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Cultura del cuerpo

La cultura del cuerpo incluye tanto los aspectos físicos como aquellos ingredientes subjetivos, inmateriales, que tienen influencia en los conceptos y el manejo del cuerpo humano. Cada comunidad, clase social, pueblo o nación va elaborando, ampliando y aplicando su propia cultura del cuerpo en cada una de sus etapas históricas. En las funciones y capacidades del cuerpo humano pueden resultar fundamentales instituciones y creencias, hechos históricos y avances –o retrocesos– científicos, tecnológicos y políticos. Por ejemplo, los ritmos reiterativos de las danzas indígenas de algunas regiones de la República mexicana, así como la persistente cadencia con la que las plantas de los pies de los danzantes golpean la tierra, se relacionan con el llamado a sus deidades prehispánicas; asimismo, sus pasos tienen relación con las partes o niveles en los cuales se dividía el universo prehispánico. Este modo de hacer danza se vincula estrechamente con el carácter del indio: sus pasos y ceremonias resultan tan mesurados, solemnes y concentrados como su personalidad individual y social. De igual manera, las vestimentas son un remedo de los dioses mismos, pues el ejercicio dancístico tenía un origen divino –las deidades lo inventaron– y era, antes que nada, evocativo y azuzativo: se bailaba para satisfacer a los dioses. Los indígenas realizaban descalzos muchas de sus funciones, actividades domésticas y de trabajo agrícola; aun en la actualidad recorren grandes distancias caminando y corriendo sin llevar cubiertos los pies. Esta circunstancia –existente desde la época prehispánica– ha hecho que en sus danzas los golpes secos de las plantas de los pies sobre la Madre Tierra constituyan una acción expresiva contundente, única, fundamental, que implica la evocación histórica de la fuerza de los dioses en el cosmos que, como lo indican todas las fuentes, es un espacio limitado, explicado. En el espacio prehispánico hay zonas, niveles y puntos cardinales. Por estas razones, no podemos apreciar o analizar las danzas indígenas autóctonas de la misma manera que las danzas occidentales o las contemporáneas, por ejemplo, las cuales, por otra parte (pertenecientes a su propio “sistema de las artes”), siempre buscan la renovación de su repertorio y no la repetición de las estructuras dancísticas tradicionales.

Aunque gran cantidad de sistemas, rutinas, actitudes y mecanismos se han adoptado y asimilado de una comunidad a otra, de una época a otra, sus combinaciones pueden dar resultados distintos para cada conglomerado. Este proceso de universalización en cadena de hábitos alimenticios, adaptación de ritmos, adquisición de reglas de entrenamiento y capacitación, etc., resulta notable y evidente en la época contemporánea, en la cual pesa de manera importante, por primera vez en la historia del ser humano, el proceso de globalización. Sin embargo, cada grupo social, cada entidad nacional, e incluso cada compañía de danza aderezará e impregnará sus expresiones dancísticas con ingredientes, estructuras y claves culturales que le son propios y valiosos. Siempre ha sido así porque la originalidad constituye una característica básica de todo arte. Pero también porque el fenómeno de la globalización trae consigo ineludiblemente el asentamiento de los rasgos de la identidad cultural. Ante las ampliaciones y debates de la globalización, las comunidades y grupos sociales y nacionales hacen valer subrayadamente su identidad, incluso como aportación al fenómeno global. Bien conocidos son, por ejemplo, los desplazamientos sufridos por las danzas mexicanas regionales de la época colonial (siglos XVII al XIX), propias para las celebraciones y las fiestas al aire libre, en dirección de los tablados y los escenarios pertenecientes al espectáculo teatral de la época. Y es posible detectar la evolución de ritmos y modalidades provenientes de España en los sones mexicanos –jaliscienses, huastecos, etc.–, distintos asimismo de los sones desarrollados por los danzantes cubanos, poseedores principalmente de fuertes ingredientes africanos. En todo proceso generalizador o universalizador adquieren gran importancia los rasgos que identifican a un grupo social, cultural, étnico o artístico, toda vez que estos rasgos habrán de manifestarse evidentemente ante el empuje de otras culturas. Resulta una aberración creer que el movimiento de globalización exige la erradicación de los rasgos de identidad; por el contrario, los requiere. El primer proceso globalizador del orbe se manifestó, sin duda, en la expansión de las artes.

Otro ejemplo: el estilo del danzón practicado en las zonas cálidas del Golfo de México y el Caribe –costas de Veracruz y de Cuba, principalmente– pierde, al aclimatarse en el Altiplano, el paseo inicial, evocación del requerimiento y el coqueteo de la pareja, así como el uso del abanico, implemento indispensable en regiones de calor agobiante. El paso de la danza ritual a la danza de diversión, así como el traslado de las danzas comunales a los espectáculos teatrales tardaron siglos en algunos casos. Así ocurrió con la asimilación de los coros a los rituales-obras teatrales de Grecia, fenómeno que da nombre a la coreografía, arte de los desplazamientos del coro o de los bailarines en el escenario. En las sucesivas transformaciones y adaptaciones de las culturas en el tiempo y el espacio, cada grupo humano fue agregando y quitando ingredientes según su propia cultura del cuerpo: vestimentas, máscaras, disfraces, pasos, trazos en el espacio, actitudes, gestos, horarios, objetivos, formas e incluso capacidades, habilidades y proezas. En el concepto cultura del cuerpo intervienen tanto factores completamente físicos, objetivos, materiales, como factores que pertenecen al ámbito de la moral, la ideología, la religión, las creencias y el símbolo. En muchos casos, las intensidades propias del temperamento y de las habilidades propias del ser interior de los bailarines impregnan las interpretaciones de cada pieza de danza y de cada ejecutante.

Una situación histórica específica puede influir en los modos y sistemas de hacer danza de cada pueblo. Tal es el caso de la apertura hacia las danzas populares y colectivas, principalmente de celebración civil, que experimentaron los mexicanos una vez conseguida su independencia política de España en el siglo XIX. Aires, tonadillas y sones nacionales propios de cada región de la naciente República, comenzaron a proliferar y difundirse a partir de 1821. Estos bailes se popularizaron, es decir, todas las clases sociales, de arriba abajo en la escala social, comenzaron a bailarlos. Se asimilaron secuencias y rutinas de una clase social a otra. Habían quedado rotas las limitaciones y la vigilancia que sobre estas prácticas había impuesto el Tribunal de la Santa Inquisición o la misma cultura colonial en los años anteriores a la guerra de Independencia.

En la misma visión que del cuerpo humano mantiene una comunidad determinada radica también la cultura del cuerpo. Durante siglos hubiera sido inconcebible en los países europeos una danza de cuerpos desnudos como la de algunas tribus africanas. Tuvo que aparecer la experimentación de la danza moderna de los años veinte y treinta del siglo XX (la inclusión de formas vanguardistas en el arte) para que los ojos europeos toleraran –y aun así con reservas– las evoluciones dancísticas al desnudo. Incluso en la actualidad, las danzas de cuerpos desnudos constituyen signos de frivolidad en los escenarios de muchos países occidentales, no obstante el remedo de desnudez que significan las imprescindibles mallas, implementos del vestuario para los ejercicios del cuerpo en la danza de concierto en todo el mundo desde hace varios siglos.

El establecimiento de sistemas y ejercicios de entrenamiento y capacitación –los famosos códigos que dan pie a las técnicas: clásica, moderna, contemporánea, internacional– influye notablemente en la danza que hoy se realiza en los escenarios de cada localidad, villa o ciudad, país o nación del mundo. Gracias al dominio de una técnica, los especialistas o bailarines profesionales expresan en sus danzas signos, mensajes, situaciones, símbolos, acontecimientos y actitudes locales, nacionales, y permiten que sus espectadores amplíen la visión del cuerpo: temas que les atañen o resultan interesantes a bailarines y espectadores, expuestos mediante nuevas vías profesionales de acción: el cuerpo humano, en el escenario, se erige en dueño de originales y novedosos lenguajes que amplían cabalmente el acervo cultural y dam aire a las tradicionales prácticas de la cultura y de la danza. En suma, la observación y/o el ejercicio de cualquier tipo de danza nos entrega, al mismo tiempo, la expresión artística y la cultura del cuerpo del grupo social que la practica.

Así, la cultura del cuerpo es la visión colectiva que un grupo social específico, localizable, histórico, concreto, posee acerca del cuerpo humano, el suyo propio, sus formas, usos, aplicaciones, calificaciones y anhelos de transformación y desarrollo, en un periodo histórico específico. En este concepto, cada individuo, miembro de una comunidad (grupo social), ve reflejada en su propia mentalidad, única e irrepetible, su visión del cuerpo.

EL ESPACIO

Si imaginamos una caja de cristal que constantemente rodea y acompaña al cuerpo humano, podemos percatarnos de que éste no termina en sus límites, en su piel. El ser que baila irradia luz o energía: a partir de su interior refleja algo más que su carnalidad. Y lo hace hacia afuera. El espacio le es indispensable al cuerpo en movimiento porque en la danza el cuerpo se prolonga; no solamente porque al bailar ocupa sucesivamente distintos puntos durante su trayectoria, sino también porque hay un espacio que se va construyendo, a medida que el bailarín le da nombre, consistencia a ese espacio, ya sea un escenario, una plaza, un tablado, un salón de baile o una danza espontánea a la mitad de la calle.

El espacio se hace espeso en la danza. Si imaginamos una enorme pecera sin agua en la que el cuerpo danza, hace de las suyas forjando sucesivas peceras o trajes transparentes que se desplazan en todos sus movimientos, podemos percatarnos de que el cuerpo humano requiere de ese espacio para vivir, para cabalmente ser, para existir.

En el escenario, en el tablado de la plaza, en el salón de baile, en las calles durante el carnaval, en el patio de la vecindad, en la discoteca y el salón de fiestas se manifiesta este espacio real que el ser humano “llena” al bailar pero que también transforma, pues, por así decirlo, altera sus dimensiones, por lo menos virtualmente. Todo bailarín profesional va adquiriendo y llega a poseer, aun involuntariamente, una noción del espacio distinta a la del común de los mortales. Mucha gente al caminar, al moverse de un lado a otro, al estar en un sitio u otro del espacio, lo sitúa y lo utiliza como los bailarines: por momentos parece acariciarlo, jamás choca con sus congéneres. El bailarín profesional sabe muy bien hasta dónde, en ese espacio, llegan sus prolongaciones, sus reflejos, la extensión de sus miembros. Sabe hasta qué puntos de la realidad está ampliando, “inventando” el espacio. Los buenos bailarines, como los grandes futbolistas, parecen percatarse, aun sin verlos, del lugar y del espacio en el que se hallan sus compañeros de equipo. Parecen tener ojos en la nuca o en otras partes del cuerpo. Han desarrollado al máximo su sentido del espacio, el cual incluye su manipulación y dominio.

Aunque la noción contemporánea de espacio está vinculada física, objetivamente a la de tiempo, nosotros separamos de forma momentánea y funcional estos dos elementos para situarlos, para definirlos, para estudiarlos. En la danza, incluso en la más plena inmovilidad, el espacio está allí. Sus tres dimensiones son palpables, visualmente accesibles. Acompañan al cuerpo “su alto, su ancho, su fondo”, como si el espacio estuviese constantemente iluminado por un foco de luz móvil. Pero en la danza, el espacio también parece prolongarse: alrededor de los cuerpos aparece un aura que los buenos bailarines aprovechan, manipulan, expresan, dominan e inventan. En el espacio ocurren los malabares y las combinaciones de los otros siete elementos de la danza.

EL MOVIMIENTO

Nos referimos en este apartado al movimiento en sí, a una capacidad que surge a partir de la inmovilidad –el no movimiento– y que ocurre mientras dura la energía. El acto en sí del movimiento: fenómeno-base de la realidad misma porque en el universo todo se halla en movimiento o todo es susceptible de estarlo. Todo: lo ínfimo y lo superior, lo concreto y lo abstracto, lo material y lo inmaterial. El movimiento –aunque haya de terminar en cada caso concreto– coincide con una ley general, ineludiblemente estudiada por todas las conciencias, las ciencias y reconocida en todos los aspectos del conocimiento.

En el arte de la danza, el movimiento –en sí, como lo hemos planteado: aislado, para su estudio, del impulso mismo que lo produce– constituye material básico porque sus modos de manifestación indican, por una parte, el probable establecimiento de los códigos, o sea, el apoyo de las técnicas (considerándolas, en este arte, como los conjuntos codificados de ejercicios y rutinas que capacitan a los cuerpos humanos para hacer danza); por otra parte, señalan que el movimiento atañe a las formas a las que da o ha de dar lugar. En el caso de las técnicas, el movimiento en sí converge en dirección de la naturaleza misma de la danza, de lo que ciertos tratadistas denominan la dinámica: movimientos y conjunto de movimientos posibles para un cuerpo humano. En el caso de las formas, el movimiento en sí queda referido casi exclusivamente a las creaciones a que va dando lugar, o sea, a los sucesivos resultados formales que el cuerpo humano va forjando o, por así decirlo, dejando en el espacio. Al movimiento hay que verlo como una estela, una serie, una secuencia, una sucesión de fuerzas concretas que se desplazan en el espacio. El espectador –ya familiarizado con este arte– puede percibir cómo un tipo específico de movimientos produce o puede producir un número variadísimo de formas en el espacio, ya que los bailarines capacitan sus cuerpos para realizar esos movimientos. Puede el espectador, asimismo, clasificar en su mente dichas formas, una vez detectadas y registradas por su sentido de la vista.

Como ha ocurrido en casi todas las manifestaciones del arte contemporáneo, en la danza actual está aceptada, valorada y situada la contraparte física y objetiva del movimiento: el no movimiento o la inmovilidad. El descubrimiento de que en el arte de la música son igualmente importantes –y contundentes– el silencio y los sonidos, de que sin el silencio los sonidos no fluyen ni se acomodan, ha servido para entender la enorme trascendencia que a lo largo del desarrollo histórico de la danza ha tenido la inmovilidad. No se trata de la inmovilidad de las estatuas o las esculturas de piedra, mármol o metal; nos referimos a dos asuntos esenciales relacionados entre sí: 1) el movimiento, en danza, se inicia, desde luego, en un punto o momento de inmovilidad y termina en otro semejante, y 2) una inmovilidad relativa –por ejemplo, que un bailarín permanezca de pie, no mueva ninguna parte de su cuerpo ni se desplace– puede ser danza porque el cuerpo humano contiene una intensidad, una carga, una significación que se origina dentro de ese cuerpo y se refleja en el espacio. A veces percibimos en una pieza de danza sólo el impulso del movimiento: la carga o la preparación que hará posible el surgimiento de un movimiento. Pero en otras ocasiones percibimos, de manera instantánea, un movimiento producido sólo por una concentración, por el manejo del impulso, por el acento otorgado a una actitud, por el conocimiento o la experiencia que el bailarín o la bailarina hacen valer en el espacio. Puede tratarse, por ejemplo, del instante anterior a un salto o la permanencia en estado de alerta de un bailarín que espera su turno mientras su compañera baila. Esta expectante inmovilidad es, desde luego, parte integral de una danza y en ocasiones perturba que los corifeos –bailarines acompañantes y de relleno en algunas obras del ballet clásico– no se integren a las evoluciones de un solista porque no bailan –o sea, no se concentren con la mirada en las ejecuciones que el bailarín principal realiza en el centro–, aun permaneciendo inmóviles. No sólo roban la atención del público, sino que están deslavando el espacio del solista.

EL IMPULSO DEL MOVIMIENTO

Danzar, bailar significa mover el cuerpo en el espacio. Pero este movimiento no puede ser cualquier movimiento: para ser danza debe contener, además, significación: un hálito, un acento, una carga impuesta por el bailarín, por el danzante, por el artista, que diferenciará a este movimiento de todos aquellos que otros seres humanos y animales realizan, consciente e inconscientemente, para sobrevivir en la naturaleza, en el universo. Los movimientos propios de la danza y de los danzantes están impregnados de significación, de la misma manera que los versos de un poema –palabras ubicadas una detrás de otra, aparentemente como todas las demás– poseen una significación que las hace poesía y no lenguaje o redacción común.

¿Podríamos imaginarnos la vida del ser humano sin danza? ¿Habría sido lo mismo la existencia colectiva? Desde luego que no. La danza hizo transitar los movimientos humanos de la inmovilidad o de la utilidad hacia los confines del arte: decir algo con el cuerpo, mostrarlo en movimiento mediante la creación de formas bellas, intensas, tremendas, interesantes. En general, todos los movimientos que el hombre y la mujer realizan individual y colectivamente poseen un significado, un contenido; de eso no cabe la menor duda. La mayor parte de esos movimientos persiguen un objetivo y son infinitos, inacabables. Pueden quedar, tarde o temprano, registrados y clasificados: salto, desplazamiento, golpe, arrebato, etc. Responden a una nomenclatura y se incorporan a códigos establecidos dentro de cada cultura, dentro de cada comunidad. Nadie puede negar, por ejemplo, el significado de los movimientos que un obrero realiza en una fábrica o que un campesino efectúa para preparar la tierra y sembrar la semilla; éstos, como las palabras de un idioma, responden a una nomenclatura: pueden emitirse sus definiciones y sus significados. Sin embargo, la significación –como la intensidad, la carga, el acento, el hálito en un poema– es el sentido que se le da o se le otorga a los movimientos de una secuencia o de una obra para que ésta sea, cabalmente, danza. La diferencia entre los movimientos que cualquier ser bello o bien dotado físicamente realiza a lo largo del día y los movimientos de un bailarín y una bailarina bien preparados radica en la conciencia del artista y del espectador de que esa significación existe, vive, late, sobreviene, está allí: son los movimientos de un cuerpo apto, capacitado para y por la danza, impregnados de significación, y no los movimientos habituales, espontáneos, inexpresivos o superficialmente bellos de una jornada de trabajo o de un deporte competitivo.

No obstante que la danza es un producto del ser humano, o sea, el resultado de un impulso natural, al mismo tiempo se deriva de la inventiva del hombre y de la mujer; se trata de un producto cultural. Es, ante todo, histórico, realizado por un ser humano concreto, particular, en un instante y un espacio precisos (lo registre alguien o no). Esto lo sabemos porque la significación existe. Incluso si un coreógrafo programa una danza carente de significación –como algunas obras de Merce Cunningham, artista estadunidense de la segunda mitad del siglo XX–, este proyecto es la significación de esa pieza de danza particular y es, por tanto, una obra de arte. Cuando hablamos de significación nos referimos a un elemento cultural, es decir que pertenece al ámbito de las acciones supraestructurales de la colectividad, acciones que el ser humano hace históricas. Se trata del otorgamiento de un sentido creativo, de arte, a un conjunto de formas. Todos los seres vivos poseen la capacidad del movimiento. Pero la danza es una acción privativa del ser humano, único ser en la naturaleza que puede impregnar sus movimientos de significación: el movimiento del cuerpo humano intensifica al acto, a la acción, y expresa lo que el ejecutante pretente por medio de su lenguaje dancístico.

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