Kitabı oku: «Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad»

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© Círculo de Tiza
© Del texto: Alberto Olmos
© De la fotografía Sergio LOES
© De la ilustración Belén García Mendoza

Primera edición: junio 2020

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo
Maquetación: María Torre Sarmiento
Impreso en España por Kadmos, S.C.L.

ISBN: 978-84-120532-2-7
e-ISBN: 978-84-121034-6-5
Depósito legal: M-30531-2019

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.
A la memoria de mi hermano Héctor

Sus amigos le habían dicho que si quería hacer carrera como escritor tenía que dejar de destrozar el trabajo de otros, pero eso era como pedirle a un pájaro que no volara o a un gato que no cazara. Y además, ¿qué valor tendría su poesía si vivía encerrado en el mismo zoo que los demás animales desnaturalizados, a salvo pero sin libertad? Y eso sin mencionar siquiera que el crítico tenía el valor moral de corregir la tendencia de la cultura a desviarse tanto hacia la seguridad como hacia la mediocridad, una responsabilidad que era imposible medir por el número de invitaciones a cenas.

Rachel Cusk


1. La cuestión de escribir

Todos los escritores quieren trabajar para el banco

Ya va para varios años que los escritores dejaron de interesarse por conseguir que los lean y se centraron en un objetivo mucho más noble: conseguir que les paguen. Cobrar por un libro las horas exactas que has empleado en escribirlo es algo que casi nunca se da. Por eso la literatura era un arte, porque ponía a la gente a trabajar contra todo sentido práctico.

El logro de un escritor medio en nuestros días, sin embargo, es hacerse con muchas becas y residencias; esto es, con patrocinios y manutenciones. Ya hasta se lucen estos subsidios en la biografía del autor, muy orgulloso de que su escritura haya estado subvencionada y florezca, por tanto, en invernadero.

Hay algo de sospechoso en que muchas de estas becas concedidas para escribir un libro no exijan la entrega de ese libro al final del periodo estipulado para su escritura. Se tira de madurez o profesionalidad ajenas para no preocuparse de qué ha hecho un señor con tu dinero (que suele ser dinero público) en Roma o Sebastopol. También debe señalarse que algunos escritores piden becas para escribir libros que ya tienen escritos y la beca se la toman como unas vacaciones muy merecidas en Roma o Sebastopol.

Quiere decirse que las becas a la creación literaria arrojan como resultado en numerosas ocasiones que nadie escriba nada; o nada nuevo, o nada de valor. Cuando hablo de valor, miren si no estoy hablando de coraje.

Hace tres o cuatro años un banco español lanzó unas becas fastuosas que incluían la categoría de creación literaria, y ahora mismo no hay otra cosa que preocupe más a los escritores de mediana edad de nuestro país que la nueva convocatoria de esas becas. Lo compruebo cada vez que salgo de casa y hablo con algún autor de entre treinta y cincuenta años: todos han pedido la beca, todos han perdido la beca y todos van a volver a solicitar la beca. Está lloviendo dinero sobre la literatura, amigos.

La buena fe de este banco le ha hecho pensar que la literatura irá mejor si deja caer varios miles de euros en los libros que los escritores desean escribir. Esto ha provocado que los escritores deseen escribir más libros que nunca, pues las cifras que maneja el banco son escandalosas: hasta 50.000 euros le pueden dar un tipo por escribir un libro que normalmente le reportaría entre 1.000 y 10.000. Ríete tú del PSG haciendo saltar por los aires el mercado del fútbol. El banco, con menos dinero, ha hecho saltar por los aires dos siglos de Romanticismo.

Mi conocimiento de la existencia de esta beca coincidió con mi paternidad venidera, así que tuve que elegir entre los pañales de mi hija y la pureza de mi arte. Elegí los pañales de mi hija. Cuando no me la dieron me encabroné bastante, pero luego di gracias a Dios por poder seguir escribiendo en la cuerda floja. De buena me había librado.

Porque, según yo lo veo, si ya has hecho dinero por un libro que todavía no has escrito, tener luego que escribirlo pasa a ser un engorro. Lo normal es que uno no sepa si acabará el libro que está escribiendo, ni siquiera si lo verá publicado; por eso es bonito escribirlos. Sin embargo, si un libro en blanco te ha reportado ya 24.000 euros, ¿qué te ofrece el libro si lo escribes? Tú mismo has accedido a que te midan el talento en miles de euros y a partir de esa medición no puedes contemplar tu libro en marcha desde la posibilidad de que fracase. Por lo tanto, ya no quieres escribir, quieres cumplir. Necesitas que el libro salga; necesitas algo, pues, si no, el banco te pedirá que le devuelvas el dinero.

Ese algo —opino— ya no puede ser arte, pues desactivando lo artístico nos encontramos la perentoriedad de un plazo: el año que te da el banco para que le entregues el libro. Ningún libro para el banco va a tener 700 páginas, lógicamente. Tampoco puedes permitirte un bloqueo de ocho meses ni probar con una novela que parezca un manual de instrucciones. A lo mejor el banco cree que es un manual de instrucciones.

La entidad ha pitado un penalti a tu favor, de modo que tu libro no será el gol del siglo, pues no tienes que regatear a nadie, buscar la escuadra; no tienes que regatear el riesgo. Tira fuerte y al centro y cobrarás.

No les sorprendo si les digo que los libros que salen de las becas suelen ser bastante malos; para qué nos vamos a engañar. Yo he leído tres o cuatro fruto de esta beca bancaria y se cuentan entre lo peor de sus autores. Y es que solo veo una forma de hacer que el dinero anticipado para escribir una novela y la obligación de entregarla en un plazo concreto den buenos resultados: convertirlos en el tema de tu libro.

Eso hizo Mario Levrero con su beca Guggenheim, que se convirtió en «Diario de la beca» (La novela luminosa) o Ben Lerner con 10:04, novela que trata sobre un escritor que ha cobrado medio millón de dólares por un libro inexistente y que solo puede escribir sobre dicho disparate. Levrero y Lerner vieron enseguida que tanto dinero no les permitía hacer literatura y que la única solución pasaba por reconocer en su escritura ese conflicto.

Una beca nos descubre que, al contrario de lo que se piensa, los escritores no necesitan tiempo y dinero para escribir, sino la certeza de que siempre podrían no escribir. Si me das tiempo y dinero para escribir, ya no es extraordinario.

Pero escribir es extraordinario.

La poesía no se lee, pero está bien pagada

Si uno pasa un rato largo en una librería, es difícil que no llegue a una sección que guarda muchas similitudes con el interior de una tienda de placas y trofeos en el centro de Albacete. Es la sección de poesía.

«1er Premio de Natación, Accésit de Ajedrez, Mención Especial en Balonmano Alevín»… Leemos en las plaquitas de la tienda de trofeos. 1er Premio de Poesía, Accésit de Juegos Florales, Mención Especial de Sonetos Amorosos… leemos en la sección de poesía.

La evolución del verso en España, desde el romancero a nuestros días, pasando por Lope y Espronceda y el 27, es la historia de una institucionalización. Casi nada que hoy tenga que ver con la poesía carece de subvención, sea esta pública o privada, de modo que los poetas, que habitaron en tiempos las buhardillas más miserables de París, se han convertido en una nueva clase de funcionario, el interino lírico.

Hace nada se ha entregado el premio mayor de este género en España, auspiciado por la marca de ropa de lujo Loewe, con gran afluencia de poetas antaño inopes y hoy aseadísimos, muy cómodos en el salón espléndido de un hotel de cinco estrellas donde solo de casualidad alguien diría que la vida merece un verso.

No pasa nada porque Loewe lleve varias décadas creyendo que la poesía vale algo. Es más grave que decenas de ayuntamientos en toda España crean que entregar miles de euros a poetas sea mejor que —incluso— robarlos.

Burgos, Melilla o Barbastro retiran de sus fondos públicos unos 30.000 euros por ejercicio para dárselos a un libro de poemas, libro que casi siempre viene firmado por el mismo poeta que ganó otro premio en la ciudad vecina y avalado por un comité de expertos que, casualmente, se pasa el año entero dando premios a un puñado de liróforos escandalosamente reiterativos.

Entiendo que alguien le cuela en algún momento al concejal de cultura de una ciudad mediana o pequeña que la poesía hay que fomentarla, y que nada mejor para ello que fundar un premio y soltar amarras en el presupuesto de cultura. El concejal, ingenuo como una oveja, cree que promociona la escritura y la lectura del noble arte de Quevedo, y así pasan los años regados de millones y nadie acaba de comprobar si tanto empuje por parte del erario público ha servido para que una sola persona en todo el país despierte a las delicias del poema.

De hecho, puede afirmarse sin margen de error que todo el dineral que han dedicado decenas de ayuntamientos, diputaciones, conserjerías —amén del Ministerio de Cultura— a promover la poesía en España ha dado un resultado igual a cero. No solo no leemos poesía, sino que ningún poemario premiado es tenido en cuenta por la propia poesía española pasadas veinticuatro horas desde su publicación. ¿Están los poetas inquietos por la falta de lectores para libros que han escrito con todo el amor del mundo y que les han reportado 15 o 20.000 euros? No, no están inquietos. Les importa un huevo.

Cuanto menos talento tiene un autor, más pequeño es el lugar donde se cobija. El género de la poesía cobija tantos autores mediocres y tantos vendedores de humo que es normal que lo último que quieran es que abras sus libros. Sobre la catadura estética del falso poeta ha publicado una novela muy simpática David Pérez Vega: Los insignes.

Con todo, el poeta que no es de postal me cae casi peor. Al igual que Cristiano Ronaldo o Neymar, el poeta serio gusta de hablar de sí mismo en tercera persona, otorgándose toda esa importancia que procura el distanciamiento. «El poeta mira la vida», «el poeta trabaja con el silencio», «el poeta…», dicen los poetas sin parar, mientras se ajustan el pañuelo del cuello.

Antonio Gamoneda es uno de los autores de poesía más valorados en nuestro tiempo. Practica esa poesía a la que, como hacía Andrés Trapiello con los poemas de Octavio Paz, puedes cambiarle los versos de sitio y ni se nota. Últimamente ha salido en los papeles al hilo de sus problemas con el fisco. (¡Quién le iba a decir al poeta famélico del XIX que al poeta del XXI le reclamaría dinero Hacienda, igual que a Messi!).

Pues bien, va Gamoneda y afirma que, como no le cambien la ley, deja de escribir. Lo tiene claro: entre el dinero y la poesía, se queda con el dinero.

Y así todos.

El Vips es la mejor librería de la ciudad

Hace tiempo que quería gritar a los cuatro vientos que el Vips es la mejor librería de la ciudad, pero me faltaba valor. Luego he leído de un tirón Mac y su contratiempo, de Enrique Vila-Matas, y Cómo ser Bill Murray, de Gavin Edwards, y me he dicho: yo he nacido para gritar a los cuatro vientos que «El Vips es la mejor librería de la ciudad», ¿para qué engañarnos?

Vila-Matas y Bill Murray hacen con su vida una cosa que, la verdad, todos deberíamos practicar un poco más: el tonto. Hacer el tonto —lo que los franceses llaman «situacionismo»— genera entornos de anormalidad, lo cual, necesariamente, acaba dando al día huella narrativa. Quiere decirse que llegas a casa y tienes algo que contar, a diferencia de todos ustedes, que solo tienen algo que reportar.

Esta disciplina de la estupidez, que ya confesaba Salvador Dalí en sus diarios («no estoy loco, hago como que lo estoy para provocar a la vida»), solo tiene un problema: no es apta para tímidos. Como todos somos tímidos, no podemos ir por la calle y taparle los ojos a un desconocido y preguntarle: «¿Quién soy?», como hace Bill Murray; o meterle dinero en el bolsillo a la gente, cosa que también ha hecho. Tampoco podemos ir a la Grand Central Station en Nueva York con En Grand Central Station me senté y lloré, de Elisabeth Smart, en el bolsillo y sentarnos y llorar, como hizo Enrique Vila-Matas.

Por mi parte, lo único que puedo hacer es titular un artículo «El Vips es la mejor librería de la ciudad» y ver qué cara me ponen.

Y adónde nos lleva todo esto.

Porque lo normal es que la mejor librería de la ciudad esté en una coqueta calle del barrio bohemio y ande siempre llena de hipsters con un libro de Blackie Books en cada mano, al punto de que no saben por dónde anda su patinete. La mejor librería de la ciudad sale en los tops de mejores librerías de la ciudad y es visitada por los propios escritores, que la eligen para presentar sus libros. La mejor librería no vende Cincuenta sombras de Grey ni el último premio Planeta. Sus dueños son amorosos y saben de libros y, si eres autor, debes adorarlos. Cuando la mejor librería de la ciudad cierra, el cosmos se contrae, casi parece imposible que a la mañana siguiente salga el sol.

Esta es la tesis normal, loable. Algunas veces hasta estoy de acuerdo con ella.

Así, en Madrid molan Tipos Infames, Cervantes y Cía, La buena vida o La Central. Si leen Librerías, de Jorge Carrión, podrán ver las librerías que molan en casi todas las ciudades del mundo.

Muy bien. Pues a mí la librería que me mola es el Vips. En concreto, el Vips de la calle Ribera de Curtidores de Madrid.

¿Por qué le hago publicidad al Vips? Bueno, porque me da la gana. Siguiente pregunta.

¿Cómo coño va a ser el Vips la mejor librería de la ciudad? Esa es buena.

Pues yo voy al Vips y me pongo a mirar entre toda la increíble porquería de libros que tienen allí y me lo paso en grande. El hecho de que el 90% de los libros esté rebajado, con una etiqueta rojo fracaso pegada en la cubierta, me dice mucho sobre el mundo editorial.

Además, siempre que voy al Vips me apetece comprar uno o dos libros. Cuando entro en una librería independiente, con tantos libros preciosos, escogidos con mimo, de sellos respetables y cuyos autores sé que se han dejado la vida escribiéndolos, me dan ganas de comprarlos todos. ¿No hay más veneno capitalista en una tienda pequeña que busca que te arruines —encima: en libros— que en una cadena comercial que te deja dinero para comer mañana? Cuidado con esos prejuicios.

Además, cuando quieres comprarlo todo, no sabes qué comprar y no compras nada. Pero si vas al Vips, como todo es una mierda, ves un libro medio literario y piensas: lo han puesto aquí para mí, me lo tengo que llevar. ¡Tengo que salvarlo!

Por eso yo me gasto dinero en la librería del Vips siempre, amigos. Siempre. El Vips es mi ONG.

Me ayuda el hecho de que en el Vips el que más sabe de libros es el que entra a comprarlos. ¿Quién necesita a un listillo diciéndole que lea a Pascal Quignard? El cliente siempre tiene la razón, pero ¿cómo va a creer que tiene razón si no sabe quién es Pascal Quignard y tú vas y se lo restriegas por la cara?

El éxito del Vips con gente como yo es que su librería no tiene ningún criterio, salvo que cualquier cosa que publique Anagrama, gane un premio o sea basura estará disponible. Lo demás es un gran misterio maravilloso.

Por ejemplo, el otro día. Voy al Vips. Basura por doquier. De pronto, La uruguaya, de Pedro Mairal. ¿Cómo ha llegado aquí este libro? Me lo pregunto hasta enloquecer. ¿Cuántos errores de mozos de almacén y de transportistas han hecho que la novela de este escritor argentino completamente desconocido en España esté en un Vips? ¿No tiene más mérito que esa novela esté en el Vips que el hecho mismo de que Mairal la haya escrito?

Un poco más allá: Sonatas, de Ramón María del Valle-Inclán. En serio: ¡60 personas comiendo sándwiches tan tranquilos sin saber que a lo mejor se les suben a la cabeza y acaban comprando todas las Sonatas de Valle-Inclán, no una ni dos!

Y lo más increíble: Tratado del socorro de los pobres, de Juan Luis Vives, edición facsimilar, 9 euros.

¿Cómo no te vas a comprar el Tratado del socorro de los pobres, obra escrita en latín en el siglo XVI, traducción al castellano del siglo XVIII, en un Vips?

Si puedes pagar por algo más divertido que esto, tiene que ser ilegal*.

*Nota del autor: lamentablemente, el Grupo Vips cerró todas sus librerías en las primeras semanas de 2018.

¿Quieres que te firme mi libro con sangre?

Solo hace dos años me enteré de verdad de qué iba eso de firmar en la Feria del Libro de Madrid.

Yo acababa de publicar mi novela Alabanza en Random House y me pasaron un estadillo con los números de las casetas y los horarios correspondientes. Los autores firman de doce a dos y de siete a nueve, los sábados y los domingos. Cuando uno solo tiene que firmar en una caseta —normalmente la del pequeño sello que le publicó su novela— puede solventar el compromiso tirando de cuatro amigos y cuatro familiares, de un despistado que le confunde con otro autor y de una exnovia que ha oído su nombre por megafonía.

Sin embargo, cuando uno tiene que firmar en ocho, diez o doce casetas —es decir, velar las armas de sus libros durante dieciséis horas o más— los amigos nunca son suficientes, los familiares se gastan a la primera ocasión y tampoco es cierto que acabáramos tan bien con tantas novias. Hay escritores que se libraron de la mili y ha tenido que ser la Feria del Libro la que les enseñe el frío que hace en una garita.

A pesar de que la prensa vende este trapicheo de firmas como un «encuentro con los lectores», lo cierto es que en la feria la mayoría de los escritores solo se encuentra consigo mismo. Casi nadie cuenta con sesenta personas que no solo lean con gusto sus libros, sino que además practiquen la pasión por el autógrafo y le llenen esa guardia de dos horas en la caseta. Sesenta personas por la mañana, sesenta por la tarde, y lo mismo al día siguiente y el fin de semana que viene. Sería lo necesario para que el escritor se librara de encarar la sutil tortura de verse solo con sus libros a unos cuarenta grados de temperatura durante horas interminables y con el piadoso librero dándole conversación. Y alguna excusa: es que ya no se vende como antes, ay.

Una vez coincidí con Julia Navarro en una sala de espera de la Cadena SER. Acababa de venir de firmar en la feria y, según dijo, le dolía la muñeca, pues había firmado, en una sola tarde, 435 ejemplares. 435 ejemplares es lo que venderán de su libro muchos autores desde el día que lo publicaron hasta que llegue el fin del universo conocido.

Arturo Pérez-Reverte o Lorenzo Silva también venden bien, firman de lo lindo. El año del que hablo el que estampó garabatos hasta desangrarse fue El Rubius. Cocineros, gentes de la tele y autoras de novela gráfica completan el catálogo de estrellas que consiguen escocer a todos los demás con sus largas colas de fetichistas de la firma.

Cuando te toca justo al lado de una estrella, te atiborras de paciencia y buenos sentimientos, pues todo lo que firma el vecino es, a fin de cuentas, por el bien de la industria. Además, la cola del vecino popular suele ser tan larga y desordenada que tapa tu propia firma, por lo que nadie puede ver que estás ahí solo haciendo el canelo. Sin embargo, esta loable majestad en la derrota se ve desbaratada cuando —y sucede a menudo y reiteradamente— los lectores del otro escritor se acercan a ti… (te vienes arriba durante un segundo) y te preguntan si el libro de tu vecino lo tienen que pagar antes de que lo firme. Te han confundido con un dependiente.

Es entonces cuando ni el más duro de carácter puede evitar salir de la caseta por la parte de atrás con la excusa de ir a fumar y hacer una llamada a su madre.

¿A quién se le ocurre ir de firmas a la feria y pensar que los lectores vendrán solos? A mí, de hecho.

Pero no a Juan Carlos Monedero. El memorable año de aprendizaje que aquí gloso también me tocó firmar al lado de Juan Carlos Monedero. Su libro no era de ripios, por mucho que se titulara Curso urgente de política para gente decente. El fundador de Podemos llegó media hora tarde y enseguida se puso a vender libros como quien acaba de recibir marisco fresco. Gritos, voces, risotadas y aspavientos hacían imperdonable que alguien que pasara frente a nosotros no se fijara en ese hombre en chaleco que quería hacer un poco más rico al Grupo Planeta. «Acérquense, que no muerdo», decía el buen hombre.

Ese mismo día, por la tarde, firmé —es un decir— con otro autor/emprendedor. Era un elegante anciano que estuvo las dos horas de pie, que daba consejos para llegar a su limítrofe edad (agua y andar, en resumen) y que hablaba de su propia novela más o menos como un panadero hablaría del pan que sale de su horno: que es, hombre por Dios, el mejor del mundo.

«Engancha desde el principio», les decía a los visitantes de la feria a nada que conseguía, con pasmosa habilidad, que se le acercaran. Casi todos se iban con un ejemplar de su novela bajo el brazo. Qué hombre tan encantador, debían de pensar.

He visto a los mejores cerebros de mi generación pudrirse de aburrimiento en una caseta. He visto a autores consagrados tan solos con sus libros que no me acerqué a saludarlos únicamente porque no supieran que yo sabía que estaban tan solos, mirando su pequeña faja de segunda edición. He visto a escritores irse de la feria tras dos horas en una caseta donde firmaron cero (0) libros. ¿Tanto les cuesta ponerse el traje de tendero y vender sus libros como si fueran melones en un cruce de semáforos?

Son los monjes, los dignos, escritores que no engañan a nadie, que escribieron su libro con toda la pasión que tenían y ahora se sienten incapaces de contemplar su obra a tanto el kilo.

Estos autores firmarían con sangre su propio libro. Si en la feria se firmara con sangre del autor, a lo mejor eran los que más vendían.

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9788412103465
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