Kitabı oku: «Yo soy un refugiado»

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© LOM ediciones / Amnistía internacional Primera edición, 2013 ISBN IMPRESO: 9789560004062 ISBN DIGITAL: 978-956-00-1323-1 Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 88 lom@lom.cl | www.lom.cl Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Índice

  Gaspar

  El Caballito y la Vela

  La vida es intentar

  A dos noches

  Sordomudo por un día

  Mi historia como refugiado

Gaspar1

Beatriz Basoalto Labraña

Caminé hacia afuera del salón de clases asustado, era el primer recreo del día. Todos corrieron a jugar con sus amigos: reían, corrían, eran simplemente felices. Yo los miraba como si fueran extraterrestres, no los comprendía, me sentía perdido; estaba a años luz de volver a ser como ellos; la despreocupación en sus rostros me causaba envidia. Intenté recordar a mis amigos, nuestro último momento feliz; recordé sus caras sucias con pequeñas sonrisas que demostraban fortaleza y valentía. Sin embargo, eran sonrisas oscurecidas por las batallas perdidas, las lágrimas, el hambre y el miedo. No encontraba un momento inocente, despreocupado o feliz. Busqué en toda mi memoria: no teníamos momentos así desde hace mucho tiempo.

Me preguntaba si los señores con uniforme seguían llevándose a personas en sus camionetas en los días o si seguían disparando en el bosque por las noches.

Sentí que traicionaba a mis amigos cuando nos fuimos, sentí que los abandoné; renunciamos y escapamos de nuestra propia vida. Ese día ni siquiera pude despedirme, la verdad es que no se podía, dejamos nuestra casa rápidamente: mi mamá tomó una vieja maleta, la llenó con ropa, unas frazadas y una foto, no tenía marco y estaba arrugada. Era del día en que nació mi hermanita, Emma, estábamos mis hermanos mayores, Elena, Nora y Teo, mis padres y yo, todos abrazados y sonrientes. La vida era simple en esos días, tenía siete años, amigos, un hogar y me sentía feliz y seguro. Mamá arropó a Emma, que dormía profundamente en sus brazos, tomó mi mano, llamó a mis hermanos, cada uno con un bolso mediano, y salimos a medianoche, en silencio. No tenía claro adónde íbamos o por qué mamá me apretaba la mano tan fuerte, pero intenté mantener el ritmo de los demás.

Después de un rato encontramos a mi padre esperándonos frente a un bus: miraba para todos lados, besó de manera fugaz a mi madre y nos pidió que subiéramos.

Encontré una banca bajo la sombra de un árbol y me senté. Miré otra vez a mis compañeros y me sumergí de nuevo en mis recuerdos: volví a unas semanas atrás, cuando llegamos y mi mamá me contó que estábamos en otro país, un país amigo que nos ayudó en un momento difícil. Cuando pregunté si ayudarían a mis amigos también, mi mamá me miró triste, con los ojos vidriosos, a punto de llorar. Recordaba esa mirada, era la misma de cuando me explicó a medias por qué el abuelito no venía los domingos, o por qué no venían mis primos, o por qué no podíamos ir nosotros a verlos; o cuando me explicó por qué no podíamos salir a pasear después de cenar, o cuando me explicó también hace un año por qué no teníamos qué cenar. En fin, mi mamá me daba las malas noticias, por lo que yo conocía la cara de malas noticias muy bien.


Cuando mi mamá, entre sollozos contenidos, me decía algo sobre que lo único que podíamos hacer era rogar mucho para que todos estuviesen bien allá, cuando miré en sus ojos entendí que no servía de nada preguntar a quién tenía que pedirle que mis amigos estuviesen bien, porque hiciese lo que hiciese, no los volvería a ver nunca más.

El resto de mi familia pareció adaptarse fácilmente a todo: Elena tenía amigas en el barrio, mi papá tenía trabajo, mamá encontró un hospital pequeño en el que nos pusieron vacunas a Emma y a mí para que no nos enfermáramos con las picaduras de unos mosquitos que hay aquí. Mamá estaba muy feliz, pero creo que Emma estaba tan enojada como yo cuando la doctora nos pinchó los brazos. Teo también estaba en el colegio y después de unos meses no estaba casi nunca en casa. Elena bromeaba con mis padres diciendo que a Teo lo había picado el bicho del amor. Debe ser porque a él no lo vacunó la doctora cuando nosotros fuimos al hospital.

Aunque extrañaba muchísimo a mis amigos, tengo que admitir que, como todos, estaba muy feliz con la casa nueva: no era demasiado grande, pero ya no tenía que compartir la pieza con Elena y Teo, cada uno tenía su cama y a mí ya no me dolía la espalda todos los días.

La casa tenía mucha agua, la cual ahora no la venían a dejar una vez por semana en un bidón como antes en mi primer país, sino que salía por la llave del baño, por la de la cocina y por la del jardín. Estábamos en verano, hacía calor y podía tomar cuanta yo quisiera, porque cada vez que abría la llave, salía más. Teníamos un patio al que Nora y yo podíamos salir a jugar tranquilos, mientras mi mamá nos miraba por la ventana de la cocina. Los de aquí nos quieren mucho, porque incluso nos dieron una caja con mucha comida: tallarines, arroz, sopas en sobre, legumbres y mucha comida, hasta había unos pocos dulces.

El día que llegó la caja, saqué un chocolate para compartir con Lisa y Seba. Iba corriendo hacia la puerta cuando mi mamá me preguntó a dónde iba, y me acordé que si salía por la puerta no iban a estar ni Seba ni Lisa en la plaza, jugando con tierra, esperándome; no podían comer chocolate conmigo; espero que en mi primer país les den una caja que traiga chocolates también.

Ya pasó un mes y todo se ha mantenido más o menos bien, las cosas no empeoran a cada segundo como antes; sigo sentándome en la misma banca en los recreos, aún no hago amigos. Mi mamá nos dijo que mañana vendrá un reportero, hablará con nosotros, nos hará preguntas y tenemos que recordar agradecer la oportunidad de empezar de nuevo en este lugar.

Mamá nos levantó muy temprano, nos vistió a Nora y a mí con trajes limpios. Teo y Elena estaban peinados y arreglados también; la casa estaba ordenada y yo tenía claro lo que iba a decirle al reportero.

Cuando llegaron las cámaras, nos pusieron micrófonos en la ropa y nos sentamos todos en el sillón. El señor con el micrófono en la mano les preguntó a mis padres sobre la situación político-social en nuestro primer país y otras palabras que no comprendí completamente. Hablaron mis hermanos mayores, habló Nora y luego era mi turno. No estaba nervioso, estaba decidido.

–¿Cómo han sido estos meses, pequeño?

–Bien, casi todo es mejor ahora.

–¿Casi? ¿Qué no está bien?

Este era el momento: sentí la mirada de mi mamá que me pedía silencio y Elena me apretó la mano en señal de aviso, pero mi decisión estaba tomada.

–Extraño a mis amigos, quiero estar con ellos –tomé aire y dije lo siguiente sin temor–: Quiero volver a mi primer país.

–¿Es una broma? Tú sabes lo difícil que está todo allá, no puedes volver ahora.

–Si las cosas están tan difíciles, quiero estar con mis amigos.

–Solo podemos esperar que ellos estén bien en su país, niño; solo podemos esperar.

Se apagó la cámara y mi mamá comenzó a retarme. El reportero dijo algo sobre editar mi parte y mi papá pidió disculpas. El reportero agregó que no se preocuparan.

En los diarios se conoció mi historia: era el niño refugiado que extrañaba a sus amigos. Mi mamá no estaba muy feliz conmigo. Nora me felicitó en secreto una tarde.

Pasaron más meses y mi historia se archivó como un sueño momentáneamente imposible. Mi mamá ya no estaba enojada, algunos niños me hablaban en los recreos y los profesores me acogieron amablemente. En el barrio tenía conocidos, nadie muy cercano: tenía miedo de hacer amigos y de tener que cambiarnos de casa otra vez, o peor, tener que irnos hasta un tercer país. Me gustaba mi segundo país, pero no quería encariñarme demasiado.

En las tardes jugaba con los niños de mi vecindario en la plaza. Mis hermanas tenían buenas amigas y parecían ser felices; mi hermano tenía una novia, él le decía Osita, pero yo le decía Eli.

Esa mañana fui al colegio. Mi primera clase fue normal, hasta que en el recreo, mientras jugaba, un inspector se acercó a mí y me dijo que lo siguiera. Cuando llegamos a la puerta, estaba mi mamá y nos fuimos a casa. En el camino estuvo callada, no se veía nerviosa. ¿Estaba feliz? No lo sé, tal vez solo estaba tranquila.

Ya en casa me dijo que fuera a cambiarme de ropa, porque tendríamos una visita importante. Me pregunté si sería otro reportero; no diría nada sobre volver a mi primer país esta vez.

Me vestí con mi camisa favorita y pantalones limpios, miré por la ventana y en el pasaje se estaban instalando los reporteros; eran muchísimos, más que la última vez.

Estaba en el jardín, esperando la gran visita que vendría. Mamá dijo que los reporteros eran una parte de los invitados. Me pregunté si habría una fiesta o celebración importante ese día. Estaba dibujando formas con una rama en la arena.

–¡Gaspar!

Oí mi nombre, me giré hacia la puerta de mi casa, pero no era mi papá quien gritaba mi nombre; tampoco fue Teo. Subí la mirada.

Salí de mi patio a la mayor velocidad que un niño de diez años puede alcanzar, corrí a través de los periodistas que sacaban sus cámaras y abracé a mis amigos fuertemente. No sabía detalles de lo que pasó después que me fui ni de cómo estaban las cosas en mi primer país, ni mucho menos de cómo llegaron a mi segundo país o cómo me encontraron; solo sabía una cosa, como antes, en mi primer país, teníamos tiempo, tiempo para resolver preguntas, sanar heridas, crecer, jugar y proponernos sueños sin límites. Y tendríamos tiempo, por supuesto, para comer chocolates.


1 Primer lugar categoría 12 a 16 años.

Ilustrado por María José Arce.

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