Kitabı oku: «El triunfo de la memoria»

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Para los que, al leer, se acuerden.

Y para mi familia,

que nunca me deja olvidar.

BITÁCORA DEL OLVIDO

Don’t forget the songs that made you cry and the songs that saved your life.

THE SMITHS, «Rubber ring»

DIARIO DE ARCELIA MÉNDEZ

Hoy

Tengo la sensación familiar otra vez. Esa de que tengo una canción en la cabeza, pero no recuerdo cuál es. Últimamente miro los muros como si su desnudez pudiera darme alguna pista de lo que mi memoria está buscando, porque cuando intento lo mismo desde las ventanas, lo único que veo son naranjos secos y el polvo que se deja levantar por una brisa tibia.

¿No debería ser ya invierno?

El dolor punzante de mi seno derecho resultó ser una protuberancia. Me pregunto si valdrá la pena buscar un médico.

Hoy, por la noche

Solo quiero decir que sigo las anotaciones porque creo que así debería ser. Hay tantas hojas aquí revueltas, que ya no sé si se han perdido varias o son todas las que han existido desde que Arcelia —yo, asumo— decidió hacer una bitácora. De cualquier manera, ya no tiene orden, y sentido, jamás lo tuvo.

15 de noviembre

No sé por dónde empezar, porque lo he contado ya tantas veces a diferentes personas, que tengo la sensación de que soy la única que no entiende qué sucede. Si esto sirviera para una referencia futura, espero dejar escrito todo lo que pasa y después podamos encontrar una solución. Si es usted un médico, un científico o un investigador, déjeme decirle que tiene que comprender que desde hace cinco años yo iba religiosamente al Bar del Barrio. Nunca fue nada espectacular ni vendía cervezas artesanales o importadas que no pudieran encontrarse en otro lugar. Ni siquiera aceptaban pagos con tarjeta, pero desde la primera vez que entré por una cerveza supe que estaba en casa: baños limitados, no muy limpios y poco papel para la demanda de cada noche. Por él empecé a llevar papel higiénico en la bolsa. Las mesas eran de metal, pero la barra tenía grifos para servir clara u oscura, cada fin de semana había tocadas de punk o rockabilly y jamás gastaba más de 200 pesos, a pesar de que la cruda al día siguiente intentara convencerme de lo contrario.

Podría no haber luz en las calles por los recortes presupuestales; podría haber cumpleaños rotos por largas llamadas para explicar por qué se abandona al interlocutor, al otro lado de la bocina, por otra persona al otro lado del océano. Podría ser la mierda, pero el farol chueco de la puerta del Bar del Barrio siempre estaba encendido por la calidez que emanaba —y la planta de luz que lo convertía en el único espacio con electricidad cuando el gobierno hacía sus apagones.

El Bar del Barrio era el sitio del que hablaba Cheer’s: todos conocían mi nombre. Y aunque yo no conocía a todos los que ahí llegaban, nos reconocíamos y brindábamos con gusto antes del cierre. Así que necesitaba un poco de esa calidez ayer por la noche. Me subí a la bicicleta y me cargué un paraguas, por si la lluvia y el viento otra vez, pero no hizo falta. No solo porque la noche se mantuvo seca e indiferente, sino porque cuando llegué a la esquina del bar me encontré con una llantera. Como si ahí hubiera estado siempre, desde hacía más de cinco años. Era una vulcanizadora, con grasa hasta en el machuelo de la banqueta y cumbias que emanaban desde su interior. Nada en contra de los ritmos guapachosos —todos saben que alivian la tristeza después de las tres de la mañana—, pero el bar se había esfumado.

Un hombre estaba limpiando herramienta en ese momento, y debí quedarme mucho tiempo de pie, todavía montada en la bicicleta, tratando de descifrar qué significaba todo hasta este momento (¿lo había soñado todo durante cinco años, o habían sido unos diez minutos de siesta y todavía estaba echada en el único sofá de casa, con el Gato Nuevo ronroneando sobre mi estómago?), porque se me acercó y me preguntó si necesitaba algo.

¿Qué pasó aquí?, le pregunté, balbuceando. ¿Qué pasó, de qué? ¿Y el bar? ¿Cuál bar? El bar que estaba aquí. ¿Aquí, dónde? Antes de convertirnos en una mala rutina de Abbot y Costello, apreté los puños del manubrio y retomé el camino de regreso a casa, y hasta ahí habría llegado en estupefacto silencio si no me hubiera encontrado con Barona, quien me topó cuando me detuve en un semáforo y me llevó a una fiesta. Ya en el lugar, quise hacer averiguaciones, pues muchos habían sido regulares del Barrio, y no, nadie podía responderme porque en sábado las borracheras empiezan temprano y ellos ya tenían carrera recorrida. Estaba ahí, la única sobria de la multitud, intentando preguntar, uno por uno, la historia de una desaparición que solo parecía dolerme a mí; era una madre interrumpiendo las vidas de otros para mostrarles la foto en blanco y negro de un hijo que se le soltó en un mercado y jamás volvió a ver. La música se mezclaba con mi voz, algunos pensaban que cantaba la letra que rebotaba por los muros en ese momento. Solo me sonreían, me pasaban una cerveza tibia o el brazo sobre el hombro para que brincara al unísono con ellos. El trayecto a casa lo hice sin darme cuenta.

No creo que pueda dormir tampoco esta noche.

13 de noviembre

Cuando mi primer gato murió, me lo entregaron envuelto en dos pañales de adulto, hecho un ovillo, todavía tibio. Lo guardé en la backpack que lo había llevado al veterinario para atender su estado deteriorado. De haber sabido que un par de horas después iba a morir sedado, le habría evitado la agonía de recostarse en una mesa helada, para extraerle sangre. Luego lo enterré en el fondo de una jardinera, porque donde vivo y con lo que gano no me alcanza para tener un jardín que lo convierta en los nutrientes que alimenten los bichos que se arrastrarán por el pasto. Y le dije tantas cosas al despedirme, que casi llamo la atención de mis vecinos.

Con las botas quise hacer lo mismo. ¿Qué se le dice a un par de zapatos gastados? Pero guardé la compostura y no hice nada cuando escuché las campanas del camión de la basura. ¡Adiós, compañeras!, quise gritar por la ventana, ¡solo ustedes supieron lo que era resistir un callo sangrante con tal de robar las miradas de la gente en otra ciudad!

Y ya no están. Ya lo verifiqué.

22 de noviembre

Algo está muy mal.

No sé qué es. Una pieza, un circuito, un engranaje. Algo se perdió y hay huecos que han desaparecido, entonces no puedo explicarlo cuando espero que alguien más me diga que ha notado lo mismo. No lo menciona nadie en los periódicos, en la calle o en la radio que escuchan los choferes del camión que tomo a veces para ir al trabajo. Los pasajeros, apretados unos contra otros, no hablan de lo que está esfumándose de pronto, no tienen miedo de estar perdiendo la razón. Al menos no por esto que me ha robado el sueño.

Yo debía dormir mejor desde el día que me deshice de las Doctor Martens, pero solo una noche tuvo efecto. ¿El final del mundo empieza de este modo, al tirar un par de botas destrozadas y solo desde una persona que se da cuenta? No quería creer que todo pudiera empeorar, hasta que me puse los audífonos y planeé una escapada a través de un disco. Abrí la aplicación de música y busqué en la lista. No estaba ahí. Ya me había pasado antes: borrar archivos para hacer espacio y olvidar subir de nuevo discos enteros. Sin pánico, recurrí a Spotify. Por supuesto, ya existía una lista de reproducción con lo que buscaba, excepto que cuando la abrí, ya no estaban las canciones. Ni los discos. Ni el artista. Ni covers. Ni mención alguna a su trabajo. Perfecto, me dije, justo cuando más los necesito, The Smiths y Morrissey se pelean con las corporaciones que intentan monopolizar la escucha de música, y bajan todo de sus plataformas. De putísimamadre.

Pero tampoco estaban en YouTube. Ni en Wikipedia. Ni en su página oficial. Otra vez Google, Reddit, Bing, Facebook, Twitter, Snapchat, Soundcloud, Lastfm, y el horizonte se nublaba hacia el fondo, los bordes oscuros y un zumbido implacable que me obligaba a aguantar la respiración un poco para no sentir que resoplaba en la nuca del de al lado.

Si alguna vez fui presa de la locura, admitiría que me inventé un bar y sus comensales, los precios de la cerveza, las bandas que ahí tocaban, el olor del baño de hombres y lo fácil que se obstruía el de mujeres. Que soñé una película y se la atribuí a un director que puede o no ser violador de jovencitas —por las dudas, debería escribir lo que recuerdo de ella, porque si en verdad no existe más que en mi mente, el próximo Óscar podría ser mío—. ¿Pero una banda entera, su trayectoria, letras y acordes?

La esperanza de hoy tuvo cara redonda y lentes de pasta, tan gruesos que podías quemar una hormiga si los usabas igual que una lupa. Mi compañero, sentado junto a mi escritorio, ya estaba empezando su trabajo de números, gráficas y porcentajes. Es tan divertido como una fórmula de promedios. Como yo de la suya, se defiende de mi presencia con unos audífonos tan anchos como sus micas. No me esforcé en sonreír ni en inventar un pretexto, simplemente le quité los audífonos y le dije a la cara The Smiths. ¿Qué?, respondió arrebatándome su armadura, estoy ocupado. Miré al hipster de la oficina, que recargaba su patineta súper desarrollada en un muro. ¡The Smiths!, le grité. Me miró confundido. ¡Morrissey! Estático. «Panic», «How soon is now», «Suedehead», le enumeré. Sin responderme nada, decidió ir directo a la cocina para esconderse bajo el pretexto del primer café del día.

Le mandé un mensaje a uno de mis Bien Intencionados, el pequeño grupo de amigos que han intentado proveerme de soluciones para mi tristeza postausente. Tampoco sabía nada de The Smiths, mejor me invitó una cerveza la próxima semana.

¿Y si la próxima semana ya no hay cerveza?

3 de diciembre

Si algo está roto, es porque antes estuvo entero.

Hoy he decidido ir a la casa del Ausente, a la de sus padres, y aclarar todo. Les pediré su teléfono o un correo electrónico que no me regrese un mensaje de que no existe, y todo tendrá respuestas. Si a mí me pasa, seguro también a él.

11 de noviembre

Yo tuve un par de Doctor Martens usadas.

Si al nombrar algo lo hacemos presente, también debe funcionar para hacerlo desaparecer. Creo que hoy podré hacerlo sin regresar mis pasos para deshacerlo. Mis Bien Intencionados tienen razón: si quiero dejar atrás el recuerdo del Ausente y recobrar el sueño de una vez por todas, debo empezar a decirle adiós a lo que me recuerda a él.

Él me regaló un par de Doctor Martens usadas. Las compró en un mercado de pulgas de Texas, en una calurosa tarde de junio, por diez dólares. No sé si planeaba dármelas a mí desde el principio, pero cuando me las entregó no me importó que fueran de segunda mano, o que ya tuviera las puntas un poco desgastadas. Ellas fueron mis primeras Doctor originales, así que fue lo único en que me concentré. Y desde que él decidió irse, es lo único en que he pensado cuando las veo inmóviles junto a mi cama, cuando enciendo un cigarrillo e intento fumarlo distraída, pero siempre vuelvo la mirada a las botas y me imagino mil finales distintos.

Así que hoy me armé de valor, las tomé de las agujetas a punto de partirse y les di una última inspección. Más bien oportunidad. Quería que me demostraran que aún tienen un propósito y que puedo aprovecharlas un poco más. Pero no cooperaron: las suelas seguían igual de desgastadas, sobre todo hacia adentro. Eran dos cuñas que hacían incómodo dar más de diez pasos con ellas. Los pliegues en donde se doblaban al final del empeine ya estaban rotos, permitían la entrada de pequeñas piedras en días secos, y del agua cuando llovía. Las puntas y talones, además, estaban raspados como la lámina del auto de un conductor que confunde sus dimensiones cada vez que intenta estacionarlo. Es decir: no.

No han pasado las primeras 24 horas, y sé que el recolector de basura no hará su visita hasta mañana temprano. Por eso es mejor que las imagine ya lejos de mi alcance, no bajo el árbol donde las puse, y escribo estas líneas para recordarme que, sí, esas eran mis botas favoritas. No porque hayan ido conmigo a Praga o Polonia, sino porque me las regaló él. De segunda mano. Y quizá por equivocación. Pero, maldita sea, fueron mis primeras Doctor Martens y verlas me recordaba lo bueno, solo lo bueno, que tuve cuando lo forcé a estar a mi lado.

21 de noviembre

El Ausente me heredó un par de Doctor Martens usadas —como su cariño—, una cicatriz en el dorso de mi mano y la habilidad de andar en bicicleta. A la par, yo le atribuí una listita de cosas que me transportaban a él, a pesar de que él no lo hubiera planeado así. Annie Hall era una de esas. La compré en DVD luego de que la viéramos por cable un fin de semana largo en el que comenzaba a ponerle decoraciones a nuestra relación para sentirla más real, pues eso de vernos a escondidas siempre me resultó amargo. Así que decidí que la comedia romántica por antonomasia iba a recordarme a la seguridad de saberme en sus brazos, a veces sí-a veces no. Por eso quería verla hoy. Al abrir la puerta, el Gato Nuevo se me acercó, lo abracé y me dirigí al mueble de las películas. Luego a los libreros. Bajé al gato y busqué en mi cuarto, el clóset, el baño, detrás de los sillones, los gabinetes de la cocina y, patadas de ahogado, en el arenero del minino.

Nada. No Annie Hall.

Era tan mezquino que pensé que se la habría llevado entre las dos cosas que había dejado conmigo. Eché un ojo, de nuevo, al mueble de las películas y descubrí que no había espacio vacío que delatara la ausencia de un DVD. Por suerte, soy un poco quisquillosa con los discos, los libros y las películas: tengo un Excel con la relación de todo lo que poseo en ese departamento, para saber si lo presto, si lo tengo, si lo pierdo.

Abrí la computadora, ingresé al archivo y repasé las columnas. Ni siquiera estaba el título. Busqué manualmente casilla por casilla. Luego con el buscador seleccioné el nombre del director —Woody; nada—, apellido de director —Allen; nada—, año de producción —1977; nada—, nombres de protagonistas —Woody Allen, Diane Keaton; de nuevo, nada—, y así con los demás rubros: productora, Óscares (nominaciones y ganados), año de compra (2004)… Ahí estaban Manhattan, Interiores, Match Point, Poderosa Afrodita; pero no Annie Hall.

Hasta que me armé de valor y me metí a Google. Luego a Internet Movie Database. Wikipedia. Reddit. Estúpido guango Bing. Finalmente, a la base de noticias de periódicos. Nada. Como si Allen jamás la hubiera filmado.

Cuando sientes que estás perdiendo la cabeza no es suficiente con experimentarlo desde la propia piel, alguien más debe reafirmarlo. ¿A quién iba a preguntarle? Al Ausente, claro está. Pero su número no existe en mi teléfono, ni en mi memoria. ¿Quién se aprende teléfonos desde el 2001? Para eso están las máquinas. Hoy me arrepiento de haberle confiado a un dispositivo mis datos. ¿Así será cuando inicie la guerra contra los robots?

26 de noviembre

La cerveza todavía existe, así que ya es algo.

12 de noviembre

Sin pronóstico que lo apoyara o signos en el cielo, una inesperada tormenta me despertó en la madrugada. Hacía un mes que no llovía. No hubo viento premonitorio, cúmulos naranja que pudieran verse a la distancia o relámpagos con show telonero. El ruido del agua que caía en la habitación me despertó. Jamás había sentido que la lluvia fuera tan agresiva, y mientras cerraba la ventana sin lograr mantener la seca integridad de mi pijama, de los libros del escritorio y el librero que descansa en ese muro, me imaginé que solo estaba ahí para interrumpir mi primer buen sueño desde no sé cuántas semanas.

A la mañana siguiente, ya que la lluvia se había marchado, le di una inspección a la calle desde el tercer piso de mi departamento. Hojas, todavía verdes, habían sido arrancadas de los naranjos por el viento, y aunque no había inundación, el agua no podía desaparecer por las coladeras tapadas por basura, ramas, naranjas y andrajos de una madrugada que tampoco esperaba la violencia.

20 de noviembre

Yo tuve un par de Doctor Martens y el Bar del Barrio era mi hogar.

Ahora, no tengo a ninguno. Sé qué le pasó a las primeras, pero nadie sabe decirme qué ocurre con el segundo. Esta semana, en el trabajo, quise iniciar una conversación al respecto. Si no fuera por la interesante vida de mis compañeros, tal vez habría recogido frutos. Pero no. La plática se rigió por nuevos New Balance, nuevos restaurantes, nuevos viajes, prospectos de vivienda, visitas de amores extranjeros, fotografías espectaculares en Instagram de objetos mundanos: el patrón de un mosaico, la M perfecta de un anuncio luminoso de un súper mercado, el adorable perro de alguien. Y yo queriendo hablar de un sitio que, de un día a otro, se transformó en una vulcanizadora sin que nadie me avisara que me había quedado sin verdadera casa.

27 de noviembre

He descubierto que mi confusión le ha cedido el paso al miedo.

No he querido hablar del asunto con nadie, pues cuando lo intenté me miraron con un dejo de lástima. Tampoco entendieron nada.

Pero si no lo pongo aquí, es posible que yo tampoco lo crea y, por lo tanto, lo olvide con el paso de los días.

El Gato Nuevo se quedó sin croquetas, así que fui a comprarle una bolsa hace rato. Y en la veterinaria, entre los anaqueles de la comida para conejo, vi a uno de esos amigos sin nombre del Bar del Barrio. Lo reconocí de inmediato por el peinado y su eterna playera de Slayer, era él sin duda, y sé que usé todas mis fuerzas para controlarme. También sé que fue inútil y lo miré de manera intensa, como si absorbiera toda su presencia, que me aseguraba que aquel tiempo que ya no estaba sí había existido, que yo estuve ahí y que él podría probarlo. Yo, en un extremo, abrazaba una bolsa de tres kilos de croquetas con tanta fuerza que se escuchaban crujir por todo el lugar. Y el Fan de Slayer, aplastado bajo la fuerza de mis dos pupilas, se sintió tan incómodo como un roedor bajo escrutinio. Se apresuró a pagar la conejina, pero tuvo que sufrir el paso del destino, que eligió ese instante para que la encargada tuviera que investigar el precio en una libreta de contador tan grande que apenas cabía en el mostrador.

Me atreví. Carraspeé para limpiarme la garganta y toqué su hombro para que me mirara. Giró sobre sus talones y lo vi pasar el trago de saliva más grande, espeso y necio de la historia. ¿Sabes qué le pasó al Bar del Barrio? Su cara de interrogación me transmitió el NOSÉDEQUÉHABLAS más honesto que haya percibido, y desistí de continuar con las preguntas, para ahorrarme otra sesión contra el muro de la incertidumbre. Lo dejé ir, prácticamente corriendo, sin esperar por su cambio pero encaminado a refugiarse, pensé, en la compañía de un conejo o dos que lo recibirían con la calma del mutismo esponjado.

4 de diciembre

Fue una sensación revuelta. Es decir, dos cosas en una. Yo, en la bicicleta, al filo de la tarde, rumbo a la casa de sus padres, recordando eso que sentía cuando lo visitaba ahí.

Como ejercicio, como método de supervivencia, hice notas mentales de todos los lugares familiares de la colonia otrora tan frecuentada: ahí se pone el de los tacos que me gustaban, allá vive una de sus tías, a la vuelta perdí un arete cuando me dio un beso intempestivo aquella noche, en esa cuadra me enseñó a andar en bicicleta en contra de mi voluntad.

Y la casa amarilla ahí estaba, justo donde la había dejado cuando tuvimos la última pelea. El guayabo de la entrada estaba cargado de frutas, un casi inaudito, pues a la madre del Ausente le encantaba hacer agua fresca con ellas cada vez que había oportunidad. Pero aunque el vecino aficionado a las motocicletas seguía acaparando la banqueta de la cuadra igual que antes, el hogar del Ausente estaba deshabitado. O eso demostraban las ventanas ciegas, la reja cerrada con candado oxidado y la basura que inundaba la cochera, a la vista desde donde estaba. Bajé de la bicicleta, tenía que verlo más de cerca.

Todavía podía ver hacia dentro, no había cortinas. Ni muebles. El jardín trasero, que se asomaba desde el fondo si me agachaba lo suficiente, estaba lleno de hierbas malas. Tardé un buen rato en darme cuenta de que había un letrero que anunciaba la propiedad en renta. O, al menos, EN RE TA, pues estaba tan gastado, que no estaba ya completo.

¿En qué momento todo lo que era dejó de ser?

Quise huir de ahí. Temía que adentro hubiera un monstruo que me tomara del cuello y me convirtiera en el olvido de alguien más, al diablo con el Ausente. Me subí a la bicicleta y quise arrancar, pero me caí. Me puse de pie para intentarlo de nuevo, no lo logré. Ni una pedaleada. La misma bicicleta en la que fui sin pensarlo, ya no me funcionó. Era como cuando me enseñó a usarla: asustadiza, inestable, estúpida.

¿Así empieza el Alzheimer, cuando desaparecen The Smiths, una película, la habilidad de andar en bicicleta de un segundo a otro?

Le marqué a una amiga para que me recogiera. Le dije que estaba en casa de los padres del Ausente. ¿Dónde? No quise discutir, le envié la ubicación. Llegó 20 minutos después.

Acomodamos la bicicleta en su cajuela, como pudimos, y me llevó de regreso a casa. ¿Qué tal si nos echamos esas cervezas que te prometí hace una semana? Que prometiste hace tres, la corregí. Como sea, ya estás grande para andar en bici; cómprate un auto.

Medio confundida y, quizá aliviada, me dejé llevar por ella. Atrás dejaba el vecindario donde pasé más tiempo en cinco años que en mi propia casa. Atrás quedó la cuadra donde me enseñó algo en contra de mi voluntad; la esquina donde perdí otra cosa cuando me dio un ¿beso? aquella noche; la casa donde vive —¿vivía?— un familiar suyo; donde se pone el de los tacos que creo que me gustaban…

28 de noviembre

Yo tuve un par de Doctor Martens, un DVD de Annie Hall, un gato y un bar al que llamaba casa.

Nadie parece recordarlo, excepto yo.

Enero

El Gato Nuevo salió de casa y no ha regresado en una semana. Mi sospecha es que está allá, donde debe estar la vida que ya no tengo desde que él se fue. Al fin y al cabo, el gato me lo regaló él cuando se murió el primero. Mi temor más grande es si también me olvidaré del color de su pelaje y su cola esponjosa, pues desde que me atreví a tirar las botas ya casi no recuerdo el olor de su cuerpo, la textura de su cabello o el color exacto de sus ojos. ¿Eran café oscuro, eran miel? No encuentro sus fotos y, vaya, mi celular se ha extraviado. Era la última máquina del tiempo que tenía para ir a lo que quedaba de él. Seguro mañana olvido su nombre. Ayer me desperté de madrugada, con un sentimiento de expectativa en la boca del estómago. Fui al baño y, no sé por qué, el espejo captó mi atención. Me miré el torso desnudo e inspeccioné detenidamente. Vi los lunares que ya me sé de memoria y, de manera instintiva, los toqué uno a uno. Hasta que llegué al que se encuentra en mi seno derecho. Ese fue el primer punto en el que él me besó, la primera vez que estuvimos juntos. Hundí el dedo un poco, sentí una protuberancia. Yo sé que es el despojo final de aquella vida que compartimos. No fue buena, realmente, así que el vestigio no podría ser mejor. Pero es lo que me queda y no voy a equivocarme otra vez. No voy a extirparlo.

¿Qué esperan que haga? ¿Que empiece otra vida de nuevo?

15 de diciembre

Hoy tuve tres segundos de esperanza: los amigos del Ausente.

Todo se derrumbó en menos tiempo cuando no logré localizarlos en Facebook, ni por teléfono, correo o por la calle. Al buscarlos en los lugares que antes frecuentábamos, no encontré el camino, no reconocí fachadas, las calles ya no tienen nombre. Intenté gritar el de ellos, por si pasaban por ahí y lo escuchaban, pero no había nadie alrededor. ¿No es algo raro, que ya nadie me busca, que la noche está más quieta que antes y sigo pensando si todo eso que había antes no es más que un invento mío?

¿Será que el mundo entero empezó a transformarse, pero no me dio oportunidad de participar también?

Soy el último vestigio.

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