Kitabı oku: «Tuareg», sayfa 4

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El puesto militar de Adoras ocupaba un oasis en forma de triángulo –poco más de un centenar de palmeras y cuatro pozos– en el corazón mismo de un extensísimo río de dunas, por lo que podía considerarse un auténtico milagro de supervivencia amenazado constantemente por la arena que lo cercaba protegiéndolo del viento, pero convirtiéndolo, por ello mismo, en una especie de horno que en los mediodías alcanzaba a menudo los sesenta grados centígrados.

Las tres docenas de soldados que componían la guarnición pasaban la mitad de su vida maldiciendo su suerte a la sombra de las palmeras, y la otra mitad paleando arena en un desesperado esfuerzo por hacerla retroceder y mantener libre la estrecha pista de tierra que les permitía comunicarse con el mundo exterior, recibiendo provisiones y correspondencia una vez cada dos meses.

Desde que treinta años atrás a un coronel enloquecido se le ocurrió la absurda idea de que el Ejército debía controlar aquellos cuatro pozos, que eran por otra parte los únicos existentes en casi cien kilómetros a la redonda, Adoras se había convertido en el «destino maldito», tanto para las tropas coloniales primero, como para las nativas en la actualidad, y de las tumbas que se alzaban al extremo del palmeral, nueve se debían «a muerte natural» y seis al suicidio de quienes no habían soportado la idea de sobrevivir en semejante infierno.

Cuando un tribunal dudaba entre enviar a un reo al paredón, condenarlo a prisión perpetua, o conmutarle la pena por quince años de servicio obligatorio en Adoras, tenía plena conciencia de lo que hacía, por más que dicho reo considerase en un principio que con la conmutación habían querido favorecerle.

Para el capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe de la guarnición y autoridad suprema en una región tan extensa como media Italia pero en la que no vivían más allá de ochocientas personas, los siete años que llevaba en Adoras constituían el castigo por haber asesinado a un joven teniente que amenazó con descubrir las irregularidades de las cuentas del regimiento en su destino anterior. Condenado a muerte, su tío, el famoso general Obeid-el-Fasi, héroe de la independencia, había conseguido, gracias a que había sido uno de sus ayudantes y hombre de confianza durante la Guerra de Liberación, que se le permitiera rehabilitarse al frente de un destacamento al que no se podía enviar a ningún otro militar de carrera que no se encontrase en parecidas circunstancias.

Tres años antes, y basándose únicamente en los expedientes que obraban en su poder, el capitán Kaleb había llegado a la conclusión de que los componentes de su regimiento sumaban más de una veintena de muertes, quince violaciones, sesenta atracos a mano armada, y un incontable número de robos, estafas, deserciones y delitos de menor cuantía, por lo que para dominar a semejante «tropa» había tenido que echar mano de toda su experiencia, astucia y violencia. El respeto que infundía tan solo era superado por el que imponía su hombre de confianza: el sargento mayor, Malik-el-Haideri, un hombre delgado, diminuto y aparentemente endeble y enfermizo, pero tan cruel, astuto y valiente que había logrado controlar a semejante pandilla de bestias, sobreviviendo a cinco intentos de asesinato y dos duelos a cuchillo.

Malik era la «muerte natural» más normal en Adoras, y dos de los suicidados se volaron los sesos por no seguir sufriéndolo.

Ahora, sentado en la cumbre de la más alta duna que dominaba el oasis por el este, una vieja «ghourd» de más de cien metros de altura, dorada por el tiempo y endurecida en su corazón, hasta convertir la arena casi en piedra, el sargento Malik observaba sin interés cómo sus hombres paleaban arena de las jóvenes dunas que amenazaban con anegar el más apartado de los pozos, hasta que enfocó los prismáticos hacia el solitario jinete que había hecho su aparición montando un blanco mehari y que avanzaba sin prisas abriéndose camino en dirección al puesto. Se preguntó qué buscaría un targuí por aquellos andurriales, cuando hacía seis años que habían dejado de frecuentar los pozos de Adoras evitando todo contacto con sus ocupantes. Las caravanas beduinas llegaban cada vez más espaciadamente, hacían aguada, descansaban un par de días en el extremo más apartado del oasis procurando ocultar a sus mujeres y no rozarse en absoluto con los soldados, y reemprendían la marcha suspirando aliviados si no habían surgido incidentes. Pero los tuaregs no. Los tuaregs, cuando frecuentaban los pozos, plantaban cara, altivos y desafiantes, y permitían que sus mujeres anduvieran de un lado a otro con el rostro descubierto y los brazos y las piernas al aire, indiferentes al hecho de que aquellos hombres no hubieran disfrutado de una mujer en años, y echando mano de sus fusiles y sus afiladas gumías cuando alguno trataba de sobrepasarse.

Por eso, cuando dos guerreros y tres soldados murieron en una riña, los «Hijos del Viento» prefirieron apartar el puesto militar de su camino, pero ahora aquel jinete solitario avanzaba decidido, abordaba la última cresta, se recortaba contra el cielo del atardecer con su ropaje al viento, y se adentraba al fin entre las palmeras, deteniéndose junto al pozo norte, a un centenar de metros de los primeros barracones.

Se dejó deslizar sin prisas por la duna, atravesó el campamento y llegó junto al targuí, que abrevaba su camello, capaz de beber cien litros de agua de una sola sentada.

–¡«As salaam alaikum»!

–«Metulem, metulem» –replicó Gacel.

–Buena bestia traes. Y muy sedienta.

–Venimos de lejos.

–¿De dónde?

–Del norte.

El sargento Malik-el-Haideri odiaba el velo targuí porque se preciaba de conocer a los hombres y saber, por la expresión de sus rostros, cuándo decían la verdad y cuándo mentían. Pero con los tuaregs esa posibilidad nunca existía, pues apenas dejaban a la vista una rendija para los ojos, que entrecerraban y empequeñecían a propósito al hablar. La voz sonaba también distorsionada, y por lo tanto se vio en la obligación de aceptar por buena la respuesta, ya que, en efecto, le había visto llegar del norte, y no tenía razón para sospechar que Gacel se hubiera preocupado por dar una gran vuelta y permitir que le viera avanzar desde aquella dirección, la opuesta a la que en realidad traía.

–¿Hacia dónde te diriges?

–Al sur.

Había dejado ya que su montura quedara espatarrada, con la tripa rebosante de agua, satisfecha y abotagada, y se dedicaba a la tarea de reunir ramas y preparar una pequeña hoguera.

–Puedes comer con los soldados –le hizo notar.

Gacel destapó un pedazo de manta y dejó al descubierto medio antílope aún jugoso y cubierto de sangre seca.

–Tú puedes comer conmigo si lo deseas. A cambio de tu agua.

El sargento mayor Malik advirtió que su estómago daba un salto. Hacía más de quince días que los cazadores no conseguían una pieza, pues con los años las habían ido alejando de los alrededores y no había entre sus soldados ningún beduino auténtico conocedor del desierto y sus habitantes.

–El agua es de todos –replicó–. Pero acepto con gusto tu invitación. ¿Dónde lo cazaste?

Gacel sonrió para sus adentros a lo burdo de la trampa.

–Al norte –replicó.

Había reunido ya la leña que necesitaba, y tomando asiento sobre la manta de su montura, extrajo pedernal y mecha, pero Malik le ofreció su caja de cerillas:

–Usa esto –pidió–. Es más cómodo. –Luego la rechazó con un gesto–. Quédatela. Tenemos muchas en el economato.

Había tomado asiento frente a él y le observaba mientras clavaba las patas del antílope en la baqueta de su viejo fusil disponiéndose a asarlas lentamente a fuego bajo.

–¿Buscas trabajo en el sur?

–Busco una caravana.

–No es época de caravanas. Las últimas pasaron hace un mes.

–La mía me aguarda –fue la enigmática respuesta, y como advirtió que el sargento le miraba fijamente, sin comprender, añadió en el mismo tono–: Hace más de cincuenta años que me aguarda.

El otro pareció caer en la cuenta y le observó con mayor detenimiento:

–¡«La Gran Caravana»! –exclamó al fin–. ¿Vas en busca de «La Gran Caravana» de la leyenda? ¡Estás loco!

–No es una leyenda... Mi tío iba en ella... Y no estoy loco. Mi primo Suleimán, que se pasa el día cargando ladrillos por un jornal miserable, sí que está loco.

–Ninguno de los que fueron en busca de esa caravana regresó con vida.

Gacel señaló con un gesto de la cabeza las tumbas de piedra que se adivinaban entre las dispersas palmeras, al fondo del oasis.

–No estarán más muertos que esos... Y si la hubieran encontrado serían ricos para siempre...

–Pero la «tierra vacía» no perdona: no hay agua, ni vegetación que sirva de pasto a tu camello, sombra que te cobije, o referencia alguna que valga para orientarte. ¡Es el infierno!

–Lo sé –admitió el targuí–. Estuve allí dos veces...

–¿Estuviste en las «tierras vacías»? –repitió incrédulo.

–Dos veces.

El sargento Malik no tuvo necesidad de verle el rostro para comprender que decía la verdad, y un nuevo interés nació en él. Llevaba suficientes años en el Sáhara como para valorar a un hombre que había estado en las «tierras vacías» y había vuelto. Podían contarse con los dedos de una mano desde Marruecos a Egipto, y ni aun Mubarrak-ben-Sad, guía oficial del puesto, y al que tenía por uno de los mejores conocedores de las arenas y los pedregales, admitía haberse atrevido con ella.

–«Pero conozco a uno...» –le había confesado una vez en el transcurso de una larga expedición de descubierta al macizo del Huaila–. «Conozco a un ‘inmouchar’ del Kel-Talgimus, que fue y volvió...».

–¿Qué se siente allí dentro?

Gacel le miró largamente y se encogió de hombros:

–Nada. Hay que dejar fuera todo sentimiento. Hay que dejar fuera hasta las ideas y vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua. Incluso en la noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir.

–¿Por qué lo hiciste? ¿Buscabas «La Gran Caravana»?

–No. Buscaba en mí restos de mis antepasados. Ellos vencieron a las «tierras vacías».

El otro negó convencido:

–Nadie vence a las «tierras vacías» –replicó seguro de lo que decía–. La prueba es que todos tus antepasados están muertos y ellas siguen tan inexplicables como cuando Alá las creó. –Hizo una pausa, agitó la cabeza e inquirió como preguntándose a sí mismo–. ¿Por qué lo haría? ¿Porque Él, capaz de crear cosas portentosas, creó también este desierto?

La respuesta no resultó presuntuosa, aunque en un principio se pensara que lo era:

–Para poder crear a los «imohags».

Malik sonrió divertido.

–Realmente... –admitió–. Realmente... –Señaló la pierna de antílope–. No me gusta la carne muy pasada –añadió–. Así está bien.

Gacel apartó la baqueta, extrajo los dos pedazos de carne, le ofreció uno y con ayuda de su afiladísima gumía comenzó a cortar gruesas tajadas del otro.

–Si alguna vez estás en dificultades –indicó–, no cocines la carne. Cómela cruda. Come cualquier animal que encuentres y bébete su sangre. Pero no te muevas. Sobre todo no te muevas nunca.

–Lo tendré en cuenta –admitió el sargento–. Lo tendré en cuenta, pero ruego a Alá que jamás me ponga en semejante trance.

Concluyeron de cenar en silencio, bebieron agua fresca del pozo, y Malik se puso en pie y se estiró satisfecho.

–Tengo que irme –dijo–. He de dar el parte al capitán y ver que todo esté en orden. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

Gacel se encogió de hombros señalando que no lo sabía.

–Entiendo. Quédate cuanto quieras, pero no te acerques a los barracones. Los centinelas tienen orden de tirar a matar.

–¿Por qué?

El sargento Malik-el-Haideri sonrió enigmáticamente, y con un gesto de la cabeza señaló hacia la más apartada de las casetas de madera.

–El capitán no tiene muchos amigos –puntualizó–. Ni él ni yo los tenemos, pero yo sé cuidarme por mí mismo.

Se alejó cuando ya las sombras se iban escurriendo por el oasis, asentándose en los bordes de las palmeras, y las voces resonaban con mayor nitidez, mientras los soldados regresaban con sus palas al hombro, cansados y sudorosos, anhelando el rancho y el jergón que los condujera por unas horas al mundo de los sueños, lejos del infierno de Adoras.

No hubo apenas crepúsculo, el cielo pasó, casi sin transición, del rojo al negro, y pronto brillaron luces de carburo en las cabañas.

Únicamente la vivienda del capitán contaba con contraventanas que impedían ver lo que ocurría en su interior, y antes de que cerrara por completo la noche acudió un centinela que montó guardia, rígido y con el arma a punto, a menos de veinte metros de la puerta.

Media hora después, esa puerta se abrió y en ella se recortó una figura alta y recia. Gacel no tuvo necesidad de distinguir las estrellas de su uniforme para reconocer al hombre que matara a su huésped. Le vio permanecer quieto unos momentos, respirando a pleno pulmón el aire de la noche, y encender un cigarrillo. La luz de la cerilla trajo a su memoria cada uno de sus rasgos y el brillo acerado y despectivo de sus ojos cuando aseguró que él era la ley. Se sintió tentado de montar su arma y acabar con él de un solo tiro. A tan corta distancia, claramente recortado contra la luz interior, se sentía capaz de meterle una bala en la cabeza apagando a la vez el cigarrillo en su boca, pero no lo hizo. Se limitó a observarlo a menos de cien metros de distancia complaciéndose en imaginar qué pensaría aquel hombre de averiguar que el targuí al que había ofendido y despreciado estaba sentado allí, frente a él, apoyado en una palmera y junto a los rescoldos de una hoguera, meditando sobre la conveniencia de matarlo en ese momento o dejarlo para más adelante.

Para todos aquellos hombres de la ciudad trasplantados al desierto, al que nunca aprenderían a amar y al que en realidad odiaban anhelando escapar de él a cualquier precio, ellos, los tuaregs, no constituían más que una parte del paisaje, tan incapaces de distinguir a uno de otro, como incapaces serían de diferenciar dos largas dunas «sifs» de cresta de sable aunque estuvieran separadas entre sí por más de medio día de marcha.

No tenían noción del tiempo, ni del espacio, ni de los olores y colores del desierto, y del mismo modo, no tenían noción de lo que separaba a un guerrero del «Pueblo del Velo», de un «imohag» del «Pueblo de la Espada», a un «inmouchar» de un siervo, o a una auténtica mujer targuí, libre y fuerte, de una pobre beduina esclava de un harén.

Hubiera podido aproximarse a él, hablarle durante media hora de la noche y las estrellas, de los vientos y las gacelas, y no hubiera reconocido a «aquel maldito desharrapado maloliente» al que había tratado de enfrentarse cinco días antes. Durante años los franceses habían intentado en vano que los tuaregs se descubrieran el rostro.

Al fin, convencidos de que estos nunca abandonarían el velo, debieron llegar a la conclusión de que jamás distinguirían por la voz o los gestos a uno de otro, y abandonaron por completo la esperanza de diferenciarlos.

Ni Malik, ni el oficial, ni todos aquellos soldados que paleaban arena eran franceses, pero se les semejaban por su ignorancia y su desprecio hacia el desierto y sus habitantes.

Cuando el capitán concluyó su cigarrillo, lanzó la colilla a la arena, saludó con desgana al centinela, y cerró la puerta, de la que se pudo escuchar el sonoro correr del pesado cerrojo. Las luces se fueron apagando una tras otra, y el campamento y el oasis quedaron en silencio; un silencio roto únicamente por el susurro de los penachos de las palmeras agitadas por la suave brisa y el lejano aullido de un chacal hambriento.

Gacel se envolvió en su manta, apoyó la cabeza contra la silla de montar, lanzó una última ojeada a los barracones y a la fila de vehículos aparcados bajo un tosco garaje y se quedó dormido.

El amanecer le sorprendió en lo alto de la más cargada de las palmeras, lanzando al suelo pesados racimos de dátiles maduros. Llenó un saco con ellos; llenó igualmente de agua sus «gerbas» y ensilló al mehari, que protestó ruidosamente, deseoso de quedarse más tiempo a la sombra, cerca del pozo.

Los soldados habían comenzado a hacer su aparición orinando contra las dunas o lavándose la cara en el abrevadero del mayor de los pozos, y el sargento Malik-el-Haideri abandonó también su alojamiento y se aproximó con su paso rápido y seguro.

–¿Te vas? –inquirió, aunque la pregunta resultaba a todas luces inútil–. Creí que te quedarías a descansar un par de días.

–No estoy cansado.

–Ya lo veo. Y lo siento. Agrada a veces hablar con un extraño. Esta escoria no piensa más que en robar o en mujeres.

Gacel no respondió, afanado en afianzar los bultos para que los vaivenes del camello no los arrojaran al suelo a los quinientos metros, y Malik le echó una mano desde el otro lado de la bestia, al tiempo que preguntaba:

–¿Si el capitán me diera permiso me llevarías contigo a buscar «La Gran Caravana»?

El targuí negó con un gesto:

–La «tierra vacía» no es lugar para ti. Únicamente los «imohags» podemos adentrarnos en ella.

–Yo aportaría tres camellos. Podríamos llevar más agua y provisiones. En esa caravana hay dinero de sobra para todos. Le daría una parte al capitán, con otra compraría mi traslado, y aún me quedaría para pasar el resto de mi vida. ¡Llévame contigo!

–No.

El sargento mayor Malik no insistió, pero recorrió con la vista lentamente las palmeras, los barracones y las dunas de arena que lo cerraban todo por los cuatro costados, convirtiendo el puesto en una prisión en la que los barrotes habían sido sustituidos por altas dunas que amenazaban con enterrarlos de una vez para siempre.

–¡Once años más aquí! –murmuró luego como para sí–. Si logro sobrevivir seré un anciano y me han negado incluso el derecho al retiro y la pensión. ¿Adónde iré? –Se volvió de nuevo al targuí–. ¿No sería mejor morir dignamente en el desierto con la esperanza de que un golpe de suerte pudiera cambiarlo todo?

–Tal vez.

–Es lo que vas a intentar, ¿no es cierto? Prefieres arriesgarte que malvivir acarreando ladrillos.

–Yo soy targuí. Tú no...

–¡Oh, vete al infierno con tu maldito orgullo de raza! –protestó malhumorado–. ¿Te crees mejor porque te acostumbraron desde niño a soportar el calor y la sed? Yo he tenido que soportar a esos hijos de puta, y te aseguro que no sé qué es peor. ¡Vete! Cuando quiera buscar «La Gran Caravana» lo haré yo solo. No te necesito.

Gacel sonrió levemente bajo el velo sin que el otro pudiera advertirlo, obligó a ponerse en pie a su camello y se alejó despacio, conduciéndolo del ronzal.

El sargento Malik-el-Haideri lo siguió con la vista hasta que desapareció por entre el dédalo de pasadizos que dejaban entre sí las dunas, al sur de la pista de los vehículos, y regresó luego pensativo hacia el mayor de los barracones.


El capitán Kaleb-el-Fasi dormía siempre hasta que el sol comenzaba a recalentar el techo de su cabaña, lo cual venía a ocurrir sobre las nueve de la mañana pese a que la había mandado levantar en el punto más tupido del palmeral, tan a la sombra que a menudo le despertaba sobresaltado el golpear de los dátiles sobre las planchas metálicas.

A esa hora rezaba sus oraciones a dos metros de la puerta y se zambullía en el abrevadero del pozo grande, donde el sargento Malik acudía a darle el parte de las incidencias, aunque en realidad escasas eran las incidencias que se presentaban.

Aquella mañana, sin embargo, su subordinado parecía deseoso de hablar, animado por un entusiasmo poco acostumbrado en él.

–Ese targuí va en busca de «La Gran Caravana» –dijo.

Le observó unos instantes, aguardando a que dijera algo más, y al no ocurrir así, inquirió interrogativa mente:

–¿Y...?

–Le pedí que me llevara, pero no quiso.

–No está tan loco entonces como podría pensarse. ¿Desde cuándo te interesa «La Gran Caravana»?

–Desde que oí hablar de ella. Dicen que llevaba mercancías por un valor de más de diez millones de francos de aquel tiempo. Hoy ese marfil y esas joyas valdrían el triple.

–Son muchos los que han muerto persiguiendo ese sueño.

–Aventureros todos que no se plantearon la expedición de una forma científica con los medios apropiados y apoyo logístico.

El capitán Kaleb-el-Fasi le dirigió una larga mirada que pretendía ser severa y de reconvención:

–¿Estás insinuando que emplee material y hombres del Ejército en la búsqueda de esa caravana? –inquirió con fingida sorpresa.

–¿Por qué no? –fue la sincera respuesta–. Constantemente nos envían a realizar expediciones sin sentido a la búsqueda de nuevos pozos, piedras sin valor o recuento de tribus. Una vez, los ingenieros nos tuvieron seis meses dando vueltas tratando de encontrar petróleo.

–Y lo encontraron.

–Sí, pero... ¿qué nos aportó a nosotros? Cansancio, molestias, malestar de la tropa y tres hombres que volaron en pedazos en un Jeep cargado de dinamita.

–Eran órdenes superiores.

–Lo sé. Pero usted tiene autoridad suficiente como para enviarme a una misión cualquiera; por ejemplo, ejercicios de supervivencia en las «tierras vacías». ¡Imagínese que regresáramos con una fortuna! La mitad para el Ejército, la mitad para nosotros y la tropa. ¿No cree que, bien distribuida, ablandaría a algunos generales?

Su superior no respondió de momento. Hundió la cabeza en el agua y permaneció así unos instantes, quizá reflexionando. Cuando emergió de nuevo, señaló sin mirarle:

–Podría «enchironarte» por lo que estás proponiendo.

–¿Y qué sacaría con eso? En el fondo, ¿qué más da estar en el calabozo que aquí fuera? Algo más de calor, eso es todo. Menos que en la «tierra vacía», desde luego.

–¿Tan desesperado estás?

–Igual que usted. Si no hacemos algo, nunca saldremos de aquí, y lo sabe. Cualquier día otro de esos hijos de puta agarrará el «kafard» y se liará a tiros con nosotros.

–Hasta ahora hemos sabido dominarlos.

–Con mucha suerte –admitió el hombrecillo–. Pero, ¿hasta cuándo nos durará la suerte? Pronto nos haremos viejos, perderemos energía y nos devorarán.

El capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe del perdido puesto militar de Adoras, el «Culo del Diablo», como denominaban al lugar en el Ejército, echó hacia atrás la cabeza y contempló largamente las palmeras, a las que ni un soplo de viento acertaba a agitar, y el cielo de un azul casi blanco, que hería los ojos tan solo de mirarlo.

Pensó en su familia; en su mujer que había pedido y obtenido el divorcio a raíz de su condena; en sus hijos, que no le habían escrito jamás; en sus amigos y compañeros, que habían borrado su nombre de sus memorias pese a que durante años lo alabaron por su esplendidez; y en aquella cuadrilla de ladrones, asesinos y drogadictos que lo odiaban a muerte y que al menor descuido le clavarían una bayoneta en la espalda o le colocarían una bomba de mano bajo el catre.

–¿Qué necesitarías? –inquirió sin volverse, procurando que su voz no delatase compromiso alguno.

–Un camión, un Jeep y cinco hombres. Me llevaré también a Mubarrak-ben-Sad, el guía targuí. Y necesitaré camellos.

–¿Cuánto tiempo?

–Cuatro meses. Pero estaríamos en contacto por radio una vez a la semana.

Ahora sí que le miró de frente.

–No puedo obligar a nadie a que te acompañe. Si no volvieras y esto trascendiera me arrancarían la cabeza.

–Sé quienes irán de buena gana y sin comentarlo. Los que se quedan no deben saber nada.

El capitán salió lentamente del agua, se enfundó un pantalón corto y ancho, se calzó las «nails» dejando que el aire caliente le secara el agua sobre el cuerpo, y agitó la cabeza incrédulo:

–Creo que estás tan loco como ese targuí –puntualizó–. Pero tal vez tengas razón y sea mejor que continuar aquí esperando la muerte. –Hizo una pausa–. Tendríamos que encontrar una disculpa lógica para un viaje tan largo. –Sonrió–. Por si no regresas.

Malik sonrió satisfecho de su triunfo, aunque desde el primer momento supo que vencería. Desde que el targuí se perdió de vista, muy de mañana, por entre las dunas, se había dedicado a madurar la forma en que iba a exponer su plan, y cuanto más vueltas le daba, más seguro se sentía de que obtendría el permiso.

Echaron a andar juntos hacia el barracón de oficinas, y con una leve sonrisa, señaló:

–Ya había pensado en eso. –El otro se detuvo a mirarle–. Esclavos.

–¿Esclavos...?

–Ese targuí que se fue esta mañana pudo muy bien haberme comentado que tiene noticias de que las caravanas de esclavos se están adentrando en nuestro territorio. Su tráfico está aumentando de nuevo en proporciones alarmantes.

–Lo sé. Pero se dirigen al Mar Rojo y hacia los países que aún aceptan la esclavitud.

–Es cierto –admitió Malik–. ¿Pero quién nos impide intentar verificar una denuncia y confesar más tarde que se trataba de una falsa alarma? –Sonrió con ironía–. Más bien tendrían que felicitarnos por nuestro celo y nuestro espíritu de sacrificio.

Penetraron en el barracón de oficinas, que no era más que una amplia estancia con dos mesas, recalentada ya a aquellas horas de la mañana, y el capitán fue a plantarse directamente ante el gran mapa de la zona que ocupaba toda la pared del fondo.

–A veces me pregunto cómo diablos te agarraron para meterte en este agujero siendo tan listo. ¿Dónde piensas buscar?

Malik señaló decidido una inmensa mancha amarilla, en cuyo centro aparecía un espacio completamente en blanco, sin la menor traza de pista, sendero de camellos, pozo o lugar habitado.

–Aquí, en el centro mismo de Tikdabra. Lógicamente la ruta de la caravana tenía que haber dejado Tikdabra al norte, evitándolo. Pero si se desviaron, adentrándose en las dunas, tuvieron que encontrarse luego con esta zona de «tierra vacía», demasiado tarde ya para volver atrás. No les debió quedar entonces más remedio que intentar alcanzar los pozos de Muley-el-Akbar, y no llegaron.

–No es más que una teoría. Igual pueden estar ahí que en otra parte.

–Tal vez. Pero no están en ninguna otra parte –le hizo notar–. Durante años se ha rastreado la región al sur de Tikdabra. Y al este, y al oeste. Pero nadie se atrevió nunca con Tikdabra mismo. O, al menos, los que se atrevieron jamás regresaron.

El capitán calculó a ojo:

–Más de quinientos kilómetros de largo por trescientos de ancho de dunas y llanuras. Tendrías más oportunidad de encontrar una pulga blanca en una manada de meharis.

La respuesta fue concisa:

–Tengo once años para buscar.

El capitán tomó asiento en su desvencijada butaca forrada de piel de gacela, buscó un cigarrillo, lo encendió despacio y estudió detenidamente un mapa que conocía al dedillo, pues ya estaba allí clavado el día que llegó al puesto. Conocía el desierto y sabía muy bien lo que significaba adentrarse en un «erg» como el de Tikdabra, formado por una ininterrumpida sucesión de altísimas dunas que se prolongaban como un mar de gigantescas olas que parecían proteger, como una trampa de arena movediza en la que hombres y camellos se hundían a veces hasta el pecho, una inmensa llanura sin horizontes, tan plana como la más plana de las mesas, y en la que el sol reverberaba de continuo dificultando la visión, cortando el aliento y haciendo hervir la sangre a hombres y bestias.

–Ni un lagarto puede sobrevivir allí –musitó al fin–. Si alguien te acompaña es que ya tiene el «kafard», y me harás un gran favor quitándomelo de encima. –Abrió la pequeña caja fuerte empotrada en el suelo y oculta bajo unas tablas al lado mismo de su mesa; contó el dinero que había en ella y negó con un gesto–. Tendrás que requisar los camellos entre las tribus beduinas –señaló–. No tengo dinero, y no puedes llevarte los nuestros.

–Mubarrak me ayudará a conseguirlos. –Se dirigió a la puerta–. Si me da su permiso, hablaré con mis hombres.

Respondió con un gesto a su saludo, cerró de nuevo la caja y permaneció muy quieto, con los pies sobre la mesa, contemplando el mapa. Sonrió levemente, satisfecho de haber aceptado la propuesta. Si las cosas iban mal, perdería seis hombres y un guía targuí, amén de dos vehículos. Pero nadie iba a reclamarle algo que era hasta cierto punto normal en aquellas latitudes. Patrullas que desaparecían para siempre había muchas, pues bastaba un error del guía, una avería en el motor, o la rotura de un eje, para que un simple paseo rutinario se convirtiese en una tragedia sin solución posible. De hecho, con ello contaban cuando enviaban a Adoras a todo aquel desecho de los cuarteles y prisiones del país. En buena lógica, ninguno de sus hombres debería regresar con vida a la civilización, porque la sociedad no los quería en su seno y los había rechazado para siempre. A nadie le importaba, por tanto, que se matasen a cuchilladas, se los llevaran las fiebres, se perdieran en el transcurso de una patrulla rutinaria o desaparecieran durante la persecución de un mítico tesoro.

«La Gran Caravana» estaba allí, en alguna parte hacia el sur, y en eso todos estaban de acuerdo, pues no podía haberse volatilizado, y lo más preciado de su cargamento soportaba sin deterioro el paso de los años, y aun de los siglos. Con una minúscula parte de ese cargamento, el capitán Kaleb-el-Fasi podría abandonar para siempre Adoras y plantarse de nuevo en Francia, en aquel Cannes en cuyo «Hotel Majestic» pasó una de las épocas más hermosas de su vida en compañía de la preciosa dependienta de una «boutique» de la Rue de Antibes que debió esperar durante años a que algún día cumpliese su palabra de regresar a buscarla.

A media tarde abrían los grandes ventanales que daban sobre la piscina, «La Croisette» y la playa, y hacían el amor cara al mar hasta el oscurecer, para irse luego a cenar a «Le Moulin de Mougens», «El Oasis», o «Chez Félix» y terminar la noche en el Casino, arriesgándolo todo al número ocho.

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9788418811104
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