Kitabı oku: «La improbable fuga de la señora Paraíso», sayfa 2

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IV

Nunca te conté por qué me separé de Israel. Cuando lo intenté vos te negaste, decías que había cosas que no correspondía saber. Algo de razón tenías, pero vos sabés cómo he sido desde el principio, siempre tratando de decirte las cosas como eran, prescindiendo de interpretaciones, la verdad hasta el hueso. Tengo esperanza de que poniendo en palabras los nombres de los demonios pueda ahuyentar el fracaso y el miedo a repetir durante toda mi vida los mismos temas.

Como con tantos hombres con los que compartí el cuerpo y el alma (novios, amantes, concubinos, parejas, ponele el nombre que quieras) mantuve con Israel la amistad fuera ya del sexo. Hacía más de veinte años que lo conocía.

Vos no lo querías, decías que era un ejemplo desastroso para las niñas. ¡Por favor, Leopoldo! ¿Qué tanta cosa con Israel? Estabas celoso, pero no hablabas, sino que esperabas el momento menos oportuno para el berrinche o el cachetazo ¡Siempre fiel a tu estilo! ¿Pensabas que yo podía volver con él? ¡Qué poquito me conocías, Leopoldo! ¡Qué poquito me conocés! Si alguna vez te hubieras atrevido a desmitificarme para mirarme con los ojos limpios, tal vez la historia podría haber sido otra y yo no me hubiera visto empujada a buscar en la imaginación y la memoria.

Entre vos e Israel había una vida. Habitaban dimensiones irreconciliables. Yo no sé si hay vidas pasadas, pero sí que en esta que vivimos hay muchas. El lapso de esos cuatro o cinco años que había entre el fin de la relación con Israel y el comienzo de la nuestra era una confusión de caras, anécdotas, lugares. Todo muy sórdido, paranoico, venéreo. Cuando descubrí el poder de mi cuerpo en los ojos de los tipos, fue cuando se me soltó la cadena. Tan adormecida estaba. Promediaba la veintena. El bueno de Israel tuvo que soportar mi inquietud. Seis años viví con él. Por momentos estuve enamorada, sinceramente enamorada.

Como la mayoría de los hombres con los que me había acostado hasta ese momento, Israel era mayor que yo. Me llevaba diez años.

“No creo que sea bueno para las niñas ver a ese tipo, vos, cuando estés sola, si querés, andá a verlo, es asunto tuyo, pero las nenas…” ¡Qué simple, Leopoldo, mi emperador, mi poeta! ¡Vos, justo vos, revolcándote en la brea de las buenas costumbres! Sí, tenías razón, Israel era pincheto. ¿Es menos inmoral o violento meterse la merca por la nariz que por las venas?

Una vez Israel intentó desintoxicarse. Sabía que no iba a dejar la mierda, pero al menos sí pasar cierto período de abstinencia. En esa época no había la oferta de clínicas de rehabilitación que hay ahora. Tenías que achicar sin ayuda, sobre todo si no tenías plata. Nosotros vivíamos medio mes con dinero y el otro medio a préstamos y regalos. Había que sufrir sin metadona.

En la primera etapa comenzó reduciendo la dosis. Pasó de picarse dos veces por día a hacerlo una, de nochecita, a eso de las siete de la tarde. Era primavera. Así estuvo tres meses. El cambio fue desfavorable. Se despertaba a media mañana de malhumor. No me hablaba hasta la tarde, no comía. A las cinco, el enojo se convertía en melancolía. Malhumorado era más digerible.

Yo sufría con él. Los temas de la pareja estaban postergados. Lo importante era que se recuperara. Solo importaba él, y estaba bien que así fuera. A los tres meses redujo la dosis de la noche a la mitad. Se ponía contento porque un gramo le duraba cinco días. La merca en las venas rinde y pega más. La cosa se complicó cuando llegó el momento de la suspensión total. Vivía en cama, sudando y temblando. Al revés de lo que sucedía en el período anterior de reducción de la dosis, se tranquilizaba de tarde y padecía de noche.

Al cuarto día de abstinencia me pidió que lo picara, porque no podía ni siquiera calentar la cuchara y cargar la merca liquidizada en la jeringa. Puse una silla al lado de la cama. Acostado, él extendió el brazo derecho y lo apoyó sobre la silla para que se lo atase. En el botiquín había un gramo de emergencia, aunque estaba un poco diezmado porque yo me había retocado la nariz. Lo volqué en su totalidad encima de la mesa del living. Molí con el ángulo de la Credisol algunas piedritas. Era buena la merca. Hice cuatro montoncitos y uno de ellos lo cargué en una cuchara de té. Lo fundí colocándole la llama del encendedor a unos centímetros. Se diluyó rápido. Arrimé la jeringa e hice que absorbiera el líquido. Resaltaba una vena que parecía estar pidiendo la droga. Una vez la aguja estuvo dentro, cesó la transpiración, los movimientos bruscos de los miembros. Se levantó de la cama, fue al baño y cuando salió empezó a caminar de un lado a otro del apartamento, contando chistes, criticando gente, planificando viajes. Volvía a ser él. Yo prefería bancarlo duro que en abstinencia. Nunca se lo dije.

Pero el motivo por el que lo dejé no fue su adicción. Disfuncionalmente, ferozmente, irregularmente, como quieras llamarlo, funcionábamos. Yo “torciendo alambres en la plaza”, como decías vos, y él transando merca, porro, ácidos, en fin, ya sabés. Hasta llegó a mover caballo entre egregios miembros de la clase política. ¿Sabés quiénes? Mejor no hablar de ciertas cosas.

Yo en esa época estaba estudiando literatura en el IPA y militaba en el CEIPA. A Israel lo dejé una noche en la que le dije a sangre fría que tenía fantasías sexuales con el negro Soto. ¡Qué comedia! Yo era una gurisa. La simple idea de acostarme con otro hombre era en sí misma un gesto adúltero y por lo tanto, fiel a la honestidad infantil que me caracteriza (aquí la prueba), debía apartarme de Israel para no lastimarlo, para no ser ni sentirme una puta. “No seas boluda”, me dijo, “la lujuria está a la vuelta de la esquina, podrías haber esperado a cogerte al negro para contármelo”. Ahora no dejaría a un hombre por esa boludez. Tal vez por otras sí, pero por esa nunca más.

Hubo una época en la que se le había dado por insistir en que la diferencia de edad iba a separarnos, no porque él se volviera viejo sino porque yo en algún momento iba a tener ganas de “conocer mundo”. Tenía razón.

El negro Soto era compañero de militancia. No es que me gustara. Ni siquiera tenía buen cuerpo. Simplemente me calentaba. (¡Cómo son las cosas! Hace poco lo encontré en un congreso sobre la negritud y me dio asco, sinceramente. Lo vi tan burgués, tan satisfecho consigo mismo y con el país, secretario de un legislador del Frente, criando hijos que tiene con una blanca, lo vi tan poco negro que me llamó la atención cómo pude haber dejado a Israel, que lo amaba, por ese imbécil, ese títere, pero así fue la historia, Leopoldo, mi pequeña historia de amor.)

Israel ya no me miraba como lo hacía el negro Soto, que hablaba sobre equidad, reforma agraria, descentralización, lucha. ¡Era tan justo! ¡Y tan negro! No me olvido más de la cara del tipo una vez que fui a la asamblea con una musculosa blanca. Recién había llegado yo de la Pedrera y no había tenido tiempo de ir a cambiarme. Te juro que pensé que le venía algo. Tartamudeaba y me miraba ablandado, como si yo le hubiese hecho una crueldad y él la tuviese que soportar con resignación. Movía las manos sobre los papeles y estiraba las piernas debajo de la mesa. Cuando terminó la asamblea me abordó, pero yo, aunque simpática, lo rechacé.

Empezó a ser el que es ahora una vez que estábamos discutiendo si levantar o continuar con una de las tantas ocupaciones del IPA, a fines de los ochenta ¡Qué desilusión! Nada más y nada menos que él, con el peso que tenía dentro del sindicato, facción a la que yo pertenecía, mocionó levantar la medida y organizar una seguidilla de movilizaciones.

¡Ay los tibios, Leopoldo!, esos que hacen que legiones de personas vivan creyendo que la vida es una mierda. No era la ocupación una medida muy desestabilizadora que digamos, pero era más digna. Y todavía lo creo así, pero no es el punto.

Discutimos públicamente. Él me subestimó y llenó el ojo de la asamblea con un discurso en el que esbozaba un turbio pragmatismo político al que todos, sindicatos y partidos de izquierda, deberíamos aspirar para no morir como dinosaurios. Había mostrado la hilacha. Estaba preparándose para escalar en la orgánica del Frente Amplio a partir de su condición de cuadro exótico y moderado. Por eso asistió a una reunión extraoficial con el Consejo y entregó la ocupación.

Antes del desencanto político tuvimos nuestro primer y único encuentro. Yo había dejado a Israel hacía unos meses. El negro había organizado una fiesta en su casa, un apartamento del Barrio Sur, Durazno esquina Ibicuí, exclusivamente para levantarme. Yo seguía rechazándolo, pero moría de ganas. Durante la ocupación, en un pasillo a media luz del segundo piso, me había apretado y yo medio que sí medio que no lo hice entender que tenía compañero y que debía calmarse. Él dijo que yo lo franeleaba.

El día de la fiesta yo había tomado mucho. Necesitaba relajarme. No había ido a franelear. Me señaló la puerta de entrada como invitándome a dar una vuelta. En la fiesta quedaban algunas personas todavía. Sonaba “When the music´s over” de los Doors. Salimos. El ascensor no sé por qué motivo no funcionaba. El apartamento estaba en un tercer piso. Al llegar al segundo por las escaleras, me agarró del brazo, me apretó contra él y me besó. Yo gemí al sentir la erección contra mi vientre. Confirmaba el rumor racista. Acarició mis pechos. Acaricié su bulto por encima del jean. Estaba húmedo y caliente. Me saqué la remera. En esa época no usaba sutién. Me pidió que me sentara en el antepenúltimo escalón, antes del descanso, y arrodillado entre mis piernas jugó con sus labios y lengua en mis pechos. Acaricié la cabeza negra y motuda. Fui hasta la bragueta, la abrí, saqué el miembro de caoba y lo masturbé. Cuando estaba por explotar, quiso penetrarme, pero no lo autoricé. Me miró como un niño despojado. Desprendí los botones de su camisa y le lamí las tetillas, con la punta de la lengua. Aceleré el ritmo de mi mano y aquello se convirtió en una fuente.

“Me tengo que ir”, le dije, y limpiándome la cara con la mano bajé los dos pisos restantes.

La próxima vez que nos vimos fue cuando entregó la ocupación. Ver al sorete del negro Soto vencido en el piso, descamisado y desvergado, fue como una especie de venganza avant la lettre. Al tiempo me llamó y me invitó a salir. No tuvo suerte.

Hace poco, un año o dos, me volvió a cargar. Me lo encontré en una reunión de los ex compañeros de militancia. Fue en la casa del Partido Socialista. Me dio asco que estando recién casado y con un hijo de tres meses hiciera esa estupidez. Lo puse blanco de la puteada. No lo volví a ver hasta el congreso de la negritud. Poco antes le había mandado una solicitud de amistad por Facebook, pero me la rechazó.

V

¿Cuándo caíste en la trampa? ¿Por qué la elegiste? ¿Desolación? ¿Narcisismo? ¿Aburrimiento? ¿Resistencia a aceptar la pobreza de la realidad? El misterio del individuo no se resuelve con una fórmula trágica, determinista. Tampoco mediante el idealismo de la libertad. Ninguna decisión es absolutamente libre. Nadie llega a ser lo que es por entero mérito de sí mismo. Y esto es así, porque el deseo no es un impulso racional. Hay en nuestro inconciente una necesidad de que nos pasen las cosas que nos pasan. ¿Qué necesitaremos cuando ya estemos acostumbrados a los breves goces? ¿Qué seremos, Leopoldo, mi poeta, mi jugador, cuando nos toque bailar entre la imaginación y el desencanto?

Recuerdo escucharte reír de la caterva freudiana y del ala izquierdosa del existencialismo. “Crecer es como una lobotomía progresiva”, decías. ¿Cuál era la diferencia entre vos y tus compañeros de colegio, tus parientes, los amigos? ¿Un cuidado excesivo de mamá o la falta de reconocimiento que día a día te aplicaba tu padre fiel a la máxima borgeana (que desconocía en absoluto) “severo en la crítica y parco en el elogio”?

Me dirás que deje a papi y a mami fuera de esto y agregarás (para despedirte y encerrarte en el búnker) que no interprete con el manual pelotudo que me enseñaron en Psicología del Aprendizaje. No, Leopoldo, no soy esa pelotuda aplicada, abanderada de la uruguaya y medalla de honor del instituto; en este momento soy tu adalid y vos me vas a seguir leyendo hasta que me sosiegue y termine. Lo leas o no. Si fui abanderada de la uruguaya y si fui medalla de honor y si acabo de recibir mi posgrado en Literatura Iberoamericana, sumado a la especialización en Didáctica de la Lengua y de la Literatura, no fue por ser ninguna pelotuda, no fue por quedarme pintando las uñas, como sí te hubiera gustado que lo hiciera, no porque te sintieras avasallado ni porque representara para vos una competencia (vamos por carriles diferentes), sino porque te sería más cómodo: Podrías aislarte en paz a condición de ser un buen proveedor, pretextando la diferencia “espiritual” entre ambos. Serías absolutamente capaz de llevar una relación así.

Estoy siendo prejuiciosa, lo reconozco. Pido disculpas a las pintadoras de uñas. Yo también me pinto las uñas cuando tengo tiempo. Es que me da rabia no poder hacer que las cosas funcionen. Cuando estés desesperado por haberme perdido, por favor no me vengas con la musiquita de feriado bancario. A partir de la muy teórica opción originaria, mi traumado Baudelaire, consideraste que el pensamiento se iba a fortalecer a través de un ostracismo que germinaría frutos intelectuales para compensar la esterilidad o irritabilidad de los vínculos humanos. No te rías. Fue un refugio en el que fuiste olvidando que solo vale la pena si la vida se comparte; y si bien lo sabías, y si bien en determinado momento te fuiste encontrando con personas valiosas que te querían sinceramente, que te reconocían por lo que eras, que te admiraban, aún así no te entregaste y mantuviste una opción sobre la que permanentemente has estado rumiando.

Seguiste trabajando, necio y solo. Ibas a fortalecer tu yo. Montaste un celibato y un poeta negro. Habitaste un pastiche. Sé que esas son las cosas que en el fondo te gusta que te diga. Te aburriría, a pesar de darte seguridad, que fuera complaciente. “Ay mi amor, qué genio”, o, lo que es peor, “qué orgullo ser la esposa de fulanito de tal”, que no es lo mismo, cabe destacar, que decirte “estoy orgullosa de vos”.

Te fuiste quedando solo, esta vez no por judío, desgarbado o sobreprotegido, sino porque quisiste. Asimilado el sacrificio y autorizado el subterfugio, se presentó el doble obstáculo de oponerse a la renuncia y escribir. Si faltaba esto último, la opción, el sacrificio y la necesidad se irían por el desagüe, y lo que es peor, la vida en general estaría perdida.

Como muchacho se te estaba saliendo la piel del pensamiento mágico y te era irrelevante la distancia que había entre la idea y la realización. Un poeta que no escribe, flagrante contradicción… Como esos estudiantes de novela picaresca que gastan el tiempo y la pensión en vino y mujeres, postergando hasta el olvido la carrera de la que tan honorablemente pretendieron egresar ¡Eternos bachilleres saludando en pedo al rayo de luna! Transitaste por esa etapa con suerte. Tenías ventipoco. Me mostraste cosas de ese período. No eran de valor, pero se veía en trazos lo que serías.

El hermetismo si no eras Neruda se consideraba un privilegio burgués. Había una guerrilla parapetada en los escombros del Uruguay batllista. Empezaba a ser una tarea reprobable separar la literatura de una izquierda culturalmente hegemónica. Se estaba fundando una tradición. Sin embargo vos, que venías de una familia reaccionaria (tu padre era agente publicitario de Pacheco Areco, el boxeador que cagó a trompadas a la juventud sediciosa), si bien miraste con simpatía el legado socialista de Frugoni y la formación del Frente, mantuviste una brecha respecto a los Benedetti y a los Galeanos. Simpatizaste con el Cortázar de El Libro de Manuel, porque “lograba conjugar el experimentalismo estético con el idealismo político del sesenta, superando a Rayuela, harto lúdica pero menos polifónica”. Te fijaste en Donoso y quedaste hipnotizado con su “imaginismo desestabilizador”. Celebraste un políticamente incorrecto Piliph Roth quien recientemente había publicado su “Lamento de Portnoy”. Escribiste en el suplemento cultural de “EL Popular” (una colaboración que aisladamente alumbró tu carrera): “Anda en librerías de Montevideo, publicada hace unos años, la novelita de un relativamente joven escritor llamado Philip Roth. A ritmo freudiano, psicoanalista incluido, hace una comedia de stand up “.

¿Cuál fue el costo? Un absoluto aislamiento de los ambientes. “A desalambrar”, brotaba desde la clandestinidad. ”Cielito del 69, con el de arriba nervioso y el de abajo que se mueve”, y todavía vos, siendo de izquierda aunque demasiado “individualista”, a decir de tus colegas arremangados y de barba, venías a vindicar un escritor yanqui que veinte años después del Lamento de Portnoy, en una de sus novelas (“Deception”), denigró la revolución sandinista, despotricó contra Cuba y fustigó visceralmente a los palestinos. Elogiaste a un judío liberal que cuanto más viejo se ponía más mostraba la hilacha sionista, y nos hacía pensar que, como Baudelaire por no ser negro ni mujer, agradecía ser norteamericano.

El espacio que habías conseguido para publicar había caído. La prensa alcahueta prestaba nulo interés a la producción intelectual y se reducía a publicar loas y triunfos del gobierno de facto. Como no eras peligroso, te dejaron en paz. Tu mala fama dentro de la izquierda te favoreció. Los milicos no te dieron pelota. Eran tan palurdos que no supieron utilizarte. Eras un pez difícil de atrapar, para unos y para otros. Volvías a ser el judío errante, pero en vez de expandirte hacia afuera, lo hacías hacia adentro.

Cierto amigo de tu padre te ofreció empleo en la propaganda que antes había servido a Pacheco y ahora lo hacía a los milicos. Te negaste siguiendo un concepto que en esa época se usaba mucho por los jíbaros de izquierda, una palabra que te resultaba antipática, vulgar, avocada al sacrificio y a la frente en alto (mentira grande como una casa); te negaste por dignidad.

Casi con treinta años y siendo un perfecto inútil, el dinero y los contactos te venían fenómeno. Seguías viviendo del favor de tu padre, a pesar de las discusiones sobre el tema político. Sin embargo, tu madre borraba con el codo lo que tu padre escribía con la mano. Tenía talento para eso. Lograba salirse con la suya sin contradecirlo. Por eso permitiste que te arropara con manto de angustia y destinara el pichuleo que obtenía de los dineros en remendarte un poco. Pero la red de contactos de papá quería darte otra oportunidad.

La enseñanza era campo fértil para todos los acomodos imaginables e inimaginables de los amigos, mujeres y familiares de los milicos. Después de la destitución masiva del 73, los cargos llovían. La mayoría de los docentes destituidos estaban exiliados, muertos o presos, sin contar los que zozobraban en Uruguay, calladitos la boca limpiando vidrios, recolectando basura o en el mejor de los casos manejando un taxi. Entonces aceptaste el cargo. No solamente necesitabas ganar tu dinero para no probar la comida que pagaba tu padre, y esto era lo de menos (todos lo sabemos), sino para no ceder a la tentación de volarle la cabeza.

Empezaste a aborrecer hasta lo insoportable la palabra dignidad. Salías a la calle con el cinismo del degenerado y el resentimiento del humillado. Sonreías alcahuete como si te hubieras tallado una sonrisa. Fue bueno para vos haber entrado en la enseñanza. Hubiera sido imposible resistirte. ¿Dónde hubieras terminado? Carecías de competencias, salvo el placer que te proporcionaba la lectura (placer y refugio, la esperanza de un mundo distinto que nada tenía que ver con las transformaciones políticas preconizadas por los marxistas y todos los “istas” del mundo) y una buena pluma.

La Instrucción Pública te ayudó a sistematizar las lecturas. El orden que te proponías y el que aplicabas a las cosas estaba signado por el caos. Según contaste alguna vez (con la solvencia del oficio y la intención de encauzarte) te establecías ciclos de lectura. Durante un año el sistema funcionó. Los primeros cuatro meses releíste todo Onetti, incluyendo el material crítico, propio y de otros. El segundo tercio del año se lo dedicaste a la teoría de la literatura, género humorístico si los hay. El último tramo consistió en filosofía existencialista. Allí aplicabas un método más cercano a las afinidades que a la cronología: Cabalah, Nietzsche, Cátaros, Kierkegaad, Tao, Heidegger.

El segundo año no fue tan parejo. Volvió a instalarse el orden basado en el caos, o mejor dicho, en el capricho (vos dirás Alma, Inconsciente o, tal vez, Deseo). No lograbas continuidad. Comprendiste la inutilidad del sistema cuando en lugar de estar leyendo Bioy Casares, según el ciclo de escritores argentinos del 40 al 70 que te habías marcado, te encontraste releyendo por cuarta vez la reciente novela de Donoso “El obsceno pájaro de la noche”. De todas maneras no te diste por vencido. Para “aliviar” el método articulaste dentro del último mes del cuatrimestre un espacio que llamaste recreativo; consistía, básicamente, en novelas policiales (tus autores de cabecera eran Poe, Chandler, James Hadley Chase, un reciente Don DeLillo, John Simenon) y por supuesto folletines al estilo Somerset Maugham.

Tampoco daba resultado. Cuando empezó el cuatrimestre correspondiente a Formalistas Rusos, seguías enganchado en la calle Morgue. Por eso, preparar el programa de 5to humanístico, releer los clásicos emblemáticos de los distintos períodos de la humanidad occidental, las epopeyas homéricas, la tragedia clásica, los textos sagrados, el TNK, el Nuevo Testamento, La Comedia de Dante, el gran Shakespeare con sus sonetos de amor, sus comedias y sus irreverentes tragedias, el monstruoso Fausto sobreviviendo con creces al joven y tormentoso Werther, la rebelión del Germinal de Zolá, el romanticismo retardado de una Madame Bovary o el incisivo análisis de conciencia de un ratón de subsuelo en Dostoievski, te permitió no tanto saber de literatura, que sabías y mucho (deleitabas a los estudiantes con ese estilo doctoral que te colocaba más allá o después de todo y de todos), sino ir al encuentro del otro.

Quiero decir que al fin una sistematización de tus lecturas (esta vez impuesta por un factor externo) alcanzó una finalidad noble. Es cierto, el alumnado era distinto al de ahora. La mayoría de los estudiantes había leído la Ilíada o la Odisea, y así todos los mamotretos que le enseñaste a la generación humanística del 79 del Liceo Zorrilla. Enseñabas callado la boca, a pesar que desde que empezaba hasta que terminaba la clase el único que hablaba eras vos (salvando la excepción de alguna alumna que se animaba a levantar la mano sin importarle ser vista como una sediciosa; a decir verdad a vos te gustaba que participaran y muchas veces les planteabas las mismas preguntas que te hacías vos sobre determinados temas o visiones, sin embargo no había retorno didáctico, seguían garrapateando apuntes con destreza), y cuando digo callado la boca me refiero a que hablabas exclusivamente de literatura, nada de parábolas o analogías con el mundo político, ni siquiera comentarios o valoraciones personales. Tenías miedo, ocultabas la piel de la transgresión de cuando eras un mantenido. Te estabas convirtiendo en un hombre.

Por esa época habías alquilado un apartamentito en el Centro. Tenías una novia, María Rosa, que se quedaba los fines de semana contigo. Era maestra y vivía con la madre, una vieja pilla bastante liberal para los asuntos de pantalones. Todavía seguían vigentes ciertas ventajas de un país de tradición laica. La muchacha esperaba de un momento a otro que la invitaras a vivir contigo.

“Let´s spend the night together”, cantaba mientras lavaba los platos. El inocentón estribillo de los Stones era su transgresión a medida. Tarde se pía en la periferia. Sabías que ella esperaba casarse con vos y que no se animaba a planteártelo, no tanto por prejuicio, sino porque, como vos, en algún lado sabía que no eras el indicado.

Fueron pasando los años y te aburriste de ella. Un día de invierno le dijiste que la querías, que era conmovedoramente tierna con vos, pero que te ponías contento cuando llegaba el domingo. Ella te miró y se puso a llorar. Agarró el paraguas y antes de irse te estampó una cachetada. No la viste más. Había fracasado tu primera pareja, pero te importó poco. Destinaste los fines de semana a la lectura y a escribir, ya que durante la semana te dedicabas casi por entero a estudiar y preparar las clases. Extrañaste más a la puta que visitabas todos los jueves cuando se fue, como era su costumbre, a hacer la temporada a Punta del Este y no volvió nunca, que a tu pálida y discreta María Rosa.

En efecto, a Rita la lloraste y la rastreaste. Se había ido con un célebre caficcio de la Unión que tenía negocios en los feudos de Piria y en la Península. La pobre terminó muerta de sida en París a fines de los 80. Cuando te enteraste volviste a llorar. Bye bye amor. Te resultaba prácticamente insoportable la contradicción entre el recuerdo de sus prodigios sexuales y la imagen de un cuerpo pudriéndose en Le Cimetiere des Innocents.

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Hacim:
152 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9789915931364
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