bandada de pájaros se elevó de repente por sobre las nubes de tonalidades grises. Revoloteando alocada en lo alto estalló en mil pedazos, de tal forma que mediante alguna extraña metamorfosis en la caída libre produjo infinidad de flores silvestres lloviendo lentamente sobre mi cabeza. Es extraño regresar de un sueño donde los personajes principales te persiguen en alguna selva de exótica vegetación. Uno corre y corre convencido de que la suerte está echada. No hay escapatoria posible y el peor momento se acerca. Ese donde aparecen los rostros de tus propios perseguidores. Cuando desperté percibí una pálida iluminación rondando a mí alrededor. Creí encontrarme apoyado sobre una lápida de cementerio dado el frío que congelaba mis pulmones.
En la medida que la experiencia psíquica se transforma en un estilo de vida, uno aprende a regresar de los sueños para acomodarse rápidamente a las nuevas circunstancias. Realmente, no tan nuevas. Los objetos vuelven a repetir sus variaciones frente a sentidos incapaces de discernir aquello que encierran los pequeños detalles. La habitación no presentaba atractivos. Las rústicas paredes estaban pintadas de blanco con pintura a la cal. A simple vista podían observarse grietas de dimensiones diferentes. A través de ellas se filtraba humedad generando manchas oscuras que salpicaban el recinto. El aspecto del ambiente era tétrico.
La habitación se veía cerrada. No existían ventanas ni respiradero alguno. La atmósfera enrarecida penetró mis pulmones. El sabor no resultaba diferente a la resaca personal que tenía todos los días. La había naturalizado en los últimos años y me seguía a todos los ámbitos donde la vigilia disponía de mi presencia. Una lámpara incandescente colgaba de un cable pendiendo del techo. Ofrecía tenue luz de color amarillento. La luminosidad resultaba pulsante a simple vista. Transformaba las paredes en un organismo palpitante y amenazador, monstruo circundante y silencioso. Las rejas y la pesada puerta metálica completaban el panorama. Comprendí rápidamente la situación. Tuve la sensación de haber vivido todo aquello en algún sector de espacio-tiempo extraviado en mi frágil memoria. Era una pesadilla distante repitiendo cíclicamente las distorsiones del tiempo. La realidad de aquel cuarto se impregnaba de los escenarios fantásticos alcanzados por mi status psíquico en los viajes oníricos. La escena de los perseguidores y la selva exótica regresaba desde la memoria emocional.
Ahora, Alicia, parecías tan lejana…
No intenté preguntarme sobre los motivos que me habían conducido hasta aquella miserable celda. De todas formas sabía que en mi condición personal resultaría imposible recordar el origen de las penurias. Incluso la palabra “origen” pierde sentido cuando se navegan las dimensiones múltiples. Allí descubrimos que los sucesos son fenómenos auto sostenidos, sin comienzo ni final, abriendo espacios acorde a la ritualidad periódica de los devenires. El círculo y el punto, vieja simbología esotérica.
En mi mente danzaban formas femeninas. Eran imágenes de prostitutas voluptuosas y tentadoras. Giraban veloces a mí alrededor. La figura del muchacho solitario esperando sentado en el cuarto amarillo palpitaba con el ritmo de esas paredes. Los pechos ovalados de Alicia se superponían con la silueta desnuda de mi madre en la playa. Tiempo y espacio. Siempre me había resultado dificultoso delimitarlos y evitar su solapamiento. Tal vez de eso se trata la locura. No aceptar el ordenamiento provocado por este límite tan virtual como la misma sensación de separación provista por los sentidos.
Intenté ponerme en pie pero no pude. Una infinidad de agujas perforaron simultáneamente mi cuerpo. La sensación de malestar acabó por hacerme abandonar el cometido. Escuché aquella voz hablando desde las sombras.
—No intente hacerlo.
La frase, a pesar del contenido, no resultaba autoritaria.
—Le han dado una buena paliza anoche.
Esta afirmación llamó poderosamente mi atención. Comenzaba a recordar los sucesos acaecidos en la víspera. Imágenes fragmentadas iban y venían atravesando mi territorio mental. Imposibilitado de ejercer otros movimientos observé a mi interlocutor. Estaba sentado en el piso a unos dos metros de mi catre en uno de los húmedos rincones de la habitación. Tenía la espalda apoyada sobre la fría pared. Sus piernas estaban comprimidas en una posición que distaba de ser cómoda para un observador externo. Sin embargo, el hombre parecía no verse afectado por ello.
Las imágenes secuenciales incrementaron su sentido de realidad frente a mi visión interior. Eran proyecciones entrecortadas de lo que podía haber sucedido la noche anterior. La escena mostraba una habitación desordenada. El infusorio de opio, humeante, descansaba sobre la pequeña mesita en el centro de la estancia. La ropa femenina aparecía diseminada sobre los rudimentarios muebles. Y mi mano, golpeando ferozmente contra los fantasmas del pasado. De repente sentí temor a pesar de la dureza de mi coraza exterior. Tal como sucediera aquella mañana en casa de la vieja mugrienta, cuando la bruja esgrimía las agujas sin esterilizar y las ilusiones de un muchacho torpe se aplastaban contra la cruda realidad de la muerte.
—¿Cuánto tiempo ha pasado...?
Una vez pronunciada las palabras me parecieron ridículas.
—Tal vez han sido… ocho horas, o diez. En realidad no puedo precisarlo, joven. No me estaba muy consciente en esos momentos…
Una sonrisa cómplice apareció en los labios de ese extraño personaje.
—Creo que volví al presente en el preciso instante en que lo estaban golpeando a usted… ¡Ah!, esos uniformados saben hacer bien su trabajo. Tome, pruebe. Esto va a distenderlo por un tiempo.
El hombre alargó su brazo para ofrecerme un cigarrillo de estructura casera. Observé el extremo retorcido del objeto.
—Tómelo —insistió, con expresión seria—. Es buena hierba.
Lo acepté. Al aspirar el humo reconocí la marihuana de buena calidad incorporándose a mi sistema nervioso. Luego de la segunda pitada me detuve a contemplar a mi compañero de celda. Me llamaba la atención el tono nasal de su voz. Quise corroborar si su figura hacía juego con esta particularidad. A pesar de encontrarse sentado en el rincón plegado sobre sí mismo, su contextura atlética resultaba imponente.
Se trataba de una persona de edad indefinida. En realidad, poco se podía decir sobre sus rasgos personales. La atemporalidad ocultaba el devenir de un forastero a las miradas superficiales. Sus cabellos eran claros, prácticamente incoloros. Usaba unos anteojos que ocupaban gran parte del rostro. Le otorgaban un toque distendido, acompañando una mirada de continua postura burlona. Una cicatriz de varios centímetros recorría su mejilla izquierda. Amortiguaba la presencia a partir de una barba blanca mal rasurada. Tal vez aquella señal representaba el trago amargo de algún evento del pasado. La vestimenta de color blanco le daba cierto porte juvenil. En general acentuaba una imagen desalineada.
Fumé silenciosamente durante algunos minutos. El sistema nervioso comenzaba a responder ante la droga de buena calidad. Esa hierba era superior a la que me conseguía mi gatita. Recordarla me provocó sentimientos de repulsa y a la vez, un pequeño remordimiento. Poco a poco el dolor de mi cuerpo fue retrocediendo. Sin lugar a dudas aquel tipo tenía mercadería de primera.
—¿Por qué estoy aquí?
A veces la hierba despertaba en mí ciertas inclinaciones filosóficas.
—Es una buena pregunta dadas las circunstancias. ¿Por qué estamos todos aquí...? Hace tiempo aprendí a no formular ese tipo de inquisitorias. Puede que no haya respuesta válida. O en caso de haberla, tal vez resulte injusta.
—Sin embargo, siempre hay un porqué.
Mi compañero suspiró. Exhaló el humo cansinamente y con lentitud. Respondió con actitud resignada:
—Tiene razón. Creo que siempre lo hay…
Luego habló con indiferencia como si no le interesara el tema.
—Seguramente anoche ha participado de algún pequeño disturbio. Según parece estuvo golpeando a una prostituta que tenía buenos amigos…
Sonreí con amargura. Recordé el rostro de mi gatita. En la pantalla mental lo vi cubierto de sangre, con los labios destrozados. Era una pena. Resultaba complicado conseguir buenas proveedoras de narcóticos en esta maldita ciudad. Sí, realmente era una verdadera pena haberla perdido…
En esos instantes un enorme gusano blanco estaba caminando sobre mi zapato derecho. Con movimiento compulsivo pude arrojarlo lejos de mi catre. Lo contemplé fascinado a la distancia y observé sus movimientos en el piso. Traté de encontrar alguna correspondencia entre su diminuto universo y esta celda de paredes húmedas y su atmósfera enviciada.
—No sea demasiado severo con sus compañeros de habitación.
La actitud burlona de aquel hombre comenzaba a fastidiarme.
—¿Y usted? —pregunté, petulante—. ¿Por qué está aquí, eh...?
—¡Ah! Esa es una historia larga, creo. Si lo desea puedo contársela.
—Adelante. Escucho.
El hombre mantuvo una sonrisa débil en la medida que contaba esa historia increíble:
—Todo comienza en mi niñez, cuando a los doce años intenté violar a mi hermanita y terminé en un sitio parecido a este. Tal vez el instituto no era tan tranquilo como mis padres deseaban. Como esta prisión aquella tampoco tenía ventanas. Unos enormes gorilas con guardapolvos azules y miradas extraviadas animaban el lugar. Les llamaban “los celadores”. Pero nosotros, los internos, simplemente los apodábamos “los gorilas”. Ellos eran poderosos y practicaban la tortura como método sistemático para controlarnos. Pero por supuesto, nosotros teníamos recursos… De vez en cuando alguno de estos desgraciados aparecía apuñalado en los baños. Siempre resultaba la misma escena. La cabeza enterrada en el inodoro y una ridícula sonrisa en los labios.
Eché una larga chupada a mi cigarrillo. En la medida que lo consumía, la lámpara pendiente del techo parecía alejarse cada vez más. Poco a poco me iba sintiendo mejor. Los golpes de los policías apenas dejaban tibio reflejo en un cuerpo que parecía ajeno. Ya no me importaba la noche anterior. Tampoco mi puño en el recuerdo golpeando contra un fantasma nocturno.
—Su historia es antigua. Supongo que no estará aquí por eso.
—¡Ah, no...! Los hechos que le estoy narrando ocurrieron hace años, pero usted aseguró que toda situación tiene su origen. El inicio de las cosas, ¿recuerda? A veces logro olvidar y remplazo estos sucesos por una infancia tranquila, rodeada de un horizonte verde. Y la fotografía de mis padres en la habitación recién arreglada… ¿Sabe una cosa? Descubrí que uno puede generar su propia historia. Sin embargo, la existencia deja huellas de su acontecer…
Señaló la majilla izquierda.
—La maldita cicatriz es un disparador de la memoria ancestral.
Sentía la voz del compañero de celda lejana. Los párpados comenzaron a pesarme.
—Sigue sin contestar mi pregunta… —dije, con el último aliento. Antes de perder el conocimiento escuché al extraño responder con voz fría:
—Yo nunca contesto preguntas. Solamente las formulo…
La imagen de aquella habitación de paredes agrietadas y un gusano blanco deslizándose por el piso desapareció de mi campo perceptual. La nada se instaló alrededor mío. Estuve suspendido en un espacio negro y atemporal. De repente comenzaron a girar como loco carrusel una serie de imágenes inconexas. Sentía que ellas representaban disparadores de una memoria ubicada en dimensiones superiores. Alicia, desnuda en esa cama de la habitación amarilla. La anciana en la mecedora con la mirada perdida en algún punto del enorme recinto mientras acariciaba compulsivamente la cuchilla enmohecida en su regazo…. El rostro de mi gatita ensangrentado observándome con odio en la mirada… Esos dos cadáveres en el piso que me habían convertido en un asesino impiadoso, en tanto Brenda lloraba desconsolada…
Volví a la realidad de la celda. Aparentemente se trató de un paréntesis breve en medio de la secuencia presente. El extraño compañero me recibió de buena manera:
—Ha regresado, qué bien. Así podemos continuar con nuestra interesante plática.
Arrojó el cigarrillo a un costado. A pesar del humo espeso pude apreciar que caía al lado del gusano blanco. Ahora, ambos eran de idéntico tamaño y color. Esperé unos segundos que el cigarrillo comenzara con el movimiento oscilante, identificándose con el gusano. Empero, nada de esto sucedió. Sin mirarme, el hombre continuó con su alocución:
—Usted preguntó sobre causas y localizaciones. Típico dispositivo de justificación sobre el aquí y el ahora. Para satisfacer sus demandas le diré que mi crimen no ha sido muy original. Han encontrado algunos kilos de polvillo blanco en el forro de mi chaleco y un par de bolsas de ese tabaco que usted disfrutó.
—Comprendo.
—No. No creo que comprenda el tenor de mi acto fallido. Es la segunda vez que me atrapan. Me costará mucho perdonarme.
—¿Y a donde se dirigía con tan preciada mercancía?
No contestó. Permanecí en silencio durante algún tiempo. Fumé un segundo cigarrillo y la golpiza de la noche anterior pasó a ser material de descarte en la memoria. Apoyé la cabeza contra la pared. Rápidamente me acostumbré a los fríos ladrillos y dormité durante una hora.
Me despertó un movimiento sobre mis pies. Observé el pequeño bulto grisáceo deslizándose por el piso a toda velocidad hasta perderse en el rincón más oscuro de la habitación. Unos ojos salvajes me miraban desde aquella grieta en la pared. Mi compañero permanecía impasible en su incómoda postura. Su sonrisa se acrecentó. Parecía divertido con mis reacciones.
—No les haga caso —dijo—. Están asustadas porque aún no se acostumbran al olor de su cuerpo—. Luego, serio, habló con indiferencia:
—Pronto se acercarán al catre para dormir a su lado. Tal vez esta noche. O quizás mañana.
—No es una idea alentadora…
El hombre se encogió de hombros.
—No hay ideas alentadoras —, se limitó a decir.
Encendió un nuevo cigarro. El resplandor del fósforo hirió mis ojos. Fue en ese preciso instante cuando observé por primera vez el medallón de extrañas formas. Colgaba de su cuello. Le otorgaba cierto aire de opulencia. Aprovechando el efímero brillo los detalles del talismán se grabaron como huella indeleble en mi mente. Aquella imagen me perseguiría por el resto de mis días.
Se trataba de un círculo metálico con un triángulo concéntrico. Ambos elementos geométricos se encontraban atravesados por una serpiente de feo semblante. La cadena de gruesos eslabones daba terminación al objeto. La figura era de corte simplista. No tenía por qué causarme tan alto impacto. Sin embargo, la contemplé fascinado. Rápidamente me convencí de una situación que se abría mágicamente ante mi poder de comprensión. Se trataba de un símbolo perteneciente a alguna civilización perdida. Un emblema que establecía el puente entre la realidad de los sentidos externos y los designios de poderes instalados en los laberintos oscuros del alma.
Otro emergente pulsó en mi consciencia. Una sensación que no dejaba de producirme escalofríos. Aquel medallón no estaba en el pecho de mi anfitrión en los momentos previos al último desmayo. Había aparecido de repente por generación espontánea. En la medida que lo contemplaba su brillo cobraba mayor intensidad. Hasta ese momento la casualidad no representaba un elemento de mí interés. Era un concepto vago. Simplemente una palabra. Tiempo después me convencí de lo imposible que resulta definir semejante entelequia. En el círculo, en la existencia externa, todos nuestros movimientos están signados por el Principio de Causa y Efecto, a pesar de lo difuso y transparente que a veces nos parece en nuestra vida de delimitada percepción. Aquello que los muertos vivos, los “dormidos”, denominan “casualidad” no es más que el resultado de movimientos complejos en el gran tablero de ajedrez. A veces se trata de impulsos secuenciales. En ocasiones es un acto conjunto sintetizando la dinámica de fuerzas desconocidas. Si uno dispusiera de todos los elementos intervinientes para realizar un análisis, la lógica pura no alcanzaría a definir las consecuencias de los eventos. La mente concreta solo abarca la superficie de las cosas.
La gran batalla de los filósofos metafísicos durante toda la historia humana se ha centrado en representar a quienes mueven las piezas y no interpretar sus jugadas. Y ahora, esa “casualidad inexistente” (simplemente lo utilizo como un sustantivo virtual) me enfrentaba en aquella apestosa habitación con el símbolo que abría una nueva dimensión en mi vida.
—No se asuste de esto —mi compañero ocultó rápidamente el medallón tras su camisa—. No somos practicantes del vudú…
“Somos”… La palabra quedó dando vueltas durante algún tiempo en mi cabeza, quizá mucho más de lo que podía precisar en ese momento. Me asaltaron una serie de interrogantes cuyas respuestas no podía precisar. ¿Quién era ese extraño personaje agazapado en el piso? ¿Qué estaba haciendo yo en esa maldita celda? ¿De qué se trataba todo aquello...? Hasta el día de hoy, encerrado en el psiquiátrico a partir de mi doble crimen, poco he comprendido sobre el hilo conductor que enhebra todas las situaciones. Pero sé que está oculto allí, detrás de cada acontecimiento que he vivido. Construyendo la secuencia de eventos que me ha transformado en un asesino…
Las preguntas giraban en mi mente siguiendo el derrotero de un círculo vacío. A pesar de lo acuciante de su vacuidad no me atreví a formulárselas a mi compañero. Estaba comenzando a comprender su forma de intervención. Ese personaje solo respondía a las cuestiones que le interesaban. Me sentí partícipe de un juego en el cual desconocía las reglas. Otro cigarrillo atacó mi sistema nervioso. Por supuesto, el hombre de blanca cabellera tenía buena mercadería. Comencé a sentirme afiebrado. Nuevamente las escenas fragmentadas ocuparon el centro de mi pantalla mental. La gatita estaba allí, insultando con la boca ensangrentada en tanto aparecían esos hombres. Me aferraron salvajemente intentando detener mi arrebato causado por el opio. Los golpes posteriores se desvanecían. Alicia, que lejana te siento… El cansancio se apoderó de mí. Dormí profundamente durante lo que sentí un prolongado tiempo. Días, tal vez.
Cuando desperté dos uniformados se encontraban parados a un costado de mi catre. A unos metros pude apreciar la rata gris observándome, refugiada detrás de mi propio zapato. El gusano blanco había desaparecido. Tal vez el roedor lo transformara en su comida. Uno de los guardias me levantó del lecho con modales rústicos. El otro, permaneciendo ajeno a la escena, habló de manera autoritaria:
—El comisario Ballesteros quiere hablar con usted.
Observé su rostro. Era un policía de piel oscura, mirada asesina y rostro mal rasurado. Lo reconocí como uno de los que me habían golpeado la noche anterior. No le demostré mi odio. Simplemente lo miré con curiosidad. Me condujeron hacia la puerta metálica. Uno de ellos tomó mis zapatos espantando a la rata con un ademán ampuloso.
—Póngaselos —ordenó antes de transponer el umbral—. No va a ir descalzo a ver al jefe.
Lo obedecí. Abandonar aquella prisión bajo cualquier circunstancia representaba una idea tentadora. Antes de transponer la puerta acompañado por mis captores observé detrás de mí. El hombre continuaba sentado en el piso en su posición de loto. Sonreía satisfecho. No podía precisar en esos momentos a qué se refería su sentimiento triunfal. El medallón ocupaba el centro de su pecho. Me parecía que brillaba con mayor intensidad, a punto de abrirse y mostrar una verdad irrefutable. No podía esperar que ese evento sucediera. Mis guardianes jalaban con violencia de ambos brazos. Alcancé a decirle por sobre mi hombro:
—Aún no conozco su nombre…
La respuesta fue tan indiferente como su respiración de buitre cansado:
—No se preocupe. Yo tampoco lo sé.
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