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Robinson Crusoe, o por qué es tan odioso el hombre moderno

Robinson Crusoe es el hombre moderno en el pináculo de sus fuerzas. Lo sabemos porque no tiene un solo anhelo que no sea económico, ni existe en su mundo nada que no sean hechos; tampoco aparecen cosas que no se puedan utilizar como a uno más le convenga o le aproveche. Pero empecemos por el principio.

Robinson Crusoe no puede estarse en Inglaterra. Quizá esta inquietud le venga de su padre, un emigrante polaco (se nos dice que el nombre «Crusoe» no es inglés, sino una deformación inglesa de un original eslavo). De manera que, si en el fondo Crusoe no es Crusoe ni pertenece a York, ¿para qué quedarse? Su partida toma la forma de una decisión originaria: hay que escoger entre la vida segura y próspera en el hogar y la inseguridad y precariedad en lo desconocido. En realidad (pues el hogar no es el hogar ni Crusoe es Crusoe) la elección ya está tomada, y el joven inquieto se hace a la mar, aunque no llegue a transformarse nunca en un marino (se insiste en que, si bien aprende los rudimentos de la navegación, no se hace navegante profesional; en realidad, Crusoe carece de un oficio preciso a lo largo de toda la novela).

Queda así definido el protagonista de Defoe: se trata de un hombre incapaz de quedarse en casa, pues quizá no la tenga; alguien que no puede conformarse con vivir una vida serena y segura hasta la vejez, sino que algo le impele a aventurarse siempre en lo desconocido. Desoye el consejo paterno, desoye la advertencia del capitán del navío en que se embarca la primera vez. Solo escucha su propia voz, y esta lo exhorta a no estarse jamás quieto, a partir siempre sin detenerse nunca. Da lo mismo que no tenga objetivos claros, a excepción del objetivo de no tener ningún objetivo convencional o prescrito, de no comprometerse con nada ni con nadie ni permanecer nunca en ningún sitio. Una vez que ha peregrinado un poco por el mar y lo exótico, Crusoe aterriza en Brasil, donde se medio establece un tiempo guiado por un proyecto de explotación económica. Pero enseguida el ansia irrefrenable de partir aflora de nuevo. Es entonces cuando su barco naufraga, y de este naufragio sale el hombre moderno plenamente constituido, con sus marcas y atributos distintivos.

Debemos insistir en que este hombre que no tiene vínculo alguno (Crusoe jamás recupera sus lazos familiares, ni parece que le importe demasiado el no recuperarlos; carece de amistades que no tengan un marcado carácter económico: todos son albaceas, tesoreros, esclavos o sirvientes). En este sentido, el naufragio no hace más que ponerlo en el sitio que le corresponde: una isla desierta. Pero no nos confundamos. El énfasis no recae en la soledad (esta es más bien un presupuesto), sino en la actitud y en las actividades de Crusoe cuando se ve instalado (o más bien no-instalado) en el aislamiento. Una vez superados los miedos iniciales, Crusoe emprende una progresiva, obstinada y ambiciosa tarea de colonización. Toda la estancia en la isla está marcada por las diversas empresas económico-colonizadoras del náufrago a-islado. Desde el principio, estar en la isla significa para Crusoe domesticar la isla, dominar la isla, poseerla e incluso defenderla de posibles enemigos (su deseo de protegerse es casi patológico). Más moderno incluso es el hecho de que en una situación tan mísera y desesperada no se olvide de poner a salvo el dinero que ha rescatado del barco naufragado, ni pierda nunca de vista (¡en veintiocho años!) el cómputo del tiempo, ni renuncie (¡en una isla desierta!) a la idea de administrarlo de la manera más rentable posible. El tiempo de Crusoe es el tiempo calculable de la modernidad propietaria y dominadora. (Llamativo es también que Crusoe no se aburra nunca; el aburrimiento parece ser un fenómeno propio de la modernidad agonizante o tardía.)

Pero volvamos a la cuestión de la naturaleza. La relación de Crusoe con la naturaleza es exclusivamente una relación de disponibilidad y explotación económica. No le turba para nada la idea de matar pájaros, cabras, gatos y tortugas (la masacre de los lobos en los Pirineos es algo así como el broche final en una carrera de aniquilación gratuita de la naturaleza). No se le pasa por la cabeza el problema de la deforestación, ni considera las consecuencias que tendrá el introducir nuevos cultivos sobre el suelo aún fértil de la isla. Tampoco ha gastado ni un minuto de su (así lo parece) valiosísimo y escasísimo tiempo en contemplar la belleza de la isla misma (su admiración por el valle en el que construye su «casa de campo» se transforma rápidamente en una preocupación agrícola: los viñedos producen racimos que podrá secar para obtener pasas, que no solo son alimento, sino un alimento muy nutritivo). Tampoco parece echar de menos a nadie. Es verdad que a veces añora a los hombres, pero el sentimiento se refiere a la humanidad en general, nunca a una persona concreta, autismo que resulta confirmado por el hecho de que su primera relación con un ser humano después de siglos de soledad no sea tanto una amistad como una relación amo-esclavo: Viernes es el salvaje convertido, esto es, destruido por Crusoe. (Pero decir «siglos de soledad» implica ya falsear la situación tal como la ve el propio Crusoe: son exactamente veintiocho años, ni uno más y ni uno menos.)

Dicho con pocas palabras: el personaje más famoso de Defoe pone a la luz los rasgos más odiosos del hombre moderno. Es odioso en la precisión de sus cálculos no menos que en su tosca superstición. En su habilidad ahorrativa (¡en el momento de marcharse aún le quedan botellas de ron!) resulta fastidioso. Su amor por el orden es casi maníaco. Es previsor hasta la náusea. Nos agota con su sentido de la realidad. Padece de una atrofia incurable para pensar o soñar. Pese a su tenacidad enfermiza, su destreza manual y sus conocimientos técnicos, Crusoe es un miope rematado que no ve nada de todo aquello que nosotros (queremos pensar) habríamos visto. No ve ni el cielo ni la playa ni el mar, que para él es solo un enemigo, el elemento peligroso que hay que conocer y calcular tanto como todo lo demás. No ve tampoco la muerte (los cadáveres de los salvajes no son más que posibles focos de infección). Virginia Woolf lo dice (en The Common Reader): para Crusoe (es decir, para el hombre de la modernidad emergente) «no hay puestas de sol ni amaneceres; no hay soledad ni alma». No existe nada, excepto aquello que se deja medir y calcular económicamente. El mundo de Crusoe está marcado por eso que hoy tal vez llamaríamos imperialismo eurocéntrico y racionalidad científica. (Es verdad que en un momento de zozobra Crusoe cuestiona el imperialismo, pero solo a modo de excedente especulación intelectual.)

Si Odiseo hubiese estado atrapado en la isla de las cabras en lugar de Ogigia, quizá hubiese obrado de modo parecido a Crusoe: cazaría cabras y construiría un barco, pero la actitud habría sido completamente distinta. En realidad, Crusoe no ha estado nunca fuera de la isla desierta, por eso tampoco puede abandonarla (él es la isla, no se entiende sin la isla). ¿O acaso cambia algo cuando resulta liberado? ¿Acaso vemos después un hombre distinto al personaje aterradoramente económico que hemos conocido antes? El aislamiento, ¿es reinado o es cautiverio?

En la modernidad tardía, por ejemplo en Moby-Dick, el panorama es muy diferente. También aquí la navegación es un intento de fuga de la claustrofobia de la tierra, pero el aspecto mercantil del ballenero no es más que el pretexto para una travesía completamente antieconómica y desorbitada. A diferencia de Crusoe, el dinero no es nada para Ahab. Los salvajes del Pequod no son esclavos graciosos y rudimentarios, sino seres misteriosos e insondables. Tampoco Dios es ya el mismo (en Defoe «Dios» es la providencia cuyo cálculo el hombre penosamente reconstruye). Hacia el crepúsculo de la modernidad, el viaje comercial del hombre moderno, empujado inicialmente por una cordura fastidiosa, cuyo éxito se logra con medios que nos parecen hoy abominables, se ha transformado en la enorme empresa suicida de un hombre totalmente enloquecido.

Swift, o los límites de la razón moderna

Si bien en Gulliver’s Travels encontramos de nuevo un «yo» que cuenta sus viajes en primera persona, como los contaba Robinson Crusoe, lo cierto es que la construcción de esa voz narrativa es por completo distinta: Crusoe era incapaz de verse a sí mismo desde fuera; no reflexionaba, solamente actuaba, y precisamente eso era lo que nos contaba con tanta precisión y detallismo: cuántos viajes pudo hacer hasta el barco encallado; cómo construyó la empalizada defensiva, qué hizo antes de esto y después de aquello, y en todo el relato apenas hay espacio para un comentario crítico. Crusoe no tiene espejo en que mirarse, por eso resulta tan odioso. Porque lo vemos pasearse por la isla a sus anchas, aquejado a veces de un pánico casi paranoide, es cierto, pero en cualquier caso a sus anchas, sin escrúpulo alguno, pues no vacila en matar cuanta criatura viviente se le ponga a tiro ni en explotar una y otra cosa —también hombres— en su propio beneficio. También Gulliver rompe con Inglaterra, y por razones semejantes: quiere aumentar su patrimonio y siente una extraña inquietud aventurera que actúa en cierto modo a expensas de sí mismo, pues también él es al fin y al cabo un hombre moderno, por más que la naturaleza de sus viajes y de su relato sea totalmente distinta. (Notemos que la voz en primera persona es el resultado de la manipulación de un tal Sympson, recurso que permite la doble sátira final). Si Crusoe era el amo indiscutible primero de su plantación y más tarde de su isla, Gulliver será siempre el prisionero de unos y otros nativos, nativos que por cierto no son nunca hombres en sentido ordinario, sino enanos, magos, gigantes o animales, seres a los que una y otra vez reconoce como amos suyos. Más interesante todavía es el hecho de que la estancia de Gulliver en un país perdido —pues esta vez el viaje conduce más allá del mapa de lo conocido— suponga en cada caso un nuevo aprendizaje en lugar de una aplicación de lo ya aprendido (no hay aquí espacio alguno para el despliegue de la racionalidad económica de Robinson Crusoe). Lo vemos ya de entrada en el problema mismo de la lengua. Es evidente que a Crusoe no se le pasó jamás por la cabeza aprender la lengua del salvaje —solo desde su punto de vista «salvaje»— que adopta como esclavo —precisamente como esclavo— en una isla que considera suya (Gulliver rechaza categóricamente la posibilidad de que Inglaterra colonice los lugares que ha visitado, y no meramente por la irrealidad de los mismos), mientras que el narrador de Los viajes está siempre dispuesto a aprender nada más llegar el punto de vista del otro, por lo tanto su lengua, a conciencia y sin escatimar esfuerzos. Y es aquí donde tocamos el meollo del asunto: a medida que avanza en sus viajes, Gulliver va ganando más y más distancia con respecto a sí mismo, hasta el punto de que en el último episodio apenas hay acción, todo es pura confrontación reflexiva entre él mismo y lo otro.

En el primer viaje el propio país es observado como a través de un telescopio. Ahí están los diminutos habitantes de Liliput, alardeando y contoneándose pretenciosos como si su reino fuese algo importantísimo, cuando un simple manotazo bastaría para exterminar sus cuerpos y destruir su corte. Ahí están, organizando sangrientas matanzas por controversias tan profundas como cuál es la manera correcta de cascar huevos, si por la parte larga o por la parte corta, y todo aquí es semejante a esas obras cómicas donde el lugar lejano, disparatado y ridículo no es sino el lugar donde vivimos nosotros, solo que no nos damos cuenta. Esto, señoras y señores, es Inglaterra. Estos, señoras y señores, son los ingleses.

El telescopio de Liliput se cambia en microscopio al llegar a Brobdingnag, país donde los hombres aparecen terriblemente aumentados, resultando sus defectos bochornosos. Si los habitantes de Liliput confesaron no aguantar el olor que desprendía el cuerpo de Gulliver, Gulliver no soportará los efluvios de las enormes mujeres de la corte, ni la vista de sus senos sobredimensionados, ni los cráteres de su piel, ni el estruendo de su voz. La crítica (¿o deberíamos decir condena?) gana expresión en este momento, pues el juicioso rey de Brobdingnag, después de muchas conversaciones, termina comprendiendo, aunque de momento se trata solamente de Inglaterra, sus instituciones y su gobierno propios: «Mi pequeño amigo Grildrig, has hecho de tu país el más admirable panegírico. Has demostrado claramente que la ignorancia, la holgazanería y el vicio son los ingredientes necesarios para capacitar al legislador. Que quienes mejor explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y habilidades consisten en pervertirlas, confundirlas y eludirlas. Entre vosotros advierto algunos rasgos de una constitución que originariamente pudo haber sido tolerable, pero que están medio borrados, y el resto totalmente desdibujados y emborronados por la corrupción.» En el segundo viaje, Inglaterra es Liliput, y el que ve desde muy lejos (el rey gigante) enuncia sus verdades sin tapujos. En cualquier caso, Gulliver aprende aquí no ya la pequeñez y la vanidad de lo semejante, sino su propia pequeñez y su propia vanidad, pues lo propio es visto desde ojos ajenos, lo cual no es solamente la manera de que lo propio se esclarezca, sino quizá también de que se vuelva soportable, pues Swift salva al hombre precisamente al condenarlo.

En el tercer viaje tanto la topografía del país como los rasgos de sus habitantes son el producto constructivo del punto de vista distante. Ya no se trata de jugar con las perspectivas sino de hacer caricatura. ¿De qué? Nada más y nada menos que de «la ciencia y la filosofía». Estamos quizá ante la más cómica de las aventuras de Gulliver. Mencionemos primero la topografía: los sabios (músicos, matemáticos y astrónomos) habitan, como es obvio, no en la tierra sino en el aire: Laputa es una isla suspendida más allá del suelo, desconectada de la realidad, muy desconectada, demasiado desconectada, pues tan enfrascados están aquí los hombres en sus pensamientos sobre lunas y estrellas que lo que tienen alrededor les pasa totalmente desapercibido, por eso las casas están todas mal hechas y el aspecto de los hombres deja mucho que desear (los proyectistas de Lagano se parecen a los miembros del Frontisterio de Las nubes: pálidos, escuálidos y mal vestidos). Más triste aún es que los sabios de Laputa no sepan hacer cosa alguna sin la ayuda de un sacudidor o despabilador, es decir, un asistente que les golpea a cada paso los oídos y les sacude los ojos para que perciban las demandas de la realidad presente en lugar de la música de las esferas. En ninguna otra parte lo tienen más fácil las mujeres para engañar a sus maridos, y en ninguna otra parte se pierde más tiempo de vida por las cuestiones más remotas (¿colisionará un cometa con la tierra, aniquilándonos a todos?, ¿se agotará el sol por falta de alimento?). Los laputanos adolecen de ese mal de la excesiva distancia que amenaza desde el interior de la ciencia y la filosofía misma, incapacitando a los sabios para la acción; es más, pervirtiendo y malgastando inútilmente los talentos y las facultades humanas, pues no solo es pretencioso sino estúpido intentar que los ciegos entiendan de colores y los pepinos produzcan luz solar. Pero en este tercer viaje Gulliver aprende otras cosas importantes, corrigiendo así algunas de las vanas aspiraciones humanas (en Luggnagg el deseo de inmortalidad), y bajando en cierto modo a los infiernos en el país de los magos Glubbdubdrib.

En el último viaje, los hombres son yahoos porque los caballos son el punto de vista que se asume como obvio. Los yahoos, es decir, los hombres despojados de disfraces, son pura y simplemente el mal, la ambición, la vanidad, la falta de escrúpulos, la abominación moral, la depravación y la mentira. El mal, eso que desde el punto de vista de un houyhnhnm resulta inconcebible por incompatible con la racionalidad (para ellos saber lo correcto implica a la vez hacer lo correcto), condena a los yahoos a la vida que tienen, esa vida miserable que ha sido examinada en los viajes anteriores. No permanecerá el narrador en el país de los houyhnhnms, pero la larga estancia entre ellos, la inmersión en su lengua y sus modales, la adquisición del punto de vista radicalmente otro que representan estas criaturas íntegras y veraces, así como el viaje mismo y todas las aventuras, hacen que Gulliver sea capaz de verse a sí mismo desde fuera, reconociéndose en el espejo como el yahoo que es muy a su pesar, condenado a vivir entre otros yahoos (lo cual no deja de ser cómico), aprendiendo a amar su propia miseria, pudiendo intentar, por eso mismo y como mucho, corregirse y enmendarse a sí mismo, que no a la humanidad, tarea que se descarta por su futilidad y su hipocresía.

Gulliver’s Travels tiene mucho del viejo cuento de las edades cuya degeneración progresiva explica los rasgos del tiempo presente. Lo que lo convierte en un genuino cuento moderno es que en el estudio de las causas de la corrupción presente lo que se descubre no es simplemente la caída desde un momento en que la pasión era esclava de la razón, sino más bien los límites de la razón misma, pues si el paraíso racional de los caballos era también un paraíso moral, en la Europa a la que el protagonista es expulsado la razón está presente, casi omnipresente, pero es enteramente incapaz de erradicar la malicia y corregir el vicio (las guerras y los asesinatos son asuntos perfectamente racionales), lo cual, desde el punto de vista de un houyhnhnm, resulta mucho peor que la brutalidad pura y dura de los yahoos de su país, pues esta al fin y al cabo es inocente, mientras que los yahoos de Inglaterra son responsables de sus abominaciones. Lo que escandaliza al houyhnhnm no es la maldad irracional de sus yahoos, sino la razón puesta al servicio de la maldad, fenómeno del que Gulliver le da sobrada cuenta.

Henry James y el problema de la vida propia

De la estructura de la novela de Henry James The Ambassadors forman parte ciertos tramos con función metanarrativa que nos recuerdan en cierta manera aquellos antiguos consejos de dioses que entretejen la Ilíada, pues ¿qué otra cosa son esas conversaciones entre Maria Gostrey y Lambert Strether sino coloquios semejantes a los que Zeus y Hera sostienen en el Olimpo a propósito de los que tienen que morir: Héctor, Patroclo, Sarpedón? Son diálogos entre bambalinas, momentos de pausa en los que la novela se comenta a sí misma, habla de la acción dramática como acción dramática, lo cual resulta perfectamente homérico. ¿O acaso no es metaépica la designación misma de los protagonistas como «los héroes», aquellos que ya no son, aquellos que se han extinguido para siempre? Esos mortales tan irrepetiblemente bellos, tan desorbitadamente fuertes, no tienen más vida que la vida de los cantos.

Henry James pone en la arena de juego unos pocos elementos: una madre, un hijo, un embajador, y nos deja que observemos los pequeños movimientos, no las grandes batallas, sino los actos más sutiles. Y como se trata de observar un cierto juego, resulta bastante natural que en esta novela, más que en otras del mismo autor, resalte tanto más esa esfera del «aparte» que en Homero son los consejos de los dioses, seres en y de lo aparte, en y de la visión, la contemplación. En esta esfera «aparte» no se actúa sino que se habla, se percibe, se observa, se procura entender qué está pasando en la arena de juego. Los consejos olímpicos interpretan y comentan la acción del relato, lo cual es en efecto coherente con el hecho de que los intérpretes estén alejados de la vida mortal, es decir, sean dioses, esos que ven más por lo mismo que están en la distancia. Pero en el relato de James no son los dioses los que perciben y comprenden, naturalmente, sino más bien expatriados y embajadores que han ganado distancia respecto a su país de origen.

Chad Newsome es un americano joven que vive en París un romance con una mujer casada. Ahora bien, para que la obra sea ese ejercicio de interpretación y comentario minuciosamente elaborado; para que se pueda en efecto incorporar en el relato ese plano de observación y lectura interna del drama (los consejos de «los dioses»), este tipo de protagonista no funciona, no es suficiente. Se necesita alguien que no pise la arena del juego y, sin embargo, la pise en cierta manera, la pise al modo del observador. Es cierto que el cometido de Strether como delegado de Mrs. Newsome no es ni mucho menos entender el juego que absorbe en estos momentos la vida de su hijo, sino simplemente arrancarlo del juego para llevarlo de nuevo a América. El viaje no es de entrada un viaje de inspección sino de intervención, si bien (y aquí radica todo) para cumplir su misión Strether ha tenido que marcharse a Europa, lugar donde descubre que, a diferencia de su amigo, él sí tiene ojos para Europa, razón por la cual deviene rápidamente el gran intérprete de lo que pasa en esa arena de juego que en la novela de James es nada menos que la vibrante, palpitante, trepidante, fascinante ciudad de París. Dicho con otras palabras: si Strether es ciertamente un embajador, no es tanto porque Mrs. Newsome le haya encargado que lo sea, sino porque él mismo reúne todas las cualidades para serlo. Por de pronto, su lejanía de la vida le hace capaz de esa visión penetrante que caracteriza al embajador, al vidente, al theorós.

El asunto es bien sencillo. Strether comprende enseguida que, cómo decirlo, el joven escapado de América no es ni más ni menos que ese que todavía sigue vivo entre nosotros, los habitantes de Woollet; ese que tiene aún la vida por delante, y no solo eso, sino que ha aprendido a vivir plenamente a pesar de nosotros y gracias a ellos, los europeos. Nosotros estamos muertos, quizá nunca hayamos vivido en realidad; pero Chad, que es uno de los nuestros, se ha salvado y aún respira. Strether, cuya misión es hacer que Chad vuelva con nosotros, o sea, con los muertos, comprende enseguida que la cuestión aparentemente trivial del retorno a casa del hijo de Mrs. Newsome es en realidad una cuestión de vida o muerte. Strether termina tomando partido por «ellos», es decir, toma partido por la vida; renuncia a entregar al joven a ese «nosotros» de vida incolora y anoréxica, vida que no es en verdad vida, sino sucedáneo de la vida. Y si está en condiciones de entender qué se juega en todo este asunto, si es capaz de observar la vida con ojos penetrantes, es precisamente porque él mismo ya no puede vivirla. Chad vive; Strether observa la vida. Chad ama a la condesa ciegamente; Strether, que no puede amar a la condesa, es sin embargo capaz de apreciar su encantadora belleza, su escondido dolor, y esto Chad no podría nunca hacerlo.

Sea como fuere, y aun cuando esté entre ellos y nosotros, entre América y Europa, Strether representa en todo caso al «nosotros», es uno de los muertos, los emparedados, los agónicos y anémicos habitantes de Woollett. Chad se ha marchado a Europa para conocer la vida y «ellos», los europeos, se la han enseñado. Ahora bien, la llegada del embajador de su madre comporta el peligro de que todo eso tan precioso que le ha pasado a Chad —el estar en el meollo de la vida, del amor, la belleza de París haciendo su trabajo— se eche a perder para siempre. Si Strether traiciona al «nosotros» no es porque fracase como intermediario, sino porque cumple su papel irreprochablemente. No se ha limitado a llevar la garra de Woollett hasta un boulevard de París; eso no sería mediar sino coaccionar y secuestrar. Lo que hace es más bien observar y estudiar la situación detenidamente, hacer justicia a su complejidad. Y puesto que la observación es ya en sí misma una cierta decisión, la aparente traición a los suyos resulta ser su mayor servicio, su apuesta por que ese-que-aún-vive-de-los-suyos tenga la oportunidad de salvarse.

Al permitir que sea Chad mismo quien decida irse o quedarse en Europa, Strether está rindiendo su tributo tardío a la vida, la vida que él mismo ya no podrá vivir. ¿Pero qué es vivir exactamente? Vivir es justo lo que ninguno de los habitantes de Woollett se ha atrevido a hacer. Vivir es eso que el embajador descubre que es posible en París: vivir a lo grande, vivir ardiendo, vivir atrapando la vida, vivir en libertad. La vida no es para Henry James una bestia enfebrecida que debemos domeñar con todo nuestro empeño, sino un lujo irrepetible, un néctar exquisito que no debemos rehusar pese a quien le pese (live all you can. It’s a mistake not to). Tenemos que atrevernos a aceptarlo; tenemos que beberlo hasta el final. En París se vive; los americanos son como niños: no viven sino que juegan a vivir, fingen o aparentan que viven. Strether lo reconoce: nosotros somos los grandes estranguladores, los grandes castradores, los normalizadores y los agrisadores de la vida. La charla aparentemente trivial en algún jardín de París era un combate a muerte; los sutiles conversadores eran guerreros furibundos; las palabras pronunciadas en salones elegantes eran armas letales, y todo tenía una importancia decisiva para el objeto de disputa. Porque se trata ni más ni menos que de eso: de la vida; se trata de que unos no impidan a otros vivir la propia vida hasta el final. La vida ya no tiene remedio para Strether. Chad tiene todavía la copa al alcance de la mano, y ellos, los europeos, le han enseñado cómo hay que beberla.

No nos confundamos. Lo que se critica en la novela es algo más profundo que el estilo de vida de ciertos provincianos de Nueva Inglaterra; lo que se reivindica a través de Europa no es una realidad ya hecha, sino una aspiración o una exigencia. Si ellos, los europeos, son aristócratas, es porque los aristócratas son esos individuos libres para hacer lo que les plazca y vivir la vida hasta las heces. Ellos tienen la oportunidad de hacer su vida hasta el final, y si se carece de esto, si no se tiene la propia vida entre las manos, entonces no se tiene nada, nada en absoluto. No vida, sino muerte-en-vida es lo que resulta cuando el individuo no puede configurar su vida libremente. De modo que esto es lo que se exige: libertad para ponerse los zapatos a medida, por rara que esta sea; que nadie le impida a uno calzarse el número que necesita para andar cómodamente por la vida. Pero justo esto los habitantes de Woollett no lo han entendido o no han querido entenderlo, de ahí su loca idea de que todos calcemos el mismo 38 (o 39 o 40), lo cual, evidentemente, es mutilación, es aplastar y estrangular eso que hace que un individuo sea no un ejemplar de un tipo o una clase, sino precisamente un individuo. Los americanos de Massachusetts están enfermos de normalidad, enfermos de convención, enfermos de decencia. Los europeos, precisamente por ser aristócratas (en el sentido dicho), son en cambio los auténticos demócratas, pues conservan todavía ese reducto de libertad en el que el individuo puede vivir como quiera: libremente, indecentemente, artísticamente. La forma que Strether tiene de ayudar a Chad es pues esencialmente negativa: consiste en no impedir que siga viviendo su vida a su manera.

Así que eso que a primera vista parecía insignificante (una madre desea que su hijo vuelva a casa por su bien) pone sobre la mesa nada menos que el problema moderno del derecho a vivir una vida propia. No hay ninguna vida buena trazada de antemano; una vida precocinada para nosotros por no se sabe quién (¿la sociedad?, ¿la tradición?) no es en absoluto propia, y, por eso mismo, no podría jamás ser «buena», sino solo aborrecible. No hay otra vida buena que esa que cada uno crea para sí sin que nadie se lo impida. Y si esto fuese posible entonces no habría, como es sabido, ni excéntricos ni aristócratas, pues sin ideal de vida buena encorsetando a los individuos todos seríamos aristócratas, todos seríamos extravagantes (con lo cual no habría aristócratas, no habría extravagantes). En una sociedad libre cada individuo tiene derecho a la expresión de su exclusiva diferencia, siempre y cuando esta expresión no impida la de los otros. En una sociedad libre no hay estilos de vida mayoritarios, pues cada uno es (o tiene el derecho a ser) una mayoría. No existe nada (ningún Dios, ningún Valor, ningún Modo de Vida) en razón de lo cual el hombre moderno deba sacrificar su libertad, y es la libertad misma la que exige todos los sacrificios, todos los homenajes, todos los tributos (en el patíbulo, Madame Roland habría vestido algo similar a la condesa). Es por esto que en la novela de James esa vida tan confortable que aguarda a Chad en América es la más lamentable de las vidas, pues ya está hecha de antemano, de modo que atender al llamado de la madre supone sacrificar la libertad personal en el altar de costumbres y convenciones que uno no ha elegido y, en definitiva, vivir una vida que no puede ser «buena» porque no se la ha creado ni escogido libremente.

Frente a todo esto está París como exigencia: la exigencia de un espacio donde uno pueda perseguir sus propios fines sin que nadie se lo impida. No en vano Europa es en la novela el espacio de lo bello, lo diverso, lo espontáneo, lo sinuoso y lo impredecible. Las ciudades europeas no están encorsetadas en líneas rectas, ni han sido fabricadas en serie; esas viejas ciudades son inextricables, sorprendentes, únicas; respiran misteriosamente, caprichosamente, cada una con su propio trazado y su ritmo propio. En estas ciudades sin plan es en principio posible que florezca plenamente la diversidad de los individuos y se despliegue al máximo esa impredecible diferencia que la madre de Chad no tolera, de ahí que Strether sostenga que lo que uno tendría que hacer con Mrs. Newsome (esa terrible protectora, ese temible policía) es precisamente «desembarazarse moral e intelectualmente de ella». Strether ha comprendido que esas Miles de Voces Inarmónicas que flotan en el aire de París se han extinguido en «nosotros», y si «ellos» son importantes es ante todo porque nos lo recuerdan.

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