Kitabı oku: «El círculo de los blasfemos»
EL CÍRCULO DE LOS BLASFEMOS
UNA COMEDIA OBRERA
SENSIBLES A LAS LETRAS, 81
Título original: Nel girone dei bestemmiatori. Una commedia operaia
Primera edición en Hoja de Lata: abril del 2022
© Gius. Laterza & Figli, All rights reserved, 2020
© de la traducción: Francisco Álvarez, 2022
© del prólogo: Aitana Castaño, 2022
© de la ilustración de la portada: Iván Cuervo Berango, 2022
© de la fotografía de la solapa: Richard Nourry
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2022
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
info@hojadelata.net / www.hojadelata.net
Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección: Tania Galán Álvarez
ISBN: 978-84-18918-07-0
Producción del ePub: booqlab
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
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A Elettra, a Luca y a Maia, que solo pueden conocer a Renato en el papel.
A la ciudad de Casale Monferrato.
A las trabajadoras, a los trabajadores obligados a producir en los días de pandemia para beneficio de la patronal.
A quienes se dedican a los cuidados, que recaen en las mujeres mayoritariamente.
ÍNDICE
PRÓLOGO. Prunetti, las utopías y los lenguajes comunes
En medio del camino de mi vida
La historia de los trabajos de Hércules
La historia de la sal
La historia del electrodo
La historia de la fibra gris
La historia de la caja de herramientas
La historia del círculo de los blasfemos
La historia del domingo de los obreros
La historia del balón que rueda
La historia de la máquina de escribir
La historia del coche viejo
La historia del hierro que del fuego sale candente
La historia de las situaciones ridículas
La historia del círculo invisible
La historia del reverendo jorobado
La historia de la cigarra y la hormiga
La historia de la economía doméstica
La historia de Sandokán
La historia de la fundición negra
La historia de la gran fuga (un guion de paghetti western)
AGRADECIMIENTOS
PRUNETTI, LAS UTOPÍAS
Y LOS LENGUAJES COMUNES
Recuerdo con nitidez la tarde en la que apareció en el fondo de un cajón de casa la libreta de mi abuelo Jesús con las lecciones de esperanto a las que se había apuntado mucho antes de que yo naciera. Fue como hallar un tesoro indescifrable. En las páginas se sucedían listados de palabras y frases cortas en castellano a las que acompañaban otras tantas columnas escritas en un idioma que mi yo de 10 años no alcanzaba a encuadrar en ningún lado: «Sí» estaba acompañado de un «jes» casi como si fuera inglés; «gracias», de un «dankon» muy parecido al alemán y la frase «bonan matenon», que significa «buenos días», me sonaba entonces, perfectamente, a italiano. Pregunté qué era aquello y sobre la mesa de mármol blanco, al calor que daba la chapa de la cocina de carbón en una tarde de invierno que, estoy segura, llovía, mi abuela Menchu me explicó que durante una época en las cuencas mineras se habían popularizado los cursos para estudiar esperanto y que mi abuelo, que se apuntaba a un bombardeo, se había inscrito con unos amigos, iban a clase y hasta hacían deberes. «Esperanto», me quedé con la palabra. E hice una de las cosas que más me gustaba hacer a aquella edad, buscar el tomo de la E en el Diccionario Enciclopédico Plaza y Janés que mi abuela había comprado a plazos y que había costado unas cuantas toneladas de carbón. Esperanto, traía la enciclopedia, es: «Idioma creado en 1887 por el médico ruso Zamenhof, destinado a constituirse en lengua universal».
Así que una lengua universal, una herramienta que permitiera al hombre entenderse, fuera de donde fuese y con quien fuese. Interesante. Os aseguro que a la niña de 10 años que acababa de empezar a dar inglés ese mismo curso, con un profesor que lo primero que le enseñó fue a decir «My name is Aitana», lo de aprender un lenguaje que le permitiera viajar por el mundo y entenderse con cualquiera la fascinó desde el primer minuto. Le gustaba esa especie de sortilegio a la Torre de Babel que, como tradición judeocristiana que tenemos, había condenado al ser humano a la falta de entendimiento. Con lo guapo que es entenderse.
Y oye, no solo para evitar guerras, que sí, que está muy bien, también para disfrutar de las conversaciones del otro, de sus frases hechas, de sus bromas, de los chascarrillos, las palabras de amor, los apodos… Aún hoy me embelesa oír hablar entre sí a las gentes en su idioma materno, aunque no entienda ni una de las palabras que dicen. Por razones familiares que nos darían para otro prólogo, estoy vinculada a una familia bosnia, los Brajlovic, que viven en la ciudad industrial de Gorazde, una región del sureste del país balcánico, en la frontera con Serbia. Prierat, que es como dicen en Bosnia «antes de la guerra», la vida de este pueblo giraba en torno a una planta química especializada en productos a base de nitrógeno. La primera vez que vi aquellas montañas verdes con los valles poblados de estructuras metálicas abandonadas, ruinosas y furruñentas no pude más que pensar en todo lo que, salvando el terrible obstáculo de la contienda bélica, se parecía aquel lugar al mío en los paisajes, en los olores… Y en lo mucho que me gustaría poder decírselo a los Brajlovic. Cada vez que voy a verlos, Nermina, la hija pequeña de la familia, la única bilingüe de todos nosotros, tiene que dedicar su vida a ser traductora de las conversaciones entre los spanskis y los bosanskis. Todo lo que nos decimos con el filtro de la voz dulce de Nermina, y a pesar de los miles de kilómetros de distancia, nos suena a propio. Los paisajes plagados de ruinas industriales, circundados por un río caudaloso en cuyas márgenes sobreviven, como una resistencia casi épica, las casas de labranza a donde vuelven los jóvenes que, a su vez, intentan sobrevivir en la precariedad de las grandes ciudades. Nermina nos mira a unos y a otros y se ríe con ambos, nos va subtitulando en directo la vida. La envidio por ello. Como envidio a todos los traductores capaces ya no solo de trasladar a otro idioma las palabras escritas, también los sentimientos, los giros, las palabras de amor, los apodos… Destaco esto porque más adelante hablaremos de quién es nuestra Nermina de El círculo de los blasfemos y lanzaremos tres salvas al aire en su honor.
Total, que ahí estaba mi abuelo, en los años sesenta, estudiando esperanto, tres décadas antes de que su nieta soñara con tener una herramienta para entenderse en cualquier lado. Mi abuelo, que era capaz de recorrer todos los vertederos de la comarca para rescatar motores de lavadoras que después incorporaba a máquinas de hacer chorizos que mecanizaron la matanza del cerdo en todo el pueblo; o que guardó toda su vida una libreta con la lista de los precios de las tejas y los ladrillos con los que hizo su casa, era, sin saberlo, uno de esos hombres que creían en utopías. La suya fue, al menos durante un tiempo, la unión de los pueblos por un solo idioma.
Mi abuelo Jesús, al que todo el mundo llamaba Chuchu, vio fracasar el proyecto esperantino (él mismo había dejado de creer en ello cuando abandonó las clases) pero lo que nunca intuyeron ni él ni aquellos mineros asturianos que en la España de los años setenta se compraban un Seat y estudiaban lecciones de utopías idiomáticas es que a poco menos de 1700 kilómetros había obreros italianos que soñaban con Audis, se llamaban Renato, Francesca, Felice, Luciano o Mauro y no necesitaban compartir gramática con ellos para entenderlos.
No, no hacen falta reglas gramaticales ni idiomas inventados para comprender que perteneces a una misma estirpe, la de la clase obrera. A veces basta con toparse en el proceloso camino de la lectura a escritores como Alberto Prunetti para despejar incógnitas y aclarar conceptos humanistas. Unas páginas de Amianto (Hoja de Lata, 2020) sirven para comprobar que sí hay lenguajes que comparten unos y otros y que tienen que ver, por ejemplo, con las consecuencias físicas del trabajo. Testimonios que quedan escritos en los pulmones con tinta de ese mismo amianto o de carbón, mercurio… También en las manos artríticas, los codos de tenista (mira tú), las rótulas desgastadas, los túneles carpianos hechos polvo. Pruebas evidentes, duras y horribles de que para sentir la hermandad obrera no hace falta cruzar una palabra. Es el dolor lo que nos une. Dolor y ruido que se comparte del mismo modo. El runrún incesante de las bombonas de oxígeno, las toses, los escupitajos que llenan las calles y que ya no son negros, como antes, pero a veces llevan una sangre nada buena. O la memoria del ruido de los camiones, de los trenes, de las sirenas que marcaban los tiempos en la fábrica o alertaban de los accidentes y que nos acompañaron desde nuestro nacimiento, durante toda la infancia, porque se oían en nuestros barrios, en los colegios. Todos, de pequeños, conocíamos a alguien que había muerto atropellado por un convoy cargado de material o de mineral. Sobre las vías del tren, cuando yo era pequeña, los macarras de la barriada colocaban monedas o clavos que quedaban planos al pasar sobre ellos el peso de los vagones. Después las utilizaban para abrir las puertas de los coches y sembrar el enfado entre el vecindario. Mientras duraba aquella moda, los dueños de aquellos coches no dejaban de vigilar y de alertar a nuestros padres: «Cualquier día va a haber una desgracia». Y la había, claro. Hasta que no fui a estudiar fuera de la cuenca minera siempre había pensado que los atropellos ferroviarios eran algo común en los pueblos de todo el país. También los suicidios. Pero no. Eso también parece que es cosa del sílice en el aire.
Y si a Amianto le debemos el saber que hay un pueblo en la Toscana que conocemos todos los que crecimos en barriadas, barracones o colominas —con sueldos firmados por la misma empresa, del mismo sector—, o que las luchas no se deben dar nunca por perdidas (ni siquiera tras la muerte, o mucho menos después de la muerte), al Prunetti que nos lleva a la Inglaterra de 108 metros. The new working class hero (Hoja de Lata, 2021) le deberemos, siempre, que pusiera el foco en nosotros, los herederos de aquellos obreros. Los hijos de la working class que fuimos a la universidad, nos formamos y leímos para no morir asfixiados por los diferentes venenos que apuntalan el aparato respiratorio, y que tenemos ahora como destino vivir con el pecho oprimido por otros lodos como la ansiedad, el estrés, las deudas y la precariedad. Mientras nos ocurre esta asfixia mental, limpiamos baños en Bristol, aprendemos alemán (mierda de fracaso de esperanto) para cuidar enfermos en Múnich o vivimos en un camping de Ámsterdam, propiedad de una empresa multinacional de envíos, donde compartimos cama a distintos turnos con chavales de edad indefinida llegados de Europa, África o Asia. ¡Lo mismo da!
Sí, somos los hijos de los obreros, de la working class, y a veces pensamos que lo único que podemos hacer con todo nuestro pasado y nuestro ADN es escribir sobre ellos para resarcirnos o para explicarnos a nosotros mismos. Lo hacemos como diciendo: «Esto es lo que fuimos y esto a lo que hemos llegado». Según la época, al hacerlo, al contar nuestro origen, podemos parecer orgullosos, melancólicos, cobardes o los dueños de un secreto ancestral de resistencia. Y también lo hacemos porque no queremos que nos expliquen otros, que vengan de fuera, y no nos vean a nosotros, vean solo las acerías apagadas donde se forjaban magníficos raíles de 108 metros de longitud o las minas de las que salía el carbón que después —eso sí que era poder— parecía mover el mundo. Somos generaciones de hombres y mujeres nacidos en regiones industriales que se fundieron a negro en algún momento de los últimos treinta años y nuestros primeros veinte de vida. Eso nos convirtió en los últimos testigos de una estirpe de seres cuyo objetivo era nada más y nada menos que una vida digna que incluyera «pan, salud, trabajo, derechos y justicia en los días laborables. El fútbol, el huerto, el vino, la petanca y la bicicleta en los festivos». Y aunque visto con perspectiva eran unos objetivos que ahora parecen tan utópicos como el propio esperanto, alguna vez todo ello nos pareció poco ambicioso. Ahora, mientras escribimos su historia, que es la nuestra, nos damos cuenta de que en realidad eran lo más cercano a la deidad que vimos nunca. Y al leer a Prunetti, en cualquiera de sus tres libros, también descubrimos que esa manera de querer disfrutar de las cosas buenas que da la vida, más allá del trabajo, es otra de las cosas que deberíamos heredar de nuestros antepasados.
Alberto (lo trato por el nombre de pila porque después de leerlo me di cuenta de que somos parientes de clase, una especie de primos working class) no nos lleva al cielo ni al olimpo ni al paraíso en El círculo de los blasfemos (Hoja de Lata, 2022). El viaje que nos ocupa en este tercer libro de la trilogía del chaval de Piombino (que todavía alguna tarde se hace cruces por no haber optado por el fútbol o la Formación Profesional) nos traslada directamente al infierno de Dante. Aunque en realidad el camino de Prunetti nos lleva al backstage de la Divina Comedia. Donde se mueve de verdad el mecano que supone un averno, que no es cosa baladí.
Ahí, en la parte de atrás, donde nadie los ve, porque todo el mundo sabe que en este mundo de locos los obreros son invisibles, están los que hacen que funcione la fábrica de los calvarios. Entre todos los curritos está el padre del autor, Renato Prunetti, o Steve McQueen, y también nuestra salvación, como lectores (no como herederos) a través de la risa y el humor. Lo que tiene haber vivido el infierno de la asfixia en vida es que el más allá, por mucha llamarada que conlleve, se te hace algo liviano, hasta «blandengue»; no hay como crear callo en el más acá. Así que el paseo por las cloacas del báratro, lejos de incomodar, causa alegría, sensación de hogar, como los montes verdes y las ruinas industriales. Al fin y al cabo, los que nos pasean por él son de los nuestros.
El acercamiento a la redención que (spoiler) no llegará nunca ni falta que hace; la comprensión de la verdad absoluta de que los jefes (sean estos el mismísimo dios o un simple CEO) mandan pero las manos que hacen que todo funcione son únicas e imprescindibles, o la carcajada que soltarás de vez en cuando, cuando Renato se cabree, se lo deberemos los hispanohablantes, en una parte enorme, a Paco Álvarez, el traductor de Alberto Prunetti, que convierte en esperanto el italiano rudo de la Toscana, y a la editorial Hoja de Lata, culpable de esta hermandad.
Y por si aún faltara algo para unirnos más, El círculo de los blasfemos aporta una prueba definitiva (que ya nos dejaron ver Amianto y 108 metros) y es que cada lugar obrero del mundo tiene su propia blasfemia. En mi pueblo se dice «Me cago en mi madre», en el de Prunetti: «Maremma marrana!». Y por todas las veces que la decimos o la pensamos, será por lo que acabaremos en el infierno. Pero ya os digo que ni tan mal…
Todos los lectores working class de pensamiento, palabra, obra e incluso omisión, hablen el idioma que hablen, tendremos una deuda eterna con mi primo el de Piombino por haber escrito esta memoria obrera que es la suya y la de todos, que es radiografía y a la vez redención. Como le deberemos a Francesca, su madre, la generosidad y la altura de miras. Ella, como muchas mujeres de clase trabajadora, tuvo que dejar su oficio para cuidar a los suyos. El abandono de Francesca fue a su máquina de escribir. Por todas las teclas que su compromiso con la familia le impidió pulsar, el destino le ha dado un hijo escritor. Eso sí que es un final para sonreír. ¡Gracias, Francesca! A ti y a todas las mujeres que nos cuidan, nos alientan y nos llevan hasta el cielo o, ¡qué demonios!, mejor al infierno, para ver a Renato…
Aitana Castaño Díaz
Langreo, enero del 2022
Featuring:
Renato
&
Steve McQueen
Special guest: Dante Alighieri
Soundtrack: la armónica de Hasta que llegó su hora
EN MEDIO DEL CAMINO DE MI VIDA
Una multitud se precipitaba hacia las orillas, mujeres y hombres, y cuerpos de héroes magnánimos en los que se había apagado la vida.
Virgilio, Eneida VI, 305-307
En medio del camino de mi vida me vi en un oscuro sueño.1 Estaba soñando y sudando, como un condenado del trabajo. Estaba atravesando una ciénaga en una barca en la que Caronte, el barquero, de antiguo y blanco pelo, tenía los rasgos del conserje cojo de los campos de fútbol de mi infancia. Me observaba con mirada ardiente, recordándome un penalti que fallé frente al Venturina hacía muchos años.
Con temor e incredulidad, comienzo a caminar por un sendero lleno de polvo rojo, apuntalado con arbustos carbonizados. Voy a parar a una parcela de tierra quemada, similar a una carbonera de los bosques de Maremma. Hay un tipo que viste una funda azul y lleva una máscara de pantalla oscurecida. Sostiene en la mano un soplete. Apoya los electrodos y la pinza en el suelo, seguidamente se pone a cantar.
Me he encontrado
con un barco que zarpaba
y he preguntado dónde iba.
Al puerto de las ilusiones,
me ha dicho aquel capitán.
Tierra, tierra,
tal vez busco una quimera,
esta tarde, tarde eterna.
Una canción de Piero Ciampi dedicada a Livorno. La canción que él solía cantar…
Levanta la máscara de soldador.
—¡Hola, blandengue!
—¡Papá!
—¿Qué haces por aquí? ¿Te han entrado ganas de trabajar? Ya era hora…
Está ahí realmente. Es él.
Me acerco a Renato lleno de orgullo, ansioso por el encuentro, con ambos brazos extendidos. Y le digo:
—¿Sabes qué, papá? Escribí tu historia y ahora todo el mundo la conoce.
Y él comenta:
—Bien, hijo, me alegro de que nunca te metas en tus asuntos. ¿Te han dado muchas palmaditas en el hombro esos que tienen estudios? A lo mejor hasta te llamaron señor, ¿eh? Así que en vez de trabajar te has puesto a escribir sobre el trabajo… ¡Eres un artista! Pero ahora, antes que nada, tienes que ponerte eso que va en la cabeza.
Y yo, complacido, imaginando su orgullo por tener un hijo escritorzuelo, le digo:
—Ah, sí, claro…
Y él repite:
—Sí, debes ponerte eso en la cabeza. De lo contrario no seguimos, no vas a ninguna parte.
Y yo le pregunto:
—Papá, ¿te refieres a la corona?
Y él:
—¿Pero qué corona?
Y yo:
—¿Te refieres… al laurel?
Y él:
—¿El laurel sabes por dónde te lo puedes meter? ¡Yo no quiero laurel ni con el conejo guisado! ¿Estás atontado o qué? Pobre lerdo… Ya hay uno que anda por aquí con el laurel en la cabeza… y me da urticaria. Déjate de laurel. Lo que hace falta en la cabeza es el casco, y que sea el reglamentario, con certificado ISO, o si no el Gran Constructor, ese Sumo Arquitecto que lo maneja todo, nos manda una inspección por sorpresa y menuda jodienda… Tontolaba, a mí el laurel me hace estornudar solo con olerlo…
Me siento un poco disgustado.
—Vamos, papá, pero si en mis libros no te he presentado para nada como una víctima…
—Es que como lo hubieras intentado siquiera me liaba a patadas contigo aunque esté muerto. De todas formas, bien, hijo, continúa así. Ya veo que el bolígrafo te gusta más que el fútbol, así que sigue, hazme caso…
—Pero entonces, papá, ¿te agrada cómo escribo?
—Más bien diría, blandengue mío, que me daba cagalera ver cómo jugabas al fútbol.
Acuso el golpe. Pero de repente Renato se detiene.
—Oh, ¿tú también estás oyendo ese ruido de remos? ¡Malditos los patrones que hicieron que me quedara sordo! ¡Calla, no te muevas, ahí viene otra vez con su cascarón de hierro ese que nació de un perro! Con la empanada mental que tiene no encontraría el agua ni siquiera en el Aqueronte.
A lo lejos se divisa a Caronte empujando su barca. Horrible barquero, cuya suciedad espanta, sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba.
Renato se lleva dos dedos a la boca y lanza un silbido.
—¡Caronte! ¡Carondemonio! ¡Artista! Ven aquí, endiablada Maremma, escucha… Ven aquí, que se va a desencadenar el infierno… Quería pedirte consejo, Carontino… Oye, tengo que hacer un aislamiento térmico galvanizado a la izquierda con un diodo de Stupasky, ¿debo ajustar el roscado?
Y Caronte, mirándolo con ojos de brasas, pronuncia el fatal sonido:
—¿Eh?
Y Renato:
—¡Chúpate esa! ¡Picaste otra vez, blandengue!
Atónito, el barquero del Aqueronte se aleja con aire lúgubre, mirada fija y llameante, persiguiendo la sombra de un desdichado.
Y ya no dice palabra alguna.
1 Paráfrasis de En medio del camino de la vida me vi perdido en una selva oscura, de la Divina comedia, de Dante Alighieri.
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