Kitabı oku: «Redescubriendo el archivo etnográfico audiovisual», sayfa 7
ALBERTO CORTÉS Y EL DOCUMENTAL POLÍTICAMENTE COMPROMETIDO
Declarado admirador de la obra cinematográfica de Emilio Fernández y Win Wenders, Alberto Cortés nació el 27 de mayo de 1952 en México D.F., donde hizo estudios elementales en el Colegio Madrid. Antes de su ingreso al CUEC, había cursado dos años de la carrera de Etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, lo que sería importante en la orientación de su obra como cineasta, la cual mostraría un marcado interés por abordar la cultura y los conflictos sociales de los pueblos indígenas. Además, Cortés es uno de los pocos colaboradores del AEA-INI que reunía en una sola persona ambas figuras: la de etnólogo y cineasta. Al margen de sus películas de ficción, mientras cursa la carrera en la escuela de cine de la UNAM Cortés dirige o colabora en la realización de los cortos documentales 20 de marzo (1976), La institución del silencio (1977) y La marcha (1977), y codirige con Alejandra Islas el mediometraje La indignidad y la intolerancia serán derrotadas (1978-1980).
Poco después de haber concluido sus estudios formales en el CUEC, y gracias a un contacto con Juan Carlos Colín, otrora estudiante de la London Film School, Alberto Cortés hizo un primer documental para el AEA-INI: La montaña de Guerrero (1980), basado en una investigación del antropólogo Margarito Molina R. y el trabajo de campo de Blanca Alonso. Pero en este caso particular, el cineasta Cortés rememora haber ido a solicitar trabajo en esa institución:
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La montaña de Guerrero
Alberto Cortés, 1980 Culturas nahua, me’phàà (tlapaneca) y na savi (mixteca). Región de la Montaña, Guerrero.
32 min.
Acervo de Cine y Video Alfonso Muñoz, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.
(Ficha completa en p. 458)
[...] la primera película que me ofrecieron fue para editarla [...]. Había una serie de materiales en el INI que habían sido filmados anteriormente en esa región y que ahí se habían quedado en latas; entonces yo ni siquiera conocía a Alfonso Muñoz [acreditado como el “director de locación”], vamos, ni siquiera lo conocí, y me dijeron ‘a ver qué haces con este material’. Aparte de editarlo, nada tuve que ver en el rodaje, ni en la investigación, puesta en cámara, etcétera.8
Es de suponer que los rushes filmados por el ya para entonces muy experimentado cineasta Alfonso Muñoz quedaron pendientes del trabajo de montaje, y que luego de pasado un tiempo se los ofrecieron a Cortés para que los editara. Como se verá más adelante con el caso de Rafael Montero, al parecer, durante la etapa en el AEA-INI, el cineasta se propuso hacer simplemente registros de imagen de las fiestas y formas de vida de diversas etnias, pero sin propósitos inmediatos de editarlos y divulgarlos. Un giro a esta idea —hecho vinculado al momento en el que Juan Carlos Colín se integró al AEA-INI— permitiría ofrecer a cineastas de prestigio como Cortés y Montero ese tipo de materiales para ser convertidos en cortos o mediometrajes. Lo que ya no queda del todo claro es la razón por la cual se les dio a ellos (y quizá a otros de sus colegas) el crédito de realización sin siquiera haber estado presentes en algún momento de la pre-producción y del rodaje. En ese sentido, puede afirmarse que el AEA-INI se propuso, al menos en algunos casos, una noción de realización vinculada a una sofisticada práctica del montaje.
Aclarado al menos en parte ese confuso punto, ya puede decirse que, en casi 31 minutos de duración, La montaña de Guerrero ofrece, en efecto, una perspectiva muy panorámica de la situación vivida por una buena parte de las etnias nahuas, tlapanecos y mixtecos habitantes de los municipios guerrerenses de Acatlán, Chilapa, Atzacoaloya, Tlapa, Álvarez y Olinalá, región en la que a principios de la década de los ochenta del siglo XX vivían alrededor de 120 000 indígenas. Aunque varias veces la voz en over de Enrique Velasco hace énfasis en las condiciones de explotación padecidas por los descendientes de los pobladores originales a manos de intermediarios y acaparadores mestizos, la cinta se atiene al registro de los trabajos de siembra, pastoreo y fabricación de artículos de lana, palma, barro y maderas aromáticas que han perdido su esencia por la tala irracional, la mayoría de ellos hechos para consumo interno o ceremonial, como las máscaras de tigres similares a las que tiempo después veremos usadas con pleno sentido ritual en Peleas de Tigres. Una petición de lluvia nahua, el extraordinario documental filmado para el AEA-INI en 1987 por Alfredo Portilla y Alberto Becerril. De ahí se pasa a convertir al espectador en testigo de ensayos de ejecución musical; del trueque de mercancías efectuado los domingos en las plazas de pueblos circunvecinos; de las celebraciones del Día de muertos, fecha en la que los mestizos ponen altares en sus casas mientras los indígenas llevan ofrendas a los cementerios, y de un sepelio a la usanza local, es decir con música de banda u orquesta y alimentos que pueden servir a los difuntos en su viaje “a la otra vida”. En el irónico momento concluyente del filme, un avejentado campesino de 58 años de edad toma a broma su condición de ser mortal (“¡Ya me va a comer la tierra!”) y suelta estruendosas carcajadas.
Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú” en Provo, Utah, Estados Unidos.
GRACIELA ITURBIDE, 1981.
D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.
A cuarenta años de haber sido filmada, La montaña de Guerrero permite atisbar el oficial y muchas veces poco inspirado estilo de Alfonso Muñoz, hecho que contrasta con otro depurado trabajo fotográfico de Henner Hofmann, lo que deriva en una serie de imágenes que en y por sí mismas resultan valiosas. Ejemplo a la mano: las niñas y jóvenes que sonríen discretas a la cámara mientras sus madres elaboran sombreros tejidos en palma traída desde muy lejos, lo que encarece demasiado su manufactura. En este momento se descubren ecos de las mejores secuencias de El día de la boda, la obra maestra de Muñoz, todo un tratado de la aproximación tan respetuosa como regocijante al universo de las culturas originales que intentan sobrevivir en sus ritos y la prevalencia de sus mitos.
Una vez concluida la tarea de editar los materiales para La montaña de Guerrero, Alberto Cortés aceptó realizar una cinta sobre los habitantes de la comunidad ejidal de Pisaflores, estado de Veracruz. El rodaje de lo que sería La tierra de los tepehuas se llevó a cabo en 1982 y, contra lo propuesto por los antropólogos que iban como parte del equipo, Cortés decidió permanecer en la localidad durante una semana sin hacer ninguna toma: en la línea propuesta por Robert Flaherty, a la vez inspirada en los extensos trabajos de campo del antropólogo social cracoviano Bronislaw Malinowski, sintetizados en la noción del “observador participante”, era necesario, primero, entablar contacto, así fuera en muy poco tiempo, con la gente de la región, y conocer sus problemas más inmediatos y acuciantes.
Pese a sus poco menos de 37 minutos de duración, La tierra de los tepehuas alcanzó notoriedad por su manera de afrontar la situación de un grupo étnico: sin hacer a un lado el registro de algunos aspectos de la ritualidad que caracteriza a esa particular región, el cineasta privilegió detalles que tenían que ver con los problemas derivados de la propiedad de terrenos de cultivo, factor de luchas ancestrales. En esa misma tradición flahertiana, a la vez matizada por la lucha social que en este caso se remite al periodo de dotación de tierras por parte del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), la cinta de Cortés es puntuada por los comentarios y la presencia de un vivaz niño al que la cámara capta por vez primera luego de que hemos visto en pantalla una terrible noticia aparecida en el diario Excélsior: un grupo de pistoleros a sueldo han asesinado a 25 campesinos y herido a otros 18 en el municipio de Pantecec, Puebla.
El punto de vista subjetivo de la cámara de Alejandro Gamboa, también egresado del CUEC, capta desde el lomo de una mula la simbólica llegada del grupo de cineastas al poblado de Pisaflores, donde el hijo de un viejo luchador por la tierra narra a un grupo de infantes la historia que dio origen a su comunidad, hecho ilustrado con imágenes viradas de un desplazamiento de gente rumbo a su destino común (son los mismos habitantes de la región representando el viaje alguna vez emprendido por sus antepasados). En ese momento, el tono del filme, claramente inspirado por la denuncia desmitificadora de Etnocidio: Notas sobre Mezquital (Paul Leduc, 1976) y Jornaleros (Eduardo Maldonado, 1977),9 ya alcanzó su primer objetivo porque también hemos visto al ejidatario Juan Tirso hacer planteamientos y demandas en torno a la difícil situación de la comunidad. La explicación territorial mediante un mapa dibujado sobre la tierra se alterna con la denuncia de las carencias sufridas por los pobladores, entre ellas una carretera y la escuela que tienen años de haber sido prometidas por las autoridades. El reparto de la tierra se ha tornado un problema agudo por la evidente explosión demográfica iniciada hace apenas tres décadas: las parejas se van a vivir juntas sin necesidad de casarse. Un ensayo del vals “El Danubio azul” por parte de las y los adolescentes en una cancha deportiva se plasma con un sobrio travelling transversal (aquí resalta el trabajo de sonido de José Iván Santiago, otro exalumno del CUEC); la elaboración de curiosas artesanías preludia el apunte acerca del trabajo “a mano vuelta”, una forma de compensar el déficit de tierras de cultivo, que ya están sobreexplotadas. A estas alturas, el documento fílmico ya se siente compenetrado con toda esa problemática. Viene entonces una larga y bella secuencia que nos permite acceder a la intensa ritualidad con danzas y rezos a la efigie del Dios-Maíz. La modernidad irrumpe con las imágenes de alguna de las 40 televisiones que hay en el pueblo: los niños se reúnen en torno a las pantallas para conocer series y películas gringas. Un nuevo testimonio se lamenta de la inexistencia de predios afectables, lo que permitiría compensar un poco la pobreza de la región. La obra fílmica concluye con una desafiante manifestación de campesinos que, encabezados por Juan Tirso, se preparan para invadir unas tierras en la zona de Pantepec: son los mismos que serían masacrados por las guardias blancas de un terrateniente, es decir, el hecho denunciado al principio.
Enrique Kulhmann, Rafael Montero y Alejandro Gamboa en la comunidad kikaapoa (kikapú) de El Nacimiento, Múzquiz, Coahuila.
Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú”.
GRACIELA ITURBIDE, 1981.
D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.
Esto último se explica porque, ya de vuelta a México y luego de haber filmado a los trabajadores agrícolas previo a su traslado a Pantepec, Cortés leyó en el diario la impactante noticia del asesinato de muchos de ellos ocurrida apenas unos días después de haberlos registrado con la cámara de Alejandro Gamboa.10 Con eso, el drama social expuesto en el filme adquirió una inusitada contundencia política, que si bien no fue objeto de censura, parece no haber gustado mucho a las autoridades del AEA-INI, no obstante que La tierra de los tepehuas, ejemplo de testimonio disidente en toda la extensión de la palabra, ganó en 1983 dos importantes reconocimientos: el Ariel al mejor cortometraje documental y una Mención Honorífica en el Festival Internacional de Cortometraje de Oberhausen, Alemania.
Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú”, en El Nacimiento, Múzquiz, Coahuila.
GRACIELA ITURBIDE, 1981.
D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.
Tiempo después, la cinta se exhibió ante la comunidad de Pisaflores y Alberto Cortés realizó un video sobre ese acontecimiento: la filmación de una proyección en la que buena parte de los asistentes pudo ver en pantalla a sus familiares poco antes de que fueran agredidos o asesinados como resultado de la permanente, hasta nuestros días, lucha por la tierra.
RAFAEL MONTERO: DOCUMENTALES SOBRE LA REGIÓN NORTEÑA
Debido al trabajo de su padre, la infancia de Rafael Montero, nacido el 9 de octubre de 1953 en México D.F., transcurrió en lugares como Ciudad Juárez, Chihuahua; San Luis Potosí, capital del estado homónimo, y de nuevo en su ciudad natal. Mientras estudia el bachillerato en la Preparatoria de la Universidad Lasalle, su interés por el cine lo lleva a filmar con verdadero frenesí, en formato Súper 8, varias obras, que en alguna medida contribuirán para su ingreso y permanencia en el CUEC: Ciudad Nezahualcóyotl (1972), documental sobre una zona marginal aledaña a la capital mexicana fue la primera de ellas y causó gran controversia una vez que se presentó en el auditorio de esa escuela. La cinta participó del interés que por ese mismo espacio físico y social mostraron otros filmes testimoniales como Q.R.R. (Quien resulte responsable) (Gustavo Alatriste-Arturo Ripstein, 1972), La neta, no hay futuro (Andrea Gentile, 1988) y Nadie es inocente (1987) y Sábado de mierda (1988), díptico de Gregorio Rocha y Sarah Minter realizado en la órbita de la escuela de cine de la UNAM.
Ya como alumno del CUEC, a donde ingresó en 1973, Montero emprendió dos muy logrados ejercicios escolares de largometraje en el formato de 16 mm: El infierno tan temido (1975), versión fílmica de un relato del uruguayo Juan Carlos Onetti, y Adiós, David (1978), libre adaptación de la novela Ciao Masino, obra del italiano Cesare Pavese. Esta última se convirtió en su tesis de grado.
Lo que me abrió la puerta al medio cinematográfico fue Adiós David, que tuvo, como diría Andy Warhol, “sus quince minutos de fama”. Se exhibió incluso en la vieja Cineteca Nacional y tuvo críticas muy positivas. Por Adiós David, que era una película de tono muy documental, me nominaron al Ariel en la terna de mejor ópera prima. Entonces, gracias a todo eso, por ahí salió la conexión con Juan Carlos Colín, que trabajaba en el AEA-INI.11
Luego de ver esa cinta, los directivos del AEA-INI ofrecieron a Montero integrarse a los proyectos contemplados por dicha instancia. La primera oferta laboral que recibió fue editar unos materiales que Gonzalo Martínez Ortega, cineasta formado en la Escuela de Cine de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, había filmado en la sierra de Durango.
En la administración anterior a la de Colín, trabajaban gente como Óscar Menéndez, Gonzalo Martínez y otros que ahora no recuerdo. Y la principal intención de tal administración no era hacer películas, sino llevar a cabo registros para guardar festividades, rituales, etc., es decir, un trabajo totalmente etnográfico [...]. Yo pedí que Juan Ramón Aupart, mi maestro de edición en el CUEC, hiciera junto conmigo el montaje de lo que después sería Mitote tepehuan. Uno de los aciertos de Colín, importantísimo, fue el plantear que, una vez terminados, se llevaran los documentales a las comunidades donde se habían filmado. Por eso es que, una vez editado, a mí me tocó llevar Mitote tepehuan a la comunidad de la sierra de Durango para estrenarlo. Tal fue, para mí, una experiencia fundamental en mi vida como cineasta.12
Elaborados mucho tiempo atrás, los materiales originales habían contado con la investigación de José Antonio Guzmán B. y Blanca Alonso, pero la película quedó registrada como una producción de 1980.
El depurado montaje de Juan Ramón Aupart (editor de El grito y luego realizador de muchos documentales de tema histórico-social) permitió, con la guía de Montero, que las imágenes, captadas por Henner Hoffman en poblados de los ejidos y
Kikapue con pelo trenzado, Sonora, México, ca. 1945.
SECRETARÍA DE CULTURA-INAH-SINAFO F.N.-MEX. Archivo Casasola-Fototeca Nacional. Inv. 514762. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia.
municipios de Santa María Ocotán, La guajolota y La Candelaria, situados en los terrenos agrestes de la Sierra Madre Occidental, adquiriesen pleno sentido al estructurarse en tres partes más o menos diferenciadas. En la primera se describen algunas condiciones poblacionales y económicas generales de la región donde viven los tepehuanes; le segunda nos aproxima al sentido sagrado del espacio en el que transcurrirá la ceremonia cíclica del mitote y sus preparativos, y en la tercera somos testigos del ritual en sí mismo, consistente en una larga secuencia en la que los niños y las niñas de entre 11 y 13 años siguen al Chamán en su hipnótico baile nocturno alrededor del fuego, con el fin de hacerse merecedores de una especie de bautizo matinal. El ritual se repite durante cinco días seguidos, al término de los cuales los adolescentes ya se consideran plenamente integrados a la comunidad, al tiempo que, de ahí en adelante, se consideran libres para beber alcohol y tomar sus propias decisiones. La voz en over de Julieta Egurrola enfatiza el sentido místico de la ceremonia que hemos contemplado mientras la cámara cierra con una toma similar a la que abre formalmente el relato: el círculo eterno de la cosmovisión de los tepehuanes queda fílmicamente significado.
Concluida la serie de exhibiciones de Mitote tepehuan, el AEA-INI ofreció a Rafael Montero uno de sus proyectos más ambiciosos: la realización de un documental acerca de los indios kikapú, quienes, debido a una práctica cultural ancestral, recorren grandes distancias a ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos. Luego de convivir un buen tiempo con las habitantes de El Nacimiento, Coahuila,13 Anico, su líder, aceptó que la comunidad, reacia hasta para ser fotografiada, fuera filmada: un sueño le había revelado que la película se traduciría en un bien para ellos. El rodaje duró alrededor de ocho meses, e incorporó para el trabajo de fotografía al ya mencionado Alejandro Gamboa, y el de fotofija correspondió a Graciela Iturbide, que en el CUEC había sido la alumna predilecta de Manuel Álvarez Bravo.14 Un equipo de cuatro o cinco personas y una eficiente organización para el financiamiento por parte del AEA-INI permitieron, por fin, llevar a la pantalla el registro fílmico de las tradiciones y el apego de los kikapú a su modo de vida, ello a pesar de los cambios sufridos debidos al influjo de la vida moderna y a la final aceptación por parte de los gobiernos de México y Estados Unidos de considerarlos ciudadanos de ambos países.
En El eterno retorno: testimonios de los indios Kikapú (1981-1984, 92 minutos de duración) primero conocemos algo de la cosmovisión e historia de una etnia que, perseguida por los colonos ingleses, obtuvo refugio en tierras mexicanas gracias a una serie de medidas solidarias tomadas por el entonces errante presidente Benito Juárez en 1866. Esta parte se ilustra con algunas estupendas pinturas naïves de Carolina Kerlow. Dividida en cuatro bloques apenas diferenciados (“El Nacimiento”, “Los señores de la frontera media”, “En Estados Unidos” y “El eterno retorno”), la cinta complementa el ciclo vital que los kikapú reiteran desde la época en que vivieron en los Grandes Lagos, lo que implica el traslado anual para trabajar como jornaleros agrícolas; vivir en calidad de marginales en tierras estadunidenses para luego regresar a su condición de mexicanos; construir con sus propias manos las nuevas casas de tule; la cacería ritual del venado, y la celebración de la fiesta de Año Nuevo. Todas estas acciones pueden ocasionarles conflictos con autoridades de ambos países, pero hay un afán de mantener el legado de los ancestros hasta donde sea posible.
Si bien el primer largometraje documental de Montero dispersa sus contenidos (cuando parece que la familia Correa nos va a servir de eje, la narrativa comienza a testimoniar otros asuntos y problemas) o se queda demasiado tiempo en algunos de ellos, siempre hay suficientes motivos de interés para que el tono general de reportaje no caiga en el tedio o lo francamente estéril. Como ocurre en La tierra de los tepehuas, la cámara de Alejandro Gamboa vuelve a ser genuinamente funcional y las imágenes de archivo tomadas de un noticiero estadunidense refuerzan el objetivo de denunciar una situación histórica no tan abominable como permanentemente incómoda, ello pese a que se reconozca la vocación de los kikapús para el trabajo honrado. No hay ninguna mácula del paisajismo nacionalista cultivado por el cine de Emilio Fernández Romo, el Indio, descendiente, por vía materna, de la etnia kikapú. Por cierto que, según el testimonio de Rafael Montero, Polo Fernández, uno de los entrevistados al principio de El eterno retorno, era pariente cercano del Indio, e incluso en cierta ocasión lo resguardó en su casa durante una de las veces en que el cineasta fue perseguido por la justicia.15 En la paciente y puntual edificación de una casa rústica hay claras resonancias de la secuencia del iglú que se construye en Nanook, el esquimal, con la diferencia de que estamos frente un rito cosmogónico de formas circulares, como el desplazamiento de ida y vuelta que los kikapú llevan a cabo año con año. Y, por otra parte, el despliegue de imágenes busca su complemento en la música experimental de Alfonso Muñoz Güemes y en los cánticos que alaban al Creador por medio de la cacería del venado sagrado. El ciclo vital se ha cerrado en sí mismo, pero a la vez se abre a nuevas posibilidades.
La postproducción de El eterno retorno coincidió con el fin del sexenio de José López Portillo y con la renuncia de Juan Carlos Colín al AEA-INI para incorporarse a la Unidad de Televisión Educativa (utec) de la Secretaría de Educación Pública, donde, entre otros proyectos, se realizó la serie Frontera Norte. Rafael Montero fue
Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú”, en El Nacimiento, Múzquiz, Coahuila.
GRACIELA ITURBIDE, 1981.
D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.
designado para coordinarla, lo que le ayudó a conocer las deslumbrantes ruinas situadas en la región de Casas Grandes, Chihuahua, sede de la maravillosa cultura Paquimé. En 1985, cuando Montero hace la entrega del corte final de El eterno retorno, cinta difundida en la Cineteca Nacional y en la Primera Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara, propone a su colega Juan Francisco Urrusti, para entonces encargado del área de cine del AEA-INI (a la sazón dirigido por el antropólogo y cineasta Alberto Becerril), emprender un documental sobre la herencia cultural de los indios que habitaron la zona desértica del norte mexicano.16 Resultado de aquellas gestiones, en las que el cineasta tuvo la colaboración de su hermano Óscar Montero García, fue Casas Grandes: una aproximación a la Gran Chichimeca (Paquimé), documental de 57 minutos de duración que ganaría en 1988 el Premio Ariel en esa categoría. La cinta cerraría la trilogía de documentales asociados al nombre de Rafael Montero filmados en la región norte del país y que, con obvios matices, resaltan etnias que contrastan con las que habitan en el geográfico polo opuesto, mucho más atendido por realizadores mexicanos y extranjeros.
Los evocadores óleos de atmósfera rupestre de José Luis Benlliure y la espléndida fotografía de Mario Luna García, ambos exalumnos del CUEC,17 marcan la pauta estética de un filme que, de entrada, propone un sugerente viaje cinematográfico para empezar a entender el esplendoroso pasado de una cultura muy poco conocida y dispersa en alrededor de mil zonas arqueológicas, como lo hace saber el especialista Arturo Guevara. Pero, en contraste, irrumpe el oprobioso presente con constantes saqueos de piezas en el Valle de Casas Grandes o la indignante destrucción de la maravillosa arquitectura de sitios como el de Mesa de Noche, en los alrededores del poblado de Madera. Si bien las autoridades respectivas se han dado a la tarea de restaurar algunos lugares aprovechando los mismos residuos del deterioro natural, el descuido oficial es constante y generalizado. Parece que las únicas alternativas para recuperar las piezas es comprándolas, algo que hacen algunas personas sensibles, como cierto sacerdote de alguna secta estadunidense, o mediante la recreación, como las de vasijas antiquísimas que hizo el alfarero Juan Quezada, inspiradas en las misteriosas formas aún preservadas en aisladas cuevas en donde se puede observar una fascinante expresión de arte primitivo cerca a la comunidad de Mata Ortiz, en Nuevo Casas Grandes. Los espacios laberínticos y serpenteantes de Paquimé son registrados en pantalla por medio de sofisticados movimientos de cámara, mientras que cánticos corales y la exquisita música de Federico Álvarez del Toro plasman una singular y por momentos fascinante cosmogonía auditiva. Y el fuego místico en los interiores de las antiguas oquedades en montañas remite a tiempos inmemoriales que todavía resuenan en la atmósfera natural.
Apenas concluida, la obra de Montero vio entorpecida su merecida exhibición debido a presiones del Doctor Enrique Florescano, entonces Director General del INAH, pues recientemente había tenido lugar un escandaloso robo de piezas en el Museo Nacional de Antropología e Historia de Chapultepec.18 El funcionario no quería saber nada que tuviera que ver con saqueos al patrimonio cultural del país e hizo un típico berrinche. No fue sino hasta que concluyó el sexenio encabezado por Miguel de la Madrid Hurtado que el cineasta —quien por esos tejemanejes burocráticos se había quedado con las copias de Casas Grandes: Una aproximación a la Gran Chichimeca— aprovechó la coyuntura para registrarla en la Dirección de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación (donde recibió la autorización formal) y darla a conocer en una se las salas de la Cineteca Nacional, tal como había ocurrido con El eterno retorno.19
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