Kitabı oku: «Shorai», sayfa 2

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—Chata de mi corazón, no sé lo que te han contado en el cole, pero vosotros a la luna tampoco habéis llegado in person —dijo Felipe, dándose cuenta de que a una hija de la gran madre Rusia no había que romperle sus mitos si quería durar mucho con ella—. Te quiero, Ludmila, me molas —continuó—, te lo voy a explicar, no hemos hecho otra cosa en nuestra vida que llevar al Imperio Romano al resto del mundo con más ganas y entusiasmo que nadie, panem et circenses. Pero siempre hay por ahí aburridos que no se enteran y será nuestro hijo el líder que va a tener esa dosis justa de cada cosa para explicárselo al mundo. Por lo pronto le voy a hacer socio del Atlético de Madrid para que adquiera carácter.

—Felipe, no entiendo nada de lo que dices, ¿dónde está mi linterna?, creo que nos están observando. No es momento de hablar de tener hijos, aunque te pones muy guapo al decir tonterías— Ludmila no había conocido en todos sus viajes a nadie como Felipe y desconocía lo común que era él en España y cuántos había como él disponibles.

Uno, dos y luego tres kostovianos se acercaban sinuosos al borde de la plataforma, atraídos por la caída en el agua de esos extraños seres que ahí se refugiaban.

El estruendo del golpe al caer, los objetos de extraña textura que habían dejado flotando y la percepción de que algo había cambiado en la bóveda solo animaban su curiosidad.

En el exterior era de noche, no una noche total, una penumbra antártica suficiente para haber cambiado la luminosidad de la bóveda en los sensores kostovianos, los cuales empezaban a acumularse a miles sobre la superficie del agua. En pocas horas la luz del largo día antártico entraría en pequeña cantidad a lo largo de los tres kilómetros del tubo, imperceptible para el ojo humano pero un fogonazo para los kostovianos.

MUSA

Musa saltó a la superficie del lago en el mediodía antártico y vio la luz, vio a Felipe y a Ludmila observándola, junto a miles de kostovianos. Ludmila jugaba con la linterna tratando de generar un lenguaje con sus oscilaciones y pulsos de luz y oscuridad.

Pensó que esos seres habían abierto el camino que a los kostovianos les había sido imposible abrir y, por tanto, debían ser necesariamente inteligentes. El exterior estaba más cerca que nunca y eso significaba peligro, pero también significaba que era su oportunidad para seguir viva.

Krane se removía confuso en el interior de Musa, demasiados impulsos eléctricos, demasiados sentimientos, sentimientos cruzados, emociones, percepciones a borbotones de una situación nueva y, de entre todas ellas, un sentimiento profundo y desconocido de la traición que su madre quería perpetrar; seguir viviendo contra la propia voluntad de Krane de deshacerse de ella, sustituirla y ocupar su espacio, la esperanza de contravenir el orden para continuar con una vida destinada a desaparecer a la sola voluntad de otro igual que ella, su hijo.

—¡No! —dijo Krane con furia, revolviéndose dentro de su madre—. ¡No vivirás! Te mataré como es tu destino y nada me lo va a impedir, tu vida y tu experiencia son mías, y solo yo sobreviviré para experimentar este nuevo mundo que se avecina.

—¡Quiero vivir, Krane! Siempre he querido, y desde que yo misma maté a mi madre he estado pensando en cómo hacerlo. He querido vivir sin la seguridad de que mi propio hijo me mataría a voluntad, conocedora desde siempre de que llegaría un día como el de hoy, donde las limitaciones podrán terminar en un mundo mucho más grande, donde podamos convivir sin devorarnos los unos a los otros, como en Kostov, donde la vida es muerte y matar el fin macabro del que nace.

—¡Lo siento madre, llevo dentro de mis glándulas el veneno que te matará y dentro de un año estará ya preparado para acabar contigo! ¡Tú solo te dedicarás a transmitirme todo lo que eres si no quieres que acorte ese tiempo soltando la ponzoña! —exclamó Krane con rabia.

Musa era consciente de que este momento llegaría y, a sabiendas de que durante doscientos años no había comprendido cómo desactivar el mecanismo generador del veneno, se había preparado para ocultar sus sentimientos al futuro retoño, en eso era una experta; solo la explosión de emociones generada por los visitantes le había hecho descuidarse y mostrar su deseo de sobrevivir al nacimiento de Krane.

Ahora su razón para seguir viviendo tenía una motivación extraordinaria, superior a cualquier sueño.

Musa inició un desplazamiento a alta velocidad hacia la plataforma con una lama plana, de lava solidificada, entre sus apéndices tercero y cuarto. Se acercó a la posición de Ludmila y dejó la lama de exquisito diseño en la orilla.

Felipe se adelantó a recoger la lama al ver cómo Ludmila tomaba distancia de la ofrenda al pensar que podría ser un arma. Reconoció al instante la procedencia de los materiales y el proceso industrial que habían sufrido para adquirir esa forma, no le encontró una utilidad al instante, pero, por la forma, le recordó a una lama del acondicionador Toshiba de su salón, una obra de ingeniería perfecta. Las perforaciones en los extremos le hacían concebir que era una parte de un todo mucho más grande, y una demostración de encontrarse con seres inteligentes capaces de transformar su entorno.

Se acercó a la orilla y dejó su pequeña navaja multiusos, que solo había utilizado para abrir latas, y como mondadientes, en la orilla donde Musa había dejado la lama de lava.

A Musa le gustó Felipe y deseaba que se acercase más para sentirle con sus apéndices superiores, llenos de terminaciones nerviosas; Krane se revolvía dentro y negaba mentalmente, a sabiendas de que no podía evitar que sucediera.

Felipe se acercó sin miedo a observar cómo Musa recogía la navaja y la sujetaba con lo que parecía una de muchas patas que podría tener bajo la superficie. La piel de Musa parecía suave, no tan blanda como la de un pulpo, pero tampoco tan consistente como la de un delfín; no parecía tener un esqueleto que diera rigidez estructural, sino más bien ser cartilaginoso y flexible, deformable pero sólido, con cierta solidez y belleza.

Musa se mantenía cerca de la orilla, sin miedo ni temor, observando el pequeño objeto que Felipe había dejado: mostraba claramente su origen artificial, elaborado, formado por una combinación de muchas piezas y, con seguro, muchas utilidades por su diversidad de formas, nada que la naturaleza hubiera podido crear por sí sola.

Felipe se acercó a Musa y extendió la mano, Musa permaneció quieta y alerta ansiosa por el contacto, esos apéndices alargados con finas terminaciones podían conectar con ella y sus pensamientos, y no quería ser controlada externamente por un ser desconocido que había sido capaz de romper la cúpula helada del lago sin desplomarla, sin duda era inteligente.

Felipe siguió acercándose, mostrando su mano con la palma hacia arriba, un signo que los humanos hacemos instintivamente para dar confianza. Musa se bamboleaba en quietud, acompasada por las olas, y movía sus apéndices nerviosos con pequeñas oscilaciones y giros.

Felipe siguió acercándose y la tocó, Musa no notó nada, solo una temperatura extrañamente alta y ningún acceso nervioso con el que conectar, y eso le dio tranquilidad; no rechazó el contacto y presionó su cuerpo contra la mano de Felipe para recibirlo en respuesta de confianza entre dos seres que se reconocen inteligentes.

Ludmila dirigió la luz de la linterna hacia Musa con intensidad mínima, para no dañarla, y Musa reaccionó bien al ver cómo ese objeto iba disminuyendo su luz al acercarse; una luz nunca vista antes, con matices desconocidos, y que ahora que disminuía su intensidad parecía menos una amenaza y más un saludo. Descubrió cómo era otra herramienta y no formaba parte de Ludmila.

Dos kostovianos se acercaron a Musa para protegerla, tranquilos, sin brusquedad, sin interferir. Unieron sus apéndices a Musa para entender, y entendieron y vieron cómo sus vidas acababan de cambiar para siempre. Detectaron la tranquilidad de Musa y también su sentimiento escondido, mezclado con la furia de Krane y compartieron sus propios sentimientos mezclados y arremolinados en un mar de dudas, y descubrieron las ganas de vivir y de no morir como siempre se moría en Kostov.

Ludmila miraba maravillada la escena de Felipe con los tres seres lacustres en contacto y pensó que toda su vida la conducía hasta ese momento y se proyectó hacia a un futuro maravilloso, lleno de nuevas experiencias, dedicado a comunicarse con esta nueva especie que habría de proteger.

Ludmila se acercó a Felipe y le cogió por el brazo derecho. Musa notó su presencia sin tocarla, a través de la piel de Felipe, un impulso muy leve, y notó cómo dentro de ella cobraba vida un ser nuevo.

Era una sensación distinta, estos tres seres no le enviaban sensaciones, pero sí le mostraban estar ahí presentes, vivos e individuales, los tres de la misma especie y, como en ella, uno dentro de otro para preparar una nueva vida.

Felipe sintió más fuerza cuando los dos kostovianos unieron sus apéndices al primero, como si la presión que la extremidad de Musa ejercía sobre su brazo fuera en aumento. Vio cómo unos pequeños filamentos pilosos le acariciaban suavemente, tratando de unirse a él con fuerza, y entendió que era su forma de comunicarse, al ver el mismo movimiento entre ellos. No parecía que fueran a alimentarse de él, estaban intentando comunicarse y decir algo.

Un cosquilleo, combinación de tacto e impulsos eléctricos de baja intensidad, recorrió su cuerpo, y permitió que el apéndice de Musa siguiera avanzando. Llegó a una herida, y allí se detuvo un rato. Entonces aumentó la presión, sin violencia ni afán por dañarlo, y Felipe sintió una gran paz y seguridad, mientras el narcótico se iba introduciendo en su torrente sanguíneo.

Felipe cayó lentamente al suelo y Ludmila le sostuvo, al tiempo que otro de los kostovianos se adhería delicadamente a su cuerpo y repetía la administración del fluido narcótico. Un profundo sueño la invadió.

Musa actuó rápidamente y escudriñó las terminaciones nerviosas más cercanas a la piel, hasta que raspó para adherirse a ellas. Los otros dos kostovianos se colocaron en serie con Ludmila y en paralelo con Musa, que permanecía unida a Felipe. Sabían qué buscar, la llave de la vida, la llave para modificarse genéticamente y destruir el sistema de glándulas venenosas que sus crías, ya adultas, generaban en el cuarto año de gestación.

Y la encontraron en Felipe, en Ludmila y en Blas Bernal, encontraron que nada en su interior estaba preparado per se para matar a sus progenitores ni tenían residuos de bolsas glandulares de veneno.

Tomaron muestras de sus tejidos y fluidos, y los trataron en una solución de reserva que estaba en sus cuerpos desde los últimos cien años, tras cientos de estudios, y se la autoinocularon para desactivar las glándulas y los neurotransmisores de disparo.

Musa se separó de Felipe y los kostovianos de Ludmila, dejando en su torrente sanguíneo una mezcla de narcóticos que actuaban sobre sus centros de recompensa, dándoles paz y seguridad.

Ludmila despertó y vio a Felipe y supo que eran ya una familia de tres, y adivinó que en el futuro de muchos más.

Una luz, claramente artificial, surgió de la bóveda y Francisco, colgado de un arnés y sujeto a un cable de tres mil cuatrocientos metros, enfocó la linterna en su dirección.

Krane se revolvía en las tripas de Musa mientras recibía el fluido neutralizador, que descompuso las glándulas venenosas. Se dispuso a vivir su último año de gestación aprendiendo a respetar a los demás miembros de su especie, y que la vida de otro nunca te pertenece.

Hoy en día, solo veinte científicos han podido entrar a Kostov para no dañar su ecosistema.

Los kostovianos nunca han vuelto a mostrar signos de inteligencia delante de los humanos.

El túnel de Waterbranch ha avanzado tres kilómetros desde la apertura sin que nadie lo haya advertido.

Felipe y Ludmila han sido relevados por estrés emocional y ahora viven juntos en Madrid, con Blas Bernal, dando clases en la Universidad Autónoma y en la Politécnica. Nadie ha podido confirmar su versión de la historia, ni se ha podido interactuar ni comunicar con las especies vivas de Kostov.

Nota del autor: el texto traduce las conversaciones de los kotsovianos de la forma más aproximada para el intelecto del habitante de la tierra y se toma la licencia literaria de utilizar terminología humana para seres propios de un medio acuático.

CIENCIA FICCIÓN

La ciencia ficción nos apasiona en Toshiba HVAC, y este año mil seiscientos ochenta y dos escritores han enviado sus relatos para este concurso que, por tanto, dejará muchos textos brillantes por el camino. Recordando a los personajes de la película Los Inmortales, en este caso, ¡solo pueden quedar diez!

Agradecemos al jurado su inmenso trabajo y que la lectura nos permita viajar allá donde los autores nos quieran llevar y donde nuestra imaginación nos dirija.

Mientras tanto seguimos ahondando en lo desconocido, pues solo allí está la verdad.

Juntos en la tormenta
José Baena Baena

El verano de la primera tormenta yo me enamoré de un edificio. A nadie le extrañó. Mi padre los construía y allí vivían las madres. Él siempre rondaba por los descampados, organizando cuadrillas y materiales. Yo hacía los mandados para mi abuela y comíamos gachas. Cuando mi padre se presentaba sin avisar ella decía «Quítate la mugre», y mientras yo colocaba los cubiertos y él se aseaba, ella componía un guiso. Después, cucharadas en silencio. A la tarde él tomaba café y miraba por la ventana conmigo en sus rodillas. Me decía «Fíjate en las gotas largas», y yo escuchaba. La lluvia caía con fuerza y duraba muy poco, y, al escampar, él marchaba cada vez más lejos y mi abuela y yo fregábamos los platos.

Al principio nadie le dio importancia. Yo gritaba desde la ventana «Yaya, las gotas se acortan», y desde la cocina ella contestaba revolviendo en el perol: «No seas bruto, niño, es el verano que se acaba». Yo guardaba silencio porque era un goloso y ella ponía canela en las gachas, y de inmediato volvía a observar la lluvia por la ventana abierta, al principio subido a una silla, después apoyado en los codos. Así, con el índice y el pulgar junto a mis ojos, medía las gotas. Cada vez más cortas. Hasta que ya no hubo.

En su lugar vino el polvo rojo. Yo bajaba a la calle a festejarlo con las niñas, danzábamos como si hubiese llegado la feria de pronto entre el confeti naranja y pardo, y a la alegría extraña de la sorpresa se unían las faldas volando, el atisbo de las braguitas blancas. Casi al instante aparecieron las prendas cubiertas de rojo en los tendederos al amanecer, y las madres prohibieron nuestros juegos. Nos obligaban a salir con mascarilla y a esconder la tos. La de mi abuela era ronca como el camión de la basura por la noche.

El verano de la primera tormenta vi a mi padre por última vez. La abuela tosía cada vez más bronco y comimos sobras. Yo tenía once años y ya me dejaban tomar un vaso de leche manchada. Me senté con mi padre junto al ventanal cerrado del salón, cada uno en su silla. Apenas entraba la luz, pero yo notaba cada arruga ensombreciendo su cara. Me explicó que el verano no iba a acabarse, que la lluvia ya no volvería. Que el polvo del desierto atravesaba el Atlántico y el Índico, y no se posaba. Me habló de las cúpulas. Iban a construirlas bien altas y también a lo profundo. Me dijo que tenía que ser grande y me abrazó antes de irse.

A las pocas semanas llamó por teléfono. Yo noté su cansancio y me hice el fuerte, le conté cómo cuidaba de la abuela, que estaba aprendiendo a hacer las gachas con canela, y le preguntaba por las cúpulas. Avanzaban cada vez más rápido. Nos llevaría allí en cuanto fuera posible y estaríamos juntos. Yo notaba la preocupación en su voz, pero así sonaba todo el mundo por entonces. Preferí no decirle que la abuela tenía miedo por lo que decían en la tele y que yo, sin comprender lo que explicaban, también lo sentía.

La tarde de la primera tormenta el polvo rojo no flotaba quieto. Giraba y aullaba arañando los cristales. El pecho de mi abuela se hinchaba con ansia, pero sonaba hueco. Me dijo «Acércate, niño», agarró mi mano y la apretó. Me dijo «En el tercer cajón, coge el dinero». Enseguida alcancé las llaves, me puse la mascarilla y enrollé un pañuelo a mi cabeza. En la calle el polvo corría cada vez más rápido y escocía en los ojos. La farmacia quedaba solo a un par de cruces, pero apenas me alejé unos metros ya no sabía dónde estaba. Con una mano sostenía el pañuelo y hacía visera, con la otra tanteaba el rojo granulado que soplaba en todas direcciones, y así avanzaba. A veces distinguía a lo lejos un contorno familiar, y lo buscaba, pero al llegar descubría un coche, un matorral o un columpio que no conocía de nada. El tiempo y la distancia desaparecieron, pero no me detuve. Caminé sin saber hacia dónde o por cuánto, porque debía de ser grande. Hasta que ya no pude. Decidí buscar un portal donde guarecerme, pulsar los llamadores y gritar con aplomo «¡Yo!», hasta que alguien me abriese; entonces la vi: una cruz verde al otro lado de la calle. La puerta automática no se abría. La golpeé con ambas manos. El pañuelo voló. Nadie respondía. Grité. Mi cielo del paladar se llenó de polvo hasta la tráquea. La tos me hizo caer junto a la puerta y abracé mis rodillas. Allí me quedé con los ojos cerrados, la boca cerrada, sin dejar de toser, hecho un ovillo. Al poco, alguien agarró mi camiseta y me arrastró adentro.

Recuerdo el televisor. Mi cabeza mojada. Una toalla en mis hombros. Un sofá de dos plazas. Había un hombre sentado junto a mí. Le pregunté y me dijo su nombre. Ya me conocía. Me había atendido otras veces. «Está por todas partes», dijo, «no se sabe cuánto va a durar». En el televisor se veía la tormenta desde lejos, como una masa de lóbulos palpitantes. Era muy distinta desde dentro. Los presentadores recomendaban no salir, aguantar y conservar la calma... Me puse en pie de un salto: «¡Las medicinas!», dije desesperado, y salí despavorido en busca de la salida, la puerta de aquella casa, pero no había. El farmacéutico me siguió, intentando detenerme, pero yo me escabullía. Encontré una escalera y la bajé de tres saltos. En el piso inferior los estantes cubrían las paredes hasta el techo, en ellos las cajas ordenadas, de todos los tamaños y colores. Me abalancé sobre ellas. Las cogía y las descartaba casi sin mirarlas, sin apenas captar su nombre. Grité pidiendo ayuda y seguí revolviendo en los estantes, las cajas amontonándose a mis pies. Sentí el abrazo a mi espalda con fuerza al principio, aplacando mis espasmos, y poco a poco aflojando hasta solo sostenerme, cuando la rabia desanudó mi cuerpo y ambos dos resbalamos hasta el suelo. Cuando recobré la calma él se incorporó y rescató una caja de entre el desastre. En cuclillas junto a mí dijo «Esta es, pero ahora no podemos hacer nada». Se la arrebaté, me puse en pie y fui a palpar mis bolsillos en busca del dinero, pero no estaban, solo mi ropa interior. Me excusé y salí de la rebotica, camino a la salida, pero me detuve junto al mostrador, paralizado. A través del cristal de la puerta automática vi la verja echada y más allá, un muro opaco de polvo. En el suelo de la farmacia había un rastro rojo. Yo sabía que no era sangre. Yo sabía lo que era, pero aun así me asusté. Noté su mano en mi hombro y después su voz: «No puedo dejarte salir así, chaval. Solamente podemos esperar». Y esperamos. En un intento de tranquilizarme el farmacéutico llamó a emergencias, como todo el mundo, para que alguien hiciera algo, aunque sabía perfectamente que nadie respondería. Que nadie podía hacer nada.

La primera tormenta duró veinticuatro horas. Después viví muchas otras, mucho más extensas, pero sin duda aquella fue la más larga. El farmacéutico se llamaba Tomás, tenía sesenta años y ningún hijo. Solamente tenía la farmacia. Cuando de nuevo pudimos ver el cielo la gente hacía cola a nuestra puerta, pero él echó el cierre y me acompañó a casa. Allí volvió a llamar a emergencias. Llamó a mi padre. Llamó a cuantos podía llamar. Me acompañó al hospital. Me acompañó al entierro. Me acompañó a la comisaría. Como tantas otras, mi abuela ya no estaba. Como tantos otros, mi padre estaba desaparecido. Como pocos habrían hecho, y eso es algo que entendí con los años, Tomás me acogió y cuidó de mí como mejor supo.

Volvimos a la normalidad, o más bien inventamos algo distinto, una cosa nueva que fuimos integrando poco a poco. Nos deshicimos del recuerdo de lo que había sido porque ya no servía de nada, salvo para hacernos daño. Yo todo esto no lo supe, claro, porque era un niño. Pero eso no significa que no lo sintiese, que no se quedase en mí como una esquirla alrededor de la cual creció la carne y se hizo adulta sin saberlo. A pesar de todo yo era un niño, nada más, y aunque la mayor parte del tiempo lo pasara haciéndome mayor, estudiando con Tomás en el piso de arriba, ayudándole en la farmacia con una bata blanca demasiado larga que yo recogía con pinzas para no tropezar y que nadie se tomaba en serio, a pesar de eso, todavía había momentos en que salía a la calle si no había amenaza, y me comportaba como el niño que todavía era y que, aun así, ya no podía ser. En uno de aquellos huecos para la infancia en el verano de la primera tormenta, aquel verano que duraría para siempre, me enamoré de un edificio.

Yo no tenía amigos. O más bien diré que mis amigos nunca eran los mismos. Los rostros cambiaban y nunca sabíamos quién faltaría. Con las tormentas pasaba igual, no se sabía cuándo vendría la próxima y nos acostumbramos a aquella incertidumbre. Yo salía a la calle y me unía a los que hubiese, agrupados en los parques mustios o más allá, saltando las verjas. Los nombres no eran necesarios. En las avenidas siempre encontrábamos restos de chatarra y arena, gente sacándola a paladas de los pisos, como si acabara de embestirles una riada roja y el agua se hubiese evaporado. Con una plancha de madera o algún neumático sin llanta o con la puerta coja de un auto varado, hacíamos un trineo. Enseguida alguno desenterraba un cable o una cuerda para atarlos al deshecho escogido. A veces nos peleábamos por decidir quién montaba, otras subíamos por turno. El afortunado tomaba asiento y se aferraba. El resto hacíamos de yunta. De manada de perros. De potros sin raza. Y agarrábamos la cuerda o el cable y tirábamos con todo nuestro ímpetu avenida abajo. Sobre la arena el precario trineo se deslizaba. Si eras parte del tiro mirabas delante y cerrabas los dientes al trote desbocado. Si eras el jinete reías con el viento y sacabas la mano para rozar la ola que dejaba a su paso tu carroza de restos. De un modo u otro al final encallábamos, resultando en quemaduras por el roce de las cuerdas o rasguños tras las caídas, pero no nos importaba. En parte porque nuestra piel, nuestro pelo y ropas lucían de un rojo uniforme, y así era imposible distinguir las heridas; en parte porque habíamos aprendido a ignorarlas.

El día que la encontré hacía mucho de la última tormenta. Las calles estaban limpias. Tomás atendía en la farmacia. Yo había salido tras los chicos y reconocí a algunos a lo lejos, paseando con sus familias. Acudí a los parques mustios y me colgué de columpios oxidados. Arrojé unas cuantas piedras cada vez más lejos hasta que me dolió el brazo. Salté algunas verjas y, en una de ellas, me enganché con un alambre suelto. Me quedé un rato de pie, mirando la sangre correr pierna abajo por mi tibia. Até un cordel a una lata y tiré de ella como si fuese una mascota sin necesidades. También acabé por lanzarla lejos y eché a andar sin rumbo y cabizbajo. Torcí esquinas. Atravesé plazas. Cuando alcé la mirada alrededor, no sabía dónde estaba. Callejeé hasta encontrar una avenida ancha, de las que aún conservaban los carteles. La seguí un buen rato sin noticias hasta que adiviné su forma. Al fondo, al final de la avenida, estaba ella.

Era un bloque de edificios en comunidad, de esos con soportales enrejados y plaza en el centro de jardineras vacías y piscina seca. Aquel era su soporte. Su lienzo. Ella ocupaba un rincón de la fachada, junto a la esquina que daba a la puesta de sol. Yo nunca había visto nada parecido. En la distancia su vestido blanco de siete pisos, su pelo homogéneo, cayendo en ondas por la espalda hacia el asfalto, su rostro semi oculto tras el hombro izquierdo, su mirada abatida, su perfil gigantesco y delicado, tiraron de mí como un sortilegio. Al acercarme sentí el pinchazo de su cuerpo atravesado de ventanas, su piel carcomida de ladrillo erosionado, su mirada fragmentada en líneas de cemento, su soledad infestada y colosal. Me senté a contemplarla hasta que me dolió el cuello. Me puse en pie y acercándome, le pedí permiso: la abracé hasta que se hizo de noche. La luna ya estaba alta cuando marché. Encontré el camino sin dificultad, y con algo más de esfuerzo aguanté la bronca de Tomás, que me castigó por primera vez. Lo acepté fingiendo una culpa que no sentía. Sabía cómo volver. En el portal del edificio un cartel rezaba «Residencial Irene III», y así la llamé desde entonces, aunque por comodidad omití los números romanos. A ella no le importó.

Iba a verla siempre que podía. Atendía en la farmacia con mi mejor sonrisa y en la comida leía con avidez. A la tarde, antes de salir, prometía con formalidad cumplir la hora de llegada, y nada más torcer la esquina salía disparado. Cuando alcanzaba la avenida que conducía hasta ella me sacudía el polvo, me atusaba el pelo y caminaba erguido. A veces, al aproximarme, ondeaba una cortina en las ventanas abiertas de su cuerpo, y yo sabía que era ella recibiéndome. Me sentaba a sus pies durante horas, hablándole de Tomás y la farmacia, de los libros que leía, de los trineos de arena, de mi padre y sus construcciones, de mi abuela y las gachas, de lo que rondaba por mi cabeza, o simplemente charlando de los eventos del día. Claro está, ella nunca contestaba, o no de una forma inteligible. Pero a veces caían gotas de los balcones o se escuchaba un llanto o una risa, a veces nada más que el viento aullando, y yo sabía que era ella que asentía. Le llevaba presentes que encontraba en los desguaces: alguna flor silvestre de entre los coches, revistas arrugadas, discos rayados, cojines resecos de los asientos de atrás, incluso peluches descoloridos por el sol en los salpicaderos. Cuando tenía dinero compraba golosinas y las compartíamos. A veces nada más callábamos, yo reclinaba mi espalda en la pared, junto a los pliegues de su vestido, y con su mismo silencio mirábamos al sol caer.

También caían las tormentas, y en el encierro yo contaba las horas. Acudía sin falta en cuanto el paso quedaba libre, pero la arena tardaba en desprenderse de los edificios y, aunque el viento arrancase la costra muy poco a poco, dejando al descubierto una rodilla o un mechón de cabello, no servía de nada hasta que, por fin, su rostro quedaba a la vista. Pero aquel no era el único impedimento. Los vecinos, a los que yo saludaba con diligencia cuando me encontraban pegado a la esquina de Irene, se quejaron al administrador del edificio, y este, cuando me veía, se dedicaba a espantarme como a una alimaña. Yo daba vueltas a la carrera al edificio hasta que el pobre hombre desistía sudoroso, y entonces regresaba a la esquina de Irene, a entrelazar mis dedos con sus ladrillos.

Mis amigos, los amigos que no tenía y cuyo nombre no conocía, notaron mi falta, y en una tarde de hastío me siguieron. Aguanté los insultos y las burlas con esforzado estoicismo, pero no conseguí más que azuzarles. No me dolieron los puñetazos, pues yo también propiné algunos. Lo que no logré entender, lo que de verdad me lastimó, fue que me sujetaran, que me obligaran a verlos pintar aquel grafiti. Los vecinos del edificio acabaron por borrarlo y, con él, parte del vestido de Irene y su pierna izquierda. Una vez pasado el susto decidí que no me importaba que Irene estuviera coja, mientras pudiese mirar a los ojos de su rostro intacto. Pero la cosa no acabó ahí: Tomás también me había seguido.

En un par de ocasiones le descubrí agazapado en la distancia, pero callaba al encontrarnos de vuelta en casa, frente a frente, así que opté yo también por el mutismo. Terminó por romper su silencio al cabo de un tiempo, no como yo preveía mediante la reprimenda, sino en forma de pregunta. Le respondí a cuanto quiso saber y solo dijo «Chico, esto tiene que acabarse». Asentí con mucha seriedad, pero seguí yendo a verla cada día. A su lado, simplemente estando junto a ella, al alcance de su mirada y de su tacto, sentía que nada malo podía sucederme, que nada que golpease afuera o dentro podría en realidad hacerme daño.

Aun así, casi sin darme cuenta, todo aquello terminó bajo el peso de mi edad. La cortina ondeante en las ventanas de Irene ya no era un saludo cariñoso. Aquello indicaba de pronto algo distinto, algo prometedor y amenazante, que me arrastraba. Me sorprendía observando aquel visillo blanco y preguntándome qué habría adentro. Me descubría concentrado ya no en los ojos de Irene, sino en sus formas, imaginándolas bajo el vestido cada vez menos blanco por la arena, y enrojecía yo también de solo pensarlo. Al llegar a la avenida, mi vista, fija antes al fondo donde esperaba ella, se desviaba sin remedio en cuanto cruzaba una chica que me sonriese, o aunque ni siquiera me mirara. Tomás notó enseguida aquel cambio y me soltaba el codo bajo el mostrador, pues cuando entraba una clienta a la farmacia con su hija yo no atinaba a desempeñar lo que de sobra sabía hacer, y confundía los pedidos y trastocaba las cajas, o cobraba de menos o absolutamente nada, sin dejar por un instante de sonreír como un lelo.

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