Los poemas de Sousa muerden e iluminan; poseen un desenfado conceptual muy bien calibrado a la hora de trabajar con el lenguaje: “La profundidad del poema pega en la quilla de mi espalda”, “La palabra es fondo de cocción”, “La vida es un baldío donde ríen todas las formas de morir”, o “Al final, no somos más que el carozo de un invierno en el fondo del río”.
Apenas una muestra del delicioso recorrido que podrá hacer quien se aventure en la lectura de “Siete faldas para un regreso”, un libro inevitable cuyo potencial se cifra en sentir aquello que leemos, operación necesaria para iniciar el viaje que todo buen poema nos propone.
Sergio Pravaz
Poeta, periodista, editor.
Te recibí
con los miedos abiertos,
pudimos aflojar la piola
que tiraba.
Los animales se aparean
sin palabras,
son abdómenes de pato
rozando el cielo.
Rajamos el aire,
nos dejamos entrar
en ese resplandor sin orden
que patrulla.
La oscuridad se escapó
de los cuerpos,
morimos por morir.
Fuimos un incesto
hasta la hipnosis,
Narciso
y el beso de Pigmalión
custodiando la especie.
Las runas
se vuelven a tejer,
asomarse da vértigo
en las muelas,
la pelvis se llena
hasta el próximo coche.
No hay más por pedir,
con que el jabón no nos borre,
basta y sobra.
La piel
es una casa de empeños,
la esquina
de tu corazón y el mío,
una muerte transitoria.
No me sostengas,
quiero quedarme
sin ventanas,
dormir con la ostra
respirándome en la oreja.
¿Qué importa si caigo
sobre la red del circo,
o a contra pulso de la especie?
La certeza astilla los pañuelos,
mi neurosis, la escarcha.
Quizás la soga
o el río,
no lo sé.
Duelen los pinos
sobre el agua.
Ese lujo previo.
Podremos abrir
de par en par el claustro,
macerarnos
con el temblor
espalda al cielo.
Seremos
la marca de dios
adentro de las bocas.
En la tela del bosque
dormirán los monos.
Copular es un instante
en varias lenguas.
A mi abuela Florinda
Adentro del placard hay una historia
que nunca termina de purgarse,
una tetera sin monedas,
los pedacitos de un diario
con una canción en re menor.
Quién hubiera imaginado
que correría gaviotas
mientras leo,
que cada renglón
parcharía la garganta.
Solo algunas teclas
desafinaban para mí,
quería dislocar el viento
sin que nadie me señale.
Las jeringas de vidrio,
la cara de enfermera,
yo también podía
con el silencio.
Nunca me gustó
la pestilencia de hospital,
la ternura de mi abuela
olía mejor.
Las vírgenes no lloran, me dijo,
mientras tejía fados de lana
para abrigarse la memoria.
Igual se la llevaron
con rosario y todo.
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