Kitabı oku: «La última vez que fue ayer»
Agustín Márquez Díaz
Agustín Márquez Díaz nació en Madrid en 1979. Es ingeniero de Telecomunicaciones y cursa estudios de investigación en Arte, Cultura y Literatura.
Ha participado en diversas antologías, entre ellas Versos en el aire (2014), Taxi!!! (2015) o Los 52 golpes (2018). En 2016, creó, con otros dos socios, la editorial La Navaja Suiza. La última vez que fue ayer es su primera novela.
Candaya Narrativa, 58
LA ÚLTIMA VEZ QUE FUE AYER
© Agustín Márquez
Primera edición impresa: mayo de 2019
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Imagen de la cubierta:© Isabel Hernández
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN: 978-84-18504-11-2
Depósito Legal: B 12847-2019
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
Índice
Portada
Autor
Créditos
Índice
Dedicatoria
1988
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
1992
Capítulo 4
1994
Capítulo 5
Capítulo 6
A mi madre
y a mi padre
Lo que llamamos progreso es solo
el cambio de un inconveniente por otro.
Henry Havelock Ellis
1988
CAPÍTULO 1
1
Chico A siempre decía: «Habría que poner un semáforo».
–O un paso de cebra –le dije.
–No. Un paso de cebra no.
–¿Por qué?
–No es lo mismo.
–¿Por qué?
–Porque no.
2
La carretera que atraviesa el barrio es una recta de kilómetro y medio. El pavimento está repleto de manchas de aceite, huellas de frenazos y calcomanías de animales.
El asfalto cuarteado dibuja una raspa de pescado deforme, donde decenas de socavones esperan hambrientos llantas y guardabarros. Hace unos años, un tipo de fuera, con más visión que la que le proporcionan sus gafas de culo de vaso, montó un taller junto a la carretera. Tiene a varios del barrio trabajando en el taller, y él solo va al final del día a hacer caja. Siempre viste de traje y corbata, como advirtiendo, por si acaso surge la duda, que él no va a mancharse las manos. El tío cae bien porque a la gente del barrio les cobra la mitad en las reparaciones. ¿Por qué siempre tiene que venir alguien de fuera a decirnos, «¡Eh, chicos, así es como se hace!»?
En las temporadas de lluvia las cunetas de la carretera se inundan y el agua arrastra todo tipo de objetos: envoltorios de comida, botellas vacías, mecheros sin chispa, animales sin vida, compresas, preservativos, pelucas... Hace dos inviernos tropecé con lo mejor que he encontrado hasta ahora: una Biblia.
La Biblia tiene una encuadernación en piel marrón oscuro. El cuero está muy desgastado, lo único que está bien conservado son los cantos dorados. Se ve el cosido de las hojas por la ausencia del lomo. En la portada se lee con dificultad Sagrada Biblia, The Holy Bible, La Sankta Biblio. El interior está adornado con grabados grotescos: ángeles con alas de murciélago y caras demoníacas, serpientes marinas saliendo del agua, un hipopótamo con lengua de serpiente, esqueletos que caminan hacia un agujero. Todo muy romántico. Pero las hojas son las que hacen que la Biblia sea un verdadero tesoro: son muy finas, como de papel cebolla. Con ellas hago librillos de papel para liar y los vendo a cincuenta pesetas. No es que no me interese la Biblia, pero necesito el dinero para poder sacarme el carnet de conducir. Ya no vale con llevar zapatillas extranjeras como en la adolescencia, ahora se necesitan al menos cuatro ruedas para ligar.
El año pasado encontramos un calendario en la cuneta con la fotografía de una tía a la que le cae un chorro de agua sobre un bañador, al tiempo que da un trago a una cerveza. Convencimos a mi abuelo para colgarlo en el bar, y comenzamos a marcar en el calendario los días que había un accidente: marcamos en total sesenta y dos días. Además decidimos darles nombre, como si fuese un santoral, pero del barrio: a un accidente en el que murió una pareja, en donde los labios de él quedaron pegados a la mejilla de ella, lo titulamos El último beso; al de un hombre que quedó encajonado en el golpe frontal de dos Talbot lo llamamos La vida entre dos Horizontes; llamamos La santa recta al de una monja que tuvo un grave accidente y salió ilesa; Cuando los cerdos vuelen fue el de un camión cargado de gorrinos que se salió de la carretera y uno de los cerdos salió disparado y se coló en la terraza de un vecino; pero el más ingenioso fue el que titulamos Por los pelos, uno en el que salieron ilesos los seis ocupantes de los dos coches, todos calvos.
Este año el calendario de la tía en bañador continúa colgado de la pared del bar de mi abuelo, aunque solo con la hoja de diciembre.
La carretera es nuestro Rubicón de alquitrán y asfalto. Un Rubicón que Chico B ahora está cruzando.
3
Hace más de un año de lo de Chico A. Y todavía ese olor.
Dicen que el olfato es el sentido con más memoria, por eso siempre llevo en los bolsillos algunas bolas de alcanfor.
4
Chico B es tan bajo que la cabeza le huele a pies. Nunca faltan en su vestimenta una camiseta de las que le regalan a su padre en el estanco con el tabaco y su par de cangrejeras. Sus sandalias de goma no solo son abiertas, también son viejas: las hebillas están oxidadas y las tiras tiñosas. En invierno perdemos de vista sus pies, los oculta bajo unos calcetines deportivos blancos, pero el resto del año tienen aspecto de sufrir gangrena. Huelen como recién sacados de un montón de estiércol. Los perros huyen quejicosos con las orejas gachas y el rabo entre las piernas cuando husmean los pies de Chico B.
En los últimos meses hemos estado yendo diariamente a los salones recreativos, llevamos un tiempo estudiando las máquinas tragaperras; nosotros solo jugamos los viernes, hemos llegado a la conclusión de que es el día que más premios entregan. Al dueño de los recreativos se le tuerce el gesto cada vez que nos llevamos un premio, pero lo disimula y hace como si no le importara. Aunque lo que de verdad no soporta el dueño son los pies de Chico B, le dice que no puede acceder al local con calzado abierto, «Produce rechazo en los clientes». El mandamás de los recreativos no se escucha, si lo hiciese se daría cuenta de las estupideces que dice: nos llama clientes y se dirige a nosotros de usted. El jefe de los recreativos es un ricachón venido a menos, por eso conserva aún algunos aires de grandeza. Viene de una familia bien, su padre se dedicaba a la compraventa de inmuebles. A él le regaló un local en el barrio donde abrió un puticlub de lujo. Tenía un rótulo luminoso no apto para epilépticos, con colores que cambiaban del morado al rojo. El logotipo era el frontón de una iglesia, y en medio rezaba: La Capilla. El nombre no estaba mal pensado, al fin y al cabo no dejaba de ser un lugar de culto, un sitio donde desahogarse. Tenía mucho éxito, se veían entrar y salir a muchas personalidades: alcaldes, concejales, negociantes, y otros que tenían que conformase con tomar una copa, mirar y masturbarse en los baños.
Por entonces, el mandamás tenía una mujer que en los reconocimientos médicos debían medirla en metros cúbicos y pesarla en quintales. Si los camellos guardan las reservas de grasa en sus jorobas ella lo hacía en sus nalgas. Vestía ropa de marca, aunque en ella la ropa se ajustaba hasta convertirse en una segunda epidermis que dejaba entrever una piel ciruela en proceso de putrefacción. El logotipo de la prenda quedaba muchas veces oculto entre los pliegues de su cuerpo acordeón. Nunca la vimos sonreír, suponíamos que la fuerza gravitatoria que generaba la enorme papada, que le temblaba cada vez que respiraba a través de ese agujero negro que tenía por boca, le impedía alzar las comisuras de los labios. Hablaba arrastrando las eses y miraba por encima de unas gafas con molduras doradas, y patillas y cordón con piedras brillantes. Era la mujer que todo suicida habría querido tener.
Sabíamos cuando el mandamás discutía con su mujer. Esos días se lamentaba que cuando se casó con ella era una mujer diez.
El día que nos dijo en secreto que se había enamorado de una de las prostitutas del puticlub no nos extrañó demasiado. Hay que reconocer que tuvo buen gusto, la prostituta tenía labios color miel, ojos redondos y respingones, culo largo y esbelto, piernas voluminosas sin estridencias, y acento de revolución. El dueño de los recreativos cerró el puticlub y se marchó a la aventura con su negrita.
Tampoco nos sorprendió cuando a los pocos meses volvió solo, nos contó que había conseguido montar un negocio de tráfico de habanos, pero después de un tiempo la de labios color miel, ojos redondos y respingones, culo largo y esbelto, piernas voluminosas sin estridencias, y acento de revolución, lo delató y tuvo que dar casi todo el dinero de la herencia de su padre para poder salir a salvo de la isla.
Con lo poco que le quedó montó en el antiguo local del puticlub los salones recreativos.
Siempre ha sido un tipo educado, pero nos jode mucho que nos hable con ese lenguaje tan pomposo: «Produce rechazo», «Me reservo el derecho de admisión», «No perturbe la tranquilidad del local», «No pague su frustración con las máquinas recreativas», «No puedo dispensarle cambio», «Si desea quejarse por algo disponemos de hojas de reclamación». Aun así, el mandamás tiene algo de razón en quejarse de los pies de Chico B.
Tres operaciones quirúrgicas han marcado con tres cicatrices los tobillos de Chico B: una en el izquierdo y dos en el derecho, una encima de la otra, como si llevase tatuadas las vías de un tren. Las tres se las hizo hace años, cuando el acné comenzaba a hacer acto de presencia. La del pie izquierdo fue huyendo de su padre cuando lo perseguía con el antirrobo del coche. Su padre decía que le había robado quinientas pesetas de la cartera. Chico B me contó que en otras ocasiones sí lo había hecho, pero no esa vez. Creí a Chico B, no porque nunca me hubiese mentido, sino porque perder dinero en timbas de póquer es parecido a que tu hijo te lo robe. Chico B corría entre los yerbajos y cascotes del descampado para escapar de los golpes, mientras nosotros le animábamos a gritos desde un montículo de escombros. Para Chico B estas persecuciones –no era la primera vez que su padre lo perseguía– no tenían nada de divertido, pero para nosotros eran un entretenimiento más del barrio. En un momento dado, cuando Chico B cruzaba un matorral, lo dejamos de ver, fue como si el matorral lo hubiese absorbido. A los pocos segundos su cabeza emergió, pero de nuevo volvió a desaparecer. Corrimos hacia el matorral y vimos que tenía el pie metido en un hoyo, la cangrejera se le había salido y la planta del pie miraba hacia nuestros rostros distorsionados por lo desagradable de la imagen. Su padre lo llevó a urgencias después de darle una buena tunda. Diagnóstico: fractura del tobillo, algunos moratones y quinientas pesetas a devolver.
No recuerdo haber visto nunca sin sus cangrejeras a Chico B, ni siquiera en la época en la que nos empezaban a gustar las chicas y en la que si se quería destacar había que llevar deportivas de marca. El problema era que nuestras familias no tenían para otras que no fuesen zapatillas nacionales, las extranjeras costaban el triple.
Para poder hacernos con unas zapatillas de las buenas se nos ocurrió vender hojas de tilos como si fueran hojas de morera. Por entonces había una fiebre por los gusanos de seda. Todo el mundo –niños, adolescentes, adultos y viejos– criaba en cajas de zapatos estos bichos como si fueran mascotas, supongo que contemplar cómo se transformaban aquellas orugas en mariposas para la mayoría era un juego; sin embargo, para otros era el último destello de esperanza en sus vidas.
Vendíamos la bolsa de las falsas moreras a cien pesetas. Nos repartíamos las ganancias como viejos ricos entre risas y palmadas cómplices en la espalda. Pero pronto las palmadas se convirtieron en moratones, las carcajadas en silencios y los beneficios en devoluciones: los gusanos que la gente alimentaba con nuestras hojas se morían. Tuve que aprender a conjugar el verbo perdonar, y a saber que una vez que se pierde la confianza es casi imposible recuperarla. Suplicamos perdón –la dignidad era más barata que las deportivas extranjeras– y prometimos a los estafados regalarles una bolsa de morera extra si volvían a comprarnos el alimento de las malditas orugas.
El problema era que el único sitio donde había moreras era en el barrio de Los Frailes, y ya se sabe que lo que hay en el barrio es de los que viven en él. «Nos dais la mitad del dinero y os dejamos coger las hojas que queráis», nos propusieron; pero nosotros, como todo buen negociante, los mandamos a la mierda. Así que decidimos ir cada día en grupo a Los Frailes y, mientras uno vigilaba, los demás subían a los árboles a llenar bolsas con hojas de morera. Chico B venía con nosotros, aunque él no quería zapatillas extranjeras, porque prefería sus cangrejeras, pero le divertía subirse a los árboles y sobre todo andarse por las ramas.
«¡Corred, corred!», gritó Chico C cuando los de Los Frailes ya estaban encima. Todo porque Chico C, cuando tendría que haber estado vigilando, se había dedicado a torturar a unas crías de pájaro, que se habían caído de un nido, quemándoles el plumón. Huimos, pero a Chico B se le quedó encajado el pie derecho entre dos ramas, cayó cabeza abajo y acabó colgado del árbol como una piñata de cumpleaños. Y así fue como lo trataron los cabrones de Los Frailes.
Le operaron dos veces de ese pie. La primera vez le operó un cirujano que acababa de terminar las prácticas y el tobillo no le quedó bien, caminaba como una rapero del Bronx a causa de los dolores.
Los médicos le han dicho que puede hacer vida normal, pero tiene que tener cuidado con los deportes que practica. Él no hace caso, «Me da igual, si se me vuelven a joder ya me los arreglarán los médicos otra vez. Y si no, pues como Cervantes, el cojo de Lepanto», me dijo una vez orgulloso de su saber literario.
En el pecho, encima del pezón derecho, tiene grabada una esvástica. Sus abuelos maternos son alemanes, fueron seguidores de las juventudes hitlerianas. Su madre es seguidora de los abuelos por ser sus padres. Y el padre de Chico B es seguidor de la madre por ser su mujer. Hace unos años, el padre de Chico B, después de perder todo el dinero que tenía para el regalo del cumpleaños de la madre al blackjack, le tatuó con una cuchilla de afeitar el símbolo nazi en el pecho, «Como regalo sorpresa para mamá», le dijo. Chico B es un chico sencillo, tanto que dice que su color preferido es el blanco y su número favorito el cero; sin embargo, cuando nos enseñó el tatuaje intentó hacer de su pecho un lienzo que contiene una obra maestra, aunque lo único que consiguió fue hacernos sentir lástima al ver marcadas sus costillas sobre aquel torso consumido. Chico A comenzó a reírse a carcajadas, los ojos le lloraban y señalaba con el índice el símbolo nazi. «De qué coño te ríes, gilipollas», le dijo Chico B. Cuando Chico A paró de reír nos explicó que su padre le había tatuado la esvástica al revés, con los brazos apuntando hacia la izquierda.
5
En la parte derecha del descampado hay un colegio en el que estudia la gente del barrio, y es al que fuimos Chico A y yo. Chico A era un gran estudiante, «Uno de los mejores estudiantes que ha tenido el colegio», decían los profesores a mis padres. Y como yo era el hermano menor, estaba obligado a sacar tan buenas notas como Chico A –nunca me importó ser un seguidor–. Aunque lo que nadie decía es que Chico A repitió segundo porque hablaba como Tarzán, «Ir colegio no», «Tripa... mmm... dolor», «No recreo», «Hijoputa tú». Un psiquiatra, de los que se sanan ellos mismos escuchando las desgracias de los demás, recomendó a mis padres que lo mejor era que repitiese, «Así se igualará a los de su curso, cogerá confianza y evolucionará del trastorno poco a poco». A mí también me hicieron repetir curso, tal vez por continuar la tradición familiar.
Lo mejor del colegio es que fue el lugar donde sucedieron muchas de esas primeras veces: mi primera firma en forma de grafiti, mi primera pelea, mis primeros pinchazos de ruedas, mi primera calada, mi primera cerveza, mi primer beso con lengua, mi primer desamor que inspiró mi primer poema a la señora de la limpieza.
También me expulsaron por primera vez al delatar a mi compañero de pupitre, que se había limpiado en mi abrigo después de haberse masturbado durante la clase: un día de expulsión para los dos. No comprendí por qué, aunque en realidad fue por la bronca que me echaron mis padres por lo que al volver al colegio le zurré al pajillero. Eso supuso una segunda expulsión: una semana sin clases. «Uno no puede tomarse la justicia por su cuenta», me dijo el director al expulsarme. «Y uno no puede mirar a las chicas de cierta manera», le contesté yo. Mi venganza verbal me costó una venganza en forma de bofetada y mi tercera expulsión: un mes fuera y lo que quedaba de curso sin recreo –y aún estábamos en octubre–. Me sentí como un delincuente al que se le van acumulando penas.
Detrás del colegio hay una iglesia de Testigos de Jehová. Nunca he conocido a nadie que pertenezca a la congregación, ni a nadie que conozca a alguien que pertenezca a ella, ni siquiera a nadie que conozca a alguien que conozca a alguien. Si no fuera por las veces que llaman a las puertas llevando la palabra de Dios, y porque cada domingo se concentran decenas de ellos junto a la iglesia, pensaría que los Testigos de Jehová son solo una leyenda. Se reúnen con sus trajes limpios y sus corbatas serias. Los más jóvenes parecen sacados de familias burguesas de la Francia del siglo XIX: los niños van trajeados con camisa blanca, en el cuello un pañuelo de seda, pantalón por debajo de las rodillas, calcetines con encajes y calzado brillante; las niñas llevan vestido color pastel a la altura de las rodillas, con bordados laberínticos, camisa color blanco hueso, guantes de seda, medias de punto y zapatos de charol.
Una vez me contaron que el primo de un amigo del hermano de uno del barrio murió porque sus padres eran Testigos de Jehová y no permitieron a los médicos que le hicieran una transfusión de sangre.
Junto al colegio hay una gran valla publicitaria que nunca anuncia nada, solo quedan los restos de campañas olvidadas. Algunos la utilizan para ahorcar galgos.
En medio del descampado, a modo de oasis, hay dos pinos gigantes, sus troncos sirven como tablón de aventuras sentimentales: Chico V corazón Chica W, Chico W corazón Chica X. Chico X corazón Chica Y (tachado). Te quiero Chica Z. Te odio Chico Z.
El resto del descampado es un solar de tierra compacta donde se sobrebebe, donde la lluvia cae sobrecogida y el sol decolora los futuros desechados, donde se estacionan coches y se aparcan problemas, donde el balón de los niños y la comba de la niñas levantan polvo, jeringas y heces, donde el papel de plata tiene precio de oro, donde una caja de cartón y algunas malas hierbas son un chalet adosado con jardín, donde follar es fe de erratas de quererse, y donde roedores y cucarachas son los animales de compañía del barrio. El descampado es un límite rebasado que tiende a infinito con resultado de nada, donde se aprende que la realidad no es más que un continuo de los sueños de otros. El descampado es un mundo de mierda, pero esa mierda es Nuestro Mundo.