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VII
DACHAU Y LA CREACIÓN DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
Como ya hemos visto, las cárceles alemanas no tenían capacidad para alojar al enorme número de enemigos –reales e imaginarios– del régimen detenidos tras el incendio del Reichstag, por lo que la SA, las SS, la policía y otros órganos del Estado fueron creando campos de concentración “salvajes” en todo el país. Muchos de estos centros, que no estaban sometidos al menor control externo, se improvisaban en barracones de la policía, graneros y edificios abandonados, y apenas ofrecían ningún servicio a los presos, que además sufrían palizas gratuitas y torturas a manos de nacionalsocialistas vengativos (y a menudo ebrios). A muchos de los detenidos se les acababa poniendo en libertad. Himmler seguía decidido a poner orden en el sistema de reclusión de presos políticos utilizando sus nuevas facultades en materia de seguridad, y para hacerlo necesitaba a un miembro de su organización. Ya conocemos al hombre tosco, violento y despiadado que escogió para la tarea, Theodor Eicke. Él fue, en buena medida, el artífice del sistema concentracionario de las SS.
Nacido en 1892 en Alsacia, que entonces se encontraba bajo dominio alemán, Eicke era hijo de un jefe de estación de tren. Alumno mediocre, dejó los estudios a los diecisiete años. Tenía pocas posibilidades de encontrar un empleo civil, así que se incorporó al ejército como administrativo, y a lo largo de la Primera Guerra Mundial trabajó como pagador. Lo abandonó en 1919, después de haber ascendido a tesorero –que en la jerarquía militar equivalía a suboficial de alto rango–,1 y se mudó con su mujer a Renania, donde buscó trabajo en varias ciudades como policía. Pero cada vez que conseguía un empleo, era despedido al poco tiempo por manifestar ideas extremistas o participar en manifestaciones violentas contra la República de Weimar. 2 En 1923 se convirtió en empleado de seguridad en la planta que la empresa química IG Farben tenía en Ludwigshafen, donde acabaría siendo jefe del equipo de seguridad interna.3
En diciembre de 1928 ingresó en el Partido Nacionalsocialista y en la SA, pero al cabo de dieciocho meses abandonó esta organización para incorporarse a las SS,4 donde Himmler lo ascendió enseguida a comandante de compañía, al frente de la unidad de Ludwigshafen. Sus aptitudes organizativas y su habilidad para reclutar nuevos miembros le valieron una nueva promoción, esta vez a comandante de batallón. Se le encargó crear una segunda unidad para la región de Renania-Palatinado; en el verano de 1931 ya lo había logrado. En agradecimiento por su labor, Himmler lo puso al mando del 10º regimiento de las SS,5 que cubría toda aquella región.
A finales de 1931 la empresa de Eicke ya estaba al tanto de su actividad política y decidió despedirlo. El 6 de marzo del año siguiente un tribunal lo condenó por posesión de explosivos y por conspirar con otros para cometer actos de violencia política en Baviera. En julio se le impuso una pena de dos años de cárcel, pero el ministro de justicia bávaro, simpatizante del NSDAP, la suspendió temporalmente para permitir, según dijo, el restablecimiento de la salud del condenado.6
Eicke regresó a Ludwigshafen, donde, en un primer momento, siguó actuando más o menos igual. Pero las autoridades de la policía local tomaron su conducta como una provocación, por lo que pronto se vio obligado a esconderse. En septiembre de 1932, y por temor a que estallase un escándalo político en un momento decisivo para la organización, Himmler le ordenó que pasara un tiempo en Italia, donde se había establecido, bajo los auspicios del régimen de Mussolini, una colonia de exiliados nacionalsocialistas a orillas del lago de Garda. Antes de su marcha, lo ascendió a Oberführer y lo puso al mando del campo de concentración de las SS.
Estando Eicke en Italia, uno de sus enemigos, Joseph Bürckel, que dirigía el NSDAP en el Palatinado, maniobró para que lo expulsaran del partido. Los dos se habían enfrentado el año anterior debido a la pretensión de Bürckel de coordinar todas las actividades de la SA y las SS en esa región; se lo había impedido Eicke, de quien ahora entreveía la posibilidad de vengarse. Eicke tenía suficientes amistades en la cúpula del partido como para frustrar la maniobra, pero cuando regresó a Ludwigshafen en marzo de 1933, Himmler exigió a los dos hombres que dejaran de lado sus diferencias. Eicke, sin embargo, no era la clase de persona que olvidaba una ofensa, por lo que se dirigió, acompañado por una unidad armada de las SS, a la sede del partido en Ludwigshafen con la intención de detener a Bürckel. Un grupo de nacionalsocialistas seguidores de este acudió en su auxilio, y Eicke fue detenido y más tarde internado en el hospital psiquiátrico de Wurzburgo, donde se le confió al cuidado del doctor Werner Heyde.7
Profundamente molesto por su conducta errática, Himmler lo excluyó brevemente de la jerarquía de las SS; pero el doctor Heyde, que simpatizaba con el nacionalsocialismo, trabó amistad con su paciente y acabó convenciendo a Himmler de que se le debía poner en libertad y readmitir en la organización. Así se hizo en junio de 1933. Eicke fue nombrado enseguida comandante del campo de concentración de Dachau en sustitución de Hilmar Wäckerle.8 No parecía la persona idónea para el cargo, puesto que su experiencia carcelaria se limitaba al periodo que había pasado en prisión preventiva en 1932, mientras se celebraba el juicio contra él. Pero tenía una peculiaridad que Himmler apreciaba mucho en sus subordinados: estaba personalmente en deuda con el comandante en jefe de las SS, que lo había sacado del psiquiátrico.1
Llegó a Dachau en medio de un escándalo. En el mes de marzo Himmler había establecido el campo en el terreno de una fábrica semiabandonada y desde entonces lo había dirigido Wäckerle. Este había empezado por redactar un reglamento que enumeraba una serie de delitos, entre ellos el de “incitación a la desobediencia”, que un tribunal formado por autoridades del campo podía castigar con la pena de muerte. De esta manera Wäckerle se arrogaba, de hecho, la facultad de decidir sobre la vida de los reclusos. En los tres primeros meses, cuando Dachau era exclusivamente un campo de concentración para opositores del nacionalsocialismo, habían muerto trece presos por malos tratos. La madre de una de las víctimas había denunciado los hechos ante la policía de Múnich y, a raíz de ello, Wäckerle había sido acusado de cuatro asesinatos.2 En aquel momento, recién instaurado el Tercer Reich, Himmler no tuvo más remedio que destituirlo de su cargo.9
A Eicke no se le encargó hacer la vida más llevadera a los reclusos, sino imponer orden y disciplina en Dachau. Así, creó dependencias administrativas y oficinas de aprovisionamiento, contrató a un médico y reclutó a presos para tareas de reparación, mantenimiento y producción a fin de hacer el campo lo más autosuficiente posible.10 Por lo demás, organizó a los internos en “bloques” de doscientos cincuenta, asignándole a cada uno un Blockführer [jefe de bloque], generalmente un suboficial de alto rango, que dependía de un Rapportführer que solía tener el grado de Hauptscharführer [sargento primero]. Este era subordinado del Schutzhaftlagerführer [jefe de seguridad del campo], con rango de oficial. De la vigilancia diaria de los presos se ocupaban en su mayor parte, sin embargo, ciertos reclusos de confianza conocidos como kapos, a quienes normalmente se reclutaba entre los delincuentes profesionales que, por una razón u otra, habían sido enviados al campo en lugar de a una cárcel ordinaria. Según Rudolf Höss, que trabajó en Dachau en la época de Eicke,3 los guardias de las SS evitaban en lo posible el contacto con los presos.11
Eicke prescindió de las vagas directrices establecidas por Wäckerle y definió con precisión una serie de delitos y sus correspondientes castigos. Y, lo que no es menos importante, empezó a inculcar a los guardias del campo un estricto código de conducta, basado en cumplir ciegamente las órdenes de sus superiores de las SS, así como en el odio y el desprecio a los reclusos. Sobre estos principios se asentaría el sistema concentracionario. Dejando aparte las infracciones más graves, que seguían castigándose con la muerte, existía toda una escala de penas. Así, los presos podían estar incomunicados durante periodos comprendidos entre los ocho y los cuarenta y dos días, alimentándose a base de pan y agua; sufrir latigazos a manos de miembros de las SS;12 desempeñar trabajos particularmente penosos; realizar ejercicios físicos especiales mientras los guardias de las SS les propinaban “patadas y otros golpes”, y pasar un tiempo determinado atados a una estaca o a un árbol. Además de estos castigos formales, estaba el trato arbitrario y brutal que les infligían los kapos mientras los guardias miraban para otro lado.
A los internos se les obligó, en los primeros años del campo, a desempeñar labores inútiles como excavar zanjas y rellenarlas, acarrear piedras y nivelar terrenos. Eran actividades que no tenían ningún fin productivo; se trataba de hacerles la vida aún más ingrata a los presos y “educarlos” para que abandonasen su oposición al régimen nacionalsocialista. Más tarde, sin embargo, la organización de Himmler comprendió que podía sacarles provecho alquilándolos como mano de obra esclava en fábricas controladas por empresas privadas.
Una práctica aún más terrible (y que se haría especialmente frecuente en la guerra) fue la utilización de los reclusos como cobayas en experimentos médicos auspiciados por las SS y emprendidos en su mayor parte por otras organizaciones. Los investigadores interesados en utilizar a los presos formulaban una solicitud al jefe médico de las SS, Ernst Robert Grawitz, quien a su vez la remitía a Himmler.
Tenemos un ejemplo de ello en los experimentos que, en nombre de la Luftwaffe, llevó a cabo Sigmund Rascher en Dachau y que pretendían comprobar cómo afectaba la baja presión atmosférica al cuerpo humano.13 Cuando estalló la guerra, Rascher, que tenía treinta años y ejercía la medicina en un hospital de Múnich, fue reclutado por la fuerza aérea para dirigir sus servicios médicos. En junio de ese año había ingresado en las SS procedente de la SA. A principios de 1942 y después de que su mujer, que había sido secretaria (y posiblemente amante) de Himmler, le presentase a este, Rascher pidió permiso al comandante en jefe de las SS para someter a reclusos de Dachau a los citados experimentos. Todavía no se sabe bien si actuaba por iniciativa propia o seguía instrucciones del Instituto de Medicina Aeronáutica, en Berlín. Himmler lo autorizó a disponer de cuantos presos fueran necesarios y le proporcionó una cámara de baja presión, así como un ayudante. Los experimentos comenzaron en abril de 1942. Ha llegado hasta nosotros un informe que describe sus efectos sobre quienes tuvieron la desgracia de ser escogidos como cobayas:
El tercer experimento de este tipo se desarrolló de forma tan extraordinaria que le pedí a un médico de las SS empleado en el campo que lo presenciara; hasta entonces había trabajado por mi cuenta. Se trataba de ver cómo se comportaba a una altura de doce kilómetros y sin oxígeno el cuerpo de un judío de treinta y siete años que gozaba, en general, de buena salud.
La respiración se mantuvo durante media hora. El sujeto experimental empezó a sudar y menear la cabeza al cabo de cuatro minutos y a sufrir espasmos al cabo de cinco; entre el minuto 6 y el 10 fue respirando cada vez más rápido y perdió la conciencia; entre el minuto 11 y el 30 disminuyó la frecuencia respiratoria hasta los tres ciclos por minuto, y finalmente se produjo el paro respiratorio.
Durante este periodo desarrolló una cianosis extrema y apareció espuma en su boca.
Se tomaron electrocardiogramas de tres derivaciones cada cinco minutos. Tras detenerse la respiración se efectuó un registro continuo del ECG hasta que sobrevino el paro cardiaco. Aproximadamente media hora después de que se detuviera la respiración comenzó la disección. […]
Cuando se abrió la cavidad torácica, el pericardio estaba lleno de líquido (taponamiento cardiaco). Del pericardio, al abrirse, salieron 80 cm3 de un fluido amarillento. La aurícula derecha empezó de inmediato a latir aceleradamente a partir de un ritmo de 80 pulsaciones por minuto; luego fue disminuyendo la frecuencia. Veinte minutos después de la apertura del pericardio se detuvo la aurícula, perforándola. De esta manó un hilo de sangre por un espacio aproximado de quince minutos. A continuación, se obstruyó la herida producida por la perforación, la sangre se coaguló, y la aurícula volvió a latir a un ritmo acelerado.
Una hora después del paro respiratorio se seccionó completamente la médula espinal y se extrajo el cerebro. Entonces se detuvo la aurícula durante 40 segundos; después reanudó sus latidos, y al cabo de 8 minutos volvió a detenerse. En el espacio subaracnoideo se observó un edema considerable y, en las venas y arterias del cerebro, una gran cantidad de aire. Por lo demás, se produjo una embolia en el corazón y en el hígado.14
Es significativo que el autor dedique gran parte del apartado sobre el periodo post mórtem a describir los daños que causó con la disección del cuerpo. Se sospecha que Rascher, cuya cualificación para llevar a cabo experimentos médicos era cuando menos dudosa, falseó los datos empíricos para obtener los resultados “correctos” en la investigación oncológica que se desarrolló antes de la guerra. En experimentos posteriores se simularon descensos en paracaídas. Así, por ejemplo, a un antiguo charcutero se le proporcionó una máscara de oxígeno y se lo elevó a una altura simulada de catorce kilómetros en el interior de una cámara de presión; entonces se le retiró la máscara y se le hizo caer. El informe de Rascher da cuenta detallada de las reacciones físicas del preso: “convulsiones”, “respiración muy agitada”, “gemidos”, “grita muy fuerte”, “agita violentamente los brazos y las piernas”, “hace muecas, se muerde la lengua”, “no responde cuando se le habla”, “parece totalmente perturbado”.
En menos de cinco meses murieron alrededor de un centenar de reclusos de Dachau en experimentos destinados a determinar los efectos de la altitud en los humanos. Al Instituto de Medicina Aeronáutica se le mantuvo al corriente de los resultados obtenidos por Rascher.
La segunda serie de experimentos comenzó casi inmediatamente después de que concluyera la primera. Esta vez, Rascher se proponía comprobar la reacción del cuerpo humano a temperaturas extremadamente bajas, e investigar cómo podía calentarse a un paciente que hubiese estado sometido a tales condiciones. Se trataba de hallar el tratamiento adecuado para los pilotos de la Luftwaffe que hubiesen sufrido hipotermia tras hacer un aterrizaje de emergencia en el mar.
Después de la guerra, un sacerdote polaco que sobrevivió a estos experimentos prestaría testimonio en los juicios de Núremberg:
El 7 de octubre de 1942, un preso me comunicó que debía presentarme de inmediato en el hospital. Pensé que iban a hacerme un nuevo examen médico. Me condujeron a través del centro de investigación sobre la malaria hasta el bloque 5 de Dachau, hasta la cuarta planta del bloque. Allí estaba la llamada sala aeronáutica, donde se llevaban a cabo los experimentos relacionados con la aviación. Habían instalado una valla de madera para que nadie pudiese ver lo que había en el interior: una palangana con agua y una capa de hielo que flotaba en la superficie. […]
Me ordenaron que me desvistiera, y así lo hice. Después de examinarme, el médico dijo que estaba todo listo. Entonces me pegaron unos cables en la espalda y en la parte inferior del recto. Me tuve que poner la camisa y los calzoncillos, y luego uno de los uniformes que había allí. También me hicieron ponerme un par de botas largas forradas con piel de gato y unas prendas de aviador. A continuación me colocaron un tubo alrededor del cuello y lo llenaron de aire. Conectaron los cables al aparato y me arrojaron al agua. De pronto sentí mucho frío, y me eché a temblar. Me volví enseguida hacia los dos hombres; les pedí que me sacaran del agua, porque no iba a poder soportar aquello mucho tiempo. ‘Durará poco’, me dijeron entre risas. Seguí consciente alrededor de una hora y media; no lo sé exactamente, porque no llevaba reloj, pero ese es más o menos el tiempo que pasé allí.
Al principio fueron reduciendo la temperatura lentamente, luego más rápido. Cuando me arrojaron al agua, la temperatura de mi cuerpo era de 37,6 grados; entonces bajó hasta los 33, luego hasta los 30, pero yo ya estaba medio inconsciente. Cada quince minutos me sacaban algo de sangre del oído. Cuando llevaba alrededor de media hora en el agua, me ofrecieron un cigarrillo, y lo rechacé. Pero uno de los hombres se acercó y me hizo fumarlo; la enfermera que estaba de pie cerca de la palangana me lo fue poniendo y quitando de la boca. No llegué a fumar más de la mitad. Luego me dieron un pequeño vaso de schnapps, y me preguntaron cómo me sentía. Algo más tarde me dieron una taza de grog, no demasiado caliente, más bien templada. Me estaba congelando; los pies y las manos se me entumecían, y luego fui quedándome sin aliento. Me puse otra vez a temblar y empecé a sentir un sudor frío en la frente. Me parecía estar al borde de la muerte. No paraba de pedirles que me sacaran del agua; no podía soportarlo más, les decía.
En ese momento, se me acercó el doctor Prachtol con un frasco y me dio unas cuantas gotas de un líquido totalmente desconocido para mí. Tenía un sabor algo dulce. Entonces perdí la conciencia, así que no sé cuánto tiempo permanecí allí. Cuando la recobré, eran las ocho o las ocho y media de la noche. Estaba tendido en una camilla, cubierto con sábanas, y bajo una especie de aparato con unas lámparas que me calentaban.15
En la primavera de 1943 concluyó la investigación sobre los efectos de las bajas temperaturas en medio de desavenencias entre las SS y la Luftwaffe. A esta última le habían resultado útiles los datos obtenidos por Rascher, pero lo cierto es que los experimentos se habían ido volviendo cada vez más estrambóticos. Para comprobar si el calor corporal humano podía servir como medio de calentamiento, el médico había utilizado a prostitutas del burdel de Dachau, ordenándoles que se apretaran contra el sujeto en estado de congelación en un saco de dormir. Una vez que el sujeto se había calentado un poco, se les obligaba a las mujeres a intentar practicar el coito con él. Con todo, Rascher le causó a Himmler una impresión lo bastante favorable para que el Reichsführer le consiguiera un puesto académico en la Universidad de Estrasburgo, donde llevaría a cabo proyectos de investigación para la Ahnenerbe (véase el capítulo ix).16
A mediados de la década de 1930 todavía no se realizaban estos experimentos médicos, pero los internos de Dachau, en especial los judíos, sufrían un trato brutal. Antisemita furibundo, Eicke procuraba que los guardias del campo y los presos no judíos tuviesen a mano ejemplares de Der Stürmer [El Asaltante], periódico no menos antisemita. Por lo demás, infligía castigos colectivos a los reclusos judíos cada vez que aparecía en la prensa extranjera un artículo censurando los campos de concentración.
En su primer año como comandante de Dachau, Eicke y el propio campo dependieron del Mando Regional Sur de las SS, cuyo cuartel estaba en Múnich (igual que los otros campos dependían de los correspondientes cuarteles regionales). Esta subordinación institucional no podía agradarle en modo alguno: odiaba profundamente y sin descanso a aquellos a quienes tenía por rivales suyos, y le molestaba estar sometido a la autoridad de nadie. De ahí que se quejara a Himmler de falta de suministros y de que los guardias enviados por la organización no servían para la tarea.17 Himmler tomó buena nota de estos reproches y empezó a plantearse la reforma total del sistema concentracionario. En la serie de ascensos anunciados el 30 de enero de 1934,4 Eicke fue promovido al rango de general de brigada de las SS, lo que indica que volvía a gozar del favor de Himmler. En mayo, el Reichsführer decidió centralizar el control de los campos en la Inspección de Campos de Concentración, que dirigiría Eicke, y cuya sede se establecería cerca de Oranienburg, ciudad satélite de Berlín. El 20 de junio incorporó a Eicke al círculo de sus colaboradores más estrechos. No anunció formalmente su nombramiento como inspector de los campos hasta el 5 de julio, cuatro días después de que Eicke asesinara a Ernst Röhm en su celda de Múnich. Una semana después lo ascendió a general de división de las SS,18 entonces el segundo rango más alto de la organización.5 Eicke ya estaba en condiciones de ampliar el sistema concentracionario y dirigir todos los campos siguiendo estrictamente el modelo de organización que propugnaba.
En los primeros meses de 1934, miembros de las SS prepararon una estrategia para tomar el control de varios campos que seguían alojando reclusos en prisión preventiva para las autoridades provinciales, la policía y la SA. En abril de ese año, el Ministerio del Interior del Reich estableció normas reguladoras de la prisión preventiva para todo el país que vinieron a reafirmar el papel decisivo que desempeñaba la Gestapo en el sistema de reclusión.19 En el mes de julio, tras la Noche de los Cuchillos Largos, unidades de las SS se hicieron con el mando de tres campos dirigidos hasta entonces por la SA. En agosto, la organización de Himmler pasó a controlar uno más.
En el verano de 1935 se había reducido a cinco el número de campos de concentración que funcionaban en Alemania. Estos centros (el mayor de los cuales era Dachau) alojaban a unos cuatro mil presos en total. (En las cárceles regulares había más de cien mil reclusos, de los que veintitrés mil eran presos políticos). En el verano siguiente, y después de que las SS hubiesen consolidado su autoridad sobre los campos existentes, el número aumentó a seis. Sin embargo, a finales de 1937 solo seguían funcionando dos, Dachau y Lichtenberg; los demás se habían cerrado, y en su lugar se habían creado una serie de centros según las pautas establecidas por Eicke.20
El primero de estos nuevos campos fue el de Sachsenhausen. Construido en septiembre de 1936 junto a la sede de la Inspección, se convirtió en el centro de adiestramiento del personal de las SS adscrito al sistema concentracionario. Se estima que unos doscientos mil presos pasaron por este campo, de los que alrededor de treinta mil murieron, ejecutados, por palizas gratuitas, de enfermedades no tratadas o por exceso de trabajo. Muchos perecieron en una fábrica de ladrillos cercana, creada por las SS para explotar a los reclusos como mano de obra esclava. Sachsenhausen fue, por lo demás, el primer campo en cuya entrada figuró el lema Arbeit macht frei [El trabajo os hará libres], que Rudolf Höss haría inscribir en la verja principal de Auschwitz.
Buchenwald, situado cerca de Weimar, en la región de Turingia, se inauguró en julio de 1937 y tuvo más de doscientos cincuenta mil internos, de los cuales murieron como mínimo cincuenta y seis mil. Se lo conoce sobre todo por haber sido el feudo del coronel de las SS Karl Koch, primer comandante del campo, que fue detenido por la Gestapo en agosto de 1943 –cuando dirigía otro campo, el de Majdanek, en Lublin (Polonia)– bajo las acusaciones de fraude, desfalco, mala administración e insubordinación. Fue ejecutado en Buchenwald en abril de 1945, poco antes de que llegaran las tropas estadounidenses. Además de saquear descaradamente el campo con su mujer, que ejercía de supervisora de las guardias femeninas, había organizado el asesinato de al menos un testigo que podía incriminarlo. El lema de Buchenwald, inscrito con hierro encima de la verja de entrada, era Jedem das Seine (que podría interpretarse como “A cada uno lo que se merece”).
La población reclusa de estos campos era bastante heterogénea. Aparte de los presos políticos, Dachau y Sachsenhausen recibieron, en marzo de 1937, a unos dos mil “delincuentes habituales” que había detenido la policía civil en una redada tras examinar sus expedientes. Al año siguiente se agregó a las personas identificadas, arrestadas y retenidas en los campos la categoría mucho más amplia de los presos “asociales”: entre los meses de abril y junio fueron detenidas doce mil personas entre mendigos, vagabundos, trabajadores itinerantes e individuos con historial laboral irregular. A estos grupos se añadió, a partir de ese mismo año, el de los judíos. Si hasta entonces habían sido detenidos en la mayoría de los casos como opositores políticos, y no solo por su etnia o religión, ahora lo eran principalmente por esta causa. Tras la Kristallnacht [Noche de los Cristales Rotos] se recluyó en los campos a unos veintiséis mil de ellos.
El cuarto campo de concentración más importante era el de Flossenbürg, en la región bávara de Alto Palatinado, inaugurado en mayo de 1938. Entre este mes y el de abril de 1945, se calcula que fueron recluidos allí noventa y seis mil presos, de los cuales morirían unos treinta mil. Fue en este campo donde se ejecutó, en abril de 1945, a algunos de los últimos supervivientes del complot de 1944 contra Hitler, entre ellos el almirante Canaris.
Mauthausen fue el primer campo creado por las SS en territorio austriaco después del Anschluss. Construido por reclusos de Dachau a unos veinticuatro kilómetros al este de Linz, sus condiciones eran de las más atroces que sufrían los presos del sistema concentracionario. Se estima que murieron como mínimo ciento cincuenta mil internos en el campo principal –donde la mano de obra reclusa se dedicaba a extraer piedra de una cantera– o en la red que formaban los más de cincuenta subcampos.
El último de los campos construidos antes de la guerra fue el de Ravensbrück, cuya población era exclusivamente femenina. Inaugurado en mayo de 1939, vino a sustituir a Lichtenberg, que había sido hasta entonces el único centro para mujeres. Alojó a unas ciento treinta mil reclusas, de las que más de la mitad morirían allí o en otro campo. Era en Ravensbrück donde se confeccionaban la mayoría de los uniformes de las SS y se adiestraba a las mujeres empleadas por esta organización (de la que no podían, sin embargo, ser miembros) para ejercer de guardias y supervisoras de las presas en los demás campos.
Al comienzo de la guerra, a medida que aumentaba la población sometida al dominio alemán, el sistema concentracionario iba necesitando cada vez más espacio. En este periodo creció, por tanto, el número de campos: a principios de 1940 se inauguró el de Neuengamme, cerca de Hamburgo; en junio de 1940, el de Auschwitz, cerca de Cracovia; y en mayo de 1941, los de Gross-Rosen, en Silesia, y Natzweiler, en Alsacia. En octubre de 1941 se estableció el de Majdanek a las afueras de Lublin, y poco después se transformó el centro de internamiento de Stutthof, cerca de Danzig, en un campo de concentración regular. Estos campos se complementaron con una gigantesca red de centros secundarios: campos más pequeños y grupos de trabajo administrados por los campos principales, que les proporcionaban los guardias.21
Es muy significativo el aumento del número de personas retenidas en los campos: en noviembre de 1936 había 4.761 reclusos; en diciembre de 1937, 7.750; en junio de 1938, 24.000; en noviembre de 1938, 50.000; en septiembre de 1939, 21.400; en diciembre de 1940, 53.000; en septiembre de 1942, 110.000; en agosto de 1943, 224.000; en agosto de 1944, 524.286; en enero de 1945, 714.211.22
Esta enorme expansión del sistema concentracionario ilustra la magnitud de la guerra ideológica y racial que libraban las SS (al menos así entendían su misión los miembros de la organización). La mayor parte de los presos –ya fueran judíos, testigos de Jehová o personas sin hogar– no podían considerarse de ningún modo activos opositores al régimen que los había encarcelado: este los había elegido, simplemente, como individuos a eliminar. Los verdaderos adversarios del nacionalsocialismo –al menos los que había en Alemania– fueron liquidados en los meses que siguieron a la instauración del régimen.
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