Kitabı oku: «Gaviotas a lo lejos»

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Gaviotas a lo lejos

Gaviotas a lo lejos

©2020 Abel Gustavo Maciel

Corrección: M. Fernanda Karageorgiu

Diseño editorial: Alejandro Arrojo

Arte de tapa: Alejandro Arrojo

1ª edición: mayo de 2020

Producción editorial: Tequisté ediciones

contacto@txtediciones.com.ar

www.txtediciones.com.ar

ISBN: 978-987-4935-32-8

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

Libro de edición argentina

Maciel, Abel Gustavo

Gaviotas a lo lejos / Abel Gustavo Maciel. - 1a ed . - Pilar : Tequisté. TXT, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4935-32-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Revoluciones. I. Título.

CDD A863

A mi hija, soledad

Puede haber mitos e imaginaciones utilizadas por el poder de la conciencia-fuerza para materializar sus propias ideas-fuerza; estas potentes imágenes pueden tomar cuerpo y forma, durar en algún mundo sutilmente materializado del pensamiento y reaccionar sobre su creador.

Sri Aurobindo

El ser ahí se comprende inmediata y regularmente por su mundo. El mundo del ser ahí es un “mundo del con”, el “ser en” es “ser con otros”. El “ser en sí” intramundano de estos es ser ahí con.

Martin Heidegger

Hay morales que deben justificar a su autor delante de otros; otras morales deben tranquilizarle y ponerle en paz consigo mismo; con otras su autor quiere crucificarse y humillarse a sí mismo; con otras quiere vengarse; con otras, esconderse; con otras transfigurarse y colocarse más allá, en la altura y en la lejanía; esta moral le sirve a su autor para olvidar, aquélla, para hacer que se lo olvide a él.

Friedrich Nietzsche


La vida es más que un cuerpo

o un pensamiento.

El espíritu que la anima fluye

a través de los paisajes

generando la sensación de movimiento.

Mira a tu alrededor.

La prisión que inventaste tiene

sus puertas abiertas.

Volar es posible, trascender…

Mucho más.

1

“Hubo cuatro mujeres en mi vida”.

La idea fue cobrando forma en su mente. A pesar de aquel territorio proyectado por necesidades de supervivencia, los cuatro rostros aparecían definidos en la pantalla.

—¿Cuatro dijo, don Pablo? Pues deberían ser suficientes, ¿no lo cree usted?

Leo hablaba permaneciendo de espaldas, como era su costumbre. Contemplaba el cielo azul, limpio de nubes, perdiéndose en la línea horizontal de aquella playa infinita.

—Pues no lo han sido —respondió don Pablo, sin mediar análisis previo a sus palabras.

—Por supuesto, nunca son suficientes, ¿eh? —había un dejo de ironía en la frase de Leo. El poeta decidió dejarla pasar.

—No me refiero a ese aspecto. Las cuatro han sido diferentes, salvo por la eventualidad de que, de alguna manera, todas han estado enamoradas de mí.

—Tal vez ellas han sido una sola persona. ¿Qué le parece esta idea?

Don Pablo no respondió. No tenía por qué hacerlo. Después de todo, Leo no era más que un intruso en su realidad virtual. ¿O representaba algo más que aquel concepto abstracto?

—Las cuatro se funden en una sola y se sintetizan en una quinta. Usted mismo lo escribió en Los Penitentes, ¿lo recuerda?

El poeta suspiró, impaciente. A veces Leo lograba colocarlo al borde de su tolerancia.

—Ese fue un mal libro —respondió con voz seca.

—Oh, no, don Pablo. Usted no ha escrito libros malos. Recuerde La Quinta Esencia. El último poema… Podríamos decir que lo ha hecho famoso en todo el mundo. Los franceses todavía estudian su extraña métrica.

—La fama no importa, Leo. Fueron cuatro y basta. De ellas se ha nutrido mi obra…

—No sea injusto, don Pablo. Recuerde… Los PenitentesLa Quinta Esencia… ¿Acaso va a dejar de lado a esa mujer, ahora, cuando no puede privarse de ningún recuerdo?

El poeta contempló a su confidente durante un minuto. Estaba molesto. Luego su mirada se aplacó y volvió a observar la playa sin mar que se explanaba delante de ellos hasta el infinito.

—Y bien, Leo, la quinta mujer… no entiendo, su rostro se muestra difuso… ¿quién ha sido ella?

—Dígame, don Pablo, cuando usted cierra los ojos y deja la mente en blanco, ¿qué paisaje es el que ve?

—Pues… cuando realizo esa práctica mental, veo… ¡Mi tierra!…

2

Enero de 1961. San Andrés, capital de Costa Paraíso, un país latinoamericano en los trópicos del Caribe.

Padre era buena persona. Solía relatarme en las tardes leyendas de antiguos guerreros luchando contra gigantes en pos de la liberación de alguna princesa. Todas sus historias terminaban bien: el dragón, dueño del castillo, era derrotado y los amantes vivían por siempre felices. Esos cuentos exacerbaban la imaginación de un niño que en sus sueños se veía montando un corcel y cabalgando por caminos de montañas que se dirigían a lejanos puertos.

Padre era el puente que me comunicaba con los otros mundos. Aquellos que están hechos con la sustancia de la ilusión, frágiles como pompas de jabón, volátiles y a la vez deseados. Territorios que la infancia nos permite recorrer en plenitud cuando la realidad circundante no nos conforma. Refugio de las almas inadaptadas a un paisaje decorado de agrestes llanuras…

Cuando regresaba en las tardes, madre le tenía preparado el café con leche. Intentaba congraciarse todo el tiempo con su esposo. Sus ojos denotaban respeto, admiración y también cierto temor que jamás pudo alejar de sí. Padre la miraba con el amor reverencial que un hombre siente por una mujer inalcanzable. No podía evitarlo. Ni siquiera cuando la vio allí, acusándolo desde el silencio, tendida en una caja de madera lustrada, con los ojos cerrados, seria, muy seria, y el rostro pálido, muy pálido…

A veces, él no retornaba a la hora acostumbrada. El teléfono se hacía escuchar y madre lo atendía. Una sombra recorría su mirada y al colgar disimulaba aquella sonrisa. Ella era mala actriz. La recuerdo acariciando mi cabeza, impostando ternura. De todas formas, el contacto de sus dedos con mis cabellos me producía un extraño placer. Algo parecido al sentimiento de protección.

En ausencia de padre, cuando el café con leche humeaba sobre la mesa de quebracho en la cocina, madre permitía que me sentara en el sillón de la cabecera y le hiciera honor a la merienda. Me gustaba ocupar ese lugar privilegiado. Acariciar la madera prusiana, áspera al contacto. Beber el brebaje preparado para su satisfacción y sentirme también como un guerrero, un implacable cazador de dragones y liberador de princesas oprimidas.

Sin embargo, extrañaba su figura caminando por el living con el garbo que lo distinguía. Solía lucir el uniforme militar hasta el momento de la cena. Siempre pensé que lo hacía para impresionarnos, buscando el respeto que todo guerrero necesita en el hogar antes de enfrentarse a los gigantes que acechan los senderos del mundo. Su paso era lento, mas no denotaba inseguridad alguna, más bien invocaba la cadencia tranquila de los vencedores. Aquéllos que han adaptado el andar a la grandeza de sus pensamientos, quienes se sienten bien consigo mismos, halcones que a su paso cauterizan las heridas abiertas en la tierra producidas por los soñadores de siempre. Halcones de mirada escudriñadora. Halcones dispuestos a dar caza a las palomas.

Su nombre era Roberto. Pero, a veces, cuando lo asistían extraños excesos de reminiscencias, confesaba que a su madre le gustaba llamarlo Leonardo. Tal era el nombre de un bisabuelo materno. Padre detestaba ese acto fallido. Persona orgullosa de su verdadero nombre, como buen servidor de las filas castrenses gregorianas, no aceptaba apodo alguno por más cariño que contemplara en su origen.

El uniforme le quedaba bien. El esmero de madre en cuidar cada detalle resultaba obsesivo, no se le perdía accidente en la tela sin necesidad de reparo: el alineo de su caída; la superficie de la chaqueta poblada de medallas en el flanco izquierdo del pecho; el color oscuro de la tela almidonada haciendo juego con el correaje lustroso, siempre lustroso, jamás ajado, rodeando su cuerpo robusto cual si fuera el límite perceptible de un espacio viril reservado para sí mismo.

Las botas llamaban mi atención. Relucientes, altas, cubrían la parte inferior de las piernas hasta la altura de la rodilla. En ellas concentraba madre su atención con referencia al cuidado de esa magna presencia. En mi pantalla mental la veía ataviada con su camisón, ése que destacaba un cuerpo joven y bien formado durante las mañanas, cuando dedicaba un par de horas a preparar el uniforme alternativo de padre. El halcón, como todos los oficiales de rango, solía contar con dos trajes castrenses. El segundo era una réplica perfecta del primero, colgado en el placar a la espera del recambio.

Ella preparaba los enseres cuidadosamente: pomada de origen alemán; algodón de finas hebras; agua destilada y tibia, principalmente en la temporada de invierno; alcohol militar que traía a casa el asistente de padre, un muchacho uniformado de aspecto serio y mirada esquiva. En sus ojos podía leerse la angustia provocada por su incursión en nuestro hogar. Ramiro era su nombre. Solía mirarme con gesto suplicante cual si buscara refugio ante la intromisión de su presencia.

Ella separaba los líquidos en pequeños recipientes metálicos y de forma cilíndrica.

Primero utilizaba un paño limpio, extremadamente limpio. Acariciaba el cuero acerado de las botas con la delicadeza de una geisha en plena tarea, limpiando “en seco” los residuos de polvo que hubieran quedado adheridos a la superficie. Como todas las faenas preliminares, resultaba la más importante en aquella liturgia.

Luego reemplazaba el paño por otro limpio. Sus manos realizaban movimientos eficientes, lentos, similares al tránsito de padre por el living vestido con su impecable ropaje, en tanto las medallas permanecían imperturbables en el pecho. Ella mojaba la tela en agua tibia y procedía a realizar la segunda caricia del cuero, cuya superficie comenzaba a mostrarse preservada del medio ambiente, brillando de acuerdo a su propia naturaleza.

Después cambiaba de recipiente y repetía la maniobra utilizando el alcohol militar, líquido de extrema volatilidad. Cada centímetro de la bota recibía la asepsia previa a esa cobertura protectora cuya acción estaba asegurada por las próximas veinticuatro horas.

Finalmente, la geisha completaba el ritual untando suavemente la pomada alemana sobre la superficie previamente preparada para su destino de grandeza y dejaba las botas en reposo durante veinte minutos en un altar del living acondicionado para tales fines.

Recuerdo contemplarlas a distancia prudencial, allí, en su pedestal, inalcanzables para mis brazos de infante. Era la oportunidad de reverenciarlas como reliquias en exposición pertenecientes al mundo maravilloso de padre.

Entonces, madre aprovechaba el tiempo para darse un baño breve. Me gustaba verla emergiendo de su habitación cubierta con uno de esos vestidos de una sola pieza, ceñido al cuerpo. Su larga cabellera oscura caía como cascada sobre los hombros. La sonrisa siempre disponible a flor de labios, la misma con la que recibía a su hombre por la tarde, intentando aflojar las tensiones que seguramente había absorbido en el día de trabajo.

Con el cuidado de preservar su propio alineo, ella retornaba al altar para concluir el procedimiento. Asiendo con delicadeza el cepillo preparado para tales fines, lustraba las botas con la paciencia de quien posee el arte de la alfarería. Concluida la maniobra las dejaba ocultas en el piso del placar, a la espera del recambio de indumentaria que padre realizaba todos los días.

Después del almuerzo que compartíamos en el jardín de invierno, ella realizaba el segundo ritual. La chaqueta y el pantalón de su hombre esperaban en el amplio lavadero de nuestra mansión. El aseo de la vivienda pertenecía a otro orden de cosas. La naturaleza de madre, alejada de las tareas domésticas debido a la liturgia personal emprendida en las cuestiones de su dueño, era de origen pagano. La servidumbre se encargaba del resto. Madre guardaba su arte ancestral para atender al hombre de casa.

De vez en cuando los paisajes de mi niñez acuden al llamado del presente. Después de todo, en esta celda donde se pudre mi cuerpo los recuerdos lejanos representan mi única posesión. Lo veo allí, como una sombra silenciosa, cumpliendo el ritual de aquellas tardes, caminando lentamente por el living, parsimonioso, seguro de sí mismo, presto a relatarme las historias de guerreros y dragones.

Padre era buena persona…

3

Madre era mala persona.

Fui descubriendo la naturaleza de esa telaraña que gustaba tejer a su alrededor en la medida que mi niñez se transformaba en adolescencia.

Al principio observaba su cuerpo radiante desplazándose por el living de nuestra mansión, lo hacía con la curiosidad de un infante a quien le agradan los paisajes bellos. Ella se veía hermosa, vestida con las túnicas de una sola pieza donde la desnudez de su cuerpo podía inferirse a partir de aquellas posturas que asumía de manera natural. Me gustaba mirarla clandestinamente, oculto tras el marco de alguna puerta. Podía pasar horas contemplando la redondez de sus senos insinuados por la delgada tela que los cubría sin mayor éxito. Era la parte de su cuerpo que más llamaba mi atención. También me subyugaba su cabello largo, rizado y mojado a causa del baño reciente. Impregnaba los ambientes con un delicioso perfume que poco a poco iba dominando el clima de la mansión. Siempre pensé que ese aroma formaba parte de la telaraña subyugante que madre extendía a su alrededor, evidentemente con la intensión de cazar a sus presas.

Madre, y me ha costado bastante tiempo arribar a esta conclusión, era una predadora innata. Gustaba de atraer a sus presas con el magnetismo de una viuda negra para sostenerlas durante un tiempo entre las hebras pegajosas de su telaraña y jugar con ellas a sus juegos sensuales.

Las visitas de tío Jorge resultaban frecuentes. Era el único hermano de padre. A pesar de vestir atuendos civiles, en mis primeros años caí en la cuenta de que pertenecía a la casta militar gobernante. El corte de sus cabellos, los bigotes angostos y germanos, la frialdad de aquellos ojos prestos siempre a posarse sobre las personas y observarlas cual si fueran potenciales víctimas, lo hacían diferente al resto de las “palomas” que asistían a las reuniones sociales que padre ofrecía una vez al mes en la mansión.

El tío solía llegar a casa a las dos de la tarde, en sincronía con la culminación del baño que madre tomaba, como si se hubieran puesto de acuerdo siguiendo un protocolo castrense. Padre en esas horas se encontraba en el cuartel, atendiendo sus importantes funciones logísticas que permitían la continuidad en el gobierno del general Atilio Fulgencio.

—Ese hombre es el liberador de la patria. Costa Paraíso le debe mucho —solía decir durante la cena—. Pero tiene enemigos. Aquéllos que no desean ver a nuestra nación desarrollada en plenitud, con orden interno y una economía sana. Ya verás, Pablito, como el general logra triunfar sobre esas fuerzas subversivas, traidoras a la patria. Él es nuestro líder.

En tanto concluía la frase, señalaba con su dedo el retrato de un halcón de mirada ceñuda, vestido de militar y expresión adusta, que parecía vigilarnos a toda hora desde una de las paredes del comedor. Aquella foto poseía una historia de larga data. La recordaba siempre allí, mirándonos en todo momento. Resultaba ineludible sentirse culpable de algo ante esos ojos. Cualquiera fuera la falta, la necesidad de cumplir con un castigo se volvía imperiosa. Tenía más poder sobre el espíritu de las personas que el otro retrato ubicado a un par de metros: la imagen del papa vigente en esos tiempos.

Padre no era persona practicante, a pesar de ser la religión uno de los principales poderes en Costa Paraíso. Tampoco madre, por supuesto, pero en mi niñez fui descubriendo que el catolicismo resultaba un factor importante en la vida social de aquel país ordenado y patrullado a toda hora.

Desde la ventana de mi cuarto, ubicado en el primer piso de la mansión, observaba la llegada de tío Jorge. Lo hacía en un vehículo de gran porte, color verde oscuro, seguido por otro de las mismas características. Los vidrios polarizados impedían ver su interior. Cuando las puertas se abrían me las ingeniaba para echar una rápida mirada dentro de la cabina. Solían acompañarlo tres personas, todas estaban vestidas de civil, con los cabellos extremadamente cortos y bultos ostensibles debajo de sus brazos. En cierta ocasión uno de ellos extendió la mano en dirección a la esquina y el arma quedó en evidencia pendiendo de la sobaquera. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. A partir de ese día comencé a mirar al tío con otros ojos.

El segundo vehículo solía estacionarse detrás del primero. Entonces bajaba un hombre de gran altura, fornido y de cabello también rapado. Me llamaba la atención que vistiera uniforme de policía. No estaba acostumbrando a verlos merodeando por casa. Le decía algo al tío y luego regresaba al automóvil. Aquellas personas mostraban un gran respeto por Jorge, obedecían sus instrucciones de inmediato y permanecían apostadas en el frente de la propiedad durante el tiempo que duraba su visita.

Uno de los policías, junto a otro hombre de civil, se paraba fuera de los automóviles cumpliendo funciones de vigilancia. Ambos portaban equipos de radio que solían producir descargas estáticas interrumpiendo el silencio del barrio.

La mansión estaba ubicada en la zona urbana privilegiada de San Andrés, militarizada desde hacía diez años. Todas las propiedades resultaban parecidas, casas de dos o tres pisos con trescientos metros cuadrados de superficie, rodeándolas jardines de una hectárea y abundante personal abocados a las tareas de mantenimiento.

Previo a la revolución que impusiera el gobierno popular en Costa Paraíso, las mansiones habían pertenecido a empresarios denunciados por corrupción o a personal diplomático caído en desgracia por los acontecimientos políticos. Las viviendas fueron confiscadas por el estado y entregadas para su cuidado a los funcionarios pertenecientes al régimen, tanto civiles como militares.

Florencia, mi entrañable amiga de la infancia, era la hija del ministro de hacienda del general Fulgencio, don Amílcar Bravo. El hombre había estudiado en Harvard y contaba con lazos americanos estrechos e importantes. El embajador del país del norte solía visitarlo de vez en cuando y organizaban tertulias con padre. Florencia y yo aprovechábamos esos encuentros para jugar en los jardines, lejos de las conversaciones aburridas. Pero ésa es otra historia.

Tío ingresaba en nuestra propiedad cual si fuera su dueño. Los guardias de seguridad, apostados en el portón de ingreso, lo reconocían de inmediato. También lo hacía el resto del personal militar que deambulaba por ahí con aspecto de personas aburridas.

Atravesaba con paso firme el sendero de piedras que comunicaba la entrada con la casa y saludaba demagógicamente a todos. Se lo veía contento. Inquieto, también. Ingresaba en la vivienda y tomaba asiento en uno de los mullidos sillones del living.

Jacinto, el sirviente interno de la mansión, no se hacía esperar con su servicio. De alta estatura, garbo parsimonioso y elegante, cabellos castaños de fuerte presencia debido a una tintura persistente, el hombre tenía la nobleza de las cortes antiguas, ajenas al ambiente castrense que nos rodeaba.

Mi relación con Jacinto era buena, pero a la vez distante. Fiel a la postura de los empleados domésticos de antaño, solía mantener el rostro adusto y una lenta sincronización en los movimientos.

Cuando yo era pequeño sufría con frecuencia de estreñimiento, circunstancia que hasta el día de la fecha me persigue en esta celda que mis captores me han destinado. La receta del médico de la familia resultaba infalible y a su vez ignominiosa: un par de enemas bien surtidos hasta que la sequía cediera sus territorios de perversión.

Madre resultaba persona incapaz de ejecutarlas dado su espíritu de pulcritud. Las geishas no son buenas impartiendo enemas. No quedaba otro soldado que el bueno de Jacinto para realizar tan odiosa tarea. Todavía lo veo en mi pantalla mental caminando por los pasillos con el garbo que lo caracterizaba en tanto transportaba la jarra con el líquido aceitoso, la manguera de goma y la cánula correspondiente. Me asomaba furtivamente a la puerta de mi cuarto para observar aquella figura que presagiaba la denigrante acción a punto de suceder. La voz de Jacinto, un tanto delicada para sus cincuenta años, se alzaba con total pulcritud:

—¡Señorito Pablo, prepárese! Ya llegó la hora de la merienda…

Pero volvamos a las visitas de tío Jorge a casa. Una vez instalado en el sillón del living y con la copa de coñac en la mano, el hombre cerraba los ojos para disfrutar de la música clásica a bajo volumen que madre gustaba de seleccionar. El equipo lo había adquirido padre en uno de sus viajes al extranjero.

Clorinda descendía por las escaleras que comunicaban la planta baja con el primer piso. Vestía una de sus túnicas de corte asiático. Su figura sensual se mostraba insinuante. Con amplia sonrisa parecía deslizarse por las baldosas anchas del living hasta ubicarse a escasa distancia de su cuñado.

—Ven, Pablo. Saluda a tu tío.

Yo la acompañaba en el periplo desde mis aposentos. Repetía siempre la misma ceremonia. Me mantenía parado en postura respetuosa a unos cinco metros de Jorge y esperaba dócilmente las instrucciones que no tardaban en hacerse oír.

—Abrázalo, tonto, que debe estar cansado de trabajar durante toda la mañana.

En esas épocas desconocía la naturaleza real de la profesión de mi tío. De haberlo sabido hubiera dado crédito a las palabras de madre en su verdadera dimensión. Torturar a las personas hasta convertirlas en un pedazo de carne sin vida, arrojar a la basura camisas embebidas en sangre al finalizar las jornadas y disponer sobre la vida y la muerte de los demás debe ser tarea agotadora.

—¡Muchacho, estás enorme! —eran siempre sus palabras. Me estrechaba con un abrazo poderoso, cortándome la respiración.

Luego me miraba con aquellos ojos gélidos y dominantes, como lo hace todo halcón en presencia de su presa.

—Lentamente vas pareciéndote al tipo de varón de la familia. Ése que hizo fuerte a Costa Paraíso. Seguramente vas a ser un buen estudiante en el liceo militar. ¡Un guerrero de don Atilio Fulgencio, el gran general del pueblo!

—Dale un beso al tío, Pablito. ¿No ves que espera tu saludo?

Obedeciéndole a madre entrecerraba los ojos y dirigía mis labios a esa piel curtida por años de soberbia y liderazgo. La cara de Jorge resultaba áspera y repulsiva.

—Muy bien, hijo, ahora puedes regresar a tus habitaciones. El tío y yo debemos conversar sobre asuntos de personas adultas. Ya le dije a Jacinto que te suba una leche malteada. Continúa con tu lectura del libro de Byron que padre ha mandado traer de Londres, en su lengua original, como lo pediste. Faltan quince días para el concurso nacional de poesía auspiciado por la Sociedad de Escritores y no querrás quedar en los últimos puestos…

Aquélla era la postura de madre cuando tomaba parte de mis tempranas incursiones en los territorios literarios. Presionaba a los auspiciantes hasta ubicarme en el podio de cuanto concurso circulaba en Costa Paraíso. Compraba jurados utilizando la poderosa red de sus influjos. Me encerraba en la biblioteca de la mansión durante horas, obligándome a leer poetas próceres o filosofías ajenas a mi interés.

Esperaba que ella concluyera sus palabras, agachaba la cabeza en señal de obediencia y luego volvía sobre mis pasos dispuesto a subir los escalones que me conducían a mis aposentos. El libro de lord Byron esperaba paciente sobre el lecho, una cama estilo gótico de dos plazas. Retomaba la lectura desde la página donde la había dejado.

A pesar de la altura indudable de aquella prosa inspirada en uno de los autores más exquisitos de la historia de la poesía, rechazaba el ornamento pincelado en esas formas naturistas que encerraban sentimientos victorianos de amores prohibidos.

Cuando estaba a punto de abandonar la lectura escuché los pasos retumbando afuera. Dejé el vaso de leche malteada sobre la mesita de luz y me dispuse a aguzar los sentidos.

Madre y tío Jorge avanzaban por el pasillo del primer piso conversando y riendo animadamente. Los imaginaba tomados del brazo, mirándose con la intensidad de los momentos previos a un acontecimiento predestinado. Pasaron por la puerta de mi cuarto sin advertir mi postura vigilante. Luego, detuvieron su marcha. Las voces dejaron de escucharse.

Cerré los ojos intentando conectarme con la situación, pared de por medio. A veces solía realizar esas prácticas esotéricas con algún éxito. Todo poeta viene a este mundo muñido de algún poder psíquico que le permite sobrevivir a su implacable contaminación. No resulta posible construir metáforas en los territorios subliminales que rodean a la densidad molecular sin estos prodigios del espíritu.

Los vi vagamente abrazados en la soledad del largo pasillo. Jorge acariciaba sus partes íntimas con gran impunidad. Besaba ardientemente aquel cuello tan preciado. Podía escuchar el chasquido de sus labios al tomar contacto con la piel tersa, suave, blanca y perfumada. El deseo gobernaba los movimientos. Clorinda respondía a los embates de su cuñado en silente postura, la de quien entrega el comando de la situación al otro esperando los resultados de sus ataques lascivos. Los labios de madre permanecían entreabiertos, manifestando dificultad al respirar. El color de su rostro intensificaba el rubor instalado con los primeros aprontes. Había apoyado la espalda contra la gruesa puerta de su cuarto. El siseo apagado del roce de su túnica contra la madera rompía la monotonía en el pasillo.

Jacinto y el resto de los sirvientes se encontraban en la parte trasera de la mansión. Realizaban actividades de rutina en las dependencias de servicio, ajenos a esos embates prohibidos. O tal vez, pendientes de ellos a la distancia.

Apreté los párpados con violencia. La proyección telepática parecía disolverse en el espacio virtual donde latía suavemente. Una energía de encendida potencia subía desde el plexo solar atravesando mi torso. En esos momentos los odiaba a ambos. El libro de Byron permanecía volcado hacia abajo perdido entre las sábanas. Sus palabras estaban amordazadas por el contacto con la tela húmeda.

La imagen se diluyó en la negrura de la nada. Abrí los ojos, recomponiendo el ciclo respiratorio. Silencio. Uno, dos, tres segundos. Luego, el sonido de las bisagras de la puerta maciza abriéndose. Otros tres segundos. Finalmente, el portazo estridente. Salté de la cama con la ansiedad de quien se siente traicionado. Ésa era la emoción que me embargaba, una mezcla de artera traición, promiscuidad, celos instalados en la zona oscura del corazón.

De pie ante la pared que separaba mis aposentos de los de Clorinda, presioné el oído sobre el revoque frío. Los sonidos apagados provenientes del cuarto vecino, a su vez nítidos merced al silencio de fondo, no tardaron en inundar mi percepción. Ahora no necesitaba la visión telepática. Un poeta también puede ver a partir de los sonidos del entorno.

Como ya he dicho, madre era mala persona…