Kitabı oku: «El sueño de Texas»

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EL SUEÑO DE TEXAS

Alberto Vázquez-Figueroa


Categoría: Novela histórica

Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: El sueño de Texas

Primera edición: Octubre 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Fotografía de portada: @Dreamstime

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-18811-38-8

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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A Lola Ortega-Villaizán López, agradeciéndole

cuánto me ayudó cuando estuve malito.

Capítulo I

La figura, de gran tamaño y cubierta con un manto rojo, se bamboleaba sujeta por una gruesa cuerda que pendía de una polea colocada directamente sobre la boca del pozo.

Un leve murmullo comenzó a resultar inteligible:

Santa Bárbara, no muevas la tierra.

San Ginés, quítanos la sed.

Santa Bárbara, apaga el fuego.

San Ginés, mójanos los pies.

Santa Bárbara, trae la lluvia.

San Ginés, riega la mies.

Santa Bárbara, aleja las cenizas.

San Ginés, sal del pozo para bien.

Las voces fueron aumentando su potencia hasta convertirse en un grito unánime en el momento en que la cabeza de una imagen emergió para enfrentarse a un centenar de campesinos que la observaban con los ojos dilatados por el fervor, queriendo convencerse de que su santo patrón los libraría de la espantosa sequía que estaban padeciendo.

El paisaje que se ofrecía a la vista no podía resultar más desolador ya que la tierra aparecía cubierta de lava volcánica y cenizas, calcinada por un sol de fuego, sin trazas de haber recibido una gota de agua en años y arrasada por un viento que levantaba nubes de polvo mientras un alto volcán de oscura lava contribuía a convertir el árido paisaje en una especie de sucursal del infierno.

Entre cuatro hombres acabaron de sacar la imagen del pozo, la desataron, la colocaron sobre unas angarillas e iniciaron una lenta procesión, precedidos por un cura y un monaguillo que hacía repicar una campanilla seguidos por todo el pueblo, que entonaba monótonamente su letanía:

Santa Bárbara, calma al volcán.

San Ginés, concede esa merced.

Santa Bárbara, no muevas la tierra.

San Ginés, quítanos la sed.

Se alejaron por la despiadada llanura, y componían un espectáculo dantesco, ya que el cielo sin una nube, el viento abrasador y el sol que machacaba los cráneos parecían querer advertirles de que no tenían la más mínima probabilidad de que sus rogativas pudieran cumplirse.

***

La piedra de moler giraba y giraba impulsada por la incansable mano de una muchacha que sudaba y se afanaba moviéndola circularmente, iluminada por la leve llama de un candil que apenas alumbraba la enorme cuadra que en otro tiempo debió albergar a muchas bestias, pero que ahora tan solo servía de refugio a una escuálida camella.

La piedra continuó girando hasta que la puerta se abrió e hizo su aparición un hombre de unos cuarenta años, aspecto apocado y rostro quemado por el sol, que se dejó caer sobre una desvencijada silla.

–¿Aún trabajando…? Tu hermano hace horas que duerme.

–Debo entregarle el gofio a doña Eulalia. Me prometió un cuartillo de agua.

–¡Un cuartillo de agua! ¡Dios Bendito! Por una garrafa seríamos capaces de asesinar. ¿Hasta cuándo durará este castigo?

–No se impaciente, padre. Pronto lloverá. Esta mañana volvieron a bajar al santo al pozo.

–¡Al pozo! Ni aunque lo bajaran a los mismísimos infiernos conseguiría que cayera una gota de agua. Durante la gran sequía no llovió en veinte años y ahora tan solo llevamos siete.

María Curbelo se detuvo en su dura tarea con el fin de secarse el sudor con la manga.

–¡Tenga fe, padre! Lloverá.

–¿Fe? Lo que tengo es sed. ¡Y hambre! –Hizo una corta pausa y al fin, casi con miedo, añadió–: Ofrecen tierra y trabajo en las Américas.

–¿Las Américas? –se escandalizó su hija–. Eso queda al otro lado del mar. Aquí esta nuestra casa, y ahí fuera, la tumba de los abuelos. No quiero ir a ninguna parte; quiero vivir y morir en Lanzarote.

–Morir aquí resulta fácil, cielo. Vivir ya es otra cosa. Sin agua, en esta tierra solo florecen tumbas. Moler gofio ajeno no es el destino que soñaba para ti. Mereces otra algo mejor.

–No me quejo.

–Lo sé. Tú nunca te quejas y no es justo. A tu edad deberías rebelarte contra esta vida.

–En cuanto llegue el agua será como antes. ¿Es que no lo recuerda? Había buenas cosechas y miles de conejos; la isla lucía siempre verde, las cabras rezumaban leche y los camellos estaban gordos. Nos bañábamos en el aljibe y pisábamos la uva en el lagar. ¡Era todo tan bonito!

–¡Pero de eso hace ya siete años! ¡Y quién sabe si volverá!

–¡Tiene que volver! Algo tan maravilloso no puede haberse ido para siempre.

–No. Tal vez no se haya ido para siempre, pero para cuando llueva tú ya habrás dejado de ser una niña, y la infancia sí que no vuelve... –El derrotado Matías Curbelo quedó en silencio, triste y pensativo, hasta que por último, y con un gran esfuerzo e indudable vergüenza inquirió–: ¿Queda algo de comer?

Su hija observó el saquito de polvo de gofio que había ido moliendo pero que no le pertenecía, y resultaba evidente que libraba una dura batalla entre su honradez y su amor filial, pero al advertir la desolada expresión del rostro de su padre tomó una taza de latón y con ayuda de un paño fue echando dentro los restos del gofio que habían quedado sobre la piedra, en el delantal y en algunos rincones de la tabla. Por último se aproximó a la camella, a la que ordeñó extrayendo de sus flácidas ubres un chorrito de leche, que trató como si fuera oro, y amasó el gofio con una cuchara.

–Tome, padre... Si Dios quiere mañana habrá más.

***

Repicaba insistente una campana con un tañido lento, espaciado, como una llamada de reclamo, y desde esa misma campana, que se alzaba en lo más alto del torreón del castillo que dominaba el pueblo, se distinguía a los campesinos que iban acudiendo lentamente y con aire cansino.

Algunos llegaban en burro, otros en camello y la mayoría a pie, pero vinieran como vinieran, en todos se advertía una profunda desgana, como un convencimiento de que de nada servía reunirse o tratar de tomar cualquier decisión, puesto que mientras aquel cielo continuara sin mostrar una sola nube y no existieran esperanzas de lluvia todo resultaría inútil.

Transcurrió un largo rato hasta que el alcalde, que presidía la sesión observando como sus conciudadanos iban tomando asiento en los rústicos bancos del amplio salón del viejo castillo, hizo un gesto con el fin de que la escandalosa campana dejara de incordiar.

A su lado se acomodaba un hombre elegantemente vestido y cuyo aspecto y modales contrastaban con el suyo y con el de quienes habían ido llegando.

Los rostros de los asistentes ahora denotaban ansiedad y un profundo desconcierto, y entre los más derrotados destacaban Matías Curbelo, su esposa Gracia y, sus dos hijos, Ginés y María.

Cuando el último de los vecinos se hubo acomodado el alcalde aguardó a que cesasen los murmullos y ,por último, intentando mostrarse falsamente animoso, comenzó:

–¡Bien! Ya estamos todos, o sea que no perdamos tiempo. La situación es grave y lo sabemos, pero por suerte contamos con la inestimable ayuda de don Bartolomé Casabuena, que nos han enviado desde Tenerife.

–¡Pues como no tenga más influencia en el cielo que san Ginés!

–Ese ha sido Juan Leal, estoy seguro. ¿Dónde estás?

–Aquí.

Tanto el alcalde como don Bartolomé intentaron encontrarlo entre los asistentes, pero apenas consiguieron entreverlo dado que se encontraba en la última fila, semioculto por una columna que no permitía ver más que la mitad derecha de un rostro de rasgos firmes, expresión decidida, y un ojo de color grisáceo que brillaba con reflejos acerados.

–¿Por qué siempre tienes que protestar por todo?

–Porque estoy harto de promesas. Si el rey nunca se ocupó de los canarios, ¿a qué viene ahora este interés tan repentino?

El alcalde, al que se le notaba azorado por la presencia de Casabuena, fue a responder agriamente, pero este lo interrumpió con un gesto, indicando que sería él quien lo hiciera.

–Para La Corona, todos sus súbditos, sean castellanos, aragoneses o canarios, son iguales, pero por suerte o por desgracia sus dominios son tan extensos que no siempre se puede acudir con la debida rapidez donde hace falta. Ahora ha sabido de las necesidades de las islas y está dispuesto a poner remedio.

–¿Mandará barcos con agua? –inquirió una voz femenina.

–Eso resultaría muy costoso pero, ya que la montaña no va a Mahoma, haremos que Mahoma vaya a la montaña.

–¡Pues sí que estamos buenos! Lo que menos necesitamos ahora son moros.

–Mahoma no es un moro, señora. Fue un profeta que murió hace mil años. Hablaba en metáfora.

No cabe duda de que la palabreja impresionó a los rudos campesinos, que se observaron los unos a los otros como tratando de que el vecino les aclarase su significado, pero quien la había pronunciado no les dio tiempo a reaccionar:

–Dado que no podemos traer agua a donde están los canarios, llevaremos a los canarios adonde se encuentra el agua, y en Texas existen tierras inmensas, fértiles, de buen clima, con hermosos ríos, altos árboles y verdes praderas, en las que La Corona está dispuesta a asentar a familias de reconocida honradez y amor al trabajo.

Se hizo un silencio en el que todos se miraron de nuevo, impresionados por el ofrecimiento y por la desmesurada aventura que significaba abandonar sus hogares con el fin de iniciar un viaje sin regreso, hasta que les sorprendió una vez más la voz, ronca, sonora e inconfundible, de Juan Leal.

–¿Por qué? ¿Por qué de pronto nos ofrecen el paraíso tras cien años de olvido? ¿Dónde está la trampa?

Todos se volvieron, y don Bartolomé Casabuena pudo descubrir ahora, cuando el molesto personaje inclinó un poco el cuerpo desde detrás de la columna, que era tuerto del ojo izquierdo, aunque el derecho tenía tanta fuerza en sí mismo que casi se diría que valía por dos.

–La Corona no hace trampas, y quien lo insinúa se juega la cabeza.

–En ese caso, si fuera «La Corona» la que respalda el viaje, este se haría bajo su responsabilidad, con gastos a su cargo y garantías de que la tierra que se encuentre allí responde a lo prometido… ¿O no?

La pregunta, clara, directa e intencionada, desconcertó a don Bartolomé, que se volvió al alcalde como buscando ayuda ante la comprometida demanda, aunque resultó evidente que el buen hombre no podía serle de gran utilidad.

Por último, y tras carraspear nerviosamente, sacar una pequeña caja de plata y sorber una pizca de rape, asintió repetidamente y con excesivo convencimiento:

–¡Naturalmente! ¡Naturalmente! «La Corona», a través de su fiel súbdito, el marqués de San Miguel de Aguayo, en cuyos dominios se establecerían, se responsabiliza del viaje garantizando que el enclave es tal como acabo de describir.

El padre de María Curbelo, que había permanecido en silencio, sentado entre esta y su esposa, intervino alzando la mano:

–¿Está escrito en alguna parte?

El aludido lo observó con atención, observó luego al resto de los presentes, y por último inquirió:

–¿Alguien sabe leer? –Ante las lentas y sucesivas negativas, añadió, en tono despectivo–: En ese caso, ¿para qué quieren verlo por escrito. Lo digo yo, don Bartolomé Casabuena, Ilustrísimo y Excelentísimo Juez de Comercio con Las Indias en las islas Canarias por voluntad Real, y con eso basta1.


1 Con el fin de consolidar la presencia española en las recién descubiertas tierras americanas y ante el avance de los franceses desde Luisana, el rey Carlos III estableció en 1668 una Real Cédula, denominada «Tributo de Sangre», por la que concedía a los canarios el privilegio del comercio con América a cambio de enviar cinco familias por cada cien toneladas de mercancías.

Capítulo II

La camella estaba muerta.

Se encontraba tendida en el centro del establo, observada por la totalidad de los miembros de la familia Curbelo, que se mostraban desolados, casi anonadados, contemplando el cadáver de la bestia como si se tratara del suyo propio, ya que el animal constituía la más preciada, y casi la única, de sus pertenencias.

No decían ni hacían nada, como si asistieran a un velatorio, y permanecieron así hasta que se escuchó el chirriar de los ejes de un carromato y al poco hizo su aparición Juan Leal, que chasqueando la lengua comentó con voz ronca:

–El dicho es viejo: «Si la camella muere sin remedio es hora de poner tierra de por medio».

–¿Y eso qué quiere decir?

–Que cuando ni las bestias soportan la sed, hay que emigrar –señaló hacia fuera–. En el carro tengo a la familia y en el puerto aguarda un barco. Ahora lo que importa es salvar a los muchachos.

–¿Abandonando Lanzarote?

–Lanzarote siempre estará aquí, y cuando llueva será el momento de regresar. Por lejos que vayamos, el camino no será más largo a la vuelta que a la ida.

–Creí que no te gustaba esa aventura.

–Y no me gusta… –Señaló con un gesto a la camella–. Pero esto es peor. ¿Se vienen?

Los Curbelo se consultaron con la mirada. Les aterrorizaba la idea de abandonar su hogar y su isla, pero alzaron el rostro al cielo, lanzaron una nueva ojeada a la bestia, sobre la que zumbaban millones de moscas, y tras intercambiar una larga mirada entre marido y mujer, el primero asintió convencido:

–Tiene razón, cristiano. Esto es peor. Nos vamos.

Hizo un gesto a sus hijos y todos se encaminaron a la salida, ante la sorpresa de Juan Leal, que inquirió un tanto desconcertado:

–¡Pero bueno! ¿Se van así, sin más? ¿No se llevan nada?

–Todo lo que tenemos, sed, hambre y recuerdos, nos los llevamos puesto. El resto son harapos.

–Hay algo que sí quisiera llevarme, padre –le interrumpió su hija–. La piedra de moler. Vayamos donde vayamos habrá millo, y sin «gofio» los canarios nunca seremos nada.

Matías Curbelo pareció comprender que tenía razón e hizo un gesto con la cabeza indicando a sus hijos que fueran a buscarla.

Desaparecieron en el interior de la cuadra y al poco regresaron cargando la piedra.

***

El Teide, blanco y majestuoso, se recortaba contra el cielo e iba ganando en tamaño a medida que la nave se aproximaba.

En la cubierta de la «San Telmo», una balandra pequeña, hedionda y miserable, se apiñaban medio centenar de infelices, que contemplaban con ojos, en los que se mezclaban el temor y la esperanza, la verde isla y el gigantesco volcán que se alzaba ante ellos.

María Curbelo, sentada sobre un rollo de cuerdas, tenía sobre el regazo a un niño que debía haber sufrido una pésima travesía, puesto que se le advertía pálido y ojeroso. Pese a ello, su voz se animó al inquirir:

–¿Qué es eso blanco que cubre la montaña?

–Nieve.

–¿Y eso qué es?

–Agua sólida.

–¡Tú eres tonta! ¿Cómo puede haber agua sólida?

–No lo sé, pero dicen que así es.

El chiquillo meditó largamente y al poco, con absoluta inocencia, aventuró:

–Y si es agua sólida, ¿por qué no nos la llevamos a Lanzarote? ¿Crees que los tomates crecerían si cubriésemos con ella los campos?

–Tampoco lo sé, pero a lo mejor por eso Tenerife se ve tan verde. –Tras unos momentos de duda añadió–: Pero no creo que nos dejasen quitarles su nieve.

–Si yo tuviera «agua sólida» no dejaría que nadie me la quitara.

–Parece que les sobra.

–¿Y no podríamos quedarnos? Tenerife se ve bonito.

–Aceptamos que nos llevaran a Texas y no nos dejarán quedarnos por el camino. Pero no te preocupes; América es aún más bonita.

El mocoso lanzó una larga ojeada a la enorme montaña y a las verdes laderas y por último negó convencido:

–Lo dudo.

***

En una amplia y destartalada sala que tal vez fuera la antigua capilla se amontonaban cuarenta o cincuenta emigrantes, entre hombres mujeres y niños, dado que ese era el hospedaje que se había proporcionado a las familias que se habían ido reuniendo a la espera del día del en que tuvieran que embarcar.

Las condiciones de vida eran ciertamente deplorables puesto que ni siquiera tenían camas sino tan solo colchonetas tiradas en el suelo, mientras que la separación entre las distintas familias se había hecho a base de raídas mantas que colgaban de cuerdas tendidas de una pared a otra.

Todo tenía el aspecto de un campo de refugiados, y los rostros mostraban desesperación y hastío, a la par que hambre.

En un rincón, no lejos de un semiderruido altar presidido por un deteriorado crucifijo, el padre Ruiz, un franciscano de aspecto bondadoso, había improvisado una especie de primitiva aula donde con ayuda de una rústica pizarra trataba de enseñar a los niños –y a los que no lo eran tanto– las primeras letras.

–¡A ver...! La eme con la i, mi. La eme con la o, mo. La eme con la u, mu…

La totalidad de los miembros de las familias Curbelo y Leal atendían a las explicaciones repitiendo la lección como niños y así continuaron mientras un sordo rumor les obligaba a alzar más y más la voz, hasta que de improviso y a través de los innumerables huecos de la techumbre, comenzaron a caer gruesas gotas, lo que hizo que Juan Leal alzara el rostro, al tiempo que exclamaba:

–¡Llueve! ¡Llueve! ¡Dios bendito; está lloviendo!

Como si semejante revelación fuera algo inaudito y portentoso, la mayoría de los hombres, mujeres y niños corrieron hacia la salida, dejando estupefacto al padre Ruiz, que se volvió hacia el único alumno –un hombretón de aspecto rudo– que no se había movido de su sitio.

–¿Pero qué ocurre? –quiso saber.

–Llueve.

–¿Y qué? ¿Es que nunca han visto llover?

–La mayoría no. Son lanzaroteños y está cayendo más agua en un minuto que en toda su isla en cinco años...

–Entiendo. ¿Y tú no vas a verlo?

–Yo soy gomero.

Fue a añadir algo pero se interrumpió al advertir que un niño entraba, recogía un cazo de latón, salía de nuevo y regresaba al instante con él lleno a rebosar.

–Padre… ¿lo que cae del cielo es del primero que lo coge?

–Sí, hijo, sí... Naturalmente.

El chiquillo se encaminó directamente al crucifijo y colocó el cacharro a sus pies.

–En ese caso, pídale que lo convierta en nieve.

El desconcertado religioso se aproximó al rapazuelo y, colocándole la mano en el hombro, inquirió:

–¿Qué has dicho?

–Que convierta el agua en nieve. No se la estoy quitando a nadie, y me la llevaré a Lanzarote cuando vuelva.

–Pero bueno, hijo, eso no es tan sencillo; el agua no se convierte en nieve así, sin más.

Se interrumpió porque advirtió que se le estaban mojando los pies debido a que por la puerta penetraba agua a raudales empapando los colchones y amenazando con transformar la estancia en una piscina.

–¡Pero bueno…! ¿Qué es esto?

Corrió a la salida y lo que vio le dejó estupefacto; el enorme patio del convento semejaba un inmenso estanque en el que medio centenar de mujeres y niños chapoteaban bajo la lluvia mientras los hombres corrían de un lado a otro afanándose en taponar los desaguaderos con piedras, sacos y todo cuanto encontraban a mano.

–¡Que se va…! ¡Que se va!

–¡Allí, Juan! Por aquel agujero.

–En la esquina, Torano. Trae piedras, que se marcha.

–¿Pero qué demonios hacéis? –se horrorizó el pobre cura–. ¿Os habéis vuelto locos? ¡Lo vais a inundar todo!

Quiso apartar a los dos hombres que tenía más cerca quitando la piedra que cubría el desagüe, pero trataron de impedírselo.

–No lo haga, padre, que es agua. ¡Es agua!

***

María Curbelo descendía por un empinado camino con un pesado haz de leña en la cabeza.

A sus espaldas se perfilaba la inmensa silueta del Teide y al doblar un recodo distinguió una pequeña casa de piedra ante cuya puerta una anciana sentada tras una rústica mesa se afanaba desgranando maíz por el sencillo procedimiento de frotar una mazorca contra otra.

La muchacha aspiró profundamente el aroma que manaba de la chimenea y se detuvo al tiempo que señalaba las piñas que se encontraban en un cesto, todas idénticas y repletas de granos.

–¡Qué lindo luce ese millo, cristiana! Nunca vi otro tan limpio y tan parejo. ¡Enhorabuena!

–¡Gracias, mi niña! Todo el mundo sabe que el millo de seña Eufrasia es el mejor de las islas.

–¿Y cómo lo consigue?

–Eso es secreto; un secreto que tan solo le dejaré a mi nieta cuando llegue el momento.

–¡Lástima! Me hubiera gustado llevarme esa clase de millo a Texas.

Se dispuso a continuar su camino, pero apenas hubo dado unos pasos, la anciana lo detuvo con un gesto.

–¡Espera! ¿No serás de los que se llevan a las Américas?

–Vivimos ahí abajo, en el convento viejo.

–¿Y estáis pasando tanta hambre como dicen?

–¡Más!

–En ese caso te daré un saquito de «gofio» pa los muchachos.

–No, gracias, cristiana. No aceptamos limosnas, pero si me regala unas semillitas, y me dice cómo tengo que hacer para conseguir ese millo allá en Texas, siempre nos acordaríamos de usted. Y tan lejos no podríamos hacerle la competencia.

La buena mujer meditó mientras la observaba de hito en hito y por fin sonrió con sus dos únicos dientes.

–¡Lindo pico tienes, niña! Y «espabilá» que eres...

–La necesidad, que aprieta.

–¿Si te doy las semillas te acordarás de seña Eufrasia?

–Como María Curbelo que me llamo que todo el mundo lo conocerá como «El millo de Seña Eufrasia». La haré famosa en América.

–Carajo que eres lista y zalamera. ¡Ven pacá!

La muchacha obedeció y la vieja metió mano en el recipiente que tenía a su lado, extrajo dos puñados de semillas y los depositó en el pañuelo que la lanzaroteña se había apresurado a quitarse de la cabeza.

–Las tienes que plantar cuando haya llovido tanto que el dedo se te hunda por completo, de amanecida, sola, y rezando cada vez un padrenuestro. Y al acabar te arrodillas en mitad del campo, de cara al sol, con los brazos en cruz y le ofreces la cosecha al santo del lugar.

–¿Qué santo tienen en Texas?

–¿Y cómo quiere que lo sepa? Alguno habrá. Y si no te llevas de aquí el que más te guste. Al fin y al cabo, todos son buenos.

***

En el lujoso comedor de pesados muebles, enormes candelabros, vajilla de plata y larga mesa por la que se desparramaban toda clase de viandas, se encontraban reunidos media docena de hombres que escuchaban atentamente a su anfitrión, don Bartolomé de Casabuena, que presidía la reunión y hablaba con la voz fatua y engolada de quien vive convencido de estar en posesión de la verdad.

Dos criadas servían en silencio, aunque parecían no perder detalle de cuanto se decía.

–En lo que se refiere al posible despoblamiento de las islas no comparto su preocupación, visto que estos campesinos se reproducen como conejos –por algo en Lanzarote les llaman «conejeros»–, y a la vuelta de unos años habrá tantos mocosos hambrientos correteando por ahí que no sabrán qué hacer con ellos.

El hombre al que se ha dirigido, un gordinflón elegante y muy enjoyado, sorbió con estudiada delicadeza un poco de vino para dejar a continuación la copa sobre la mesa y responder:

–Es posible, pero a corto plazo, ese injusto «Tributo de Sangre» que se nos obliga a pagar a los canarios nos priva de una mano de obra imprescindible. No necesitamos mocosos hambrientos, sino hombres fuertes. ¿No es cierto, Quintero?

El mencionado Quintero, sin duda otro terrateniente, asintió y fue a decir algo, pero Casabuena lo interrumpió con un gesto autoritario al tiempo que señalaba, visiblemente molesto:

–En primer lugar, recuerden que ese término, «Tributo de Sangre», ofende a La Corona y no debe ser pronunciado, y menos en mi casa. En segundo lugar, tengan en cuenta que todo tiene un precio, y si no fuera por esa «contribución voluntaria» de algunas familias, las islas no disfrutarían de un trato preferencial en su comercio con las Indias.

–¿Pero por qué a otras regiones no se les exige ese precio? Esas son las cosas que hacen que los canarios nos sintamos como si no fuéramos totalmente españoles sino tan solo una especie de «colonia menor». Cinco familias por cada cien toneladas de mercancía se me antoja un precio abusivo.

–¿Preferiríais abonar tres mil reales?, porque esos tres mil reales saldrían directamente de vuestras bolsas. Y con ese dinero se pueden pagar muchos jornales.

–¡No, desde luego que no! Desde ese punto de vista el trato nos conviene, pero el pueblo se queja.

–El pueblo siempre se queja, amigo mío. ¡Siempre! Lo lleva en la sangre y si le escucháramos pronto exigiría limitar el trabajo a doce horas diarias. ¿A dónde iríamos a parar? Nuestro común amigo el Pagador Real, que entiende de números, podría decírnoslo.

El citado Pagador Real, un hombre flaco, de expresión avinagrada y aire de chupatintas, hizo ademán de querer meter baza, pero en esos momentos se escucharon voces airadas, golpes y amenazas, y al poco la puerta se abrió bruscamente e hizo su aparición Juan Leal, que observó la escena con su único ojo brillando de ira.

Casabuena se puso en pie de un salto:

–¡Pero bueno! ¿Cómo se permite irrumpir así en mi casa?

–Me lo permito porque en el convento hay niños que se mueren de hambre y llevo dos semanas aguardando a que me conceda audiencia. Tenemos enfermos, nadie se ocupa de ellos y eso no es lo que se nos prometió.

–Yo no prometí nada.

–Prometió que las necesidades del viaje correrían por cuenta de La Corona, y comer es una necesidad. ¿O no?

–Supongo que sí, pero le advertí que se haría a través del marqués de San Miguel de Aguayo, a cuyos territorios están asignados. Él es quien tendrá que compensarlos en su día.

–¿Compensarnos? ¿Por qué? ¿Por los muertos? El viaje durará meses y nadie vivirá para cobrar semejante compensación. Necesitamos comer aquí, no en Texas.

–Ese es un problema que no me atañe y queda fuera de mis atribuciones, pero aquí el Pagador Real puede atestiguar que no existe presupuesto para el caso.

–Ni un solo real ha sido asignado a ese respecto.

Juan Leal los observó uno por uno, pareció comprender que no iba a encontrar la ayuda que buscaba, pero al fin señaló, convencido:

–¡De acuerdo! Hagan lo que quieran, pero si mañana no empiezan a darles de comer, ni una sola de esas familias embarcará rumbo a América.

–Se comprometieron a ello y la justicia les obligará.

–Se desparramarán por la isla y perderán más tiempo y dinero buscándolos que dándoles de comer. –Hizo una larga y significativa pausa antes de añadir–: Y no creo que al rey le guste saber que se los trata como a criminales cuando lo único que hicieron fue confiar en su palabra.

Abandonó la estancia con paso firme, dejando a los presentes desconcertados, y al fin fue el orondo Abreu el que comentó, no sin innegable mala intención:

–Feo problema se le presenta, Bartolomé; ese hombre tiene razón. Y muchos cojones.

***

Los niños jugaban en el gran patio central, las mujeres remendaban la harapienta ropa, los hombres charlaban, tomaban el sol o paseaban por el claustro con aire de hastío, y en todos los rostros se advertía angustia, hambre y el tremendo malestar que significaba el estar encerrados.

Al poco en el portón hizo su aparición un criado que conducía del ronzal a un escuálido caballejo cargado con dos sacos, y ante la curiosidad general fue a detenerse en mitad del patio gritando:

–¿Quién es Juan Leal?

El aludido abandonó el grupo de hombres con los que discutía en voz baja y se acercó con presteza:

–¡Yo! ¿Qué ocurre?

–Mi amo, don Bartolomé de Casabuena, le envía los víveres que pidió.

Juan Leal abrió los sacos y estudió su magro contenido antes de replicar francamente indignado:

–¿Esto? ¿Acaso cree ese miserable que con dos sacos de gofio va a matar el hambre de tanta gente? Necesitamos carne, queso, pescado, tocino... ¡Algo que alimente!

–También le envía el caballo.

–¿El caballo? ¿Y qué carajo quiere que hagamos con el caballo? ¿Comérnoslo?

–Para eso lo he traído.

Matías Curbelo, que se había aproximado a formar corro en torno a ellos al igual que la mayoría de los colonos, repitió horrorizado:

–¿Comernos el caballo? ¿Es que se ha vuelto loco?

–Los franceses aseguran que su carne es muy buena.

–¡Pues que lo mande a Francia! La primera vez que veo un caballo y pretenden que me lo coma. ¡Maldito hijo de puta!

–Sin insultar, que mi amo es gentilhombre de cámara del rey. Me dijeron que les entregara esto y ya cumplí. Si quieren comerse el caballo, se lo comen, y si no lo ponen a tirar de un carro, pero a fe mía que incluso levantar las patas le cuesta trabajo.

Dio media vuelta y desapareció por donde había llegado dejándolos a todos absolutamente desconcertados.

Un par de hora más tarde, y mientras caía la noche, algunas luces comenzaron a encenderse y la totalidad de los colonos se encontraban sentados en las escalinatas, observando en silencio al pobre rocín que, justo en el centro del patio, se entretenía en rumiar los hierbajos que crecían entre las losetas, y de tanto en tanto alzaba sus enormes y tristes ojos contemplando indiferente a quienes lo contemplaban a su vez.

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174 s. 8 illüstrasyon
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9788418811388
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