Kitabı oku: «El hombre que perdió su sombra»
El hombre que perdió su sombra
Título original: Peter Schlemihls wundersame Geschichte (La maravillosa historia de Peter Schlemihl)
D. R. © 1814, Adelbert von Chamisso
D. R. © 1910, Thomas Mann, por el prólogo, cedido por S. Fischer Verlag GmbH.
D. R. © 1982, Manuela González-Haba, por la traducción y las notas, cedida por Grupo Anaya, S.A.
D. R. © 1982, Feliu Formosa, por la traducción del epílogo de Thomas Mann
D. R. © 2020, David Espinosa, El Dee, por las ilustraciones
Primera edición: agosto de 2020
D. R. © 2020, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Perla Ediciones ®, S.A. de C.V.
Venecia 84-504, colonia Clavería, alcaldía Azcapotzalco, C. P. 02080, Ciudad de México
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La presente obra es traducción directa e íntegra del original alemán en su primera edición completa, publicada en Berlín por Johann Leonhard Schrag en 1835.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
ISBN: 9786079889883
Conversión eBook:
Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación
ÍNDICE
Página de título
Página de créditos
Prólogo: A mi viejo amigo Peter Schlemihl
Carta a Julius Eduard Hitzig, de Von Chamisso
Carta a Julius Eduard Hitzig, de Fouqué
Carta a Fouqué, de Hitzig
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
Epílogo, de Thomas Mann
Acerca de los autores
Acerca de este libro
PRÓLOGO:
A MI VIEJO AMIGO PETER SCHLEMIHL
DESPUÉS DE MUCHOS AÑOS,
tengo de pronto en mi mano
algo escrito por ti,
y maravillosamente
rememoro el tiempo en que fuimos amigos,
desde el momento mismo en que empezamos a ir al colegio.
Soy un hombre de cabellos grises
y no tengo vergüenza falsa;
te llamaré delante de todos, como en otros tiempos, mi amigo.
¡Pobre amigo mío!
El Maligno no se ha ensañado tanto conmigo
como contigo.
Me he esforzado y he esperado,
las noches en blanco,
y al final
he conseguido poco.
Pero jamás podrá gloriarse el Tenebroso
de haberme tenido sujeto por la sombra.
Tengo la sombra con la que he nacido.
Perder su rastro no me he permitido.
Me llegó, aunque inocente como un niño,
la burla que a tu falta dedicaban.
¿Es que somos los dos tan semejantes?
Me gritaban: Schlemihl, ¿y tu sombra?
Yo se las mostraba,
y ellos se hacían los ciegos,
y no se cansaban de reír.
¿Qué le voy a hacer
sino llevarlo con paciencia?
Quisiera saber lo que es una sombra.
¡Cuántas veces me lo he preguntado!
¿Es tan enormemente inapreciable,
…?
Esto es lo que sé
después de haber pasado diecinueve mil días sobre mí
acumulando sabiduría:
los que hemos concedido un ser a la sombra
vemos ahora a la sombra disfrazarse de ser.
Démonos la mano por encima de todo,
Schlemihl.
Sigamos avanzando
y dejemos las cosas como están;
por nada del mundo
nos preocupemos por tenerlas bien sujetas.
Nos deslizamos ya cerca del fin.
Que rían y cambien unos y otros;
nosotros,
después de la tempestad,
dormiremos tranquilos un sano sueño en el puerto.
Berlín, agosto de 1834
CARTA A JULIUS EDUARD HITZIG, DE VON CHAMISSO
TÚ, QUE NO TE OLVIDAS de nada, te acordarás de un cierto Peter Schlemihl, que hace tiempo viste algunas veces en mi casa, un muchacho zanquilargo al que se le tenía por torpe, porque era zurdo, y que parecía perezoso por su desidia. Yo le tenía cariño… No puedes haber olvidado, Eduard, cómo en nuestros buenos tiempos una vez se escapó de nuestros sonetos; yo lo llevé a uno de nuestros tés poéticos y él se durmió mientras escribíamos, sin esperar a la lectura. Y ahora me acuerdo también de un chiste que hiciste a su costa. Lo viste una vez —Dios sabe cuándo y dónde— con una vieja kurtka,1 que por entonces siempre llevaba encima, y dijiste: “Este muchacho podría considerarse feliz si su alma fuera la mitad de inmortal que su kurtka”. ¡Lo estimabas tan poco! Yo le tenía cariño… Pues de este Schlemihl, que hace muchos años perdí de vista, procede precisamente el cuaderno que te doy a leer. Y te lo doy a ti solo, Eduard, mi amigo más íntimo y cercano, mi mejor otro yo con el que no quiero guardar ningún secreto, únicamente a ti; y, por supuesto, a nuestro Fouqué, arraigado en mi alma lo mismo que tú. Pero a él se lo doy sólo como amigo, no como poeta. Comprenderás que me sería muy molesto que algo así como la confesión que un hombre honrado ha depositado en mi corazón, fiado de mi amistad y lealtad, fuera puesta en la picota, publicada como obra literaria, o tan sólo que sucediera algo desagradable, así como alguna broma pesada a costa de algo que no es broma ni debe serlo. Naturalmente tengo que reconocer que es una lástima de historia convertida en una tontería por la pluma de un pobre hombre y que acaso podría revelar toda su fuerza cómica a través de otra mano más hábil (¡qué no hubiera hecho de ella Jean Paul!).2 Además, querido amigo, quizá se nombra en ella a personas que todavía viven, y eso también hay que tenerlo en cuenta.
Todavía unas palabras de cómo han llegado a mí estas páginas. Me las dio ayer temprano, al despertar por la mañana, un hombre extraño, con larga barba gris y una kurtka negra gastadísima. Llevaba colgada una caja de botánico y, como estaba el tiempo húmedo y lluvioso, chanclos encima de las botas. Preguntó por mí y me dejó esto. Afirmó que venía de Berlín.
ADELBERT VON CHAMISSO
Kunersdorf, 27 de septiembre de 1813
Posdata: Te adjunto un dibujo que el artista Leopold3 —que en ese momento estaba en la ventana— hizo de su chocante aspecto. Cuando notó el gran interés que tenía por el boceto, me lo regaló gustoso.
1 Una kurtka es un abrigo largo de piel, cerrado con cordones; de origen polaco-ruso, militar en un principio. [N. de la T.]
2 Von Chamisso admiraba a Jean Paul (seudónimo de Johann Paul Friedrich Richter, 1763-1825), teólogo, filósofo y novelista. [N. de la T.]
3 Era un retrato de Von Chamisso camuflado bajo una larga barba, realizado por Franz Joseph Leopold (1783-1832). [N. de la T.]
CARTA A JULIUS EDUARD HITZIG, DE FOUQUÉ
QUERIDO EDUARD:
Debemos proteger el relato del pobre Schlemihl, y hacerlo de tal manera que permanezca oculto a ojos que no lo entiendan. Tarea difícil, porque ¡hay tantos ojos de esos! ¿Y qué mortal puede asegurar el destino de un manuscrito, una cosa casi más difícil de guardar que algo hablado? Así que voy a hacer como uno que tiene vértigo y, por miedo, prefiere tirarse al abismo. Voy a imprimir el relato.
Pero hay más serios y mejores motivos para mi comportamiento, Eduard. O mucho me engaño, o en nuestra querida Alemania laten muchos corazones dignos y merecedores de comprender al pobre Schlemihl, y en el rostro de más de un buen compatriota aparecerá una conmovida sonrisa por su candidez y la amarga broma que le jugó la vida. Y cuando veas este sincero libro, Eduard, y pienses que a muchos desconocidos que sienten como tú pueda gustarles, es posible que caigan unas gotas de bálsamo en la honda herida que en ti y en todos los que te aman ha causado la muerte.4
Finalmente, no hay ningún duende (de ello estoy convencido por múltiples experiencias), no hay ningún duende que ponga un libro impreso en las debidas manos, pero sí que lo mantenga apartado de las indebidas, si no siempre, por lo menos muchas veces. Y además pone una cortina invisible delante de cada auténtica obra con espíritu y humor, y sabe descorrerla y correrla con tino infalible.
A este duende, mi muy querido Schlemihl, confío tus sonrisas y tus lágrimas, y sea lo que Dios quiera.
FOUQUÉ
Nennhausen, finales de mayo de 1814
4 La mujer de Hitzig había muerto recientemente. [N. de la T.]
CARTA A FOUQUÉ, DE HITZIG
¡YA TENEMOS LAS CONSECUENCIAS de tu desesperada decisión de imprimir el relato de Schlemihl, que debíamos haber guardado como un secreto entre nosotros! No solamente lo han traducido los franceses, los ingleses, holandeses y españoles, y lo han reimpreso los americanos e ingleses, de lo que informé ampliamente en nuestro culto Berlín, sino que también en nuestra querida Alemania se prepara una nueva edición con las ilustraciones de la edición inglesa que el famoso Cruikshank hizo sacadas del natural.5 Con lo cual la historia, sin duda, se conocerá más ampliamente. Y te hubiera acusado públicamente por tu manera arbitraria de proceder (pues en 1814 no me dijiste ni una palabra de la publicación del manuscrito) si no te considerara suficientemente castigado por el hecho de que nuestro Von Chamisso, durante su vuelta al mundo en los años 1815-1818, ya se quejó de todo en Chile, en Kamchatka6 y en casa de su amigo, el difunto Tameiamaia7 de Oahu.
Pero, aparte de esto, lo hecho, hecho está y también es verdad que tienes razón, porque muchos, muchos amigos en estos trece años pasados están encantados, como nosotros, con el libro desde que vio la luz. Jamás olvidaré el momento en que se lo leí a Hoffmann.8 Estuvo pendiente de mis labios, divertido y lleno de interés, hasta que lo terminé. No pudo esperar a conocer personalmente al poeta y, a pesar de que odia toda imitación, no resistió la tentación de hacer una variante (bastante desdichada) de la idea de la sombra perdida en su relato “La aventura de la noche de san Silvestre” con la pérdida de la imagen de Erasmus Spikher en el espejo. Y es verdad que entre los niños también ha sabido nuestra maravillosa historia abrirse camino. Una vez que en un claro atardecer de invierno subía yo por la calle Burg con el autor, cogió a un chico que iba patinando y que se rio de él, lo metió debajo de su abrigo de piel de oso —que tú conoces tan bien— y lo arrastró. El muchacho no dijo nada, pero cuando se encontró libre en el suelo y a conveniente distancia del otro, que seguía como si no hubiera ocurrido nada, gritó a voces a su raptor: “¡Me las pagarás, Peter Schlemihl!”.
Espero que este tipo extraño siga divirtiendo a muchos (que no lo vieron con su sencilla kurtka de 1814) con su nuevo y refinado traje. Por lo demás, unos y otros pueden encontrarse sorprendidos al reconocer en el historiógrafo del célebre Peter Schlemihl también al botánico, navegante alrededor del mundo, antiguo y bien retribuido oficial prusiano del rey y a la vez poeta lírico.9 Él, cantando en versos al estilo lituano o malayo, hace saber a todos que tiene un poético corazón en su sitio.
Por eso, querido Fouqué, a pesar de todo y a fin de cuentas, te doy las gracias cordialmente por haber hecho la primera edición y recibe, con nuestros amigos, mi felicitación por la segunda.
EDUARD HITZIG
Berlín, enero de 1827
5 George Cruikshank (1792-1878), caricaturista inglés, hizo ocho grabados para la edición inglesa (1823 y 1838), los cuales contribuyeron mucho a la popularidad del relato en Alemania e Inglaterra. [N. de la T.]
6 Península de la Siberia Oriental, entre el mar de Ojotsk y el de Bering. [N. de la T.]
7 Tameiamaia es Kamehameha I, rey de Hawái (O'ahu en hawaiano), muerto en 1819. [N. de la T.]
8 Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822), autor de reconocidos y famosos cuentos, como “Don Juan” o “La señorita de Scuderi”, conoció a Von Chamisso a través de Hitzig en 1807 y se vieron luego varias veces. Von Chamisso colaboró con Hoffmann en La novela del señor de Vieren (1814) y dio a Hoffmann la idea para el relato “Datura fastuosa”. En el relato de Hoffmann “La aventura de la noche de san Silvestre”, en el último capítulo, Giulietta, la amante del héroe, Erasmus Spikher, le pide que, ya que tiene que abandonarla, le deje por lo menos su imagen en el espejo, y al instante la imagen de Spikher en el espejo empieza a moverse independientemente de él y lo abandona. Como no puede ser un “honorable” padre de familia sin su imagen en el espejo, se va a recorrer el mundo en busca de la perdida imagen. [N. de la T.]
9 Por entonces, Von Chamisso había conseguido fama de poeta. [N. de la T.]
I
DESPUÉS DE UNA FELIZ pero para mí muy molesta travesía, llegamos por fin al puerto. En cuanto llegué a tierra con el bote, cargué yo mismo con mi pequeña propiedad y, abriéndome paso entre el gentío, entré en una casa cercana, la más insignificante sobre la que vi un rótulo. Pedí una habitación, el muchacho me midió con una ojeada y me condujo a la buhardilla. Hice que me subieran agua fresca y que me dijeran detalladamente dónde podría encontrar al señor Thomas John.
—Enfrente de la puerta Norte,10 la primera casa de campo a mano derecha. Una casa nueva, grande, de mármol rojo y blanco con muchas columnas.
—Bien.
Como era todavía temprano, deshice mi paquete, saqué mi práctico abrigo negro nuevo, me vestí con mi mejor traje, cogí mi carta de recomendación y me puse rápidamente en camino, en busca del hombre que debía favorecer mis modestas esperanzas.
Después de haber subido toda la larga calle Norte y llegado a la puerta, vi brillar enseguida las columnas entre la arboleda.
Aquí es, pensé.
Quité el polvo de mis zapatos con el pañuelo, me arreglé el que llevaba al cuello y tiré de la campanilla en nombre de Dios. La puerta se abrió de golpe. Tuve que soportar un interrogatorio a la entrada, el portero al fin avisó que yo estaba allí y tuve el honor de ser llamado al parque, donde el señor John se encontraba con unos amigos. Me recibió bien, como un rico a un pobre diablo, hasta se volvió hacia mí, pero sin apartarse desde luego de los otros, y tomó la carta que tenía en la mano.
—Vaya, vaya, de mi hermano… Hace mucho tiempo que no sé nada de él. ¿Está bien? Allí —continuó dirigiéndose a los otros sin esperar mi respuesta y señalando con la carta una colina—, allí voy a hacer el nuevo edificio.
Rompió el sello, pero no la conversación, que era sobre dinero, y soltó:
—Quien no tenga, por lo menos, un millón, y perdonen la palabra, es un golfo.
—¡Eso es verdad! —exclamé con gran entusiasmo.
Debió de gustarle. Me miró sonriendo y me dijo:
—Quédese, querido amigo, quizá tenga después tiempo para decirle lo que pienso de esto.
Y señaló la carta, que se guardó en el bolsillo, y se volvió hacia los otros. Ofreció el brazo a una joven, los demás se preocuparon de otras beldades, cada uno encontró lo que le convenía y se dirigieron a una colina con rosales floridos. Yo me deslicé detrás de ellos sin molestar a nadie, porque maldito si alguien volvió a ocuparse de mí. Los invitados estaban muy alegres, coqueteaban y se gastaban bromas, a veces hablaban seriamente de frivolidades, y las más de las veces, frívolamente de cosas serias; con gran tranquilidad se hacían en especial chistes sobre amigos ausentes y sus historias. Yo era demasiado extraño allí para entender mucho de todo aquello y estaba demasiado preocupado conmigo mismo para captar el sentido de semejantes misterios.
Ya habíamos llegado a los rosales. La bella Fanny,11 según todas las apariencias la reina del día, se empeñó en cortar ella misma una rosa de una rama florida y se pinchó con una espina. Como si fuera de la oscura rosa, corrió púrpura por la suave mano. Este hecho puso en movimiento a todos los acompañantes. Alguien pidió emplasto inglés. Un hombre alto, más bien viejo, delgado y seco, siempre callado, que pasaba junto a mí, y en el que no me había fijado antes, metió enseguida la mano en el estrecho bolsillo del faldón de su levita gris, al antiguo estilo de Franconia,12 sacó una carterita, la abrió y ofreció a la dama con una devota inclinación lo que se pedía. Ella lo recibió sin fijarse siquiera en quién lo daba y sin dar las gracias. Vendada la herida, todos siguieron colina arriba. Querían gozar desde lo alto de la amplia vista sobre el verde laberinto del parque hasta el infinito océano.
La vista era verdaderamente amplia y magnífica. Un punto luminoso apareció en el horizonte entre las oscuras olas y el azul del cielo.
—¡A ver, un catalejo! —gritó John.
Y antes de que la caterva de criados que atendió a su llamado pudiera ponerse en movimiento, ya se había inclinado humildemente el hombre de gris, había metido la mano en el bolsillo del abrigo, sacado un hermoso Dollond,13 y se lo había puesto en la mano al señor John. Éste, llevándoselo inmediatamente a un ojo, notificó a sus acompañantes que era el barco que había salido el día anterior y al que el viento contrario tenía detenido todavía a la vista del puerto. El catalejo pasó de mano en mano y nunca volvió a las de su propietario. Yo miré maravillado al hombre sin comprender cómo aquel aparato tan grande había salido de tan pequeño bolsillo; pero parecía que a nadie le había chocado y nadie volvió a preocuparse del hombre de gris, lo mismo que hacían conmigo.
Se sirvió un refrigerio; las más raras frutas de todas partes en las más preciosas fuentes. El señor John hizo los honores con fácil elegancia y me dirigió por segunda vez la palabra:
—Coma, por favor, esto no lo ha tenido en el mar.
Yo me incliné, pero él no lo vio; estaba hablando ya con otro.
Se habrían sentado todos en la hierba de la pendiente de la colina para contemplar el paisaje que se extendía enfrente si no hubieran temido la humedad del suelo. Alguno de los acompañantes comentó que habría sido divino tener alfombras turcas para extenderlas. Apenas expresado el deseo, el hombre del abrigo gris metió la mano en el bolsillo y con gran modestia y humildad sacó una rica alfombra turca tejida con oro. Los criados la tomaron como si aquello tuviera que ser así y la desenrollaron en el sitio deseado. Todos se acomodaron en ella sin más. Yo miré de nuevo pasmado al hombre, al bolsillo y a la alfombra, que medía más de veinte pasos de largo y diez de ancho, y me restregué los ojos sin saber qué pensar, sobre todo porque nadie encontraba maravilloso aquello.
Me habría gustado informarme sobre aquel hombre y preguntar quién era, pero no sabía a quién dirigirme, porque temía casi más a los señores sirvientes que a los señores servidos. Finalmente me armé de valor y me acerqué a un joven que me pareció de aspecto más modesto que los otros y que se quedaba solo bastantes veces. Le rogué en voz baja que me dijese quién era aquel hombre tan atento vestido de gris.
—¿Ése que parece el cabo de una hebra de hilo escapado de la aguja de un sastre?
—Sí, ése que está ahí solo.
—No lo conozco —fue su respuesta.
Y, al parecer, para evitar seguir hablando conmigo, se dio la vuelta y empezó a hablar de cosas indiferentes con otro.
Empezó a calentar más el sol y molestaba a las damas. La bella Fanny se dirigió indolentemente al hombre gris, al que nadie, que yo sepa, había hablado hasta entonces, y le hizo la tonta pregunta de si no tendría también una tienda de campaña. Él contestó con una profunda inclinación como si hubiera recibido un honor inmerecido, y ya tenía la mano en el bolsillo, del que vi salir telas, barras, cuerdas, hierros; en pocas palabras, todo lo necesario para una magnífica tienda de lujo. Los jóvenes ayudaron a armarla y pronto cubrió la totalidad de la alfombra… Y nadie encontró en ello nada extraño.
A mí, que hacía rato que me parecía aquello inquietante, casi para dar miedo, me lo dio del todo cuando al siguiente deseo que alguien expresó lo vi sacarse del bolsillo tres caballos de montar; sí, tres caballos grandes, negros, preciosos, con silla y todo lo de montar. ¡Figúrate, por el amor de Dios! Tres caballos ensillados del mismo bolsillo de donde habían salido ya una carterita, un catalejo, una alfombra de veinte pasos de largo por diez de ancho y una tienda de lujo del mismo tamaño con todos sus hierros y palos. Si no te jurara haberlo visto con mis propios ojos, no podrías creerlo.
A pesar de lo rendido y humilde que parecía el hombre y de la poca atención que le prestaban los otros, su figura pálida, de la que no podía apartar los ojos, me resultaba tan repelente que ya no pude aguantarlo más.
Decidí apartarme de aquella gente, lo que me parecía bien fácil dado el insignificante papel que yo hacía allí. Pensé irme a la ciudad y a la mañana siguiente volver a intentar fortuna en casa del señor John y preguntarle a él mismo —si es que tenía el valor— sobre el hombre gris. ¡Ojalá hubiera sido así!
Había bajado ya la colina por entre los rosales, escurriéndome felizmente, y me encontraba en una pradera cuando, por miedo a que alguien me viera caminando por la hierba, lancé una escrutadora mirada a mi alrededor. ¡Qué susto me llevé al ver al hombre del abrigo gris detrás de mí y que venía a mi encuentro! Hasta se quitó el sombrero y se inclinó delante de mí tan profundamente como nunca nadie lo había hecho. No había duda: quería hablarme y yo no podía evitarlo sin parecer grosero. Me quité también el sombrero, me incliné y me quedé allí a pleno sol con la cabeza descubierta, como si hubiera echado raíces. Lo miré aterrorizado; estaba igual que un pájaro encantado por una serpiente. Él también parecía muy apurado. Levantó la vista, se inclinó varias veces, se acercó un poco y me dijo con una voz insegura, débil, poco menos que en el tono de un mendigo:
—¿Querrá el señor perdonar mi impertinencia por haberlo seguido de una manera tan desacostumbrada? Deseaba pedirle algo. Hágame el favor, se lo ruego…
—¡Pero, por Dios, señor! —dije lleno de miedo—. ¿Qué puedo hacer yo por un hombre que…?
Nos quedamos callados los dos y creo que nos pusimos colorados.
Después de un momento de silencio, volvió a hablar.
—Durante el corto tiempo que he tenido la suerte de encontrarme a su lado…, si me permite decírselo, señor, he podido contemplar con auténtica e indecible admiración la bellísima sombra que da usted en el suelo, esa magnífica sombra que, sin darse cuenta, con un cierto noble descuido… arroja ahí a sus pies. Y ahora, perdóneme la atrevida pretensión: ¿no podría quizá sentirse inclinado a cedérmela?
Se calló, y a mí me daba vueltas la cabeza como una rueda de molino. ¿Qué pensar de una proposición tan rara? ¡Comprarme la sombra! Debe de estar loco, pensé. Y, cambiando a un tono más de acuerdo con el suyo, tan humilde, le contesté:
—Pero, ¡cómo! ¿No tiene usted bastante con su sombra, querido amigo? Me parece un negocio muy raro.
Y él respondió enseguida:
—Yo tengo aquí en mi bolsillo algunas cosas que posiblemente no le parezcan mal al señor… Para esa inapreciable sombra, cualquier precio, por alto que sea, me parece poco.
Me corrió un escalofrío ante esa alusión al bolsillo y no supe cómo había podido llamarlo antes querido amigo. Empecé a hablar otra vez intentando en lo posible contentarlo con la máxima cortesía.
—Mire, señor, le ruego que perdone a su servidor más rendido, pero, de verdad, no entiendo bien del todo lo que dice. ¿Cómo iba yo a poder vender mi…?
Él me interrumpió.
—Yo le suplico solamente que me dé permiso para recoger aquí mismo, en el acto, su sombra del suelo y guardármela. Cómo hacerlo es asunto mío. A cambio, como prueba de mi reconocimiento al señor, le dejo escoger entre todos estos tesoros que llevo en el bolsillo: la auténtica mandrágora, la hierba de Glauco, los cinco céntimos del judío, la moneda robada, el tapete de Rolando, un genio embotellado…,14 al precio que quiera. Pero ya veo que no le interesa. Mejor el sombrerito de los deseos de Fortunato,15 nuevo y fuerte, recién restaurado. También una bolsa de la suerte, como la que él tuvo…
—¡La bolsa de Fortunato! —exclamé interrumpiéndolo.
Había ganado mis cinco sentidos (a pesar del miedo que tenía) con esas palabras. Me dio una especie de mareo y vi brillar delante de mis ojos dobles ducados.
—El señor puede examinar y poner a prueba esta bolsita cuando lo desee.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa de tamaño medio, de cordobán fuerte, bien cosida a dos firmes cordones de cuero, y me la dio. Metí la mano dentro y saqué diez piezas de oro y luego otras diez, y otras diez, y otras diez. Le tendí rápidamente la mano.
—¡De acuerdo! Trato hecho. Llévese mi sombra por la bolsa.
Me estrechó la mano. Inmediatamente se arrodilló delante de mí y lo vi cómo despegaba suavemente del suelo mi sombra, de los pies a la cabeza, con una habilidad admirable: cómo la levantó, la enrolló, la dobló y finalmente se la guardó. Se puso de pie, me hizo una vez más una inclinación y se volvió a los rosales. Me dio la impresión de que se iba riendo, bajo, para sí. Pero yo sujeté la bolsa fuertemente por los cordones, a mi alrededor estaba la tierra brillante de sol y yo seguía sin saber lo que me pasaba.
10 Es la puerta Norte de Hamburgo. [N. de la T.]
11 Utiliza el nombre de Fanny por Fanny Hertz, mujer del banquero hamburgués Jacob Moses Hertz, amigo de Von Chamisso y Varnhagen, profesor en casa del banquero de 1804 a 1805. [N. de la T.]
12 Franconia, comarca de Baviera (Alemania), situada entre Turingia, Sajonia y Bohemia. [N. de la T.]
13 John Dollond (1706-1761), inventor del catalejo que lleva su nombre. [N. de la T.]
14 Son objetos habituales en los cuentos populares. En la edición francesa (una traducción del hermano de Von Chamisso, Hippolyte), Adelbert explica esos objetos. La mandrágora es una planta que sirve para encontrar tesoros. La hierba de Glauco hace saltar las cerraduras y abre así todas las puertas; la conoce el martín pescador y hace con ella su nido. Los cinco céntimos del judío son monedas de cobre que, cada vez que se cambian, traen con ellas una moneda de oro. La moneda robada arrastra para su poseedor toda moneda que toca. El tapete de Rolando es un mantel sobre el que aparecen todos los alimentos que se desean. El genio embotellado hace todo lo que se le pida. [N. de la T.]
15 Fortunato es un personaje conocido por una novela caballeresca del barón De la Motte Fouqué (1777-1843), Der Zauberring (El anillo mágico). Fortunato tenía un sombrero con el que se conseguía todo lo que se deseaba y una bolsa de la que salía continuamente dinero siempre que se quería. Von Chamisso escribió una obra de teatro sobre el tema: La bolsa de la suerte y el sombrerito de los deseos de Fortunato. [N. de la T.]
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