Kitabı oku: «Cuentos asépticos»

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P739 Pocasangre Velasco, Alberto José

Cuentos asépticos libres de moralina / Alberto José Pocasangre Velasco ; Vicky Ramos, ilustradora. – Guatemala : Piedra Santa, 2017.

128 páginas ; 21 cm –

ISBN 978-9929-716-50-6

1. LITERATURA SALVADOREÑA

2. CUENTOS SALVADOREÑOS

I. t.

863

Diagramación

María Fernanda García Pellecer

Ilustración

Vicky Ramos

Fotografías del autor

Flor Pocasangre

Dirección de Arte

María Fernanda García Pellecer

Gerente de Producción Editorial

Patricia J. Peralta S.

Directora

Irene Piedrasanta

Producción del ePub

booqlab

© 2017 Editorial Piedrasanta

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Ciudad de Guatemala, Centroamérica

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Prohibida la reproducción parcial o total de este libro por cualquier método digital, fotográfico, fotomecánico, sin la autorización de Editorial Piedrasanta.

ÍNDICE

A MANERA DE INTRODUCCIÓN: BIOGRAFIA DE RAÚL, EL MÚSICO (SU HISTORIA VERDADERA Y NO COMO OTROS LA CUENTAN POR AHÍ)

II - EL REY NEGRO

III - ELENA ME DIJO

IV - POR QUÉ LAS BANTÚES NO SE LLAMAN ALEJANDRA

V - MUCHAS GRACIAS

VI - CANCIÓN PARA CAROLINA

VII - EL PRÓFUGO

VIII - ¿Y QUÉ PASARÁ MAÑANA?

IX - EL SUEÑO DE ALEJANDRA

X - LOS TRES SUEÑOS

XI - DESDE EL OTRO LADO DEL MUNDO

XII -¡ES TAN LINDA SUSI! O INDIANA JONES EN BUSCA DEL LIBRO PERDIDO

EPÍLOGO O CIERRE NECESARIO PARA UN LIBRO EXTRAÑO

Para todos aquellos que aún buscan una historia que les llene. Para aquellos que quisieran escribir la suya propia.

Para Ale, que me contó su sueño. A mi esposa, que pone mis pies en la tierra.

Y como siempre, a mis hijas, para que no olviden que hay cosas más importantes que un peine o que un libro.

A MANERA DE INTRODUCCIÓN: BIOGRAFÍA DE RAÚL, EL MÚSICO (SU HISTORIA VERDADERA Y NO COMO OTROS LA CUENTAN POR AHÍ)

¿Qué quién es Raúl, el músico? ¿No sabes? ¡No sabes! Vaya, veo que empezamos mal… aunque debo admitir que la mayor parte de la gente tampoco lo sabe, ni le interesa. Así que es una muy buena pregunta la que te estás haciendo acerca de ese tal Raúl. Trataré de responderte con esta introducción/biografía ¿te parece? Sigamos entonces:

Raúl, el músico nació, bla, bla, bla y otro montón de cosas que no nos incumben y que le interesaban solo a su mamá. Así que nos las vamos a saltar ¿estás de acuerdo? ¿Sí? Yo sí, porque siempre me ha chocado leer esas largas biografías con detalles insípidos y que a nadie le importan... bueno, solo al profe que nos hace el examen acerca de la biografía… y al que escribe el prólogo y la biografía –que algo de fama de diez minutos quiere– pero como la intención es leer para divertirse y para crecer y no para memorizar detalles, nos los pasaremos por alto ¿vale? Pero si eres de los que quieren la versión ampliada de esta biografía puedes consultarla el año próximo en una enciclopedia de esas que papá compra y que nada más sirven para adornar una librera en casa o para compensar una pata floja de un mueble. O búscala en inter, en la página de algún malvado torturador de jóvenes cerebros.

Dicho lo anterior, continúo: Raúl, el músico: de los cero a los doce años, comía y leía.

A los trece años soñaba con escribir un libro. Es la edad en que uno piensa que todos los sueños pueden materializarse (extrañamente en confabulación con la tele y el entorno). Había leído completo y varias veces lo que sus papás tenían en los estantes y estaba por devorar la librería entera de su abuelo. Y cada vez que leía un libro de los llamados “para jóvenes” sentía que algo andaba mal. No en los de corte antiguo como los de Jack London o de Julio Verne –que eran sus favoritos– sino en los nuevos, en los que se autodenominan “para jóvenes”. Sabía bien que los clásicos jamás escribieron pensando en el público adolescente, más bien lo hicieron pensando en un lector a secas, con seguridad adultos y que, con el tiempo, los jóvenes se fueron apropiando de esos libros porque era lo que tenían a mano. Y un día a alguien se le ocurrió –por comodidad en la clasificación o por interés de mercadeo– llamarles “literatura juvenil”.

Raúl no entendía por qué algunos de esos libros trataban temas de manera tan rara como si los que los escribieran tuvieran en su cabeza tres ideas fijas y preconcebidas de cómo son o deberían ser los jóvenes. Y parecía que todos los personajes eran planos o necesitaban un psiquiatra o eran poco listos. Y Raúl estaba seguro que no era así en la vida real. Estaba seguro que los jóvenes eran mucho más complejos, inteligentes e interesantes de lo que algunos de estos libros proponían. Le molestaba que los escritores trataran los temas de manera tan simple, haciendo sospechar que no respetaban la inteligencia del lector. O que escribieran con palabras tan de comer por la calle, creyendo que así imitaban el modo de ser y hablar de los chicos, encajonándolos en estereotipos prefabricados, olvidándose de la variedad infinita de caracteres y de que el verdadero Arte algo de bello tiene en su fondo y en su forma. Algo que nos lleva a ser más de lo que somos. Y le molestaban las clasificaciones ¿quién decidía qué podían o no leer los chicos? ¿Por qué El Principito era bueno para todas las edades y los cuentos de Andersen no? Raúl recordaba que a los ocho años leyó La Ilíada y La Odisea a escondidas de sus padres porque ellos le decían: “Ese libro aún no es apropiado para ti” y creyó que encontraría un chisme entretenido por prohibido y la gran desilusión fue que solo encontró una maravillosa historia más cargada de adjetivos que lo que está una piñata de dulces. Pero se le abrió la mente a las historias.

A todo tipo de historias.

A los diez años había leído completo a Conan Doyle y a su detective increíble, el señor Holmes. De eso saltó a Agatha Christie y el espectacular Hércules Poirot y por extensión se acercó a Auguste Dupin, de Edgar Allan Poe. Sin darse cuenta, a los doce estaba leyendo las historias góticas del tenebroso norteamericano y a los trece leía a Kafka, a Camus, a Sartre y a Joyce. No los entendía casi nada pero los disfrutaba casi todo. Y se hizo acérrimo enemigo de las películas basadas en libros pues, como todos los buenos lectores, detestaba que la película se saltara tantos detalles. Y, como todos los buenos lectores, olvidaba que un guión de cine para dos horas difícilmente abarcará quinientas páginas completas de una novela.

En el colegio le empezaron a obligar la lectura de libros diferentes, “apropiados”, cargadísimos de mensajes… con temas como las drogas, el acoso estudiantil, las primeras experiencias sexuales y un laaaargo etcétera; con personajes más planos que el papel en que los describían. Y los libros, por primera vez, lo decepcionaron.

Y odió que los escritores se esforzaran en sermonear al lector en lugar de despertar sus emociones.

Pero igual, quería escribir un libro.

Hay sueños necios, difíciles de asesinar. Así que trataba de escribir cada vez que podía. Y como todos, en algún momento de debilidad, Raúl quiso darle gusto a lo establecido. De modo que escribió una historia sobre el bullying en la que el personaje principal era molestado por sus compañeros (por cierto acné) hasta que –por obra y gracia de un súperprofesor sin familia y misántropo– al final todos se abrazaban como hermanos sin importarles las diferencias ideológicas y de acné, fuese este leve o severo. No le gustó mucho que digamos lo que había escrito.

Entonces se le ocurrió una de una chica que sube a un bote y le da la vuelta al mundo buscándose a sí misma. Y vaya que se encuentra. Y vaya que sí aprende a lidiar con las tempestades, especialmente las que se desataban en su “alma atormentada” (así lo escribió). Pero tampoco le gustó.

Luego la de un chico y su primer amor, una historia cargada de caramelo y llantos, abrazando osos de peluche y de pajaritos que trinan fuera de la ventana, de esas que tiene un final vomitivamente feliz, tanto que uno no sabe qué de bueno podría pasar después si el final es tan determinante.

Y odió aún más a los libros y a esos rufianes: los escritores. Y –para que nadie se queje por la igualdad de género– a las rufianas también: las escritoras.

Pero seguía queriendo escribir uno. Uno que no enseñara nada porque –decía– “la buena literatura es como los buenos chistes, si hay que explicarlos, no sirven”. Y que “…para aprender mensajes ya están las fábulas y esos géneros. Si hay algo que aprender de mi libro, que sea tarea del lector y no del escritor…”. Si alguien encontraba moraleja, qué bien. Si no, qué bien igual. Por lo menos habría dado a alguien ese gusto que Raúl encontraba en los libros y que lo hicieron enamorarse de la lectura: puro y llano entretenimiento y placer estético.

Así que se decidió a escribir un libro de cuentos: “Cuentos asépticos libres de moralina” lo nombró. (¡Ah!, ahora ya entiendes la razón de empezar con esta biografía. ¡Exacto! Este es el dichoso libro de Raúl). Fue su único libro terminado. Totalmente inédito.

No sé por qué nadie quiso publicarlo. Yo lo he leído y puedo jurar ante la ley que el libro es malísimo. Merecía, como tantos libros malísimos que hay publicados por ahí, ver la luz. Incluso, Raúl agregó – como broma – cinco palabras resaltadas en cada uno de los cuentos, pero solo una de las palabras resaltadas en cada cuento servía para formar una oración al final del libro. Yo leí y leí y jamás encontré la oración, me dio pereza, vaya. O quizá es para gente más lista que yo. No importa. Solo supe que la primera palabra era NO. Así que si un día tienes el chance de leer el libro de Raúl, ya te di la primera palabra. Allá tú si pierdes el tiempo buscando las otras. Es más, para que veas que no miento, y a riesgo de arruinar la visión que tienes de los libros, te dejó abajo los “Cuentos asépticos libres de moralina” de Raúl, el músico, ahí encontrarás las palabras y otras cosas de la desordenada y genial mente de Raúl. No creo que me demande por compartir este material, total, ni se dará cuenta. Sería más fácil que tú me demandarás por darte a leer cuentos tan malos y hacerte perder el tiempo… quizá sea mejor que ni los leas… Allá tú. ¡Ah! Y algo más: empezaremos desde el segundo cuento, porque el extraño de Raúl, de pura guasa, eliminó el primer cuento de la colección, ese donde estaba la palabra “NO”. El cuento se llamaba “Cómo curar todas las enfermedades” y Raúl lo borró para siempre de la existencia en papel o en virtual. ¿Por qué lo hizo? Ya dije: de pura broma. ¿Cómo supe yo del cuento? Pues… soy la única persona que lo ha leído y efectivamente el cuento revelaba cómo curar todas las enfermedades. Aunque también era malísimo.

¿Qué te espera en estos cuentos? Quisiera decirte que enseñanzas profundas y maravillosas. Que habla sobre la verdadera amistad, sobre el amor filial, sobre los peligros del acoso y del mal manejo de las redes sociales… que habla –en fin– sobre el amor.

Pero no te diré eso.

Te diré que te esperan historias, nada más. Lo maravilloso lo pondrás tú.

Dicen que cuando se hace un viaje, la mitad de la diversión es el viaje mismo. La otra mitad, es lo que el viajero hace al llegar. Igual es al leer. En este viaje, la mitad de la maravilla depende de ti. (Raúl se moriría de la risa si me oyera decir esto).

Pero sigamos: dicen algunos textos apócrifos, que Raúl –decepcionado del mundo de los libros y sus habitantes– dejó de escribir e incluso dicen que trató de olvidar el proceso elemental de juntar grafías unas con otras para obtener sonidos articulados. Pero ese debe ser un vil chisme. Se sabe que con el tiempo aceptó que hay libros buenos entre los que odiaba (sean de vampiros, magos o paisajes pos-apocalípticos) y que si un libro ayuda a alguien a aferrarse de la lectura, es válido. Y que si una historia te toca el corazón, ha hecho valer su existencia (Esto también es apócrifo, pues si bien esta es la historia verdadera, es una biografía no autorizada. A Raúl no le gustan las biografías. Por cierto, esta es la primera suya y espero que sirva de prólogo para su libro, si es que un día lo publican. Yo también quiero mis diez minutos de fama).

Raúl actualmente es dueño de una zapatería o mercería –no recuerdo– y los viernes por la noche toca en una fonda italiana pues la guitarra y el canto se le facilitan. Cada vez que habla con los visitantes acerca del Arte (y lo dice así, con mayúscula) dice que “lo mejor para que la gente ame la lectura o cualquier otra expresión artística, es dejar que consuma lo que guste, lo que atraiga su atención... poco a poco el apetito estético les llevará a platillos mejores, más sofisticados…” Es muy bueno para acuñar frases, de hecho, alguien por ahí está recopilando sus frases para publicarlas cuando Raúl muera, pues entonces a lo mejor tengan algún valor.

Dice también que de vez en vez –cuando recuerda que fue joven y que leyó tanta porquería (que le obligaron) con mensaje– escribe un cuento cursi, por bromear, pero no lo enseña a nadie (bueno, excepto a una sobrina algo boba que tiene por ahí y que se llama Susi, que es como no enseñárselo a nadie).

Raúl no ha muerto, casi estoy seguro, a menos que sea su fantasma el que vi la otra noche en la fonda italiana, de tal modo que no pondré fecha de deceso.

Y esta es la biografía (no) autorizada de Raúl, el músico. Sé que me alargué innecesariamente y sé que leerla fue una pérdida total de tiempo para ustedes, así como lo fue para mí escribirla. Y que no aprendimos absolutamente nada de ella.

Pero podemos estar seguros que eso es lo que le encantaría a Raúl.

Te dejo los cuentos. Léelos si quieres, pero no me eches la culpa del resultado. Todo lo que viene, es culpa tuya.

II - EL REY NEGRO

Creí que lo había encontrado. Estaba seguro. Tan seguro como las otras dieciséis veces. Pero esta vez la corazonada fue más profunda, más impactante. Como cuando presentimos que alguien nos observa. Algo me decía que esta vez era la buena.

Lo encontré cuando iba en el autobús con mis amigos, EN la esquina donde los vagabundos y los perros disputaban la basura. Estaba seguro que era él. O por lo menos que se le parecía… bueno, se parecía y no se parecía. Nada más se me ocurrió bajarme ahí mismo ante el asombro de todos e ir corriendo hasta donde mamá trabaja.

—¡Mamá, mamá! ¡Lo hallé!

—¿El qué? —dijo mientras se limpiaba la frente con una toalla azul.

—A Gabriel.

Ella quedó un momento como en el aire, pensando. Parecía que trataba de encajar todas las piezas en la redecilla de su cabeza.

—No —dijo entonces—. Quieres que sea él.


—¡No, mamá! El corazón me dice que es Gabriel…

—Son imaginaciones tuyas, como las otras veces… —y siguió levantando los trastos de una mesa sucia.

—¡No, mamá! ¡Ahora sí es él! ¡Estoy seguro!

Ya no me hizo caso. Siguió recogiendo trastos con la presteza de la experiencia. Creo que después de tantos desengaños ya no quiere creer. Pienso, al verla apilar los platos y limpiar la superficie celeste, que estos cuatro años le apagaron la esperanza. Pero a mí no. Siempre supe que Gabriel aparecería. Siempre quise creerlo. Por eso, cada semana creía haberlo encontrado.

Recuerdo bien: la noche antes de irse me confió su plan.

¿Por qué? —pregunté con un quiebre de voz. Gabriel se puso un dedo en los labios y sonrió con picardía, como cada vez que una travesura le salía al gusto, la sonrisa de siempre cuando se escapaba con sus amigos, esos que a mamá le desagradaban tanto.

¿Por qué crees? ¡Aquí ya no se aguanta! ¡Todo es palos y palos! ¡Todo es trompada y trompada! Si este fuera un barco, estaría por hundirse… y yo, como buena rata, abandono el barco a tiempo...

Apreté los ojos para que las lágrimas no salieran y apreté también el hatillo que Gabriel había hecho con dos camisas y un pantalón y que ya tenía al hombro. Aunque sonreía tenía los ojos tristes.

—Entiende que somos nosotros o ese panzón —se soltó de mí y fue al cajón donde guardábamos el ajedrez. Buscó y buscó y sacó al Rey Negro—. Quiero que te acuerdes de mi cada vez que veas esta pieza —los ojos de Gabriel eran los de un gato—. Acuérdate que yo soy el Rey Negro y que un día vuelvo aquí para rescatarte.

Gabriel me enseñó a elevar cometas y a dar puñetazos.

Gabriel me enseñó que hay hermanos que son más que un hermano.

Gabriel me enseñó a jugar canicas y ajedrez.

Me enseñó también que los villanos pueden ser especiales.

Me enseñó muchos trucos para ganar en todos lados… Pero en el juego de la vida, él no ganó.

Lo que más le gustaba era el ajedrez. Siempre jugaba con las piezas negras:

—Es que yo soy el malo de la película —decía con una mueca de cine y hacía su sonrisa pícara.

Le gustaban las canicas oscuras. Si no había cometa negra, ayudaba a volar la mía y a aplaudir o se fabricaba una con bolsas para basura. Eso sí, negras. Siguió jugando conmigo aun cuando creció, incluso cuando sus amigos —que mamá odiaba— llegaban a llamarlo, cada uno con un cigarro tras la oreja.

Le pedí que no se fuera. Que esperara hasta la mañana, que hablara con mamá. Prometió que sí. Devolvió el Rey Negro al cajón y se acostó. Yo me dormí después que él cerró los OJOS. A la mañana, Gabriel se había ido. El Rey Negro también faltaba en el cajón.

El señor que nos pegaba nos dio unas cuantas palizas más y — cansado, supongo— se fue unos días después, pero Gabriel no volvió.

Y hoy lo había encontrado.

Decidí llevarlo a casa. Fue fácil. Aunque es más alto que yo —me lleva dos años— está más flaco que los perros con los que lo encontré y me dejaba hacer sin preguntar. Sin importarle nada. Estaba sucio. Podrido. Con el pelo hecho mil nudos. Me miraba con vacío, como deben mirar al espacio los ciegos (traté de imaginar a un astronauta ciego, pero no pude). En la frente tiene una cicatriz ondulante que le corre desde la ceja hacia arriba perdiéndose en la mata de pelos. Cuando lo bañé, me di cuenta que la cicatriz recorría toda su cabeza hasta la nuca, como si un accidente terrible se la hubiera partido. Quizás —pensé, mientras Gabriel miraba fascinado al techo, al cielo falso, hacia arriba— Salud Pública lo recogió en alguna calle perdida, lo operó y lo dejó de nuevo en la calle ¡Y yo no estuve ahí para ayudarlo…!

Recuerdo que una vez me quedé atrapado en un árbol: había un manzano frente a la escuela y mis compañeros me retaron a subir. Subí, pero como les pasa a los gatos, no pude bajar. Mis compañeros se fueron y quedé angustiado ante la idea de pasar la noche en el árbol. Al poco llegó Gabriel. Miró hacia arriba, me preguntó sonriendo pícaramente: “¿NECESITAS ayuda?” Después subió con destreza y protegiéndome con el cuerpo, me ayudó a bajar.

No conozco a mi papá, pero imagino que todos los papás buenos deben ser como era Gabriel.

En el cuerpo tiene muchas cicatrices. Y llagas.

—¡Gabriel, Gabriel! —lo llamo y me mira con infinidad. Como si dentro de su cabeza partida la lucecita que debiera encenderse al oír mi voz se hubiera apagado hace tiempo. Le pongo ropa limpia, ropa mía. Parece que le gusta el olor y sonríe. Pero no es la sonrisa pícara de Gabriel: es una muequilla de sonrisa. Es el gesto que haría un mono imitando a otro. Después se rasca la cicatriz y se sienta en el suelo con ojos asustados. Sigue mirando al techo con intensidad, tratando de traspasarlo con imposibles rayos X. Me hace pensar de pronto que no es Gabriel, y tengo miedo. Tengo miedo de haber metido a un loco cualquiera en la casa con la esperanza de que sea Gabriel. Cuatro años vuelven ciego a cualquiera. Y loco.

Cuando me enseñó a jugar ajedrez me dijo que lo hacía bajo dos condiciones: una, que él iba a jugar siempre las negras y dos, que dijera con orgullo CADA vez que me preguntaran, que yo era el primer niño que había aprendido ajedrez con un experto.

Gabriel no era ningún experto. Es más, casi en todas las ocasiones yo ganaba. Jugábamos y jugábamos días enteros. Se convirtió en nuestro pasatiempo favorito. El ajedrez era el centro medular de nuestra amistad. Pronto nos hicimos fanáticos obsesivos de las aperturas y los gambitos, de la batalla en el centro y de las defensas. Gabriel se las arreglaba para conseguir revistas de ajedrez con sus amigos. Ellos tomaban algunas de los quioscos, “prestadas” decían, de adultos para ellos, de ajedrez para Gabriel. La emoción de leer una nueva revista era como la de ganar una partida. Dónde había aprendido Gabriel el juego nunca lo supe ni él quiso revelármelo. Y a pesar de su alegría y tenacidad, nuestros minitorneos, en la mayoría de casos, me coronaban a mí. En cada partida que Gabriel fallaba, decía riendo:

Hoy te dejé ganar para que cojas práctica. Pero ya verás —y entonces me retaba a otro juego (que también yo ganaba). Pero antes del jaque en la tercera partida, secuestraba al Rey Negro y gritaba:

¡Nunca, nunca será tuyo! ¡Yo soy el Rey Negro y nadie me atrapará! —corríamos por toda la casa, persiguiéndonos, sin terminar el juego.

Yo estaba seguro que al huir se había llevado la pieza.

“¡Soy el Rey Negro y nadie me atrapará!”

Pero sí lo atraparon.

Mamá llegó tarde y nos encontró sentados en el suelo. Yo le mostraba fotos a Gabriel, muchas. De esos momentos que vivimos todos alguna vez. Fotos con mamá, conmigo… hasta con el gordo que nos golpeaba. Y Gabriel nada más miraba hacia arriba con expresión perdida, obstinada. Cuando mamá entró, una luz pasó veloz por sus ojos. No por los de Gabriel sino por los de mamá. Él la miró un rato, como alguien distraído por cualquier cosa y siguió inspeccionando el techo. Mamá se acercó: parecía que iba a llorar pero de inmediato se contuvo.

—Se parece un poco… no. No es él. Tiene la cara angulosa y pálida.

—Mamá, ¡sí es! ¿No es normal que haya cambiado un poco? ¡Quién sabe todo lo que ha rodado y las cosas feas que ha vivido!

—¿Y si no es él? ¿Y si solo queremos que sea? ¡Hace tanto que perdí la fe!

Los tres nos queríamos y cuidábamos mucho. Pero mamá pensó que se necesitaba un hombre en el grupo y llevó al panzón. Ese que nos puso los ojos morados varias veces. Ese que llegaba a medianoche gritando vómito y dando patadas a las puertas, a los muebles, a los niños a quienes ni siquiera había tenido el trabajo de engendrar. Ese que le mató las ilusiones a mamá a trompada limpia. Ese que sabe el diablo en dónde está ahora.

Gabriel se ha dormido en el suelo. Duerme feliz. Inocente. Con la paz que tienen los que nada sospechan. Mamá y yo lo contemplamos.

—Mamá ¿no te dice nada el corazón? —afuera ronronea la noche. A lo lejos se oye una ambulancia. Mamá tarda en responder.

—El corazón me sofoca y me dice que quizás es mi Gabriel… o quizás no —se pasa la mano por la frente–. Hace tiempo me resigné, ahora no sé nada… ¿cómo puedo creer que este trapo sea mi Gabriel? —se limpia como quien limpia lágrimas, pero no llora—. Y si es, ¿qué podemos hacer? Mañana le da por escapar otra vez y… otra vez la angustia… y otra vez la de vueltas y vueltas, la de buscar y buscar y la de no encontrar nada ¡nada! —creo que va a llorar pero no lo hace. Quizá las lágrimas también pueden secarse en cuatro años. No solo yo he estado angustiado—. Tal vez… —sigue ella— tal vez sea bueno llamar a una institución social…

—¡No, mamá! Yo pienso que… que debemos cuidarlo… ¡Yo voy a cuidarlo!… si es Gabriel estamos obligados, nos obliga la sangre…

—¿Y si no es?

—… Si no es… por lo menos cuidaremos a alguien en su nombre.

MAMÁ no dice nada. La veo atento y me doy cuenta: está envejecida, golpeada y reseca. También estos cuatro años le pasaron factura.

El presunto Gabriel durmió con gusto. Como quien no ha dormido en un piso tan suave por siglos. Mamá se fue al trabajo con el rostro duro y preocupado. Me recomendó que sacara al sujeto de la casa y que si se ponía peligroso llamara a la policía. Le digo que sí por decir algo porque no pienso obedecer. Pero me deja una espinita.

Le doy a Gabriel cereal con leche. Lo derrama y sigue atento al cielo falso. Cada vez que lo miro lo desconozco más y pienso haber recogido a un extraño. Y la espina que mamá me dejó se hace más y más grande. Frunzo el alma al darme cuenta que mi seguridad de ayer se ha desvanecido.

Me equivoqué otra vez.

Gabriel anda aun por ahí, pero no es este. Este que parece tan contento. Se ve feliz pero es seguro que no me reconoce quizás porque nunca me ha visto. Entonces se me ocurre: saco el ajedrez y lo armo completo frente al hipotético Gabriel. Lo hago despacio, atento a sus impresiones, pero no le da mayor importancia a lo que hago. A medida que el tablero se llena y él sigue impasible, algo en mi corazón se va vaciando, algo como si cada pieza fuera un pedazo de mí mismo y al ponerla en los cuadros negros y blancos me diera cuenta que esa pieza, ese pedazo, ya no podrá volver a su lugar. Y yo seré entonces otro. Más liviano y más vacío. Como si al ubicarlas en su lugar me fuera despidiendo de la esperanza de encontrar a mi hermano.

Termino al fin de poner en el tablero los pedazos de mí. Solo queda vacío el escaque del Rey Negro, desaparecido el día de la fuga. El impostor mira el tablero como si por primera vez viera uno y después alza los ojos al techo. Se me acumula el sabor acre de la pérdida. El sabor terrible de la certeza que da un error. Esta era mi última prueba, la definitiva: no es Gabriel.

De repente, el falso hermano dice “¡Ah!” y va hacia el cuarto, lo sigo y veo que —de manera autómata— sube a mi cama y levanta la loseta del cielo falso: mete la mano y saca una pieza polvorienta de ajedrez. Me la extiende riendo, el rostro iluminado.

Tomó al Rey Negro y sonrío a Gabriel.

Estoy seguro que no me reconoce pero no importa. He encontrado al Rey Negro y es suficiente. Tal vez un día él encuentre el camino a casa.

Y yo estaré ahí para abrazarlo.

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9789929771352
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