Kitabı oku: «Los fantasmas de Armero, o el quinto elemento: crónicas desde el cuerpo», sayfa 2

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Nuevos hallazgos

Hubo otros viajes en los que sumé al itinerario a Bogotá e Ibagué. Aparecieron nuevas historias, y lo que marcó el curso de los acontecimientos, el trabajo de Hernán Darío Nova, un artista plástico que creció en Armero y que ha dedicado los últimos veintitrés años a rescatar el patrimonio inmaterial de una ciudad que existe en el plano de las heterotopías, concepto que tomo de Michel Foucault para entender las relaciones que se han instaurado entre el territorio de la antigua Armero y los armeritas en diáspora.

Supe de Hernán Darío una tarde que estuve buscando imágenes de la antigua ciudad de Armero por internet. En ese cliqueo, en medio de imágenes pavorosas, de pronto aparecieron algunas muy pocas de esa vieja ciudad, teñidas de un tono ambarino tan característico de las fotografías que se guardaban tiempos ha en álbumes familiares. Al seguirlas me llevaron a una cuenta de Facebook en la que finalmente lo contacté, él respondió, y desde entonces me acompañó en esta travesía.

Lo valioso del perfil de Facebook de Hernán, llamado Narrativas de Armero, no era solamente el acopio de imágenes familiares, sino la colección de historias de los propios armeritas en diáspora. Fue a través de esas narrativas que pude construir una ciudad hasta entonces apenas imaginada. Apoyada en este material, levanté una cartografía que pretendía recoger los lugares emblemáticos. Supe del Tívoli, de Playas Marinas, de la Tasca, de El Castillo, de La Chip’s, de los cafés Ancla y Haway. Supe de los charcos a los que hacían paseos de olla en los ríos Sabandija, Lumbí, Lagunilla, Charco Azul, El Cuamo, El Piedrón y otros. Supe de sus parques: el Santander, Fundadores, el 20 de Julio y el Infantil. De las escuelas y colegios: el José León Armero, el Americano, el Carlota Armero, el Alberto Santofimio Botero, La Sagrada Familia; las escuelas el 12 de Octubre, Jorge Eliécer Gaitán y Dominga Cano de Rada. Supe que solo tuvieron dos importantes centros de salud —Hospital San Lorenzo y el Hospital Psiquiátrico—; y tres iglesias o templos, San Lorenzo, El Carmen y la Evangélica. Supe de sus escenarios deportivos, como el coliseo de pesas, las canchas detrás del Tívoli, el estadio de fútbol, el Jorge Durán. Supe de sus lugares y calles que fueron y siguen siendo referentes como la estación del ferrocarril, la hacienda El Puente, el cerro La Cruz y El Serpentario, y la carrera 18 y la calle 11, mejor conocida como calle Real.

Esta vez las entrevistas buscaban remover la memoria, preguntar por la ciudad de la infancia, el amigo del barrio, el amor adolescente, la casa del padre, las calles, los nombres y, sin proponerlo, surgieron entre estos fragmentos los relatos de supervivencia. Aunque los recuerdos de la noche del 13 de noviembre no son —nunca fueron— el fundamento de esos encuentros, el hecho fue que surgieron; por eso, aparecen aquí como testimonio de las marcas que todos llevan consigo y que no se pueden evadir.

En esos viajes, observé unos vestigios diferentes, el aire fue distinto, la atmósfera no tuvo entonces ese halo fantasmagórico que había percibido en las dos experiencias anteriores (la primera en julio, la segunda en octubre de 2015). A partir de entonces fue Hernán quien se prestó como guía, voz y testigo de una ciudad viva, no muerta, ni extinta, ni sepultada ni arrasada, sino, en efecto, latente. Me consiento este neologismo o nueva interpretación porque con ella —la palabra— no quiero decir “oculto, escondido o aparentemente inactivo” (Real Academia Española [RAE], 2014), sino que ese latente se me antoja por su fonética, que viene de latir, de latido, y el que late es el corazón, el que nos concede esta existencia orgánica. Al final, como suele ocurrir en las largas expediciones, fui por un mundo y lo que hallé fue un cosmos.

El cierre

Al principio, no sabía qué tratamiento darle a todo ese material que no paraba de revisar, así que empecé por lo fundamental: la estructura. Durante estos años tuve que despojarme de la rigidez del periodismo; tenía que permitirme una experiencia estética libre. Este proceso fue el más complejo, siempre lo será: la necesidad de desaprender para encontrar algo distinto; no digo que nuevo, pero sí, novedoso para mí.

Hice listados y más listados, tablas en las que escribía estrategias narrativas, categorías, temas, cartografía. Pronto hubo imágenes recurrentes: el cementerio, el Hospital San Lorenzo, el parque Los Fundadores, los colegios, las ventanas, los umbrales, los árboles y tumbas (juntos), el volcán, los parques, las calles, los ríos, los charcos, los templos, y así, hasta que de tanto elaborar listados observé que había imágenes que se repetían, que comenzaron a saltar de las hojas mientras las escribía una vez y otra, como si con ello conjurara el bloqueo. Comencé a asociar las imágenes con los cuatro elementos de la naturaleza. Ya tenía algo.

Pero había piezas que no encajaban entre los cuatro elementos primordiales y que me costaba incluso nombrarlos porque eran inasibles, invisibles. Intentaré explicarme: eran los recuerdos de los armeritas en diáspora, eran los afectos, los apegos por ese territorio que estaba en su memoria y que procuraban asirlo con sus relatos en narrativas armeritas; no me refiero propiamente al recuerdo, ni a los relatos, sino a un espíritu que les insuflaba vida, y era tan fuerte que en mis últimos recorridos por la antigua Armero podía sentirlo, presentirlo, respirarlo, transpirarlo. Como dije, me costaba nombrarlo y aún hoy me cuesta; por eso, supe que tenía que haber un quinto elemento del que no recordaba haber leído, pero del que no tardé en enterarme y conocer toda la historia que hay detrás del tal elemento. De todas las posturas que leí al respecto, identifiqué el o sora, de la cultura japonesa, como la más cercana a la idea que yo tenía de quinto elemento. Esta o sora era considerada la quintaesencia creativa del mundo. Los antiguos griegos ya habían hablado de un quinto elemento, y hasta Platón y Aristóteles lo habían identificado también como la quintaesencia o éter, pero —lo que entendí— ellos la relacionaban más con la materia de la que ellos intuían estaba compuesto el cielo, en tanto que mi idea se acerca más a una energía suprema que impregna de energía vital al mundo, o sea, a los cuatro elementos restantes.

Al final, me encontré con un enorme puzle de textos en prosa, imágenes y poemas, entre ellos, El quinto elemento que resultó ser el punto de anclaje desde donde armaría, finalmente, este caleidoscopio de Armero. Quienquiera mirar alguno de esos fragmentos, verá una imagen, una perspectiva o una interpretación, entre otras, de esa geografía llamada Armero.

Armero, ciudad virtual y heterotópica

En la geografía de la antigua Armero, donde se hallan las ruinas existen, cuando menos, dos ciudades que conviven y se traslapan en dos dimensiones paralelas. Y no me refiero a las once dimensiones de las que da cuenta la teoría de cuerdas a través de sus ecuaciones y, en general, la física cuántica —que es otro tema—. Me refiero, en primer lugar, a esa ciudad que está en esta tercera dimensión, que es la que conocemos porque es en la que nos movemos. Esa sería una de las dos ciudades que observé, fue la que caminé y exploré. Y hay una segunda ciudad que es virtual y heterotópica, concepto que tomé de Michael Foucault para comprender los lazos que se han creado entre una ciudad que flota invisible, superpuesta a la ciudad de los vestigios, y los armeritas que pervivieron a la tragedia. Me refiero a esa ciudad que se erigió en la virtualidad y que es punto de encuentro de los armeritas en diáspora fundamentalmente, pero a la que cualquiera puede acceder porque tiene un lugar y, como todo lugar, tiene una dirección que en este caso es www.revivearmero.com, una página web diseñada, trazada, montada y administrada por Ana María García Nova, financiada por la Fundación Colonia Armerita en Bogotá, que partió como una iniciativa de Hernán Darío, quien ya venía desde 2007 con Narrativas de Armero, un perfil en Facebook que se llama Armero Virtual, https://www.facebook.com/memoriadearmeropagina/, creado con la idea de rescatar esa ciudad que solo está en la memoria de quienes la habitaron. Pienso que no es un lugar utópico —sigo con los términos de Foucault—, aunque podría pensarse que sí. No lo es porque

las utopías, que son los emplazamientos sin lugar real, emplazamientos que mantienen con el espacio real de la sociedad una relación general de analogía directa o invertida. Son la sociedad misma perfeccionada, o el reverso de la sociedad, pero, en cualquier caso, las utopías son, fundamentalmente, espacios esencialmente irreales. (Foucault, 1967, p. 19)

Y estos lugares, si bien no existen como materia, están anclados, necesariamente, a la ciudad que fue, cuya geografía, topografía y ruinas siguen estando ahí y que en cualquier momento puede ser punto de encuentro real, concreto. Precisamente por ello, porque el anclaje está en esta geografía sin la que podría existir la virtualidad, es que me inclino por la heterotopía:

Igualmente hay, y esto probablemente en toda cultura, en toda civilización, lugares reales, lugares efectivos, lugares dibujados en la institución misma de la sociedad y que son especies de contraemplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas donde los emplazamientos reales, todos los demás emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura están a la vez representados, contestados e invertidos; suertes de lugares que, estando fuera de todos los lugares son, sin embargo, efectivamente localizables. (Foucault, 1967, p. 19)

Es un concepto difícil de incorporar, que descentra. Foucault se refiere a esta característica en Las palabras y las cosas:

Las heterotopías inquietan, sin duda, porque minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la “sintaxis”, y no solo la que construye las frases: también aquella menos evidente que hace “mantenerse juntas” (lado a lado y frente a frente unas y otras) las palabras y las cosas. (Foucault, 2010, p.11)

Es aparentemente absurdo, inconcebible, que una ciudad invisible exista —insisto en que hablo desde el universo foucaultiano—, es casi ridículo pensarlo desde nuestra lógica que sigue tan permeada por los antiguos griegos. Sin embargo, la paradoja está en que es justamente el lenguaje el que se ofrece como condición de posibilidad para su existencia: www.revivearmero.com y https://www.facebook.com/memoriadearmeropagina/, existen como lugares de encuentro gracias al lenguaje (los textos que narran desde la memoria) y gracias a su anclaje a la Armero que puede hallarse en las coordenadas: 4º57´54´´ N 74º54´18´´ O.

Armero es un mapa trazado por voces que flotan sobre el valle

Hay, finalmente, en este trabajo sobre los fantasmas de Armero, una cartografía de un territorio que se dibuja a partir de unas voces, entre ellas, la propia; un caleidoscopio de historias que, juntas, trazan una sola historia: la de una Armero que se ha ido reconstruyendo a partir de la memoria de los armeritas sobrevivientes, de sus afectos, pero también desde los encuentros y desencuentros de originarios y descendientes, de herederos que somos todos, armeritas y no armeritas, que peregrinamos año tras año a un espacio que se va haciendo de nuevo.

Hay, también, relatos desde distintas narrativas que surgieron inicialmente como un ejercicio periodístico que con los años se tornó estético; un hallazgo la comprobación de que toda actividad que se emprende desde la estrechez del periodismo llega a ser una experiencia estética siempre que se permita la participación del cuerpo; un cuerpo expuesto vale tanto como el dominio de una técnica: ¿qué cuerpo? El cuerpo de los protagonistas de las historias, el cuerpo de quien registra y el cuerpo del potencial receptor. Si se cumple esa transmisión se podrá pensar en un género expandido: más allá del género, más allá del texto. En tanto un ejercicio de estesis, hay un registro distinto que pudo ser texto, a veces narrativo, a veces solo descriptivo, otras, poético; pero, también, fue visual; y otras, en otros momentos, solo de escucha.

En ese coro de voces, tiene particular potencia el registro de los testimonios. Aquí no hallarán más que una muy pequeña muestra, apenas una puerta desde donde se convoca a seguir recogiendo un sinfín de historias que se siguen escribiendo, que están por escribirse, por narrarse y que todas las voces se reúnan en un solo espacio real o heterotópico, no importa, lo que importa es la perennidad de esa memoria colectiva de lo que fue Armero. El reto: menos estudios académicos, más testimonios.

El orden en que se presenta obedece al azar: no hay un trazo obligado, salvo los tres primeros títulos que le permitirán acceder a este territorio a manera de marco o contexto si lo prefiere; tampoco es condición. Cada título se presenta como una ventana desde donde podrá observar una Armero diferente cada vez: sus gentes, sus historias que hablarán de la vida y de la muerte; de los amores y desamores, de la fe y el descreimiento; de la tristeza y de la risa también; en fin. La estructura, entonces, puede leerse como ese rizoma deleuziano, si quiere verlo así, o si quiere, siga el orden en que se dejó solo porque sí, porque algún orden debía tener. Si quiere, repase el material al revés, o vaya solo a las imágenes, o cuestione o dude de los videos y de los audios. Al final, la intención final es que quiera ir usted mismo a explorar el territorio de Armero y descubrir por sí mismo los fantasmas propios, y desde ellos, los otros: el mundo de los otros. Quizá los vea. Pero recuerde que, como dice Guillermo del Toro a través de la voz de Aurora (ya sabrá cuál Aurora), para ver fantasmas se necesita primero creer para ver y no la positivista mirada de ver para creer. Si esta es su mirada, nunca los verá.

Ahí están, en cuerpo y alma, los fantasmas


Dicen que en las ruinas de Armero rondan los fantasmas. Dicen que los han visto cuando el día se hunde en la soledad y en el silencio de la noche. Ha habido viajeros que dicen haberlos visto mientras transitan la Ruta Nacional 43, entre el puente del río Lagunilla y la Virgen que custodia la entrada a Guayabal, que fue puesta allí para demarcar el límite hasta donde llegó la muerte la media noche del 13 de noviembre de 1985.

Dicen que ellos solo aparecen en la hora gris. Algunos parroquianos llaman hora gris al crepúsculo, algo así como entre las cuatro de la tarde y las siete de la noche. Aunque a veces —dicen— se dejan ver cuando el cielo está encapotado, como si los fantasmas se comportaran como los Nosferatu.

Todo empezó con un rumor temprano antes de cumplidos los tres años de la tragedia.2 Y este rumor ha ido creciendo, y hasta programas de radio se transmiten cada 31 de octubre, fecha en la que, por las cábalas, una energía especialmente oscura se cierne sobre el mundo. Y ha sido escenario, también, de programas televisivos que, aparentemente, han demostrado como ciertas estas leyendas.

Y además de jóvenes estudiantes y turistas, las ruinas han sido frecuentadas en los últimos años por personas que se hacen llamar brujos, chamanes y médiums, que, dicen, han constatado la presencia de los fantasmas.

Y a los restaurantes que están a la vera del camino a la altura de Armero-Guayabal, han llegado las historias de apariciones y de voces, y de fuerzas extrañas que indisponen los cuerpos de los viajeros. Algunos, incluso, han contado que, al cruzar el puente del río Lagunilla en dirección al norte, han entrado en una dimensión fantasmagórica, desconocida, y se han perdido entre las ruinas, sin haber tenido la intención de entrar allí.

Pero pruebas tangibles no hay. No las hay porque —dicen— los fantasmas han arruinado los equipos en los que se han descargado dichas pruebas.

Dicen que no a todos se les aparecen, porque ellos, los fantasmas, tienen cierta prelación por el público ante quien se dejan ver. U oír. Unos dicen, por ejemplo, que los fantasmas se le aparecen solo a la gente mala, mala, mala. Que porque comparten esa energía oscura. Mientras otros dicen, en cambio, que los fantasmas se le aparecen solo a la gente de corazón puro; a la gente buena. Sobre todo, a los niños, porque ellos tienen una energía especial, cercana a Dios. Y dicen quienes saben de estas cosas —no necesariamente brujos y chamanes, no— que hay fantasmas buenos y fantasmas malos. Los buenos ayudan a las personas que por alguna razón se afectan más que otras, en tanto que los malos, obvio, solo generan angustia y confusión. Así se conserva un equilibrio, como Francis Lawrence nos lo reveló en su película Constantine, de 2005. La idea del equilibrio entre esas fuerzas luminosas y oscuras siempre ha gobernado la historia del hombre. Esa vieja idea de equilibrio —pienso— es más una necesidad nuestra que una verdad inobjetable. No sé.

Pero, si de energía se trata, ahí sí es fácil comprobar que ahí hay algo, porque el cuerpo no es el mismo. Y cualquier persona, medianamente sensible, lo puede constatar. Porque el cuerpo, desde el punto de vista de la energía, responde a otras energías que no se pueden ver, pero sí se sienten. Los ojos no la ven, pero las vísceras, los músculos y la piel sí; el cuerpo no es el mismo.

Lo primero es que el cuerpo siente algo y ese algo se siente, en principio, en el estómago, en ese espacio que se ubica justo donde termina el esternón. Como cuando se come algo que ha caído mal y el estómago se resiente y se torna pesado. Hay malestar. Algunos hemos sentido el malestar físico sin saber que ese malestar es producto de las energías que allí se agitan. Lo que sigue es un cierto estremecimiento que del estómago se expande hacia el exterior, como si de unas ondas se tratara; atraviesa los músculos, que se contraen un poco y pasa por la piel; y ocurre que por la dermis del cuerpo corre cierto picor, sobre todo, en los brazos, el cuello, las piernas. Y, a su vez, esa onda que parte del estómago atraviesa el pecho, la garganta y el rostro. La garganta se cierra y el rostro se endurece. La garganta se cierra así se lleven los labios abiertos, porque la boca se abre en un intento, para que, cuanto más aire, más oxígeno; aun así, falta el aire y la garganta se torna seca. Da sed. La sed que da en esta ciudad fantasma no es solo por la temperatura que fácilmente alcanza los 37º o 39º hacia el mediodía en tiempo de verano. Y puede ocurrir, como ha ocurrido, que el malestar físico se manifieste en el comportamiento de las personas. Si se está acompañado, puede ocurrir que los ánimos se alteren y surjan discusiones entre ellas. Discordias por cosas nimias que normalmente pueden parecer ridículas. Si se está solo —y es poco probable que alguien se atreva a entrar a caminar por aquellas calles desoladas solo—, el malestar lo expulsa; da media vuelta y se va sin saber el porqué.

Pero todo tiene una explicación, o varias, porque, en principio, creo que de eso se trata, de encontrar alguna explicación a los hechos que acaecen allí, guste o no, se crea o no.

Esa búsqueda me condujo a un ejercicio de exploración de un territorio arrasado por el volcán, sí, pero arrasado también por los actos de pillaje que le siguieron a la tragedia; y en tanto arrasado, devorado por la manigua.

Los rumores siguen corriendo en este tránsito de boca en boca. Y no será ajeno el que alguien allí, en medio de la desolación, escuche historias. La primigenia manera de heredar y de transmitir; pero también de crear. Ese tránsito de boca en boca.

Y así, como en el cuento Algo muy grave va a suceder en este pueblo, de Gabriel García Márquez, las ruinas ya hacen parte de los mitos, de las leyendas de duendes, hadas y fantasmas que desde tiempo ha cohabitan en el alma de los tolimenses como si desde los días del gran cacique Yuldama una suerte de hechizo se hubiese cernido bajo la mirada azarosa de las nieves perpetuas que coronan la cordillera; o quizá sea envés. Que sea el espíritu de los ancestros, de los bravíos panches, desde los tiempos de la Conquista, el que arrojó una suerte de encantamiento sobre los brazos que caen de los nevados Ruiz, Tolima, Santa Isabel y Quindío, y de los muchos páramos que abrazan el valle del río grande de La Magdalena. El Tolima Grande está hechizado y pocos se han salvado de su encantamiento.