Kitabı oku: «La vida como centro: arte y educación ambiental», sayfa 5

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Notas

1 Sebastião Salgado es sal de la tierra. El artista cuida la Tierra. Como el campesino, el arte es el abono, la semilla, el árbol que el artista siembra para que emerja la Paz en la Tierra y de la Tierra. Recuperado de http://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/la-sal-de-la-tierra-un-documental-en-homenaje-al-planeta-2_9836

CAPÍTULO 4
Poesía y naturaleza: vasos comunicantes
Raúl Bañuelos

No hay camino hacia la paz

La paz es el camino

Ghandi

El arte nos permite reconocernos,

una dócil fibra del universo

Giuseppe Ungareti

La verdad os hará libres

Jesucristo

“Lo que amas te inspira”, escribe el gran poeta francés Paul Valéry. El poeta: amador, amante, hijo y espía de la naturaleza, es necesariamente un contemplador activo de los asuntos que necesita imperioso vivir profundamente.

Quien ama de verdad conoce aquello que ama. Pues le ha dado su tiempo –que es la vida– a lo que se le ha entregado en correspondencia mutua. El espíritu de la naturaleza ofrenda sus secretos (vivos en la Creación) a la creación viviente del poema haciéndose. Y brota en sus detalles: dando nombre, aromas, matices, texturas, sonidos, sabores y conformaciones al vocabulario y dicción de la escritura. Ritmo y espacio. Instante y oscilación. Pensamiento e intuición haciéndose al momento dado y captado desde la savia de la belleza perenne. Por la naturaleza y hacia la naturaleza.

En la experiencia poética que abarca el hecho de “incorporarse al ritmo del acaecer cósmico” (como escribe Paul Westheim sobre la pintura de Vang Gogh), el poeta mayor –cualquiera que sea lo es: Hölderin, Neruda, Paz o Pellicer– se convierte en sencillo transmisor dócil y exacto de lo que la Creación con mayúscula vuelca en su belleza. Poemas como “Esquemas para una ola tropical”, “Arte de pájaros”, “El río Rhin” y “La higuera religiosa”, orquestan una sinfonía de voces donde es la propia y misma naturaleza la que canta y entona las fibras y cuerdas universales del momento eterno expresado a ojos vistas.

En nuestro país, Carlos Pellicer y José Emilio Pacheco son referencias necesarias en su magistral obra referida a la naturaleza desde dos puntos de vista muy diferentes.

Carlos Pellicer es un cristiano y es un apasionado de la naturaleza. Y además es un artista minucioso, y cuidadoso del detalle: orfebre que trabaja hacia su ser de joya a la palabra, en lo que tiene de música y en lo que puede tener imágenes. Místico del paisaje, Pellicer ama a Dios con la vista de los ojos y de todo el cuerpo: con todos sus sentidos ama al Dios secreto y al Dios manifiesto: al secreto en sus misterios bíblicos y al público en su creación cotidiana del mundo. Su poesía es un canto a lo divino del universo y de todo lo que existe de maravilloso en el mundo cercano y natural. La vida lo salvó de su parte triste y le “lanzó el águila de su fuerza optimista”. Y él ha sacado su “mano del río y la ha puesto a cantar”. Tiene los ojos en las manos para tocar con todo su ser las cosas y dar fe de ellas, como el Tomás de la Biblia que tenía que tocar para creer. Pellicer tiene que cantar (ser un alto catador de la naturaleza) y los ojos no le bastan; y entonces:

El agua de los cántaros

Sabe a pájaros

Los colores están buenos,

Crecen y brillan

Y es horizontalmente el arpa de la sensación.

Pellicer conoce y sabe ver el paisaje porque tiene “los ojos dioses del paisaje” mismo. Y el paisaje total habla de sí por la boca del poeta luego de haberse filtrado hasta su íntima memoria por completo. Todos los sentidos (de ida y vuelta) están humedecidos –como la hierba por el rocío de las mañanas– por el paisaje, que se completa y se aflora a sí mismo a través de los poros del cuerpo general del poeta.

Todas las cosas muestran la huella digital de Dios en su momento o manera de alzarse a la luz. Desde el fondo de su reposo a la luz se mueven todas las cosas para ser vistas, tocadas y ser a plenitud.

Las cosas solas no son: son al ser para las otras. Dios es el concertista de las cosas del universo: concierta el universo consigo mismo desde dentro. La huella digital de Dios es la oscura luz del movimiento que se aquieta afuera y se mueve dentro. Pellicer llegó a decir:

El trópico entrañable

sostiene en carne viva la belleza

de Dios

Y Pellicer se sumerge en el trópico para poder conocerlo a fondo y de raíz y poder cantarlo. Sumergirse en el trópico para poder conocerlo da como resultado una transustanciación: la sustancia inicial sube a la altura de una nueva sustancia. Y todos los elementos comulgan entre sí: se aman, comparten lo que son y dan vida a nuevos seres. Todo se hace uno: se funden los elementos y las sensaciones. Los sentidos están intercomunicados. Y experimentan unos por otros y en sí: el sabor de los sabores es escuchado; visto, se huele al instante y se toca en la punta de los dedos; el olor tiene sabores que suenan en la retina del ojo vivo; y el sonido aparece en la punta del ser total en un grito. Esta necesidad de lo sinestésico fue absoluta para expresar su integración con la naturaleza y la íntima comunión de todo lo creado por el creador.

Como ejemplo:

El viaje

Y moví mis energéticas piernas de caminante

y al monte azul tendí.

Cargué la noche entera en mi dorso de Atlante.

Cantaron los luceros para mí.

Amaneció en el río y lo crucé desnudo

y chorreando la aurora en todo el monte hendí.

Y era el sabor sombrío que da al cacao crudo

Cuando al marcar lo muelen los dientes del tapir.

Pidió la luz un hueco para saldar su cuenta

(yo llevaba un puñado de amanecer en mí).

Apretaron los cedros su distancia, y violenta

reunió la sombra el rayo de luz que yo partí.

Sobre las hojas muertas de cien siglos, acampo.

Vengo de la montaña y el azul retoñé.

Arqueo en claro círculo la horizontal del campo.

Sube, sobre mis piernas, todo el cuerpo que alcé.

Rodea el valle, hablo,

y alrededor, la vida sabe lo que yo sé.

Su canto tiene origen en la divina sangre de la herida: en el amor a muerte de Jesucristo. La poesía de Pellicer está inmersa en la visión bíblica del universo. Pero el poeta se asume como cocreador (Hijo de Dios sabedor de sus potencias) que desde los cielos del aire, en un avión (como un Dios), dice, “desdoblé los panoramas / ataviado de luz leve de vuelo / y juré entre las nubes alzar una montaña”.

“Joven de eternidad”, “inaugura el mundo cada día”: “tiene vida para mil años, hoy”. Si el poeta es hijo de Dios, como todos los seres humanos, entonces es divino como Dios, casi igual. Comparte –en lo que cabe– la divinidad con Dios. Tiene dificultades para crear. “El poeta es un pequeño dios”, ya lo decía Huidobro. Y Pellicer juega con las casas de una ciudad como si fuera de juguete y juega con él completo, cambiándolo de sitio, poniéndose en el lugar del Dios Todopoderoso. Y como un mago cósmico “pinta auroras en los cielos” y “endulza las aguas del mar”. Dios niño en su estudio de pintar cósmico, dice:

Jugaré con las casas de Curazao,

pondré el mar a la izquierda

y haré más puentes movedizos.

El paisaje forma parte del cuerpo de Dios, decimos. Y está vivo. No es la naturaleza muerta de otras obras de arte. Y como tal: actúa. Pellicer ha visto a los árboles hablar sobre la vida cotidiana de la selva:

Los árboles conversan junto al río,

de nidos en proyecto, de otros en abandono,

de la nube servida como helado

en el remanso próximo,

del equipaje de las piedras

que acaso nadie ha dejado en la orilla,

de la avispa hipodérmica,

del aguacero y la joven vereda,

de las ramas deletreadas en su propia escuela,

del verso como prosa

y del viento de anoche que barrió las

estrellas.

Pellicer ha sabido penetrar en la naturaleza viva como un enamorado amante y ella se derrama a su vez como una cascada incontenible desde su cuerpo enarbolado:

Yo quiero arder mis pies en los braseros

de la angustia más sola,

para salir desnudo hacia el poema.

Busca naturalizarse, despojarse de lo que le sobra para ser naturalmente natural (cielo en el agua; agua del cielo) y encenderse verde y amarillo y naranja en el bosque de sus entrañas. Hasta que:

La oda tropical a cuatro voces

podrá llegar, palabra por palabra,

a beber en mis labios,

a amarrarse en mis brazos,

a golpear en mi pecho,

a sentarse en mis piernas,

a darme la salud hasta matarme

y a esparcirme en sí misma,

a que yo sea a vuelta de palabras

palmera y antílope,

cuba y caimán, helecho y ave-lira,

tarántula y orquídea, cenzontle y anaconda.

Entonces seré un grito, un solo grito claro

que dirija en mi voz las propias voces y alcance de monte a monte

la voz del mar que arrastra las ciudades.

¡Oh trópico!

Y el grito de la noche que alerta el horizonte.

Dios está vivo en su creación diaria.

Albert Camus escribe: “Frente a un mundo amenazado por la desintegración en el que nuestros grandes inquisidores están a punto de establecer para siempre los reinos de la muerte, nuestra generación sabe que debería, en una especie de carrera loca, con el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo trabajo y cultura y reconstruir con todos los hombres un arco de alianza”.

La historia no es sagrada, no es adorable; en lugar de propiciar la belleza está conteniendo la progresiva destrucción de lo humano y de la naturaleza. Aunque el paraíso conviva con el infierno en los tiempos del mundo que la mujer y el varón han compartido estos días sobre la tierra, el ritmo destructivo de la historia va llevando a la orilla del abismo histórico lo que se le pone enfrente, todo y cualquier cosa. Escribe José Emilio Pacheco:

Augurios

Hasta hace poco me despertaba un rumor de pájaros. Hoy he descubierto que ya no están. Han acabado estas señales de vida. Sin ellos todo parece más lúgubre. Me pregunto si los ha matado el estruendo, la contaminación o el hambre de los habitantes. O tal vez los pájaros comprendieron que la ciudad de México se muere y levantaron el vuelo antes de nuestra ruina final.

Pacheco está comprobando que se pueden hacer poemas de calidad hablando de circunstancias muy concretas, haciendo casi una crónica de sucedidos, levantando a un nivel simbólico elementos de la realidad.

Cito otro fragmento de lo que dijo Camus en la entrega del Premio Nobel en 1957: “Este [el escritor] no tiene otros títulos que los que comparte con los compañeros de lucha, vulnerable pero obstinando, injusto y apasionado por la justicia, que construye su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos, siempre dividido entre el dolor y la belleza y dedicado, en fin, a extraer de su ser doble las creaciones que él procura edificar tenazmente en medio del movimiento destructor de la historia”.

El poeta: cronista profundo de su tiempo

En su poesía, Pacheco ejerce la crítica contra la ciudad y hace el elogio de la naturaleza. En su obra abundan elementos del mundo natural: mar, aire, peces, pájaros, caballos, bosques, ríos, tigre, halcones, perros. Hace una defensa constante de todos ellos, como en este poema donde habla contra los taladores de árboles:

El árbol

El árbol que en su ostentosa perfección empleó quinientos años para acortar en veinte metros la distancia entre el cielo y la tierra quiere alabanzas. Nos ha dado tanto: oxígeno, frutos, sombra, belleza. Intuye que nos acercamos y piensa que hemos venido a elogiar el grosor de su tronco, la textura de sus nudosidades, el virtuosismo estilístico de las ramas que se extienden en todas direcciones, sin aparente simetría pero con un orden interior y muy sabio. El árbol quiere merecidamente alabanzas. ¿Cómo desengañarlo o pedirle escusas antes de abatirlo con nuestra sierra eléctrica?

Además de escribir sobre la historia, Pacheco también escribe sobre el deseo de que otra realidad existiera en el mundo; es decir, escribe sobre cosas que desearía o desea que existieran. Su utopía gira alrededor de la belleza y de la fabulación: “Sólo anhelo lo posible imposible, un mundo sin víctimas”.

Puede ser un río, una gota de agua, una cascada o hasta el mar. Todo cabe en el poema sabiéndolo acomodar. O el viento y el pájaro en vuelos desprogramados. O la tierra aérea y simbólica. O la palpable y caminable de los días. La sembrada de vida o la dañada por los humos de la estupidez humana. En nuestro país, José Emilio Pacheco (que en paz descanse) es un estupendo ejemplo de la crítica contra la destrucción de la naturaleza, pero también de la capacidad de ella de pervivir y transformarse. Veamos:

Apunte del natural

Una rama de sauce sobrenada en el río,

Huida por la corriente se encamina hacia el ávido mar.

Al tocar el follaje el viento impulsa la navegación, la rama entonces se estremece y prosigue. En sus hojas se anuda una serpiente. En sus escamas arde la luz del sol, los rastros de la lluvia. Rama y serpiente se enlazaron para constituir una sola materia. Piel es la madera y la lengua un retoño afilado, venenoso. La serpiente ya no florecerá en la selva intocable. El árbol no lanzará contra las aves sus colmillos narcóticos. Ahora, vencidas, prueban la sal del mar en las aguas fluviales. Luego entran en el vórtice de espumas y llegan al Atlántico mientras la noche se propaga en el mundo. Serán por un momento islas, olas, mareas. Unidas llegarán al fondo del océano y ahí renacerán en la arena inviolable.

“Todo lo que vemos –escribe Paul Cézanne– se dispersa, se volatiza. La naturaleza es siempre la misma, pero nada queda de ella, nada queda de los fenómenos que percibimos. Es nuestro arte lo que da duración a la naturaleza, a todos sus elementos y todos sus cambios”. Esa dispersión de la que habla Cézanne es el riesgo y obstáculo mayor que tiene el escritor contemporáneo. La concentración en un punto es necesaria para crear una obra. Las distracciones son su mal mayor dice Octavio Paz.

Con respecto de nuestro preciso tema, Rainer María Rilke ilustra de manera poderosa. Escribe en sus Cartas a un joven poeta: “El creador debe de ser todo un universo para sí mismo, y encontrar todo en sí, y en el fragmento de la naturaleza al que se ha incorporado”. La poeta chilena Gabriela Mistral se concentra en imágenes y ritmos alrededor de un solo asunto: La cordillera de los Andes. Aquí fragmentos de ella:

Cordillera

¡Cordillera de los Andes!

Madre yacente y Madre que anda.

Caminas, madre; sin rodillas,

dura de ímpetu y confianza;

con tus siete pueblos caminas

en tus faldas acigüeñadas;

caminas la noche y el día,

desde mi Estrecho a Santa María

y subes de las aguas últimas

la cornamenta de Aconcagua.

Pasas el valle de mis leches,

amoratando la higuerada;

cruzas el cíngulo de fuego.

Viboreas de las señales

del camino del Inca Huayna,

veteada de ingenierías

y tropeles de alpaca y llama,

de la hebra del indio atónito

y del ¡ay! de la quena mágica.

Donde son valles, son dulzuras;

donde repechas, das el ansia;

donde azurea el altiplano

es la anchura de la alabanza.

Extendida como una amante

y en los soles reverberada,

punzas al indio y al venado

con el jengibre y con la salvia;

en las carnes vivas te oyes

lento hormiguero, sorda vizcacha;

oyes al puma ayuntamiento

y a la nevera, despeñada,

y te escuchas el propio amor

en tumbo y tumbo de tu lava…

Bajan de ti, bajan cantando,

como de nupcias consumadas,

tumbadores de las caobas

y rompedor de araucarias.

¡Carne de piedra de la América,

halalí de piedras rodadas,

sueño de piedra que soñamos,

piedras del mundo pastoreadas;

enderezarse de las piedras

para juntarse con sus almas!

¡En el cerco del valle de Elqui,

bajo la luna de fantasma,

no sabemos si somos hombres

o somos peñas arrobadas!

En “Vida y poesía” el filósofo alemán Wilhelm Dilthey expone ideas iluminadoras sobre el arte. Escribe: “Toda obra poética actualiza un determinado acaecer. Proyecta, por tanto, ante nosotros, la simple apariencia de un algo real, por medio de las palabras y sus combinaciones. Debe pues, emplear todos los medios del lenguaje para producir impresión e ilusión y en este modo artístico de tratar el lenguaje reside uno de los primeros y más importantes valores estéticos de la obra poética […] El genio artístico de las más grandes poetas consiste precisamente en presentar el acaecimiento de tal modo que resplandezca en él la trabazón misma de la vida y su sentido”. Estas palabras geniales de Dilthey bien se pueden aplicar al siguiente poema clásico (referencial e instaurador) del gran escritor francés Charles Baudelaire (1821-1867). Se titula “Correspondencias”. En él presenta a la sinestesia no como un recurso literario externo sino como una necesidad para integrar el cosmos, lo humano incluido. Y en el centro de todo la naturaleza. Donde todos sus elementos están y aparecen –por la gracia del poema– íntimamente relacionados.

Correspondencias

La Naturaleza es un templo donde a los pilares vivientes

Se les escapan a veces confusos susurros;

El hombre va atravesando bosques de símbolos

Que lo observan familiar mirada.

Como largos ecos que a lo lejos se confunden

En una unidad tenebrosa y profunda,

Vasta como la noche y como la claridad,

Se contestan los perfumes, los colores y los sones.

Hay perfumes frescos como la carne de los niños,

Dulces como los oboes, verdes como las praderas,

Y otros corruptos, ricos y triunfantes,

Que poseen la expansión de las cosas infinitas,

Como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso

Que cantan los delirios del espíritu y los sentidos

En otro momento dijo Friedrich Shelling: “en las representaciones de la naturaleza más perfectas, o de las divinas, debía aparecer toda la riqueza de formas reunidas de que la naturaleza humana es capaz”. Eso significa que cada artista está obligado a dar lo mejor de sí y también que hay unos mejores que otros. Sea por su talento personal o por el esfuerzo constante en su aplicación y trabajo.

“La poesía necesita un largo proceso de iniciación” dijo Federico García Lorca. Y remató: “como cualquier deporte”. Hay quienes lo trabajan arduamente y finalmente revelan una obra diversa y excelente. Con un rigor que implica no solo el dominio del oficio sino una entrega absoluta al servicio del arte hasta el extremo de sacrificar la personalidad.

En España, el gran poeta Miguel Hernández es un magnífico ejemplo, pues reúne todas las cualidades necesarias para crear obras de arte verbal. Tiene amor absoluto por la naturaleza y por la poesía, de las que era gran conocedor en sus secretos y sus detalles esenciales. Veamos:

Aquí la vida es pormenor: hormiga,

muerte, cariño, pena,

piedra, horizonte, río, luz, espiga,

vidrio, surco y arena.

Aquí está la basura

en las calles, y no en los corazones.

Aquí todo se sabe y se murmura:

No puede haber oculta la criatura

mala, y menos las malas intenciones.

Nace un niño, y entera

la madre a todo el mundo del contorno.

Hay pimentón tendido en la ladera,

hay pan dentro del horno,

y el olor llena el ámbito, rebasa

los límites del marco de las puertas,

penetra en toda casa

y panifica el aire de las huertas.

Con una paz de aceite derramado,

enciende el río un lado y otro lado

de su imposible, por eterna, huida.

Como una miel muy lenta destilada,

por la serenidad de su caída

sube la luz a las palmeras: cada

palmera se disputa

la soledad suprema de los vientos,

la delicada gloria de la fruta

y la supremacía

de la elegancia de los movimientos

en la más venturosa geografía.

En “Arte y poesía” el filósofo alemán Martín Heidegger dice:

la Poesía [y está con mayúscula] no es ningún imaginar que fantasea al capricho, ni es ningún flotar de la mera representación e imaginación en lo irreal. Lo que la Poesía, como iluminación [sobre lo descubierto] hace estallar e inyecta por anticipado en la desgarradura de la forma es lo abierto, al que deja acontecer de manera que ahora estando en medio del ente lleva a éste al alumbramiento y la armonía.

El poeta alemán Fredrich Hölderlin (1870-1843) es un genio en su crítica de los racionalistas y en su elogio a la naturaleza. Ha presentado lo que su entrega absoluta a lo poético descubrió. Y lo hace aparecer en la naturaleza dándole alumbramiento y armonía. Veamos:

Como en un día de fiesta

Como en un día de fiesta el campesino

sale desde el alba a recorrer el campo,

tras la tórrida noche en que los relámpagos

caían incesantes trayendo la frescura.

Y a lo lejos aún retumba el trueno

y el río vuelve a su cauce

y el suelo, refrescado, ya verdea

y en los pámpanos gotea la lluvia

bienhechora del cielo, y los árboles del huerto

brillan bajo el sol apacible:

así os veo, en clima favorable,

a vosotros, que no fuisteis educados

por un solo maestro, sino por maravillosa

y potente presencia de la Naturaleza,

bella divinamente con sus dulces abrazos.

Por eso, durante las estaciones

en que parece dormir en el cielo

o entre las plantas o en los pueblos,

la cara de los poetas también se entristece,

y aunque parecen abandonados

están siempre presintiendo el futuro,

pues ella misma duerme con pensamientos.

¡Pero ahora despunta el día! Lo esperaba

y lo vi llegar. ¡Que esta visión sagrada

inspire mi verbo! Pues la Naturaleza

más antigua aún que las edades y más grande

que los dioses de Oriente y Occidente,

ahora se despierta con un fragor de armas,

y de lo alto del Éter al abismo

conforme a las leyes fijas, como antaño

nacido del caos sagrado,

el entusiasmo creador siente

que vuelve a nacer.

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