Kitabı oku: «Con A mayúscula»
CON A MAYÚSCULA © Aleixandra Keller Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2021.
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ISBN: 978-84-18912-15-3
ALEIXANDRA KELLER
CON A MAYÚSCULA
Prólogo
Querido lector:
Tienes en tus manos un libro que te va a sorprender gratamente; un desnudo integral que la autora se atreve a desvelar con elegancia; una de esas historias de amor que tanto añoramos y que muy pocas veces se hacen realidad; un relato colmado de encuentros inesperados, gestos y frases bonitas. Todo ello aderezado con una pincelada de erotismo y dos tazas de misterio.
Lo que empieza como una historia de amor te lleva sin darte cuenta a un contexto surrealista lleno de incertidumbres. La novela avanza de forma trepidante, y de repente todo encaja. Atrévete a sumergirte en esta intensa y apasionante historia.
Estela Melero Bermejo
«A veces pensamos en nuestra inmensa soledad; a veces, y solo a veces, conocemos la verdad. Nunca te sentirás sola».
Nunca me sentí sola gracias a mi maravillosa familia, que me acompaña en todos los momentos de mi vida.
Gracias.
1. Mi alma perdida
Con cada gota de sudor que resbalaba por su frente mi pecho se alteraba mucho más. Estremecida aún y acurrucada entre sus brazos, no dejaba de pensar en el difícil momento de separarme de ese trozo de existencia que para mí significaba Raúl. Cada día que pasaba necesitaba más de ese algo imposible, pues su mujer absorbía gran parte de su tiempo, lo cual le dejaba muy poco para mí.
Se hacía tarde, y aunque su respiración sobre mi pecho era algo que me satisfacía, tumbados en la cama solo pude acariciarle el rostro y despertarlo. Ligero, se apresuró a mimarme con su delicado lenguaje.
—Buenos días, princesa. He soñado que me despertaba a tu lado un día más, lamentablemente me tengo que marchar.
Las sábanas se enredaban por nuestro cuerpo mientras él buscaba un rincón para juguetear con mis tobillos, cosa que le encantaba. De repente, un ruido extraño sonó en mi cabeza. ¿Cómo explicarlo? Imaginaos el chirrido que hace un disco de vinilo cuando la aguja corre muy deprisa sobre él. Pues eso, amplificado dos millones de veces, es lo que se escuchó en mi cabeza. ¿Que se va? ¿Cómo que se va? No, no, de eso ni hablar.
Ya estaba harta de tanto juguetito roto, tantas veces el famoso «no te preocupes». Estaba harta de ser siempre «la comprensiva», la que escuchaba todo lo que él tenía que contar, tragando saliva cada vez que me hablaba de su mujer. «Que si mira esto que me dice, que si no tenemos relaciones hace más de un año, que si no me espera a cenar, que si su mal humor…».
En fin, eso tenía que terminar, porque de no ser así, vería como se desmoronaban todos los principios y normas existentes en mi vida, aquellos que tanto me había costado asimilar.
Despacito y con buena cara, me levanté y busqué algo que ponerme encima. No quería que me viera la cara de «¿qué te pasa?» Sí, no os extrañéis. ¿O a vosotras no se os pone esa cara? Es la cara que por excelencia ponemos las mujeres cuando nos dicen o pensamos algo que no nos gusta. ¿Y sabéis por qué pasa eso? Porque ellos tienen el cromosoma femenino y su intuición está algo desarrollada y se ve que la cara nos la pillan siempre.
Pues como os iba diciendo, me levanté, agarré los pantalones y fui hacia el cuarto de baño que tenía mi bonita casa alquilada en las afueras de Manhattan.
No podía dejar de darle vueltas al asunto. Parecía mentira que con sus cuarenta y dos años todavía anduviera con tonterías de ese tipo. Mi cabeza se calentaba a la velocidad de la luz y tenía que poner un remedio a ese asunto, pues en breve entraría en el baño con su buen rollo y ¡zas!, otra vez la cara. Me apresuré a meterme en la ducha. Así, me aseguraba al menos no tener que verle y explicarle toda la situación.
El agua estaba deliciosa. La sensación del agua resbalando por mi cuerpo era algo que me encantaba. Entonces, escuché la puerta:
—¿Adriana? Te has metido en el baño como si te pasara algo, ¿estás bien?
¿Lo veis? Y eso que no le había mirado a la cara.
—Sí, Raúl, es que tenía un poco de frío y quería ducharme. Esto ya me tocaba las narices. ¿Por qué no era capaz de decirle todo lo que pensaba de nuestra relación? ¿Por qué no asumir que eso era el fin? Pues muy sencillo: porque si se trataba de otro calentón de los míos, creo que no podría haber marcha atrás, y claro, perder esa oportunidad de poder volver a disfrutar del sexo con Raúl me parecía algo desorbitado. ¿Egoísmo? Sí, podríamos llamarlo así. Moreno de piel, con unos ojos verdes que me deshacían, 194 cm de estatura, cuerpo atlético… Como para no ser egoísta, qué queréis que os diga. Cualquier otra mujer en mi situación hubiese hecho lo mismo que yo. Seguro. Y si no, poneos en mi piel.
Raúl se marchó, y todas aquellas dudas existenciales se esfumaron por un momento, aunque sabía que era el principio del fin de aquella historia. La mañana estaba fría. Estábamos en noviembre y era un horror vivir con ese clima, más teniendo en cuenta que mi anterior destino había sido Miami.
Cuando llegué a Manhattan, hice varias amistades, pero mi vida pasaba muy deprisa, casi sin tiempo para disfrutarla. Suerte que conocí a Raúl. Él me ayudó a aclimatarme —nunca mejor dicho— y en su defensa tengo que decir que me contó toda la verdad desde el principio. Así que, una vez más, la tonta fui yo.
Lo conocí una noche cuando salía del trabajo. En la esquina donde está ubicada la empresa esperaba un taxi que me llevara a casa y entonces apareció él, buscando transporte, igual que yo. Me preguntó hacia dónde iba. Era en la misma dirección, y como la noche estaba fría, le dije que, si no le importaba, podíamos compartir coche.
Iniciamos una larga conversación. Él me dijo que pertenecía a un cuerpo especial de investigación y yo le conté que acababa de terminar de trabajar y algunas cosillas más. Lo siguiente ya os lo podéis imaginar. De todo lo demás, deciros que las noches eran eternas y los días muy estresantes. De la comida, mejor ni hablamos; de hecho, cuando mi empresa me ofreció un cambio de residencia a España, ni me lo pensé, y como hablaba perfectamente español me vino de cine.
Trabajaba en una empresa de telecomunicaciones dedicada al sector industrial. Mi labor era la de formadora de formadores, es decir, que formaba a unas personas para que a su vez ellas lo hicieran con otras: la impresionante infraestructura y la solidez de nuestra empresa, que si el mercado estaba demandando un cambio en el sector que nos beneficiaba, etc. Era un trabajo que me gustaba y me brindaba también la oportunidad de disponer de mucho tiempo libre para viajar. Cuando le dije a Raúl que me marchaba, vi reflejada en su rostro cierta tristeza. Obviamente estaba un poco frustrado con la situación, pero creo que entendió perfectamente que era el final de nuestra historia. Si os digo que hasta me pareció que se quedó con las ganas de decirme que se venía conmigo y que lo dejaba todo, cosa que yo no hubiera consentido de ninguna de las maneras, pues en mi caso también necesitaba cierta libertad.
Aquella noche la pasamos juntos. Era nuestra última cita, al menos en Manhattan. Creo que de ese año aquella fue la noche más especial. Raúl se entregó al máximo intentando dejar un recuerdo insuperable por cualquier otro, y lo consiguió, pero a pesar de todos sus esfuerzos para intentar convencerme de que no me marchara, mi cabeza y mi cuerpo estaban en total sintonía y ya había tomado la decisión. Había comenzado una nueva etapa en mi vida y me marchaba a España.
Os decía antes que hablaba español perfectamente y es que mi madre nació allí, en un pueblo de Valencia llamado Turís. Mis padres se conocieron en un concierto que U2 celebró en Barcelona. Ambos se desplazaron hasta allí: mi padre desde Londres, de donde era nativo, y mi madre desde su pueblo natal. Después de pasar unos días juntos entendieron que no querían volver a sus vidas anteriores y mi padre le propuso a mi madre que se fuera con él a Londres, donde, además de tener su vida resuelta gracias a sus padres, ya tenía un trabajo fijo y estable, lo que les ayudaría mucho para poder comenzar una nueva vida como pareja. Así que la loca de mi madre hizo las maletas y a Londres se fue. Mis abuelos se quedaron un poco desconsolados, pero sus otros ocho hijos les ayudaron a superarlo.
Cuando mi madre llegó a Londres, los padres de Anthony —así se llama mi padre— la recibieron con los brazos abiertos y la acogieron como una hija más. Basta decir que mi padre era hijo único y que, tras muchos años de trabajo y esfuerzo, sus padres habían conseguido una manera de vida acomodada y poseer un pequeño imperio. Así que el niño de papá se casó con mamá y a los nueve meses nací yo, llena de vida y alegría, o al menos eso me contaron ellos.
Todo lo demás fue muy bonito. Estudié empresariales en Oxford y cuando terminé decidí independizarme, siempre custodiada por los ojos de mis padres. La verdad es que he tenido una vida, aunque corta, muy feliz y la continúo disfrutando. Nunca he tenido problemas con el trabajo. Lo que no sé muy bien es si ha sido por mi buen aspecto o por tener los padres que tengo. Imagino que habrá sido un poco de todo.
Y hay que ver la historia que os he contado para explicaros de dónde viene mi español. Os pido que no os vayáis a comeros una rosquilla. Ya continúo.
Había comenzado una nueva etapa en mi vida y me marchaba a España. Mi destino, Valencia. Era 15 de noviembre y mi vuelo salía a las 7:45 horas. Os aseguro que aquella mañana fue de locos. Casi como alma que lleva el diablo, me apresuré a coger todas mis pertenencias y salí escopeteada hacia el aeropuerto, menos mal que no había tráfico. El día estaba nublado y olía a mar. Me encantaba ese olor, me traía recuerdos de la infancia. Cuando visitábamos a mis abuelos en verano, siempre íbamos a la playa en Valencia. Jugaba todo el día con mis primos, imaginaos.
Cuando aquel taxi paró, pensé que ya no había vuelta atrás, pero un gran entusiasmo invadía mi mente. Volvía al lugar donde tantas veces había sido feliz y tenía un nuevo reto. Viajaba en business y tenía algunas horas por delante para preparar mi presentación y sorprender a mis nuevos colegas con innovadoras ideas y tendencias que esperaba aceptaran de buen grado. Me entusiasmaba conocer a quienes iban a ser mis compañeros en esta nueva etapa.
Al abrir el ordenador y entrar en el correo recibí un e-mail de mi empresa. Por lo visto, se habían tomado la molestia de alquilarme un apartamento en una urbanización muy cerca de la capital llamada La Reda. También me informaban de que en el aeropuerto de la ciudad habría un chófer esperando para llevarme a mi nueva casa y que más tarde volvería para dirigirnos a las oficinas de la compañía, con el fin de darme la bienvenida. Les contesté dándoles las gracias por todo lo que me estaban facilitando el traslado y me despedí atentamente. ¡Con tantas cosas que tenía que hacer nada más llegar! Eso suponía que debía llegar a casa; recoger las llaves, que las tenía el conserje de la urbanización; sacar la ropa que me iba a poner para mi recepción y ducharme corriendo; lo de las maletas y todo lo demás tendría que esperar. Casi lo agradecía, pues llegar a un sitio nueva sin saber dónde ir y sin tener a nadie a quien llamar era bastante triste. Aunque me animaba mucho lo novedoso de la situación, una parte de mi sentía nostalgia por todo lo dejado atrás, pero ni siquiera tenía tiempo para pararme a pensar esas cosas. Tenía que preparar bien mi discurso y practicar un poco antes de mi presentación.
«Estimados colegas:
Espero que mi presencia aquí esta tarde sea del agrado de todos. Vengo llena de ilusión por aprender y compartir todos mis conocimientos con vosotros. Espero ser de utilidad, y con el esfuerzo y el trabajo del día a día poder superar todas las barreras y obstáculos que aparezcan, para así crear y darles una nueva forma a los proyectos de Bradley Company (así se llamaba mi empresa)».
Ocho horas interminables de vuelo y un guion que, para ser sinceros, me había quedado bastante curioso, teniendo en cuenta que mi cabeza no estaba demasiado fría.
No dejaba de pensar en cómo estaría pasando el día Raúl. Haber compartido ese año con él, ahora que ya no estaba, había supuesto todo un reto para mí, pues, para ser sincera, siempre he sido una mujer bastante liberal y sin ningún ánimo de ataduras a mi alrededor. A mis treinta y nueve años no había conocido relación alguna que superara los seis meses, y es que mi compromiso laboral y mis ganas de ascender en todo lo profesional no me dejaban tiempo para mis relaciones personales; sin embargo, con Raúl, al estar casado y no disponer de ese tiempo de noviazgo, todo había sido mucho más fácil, hasta que me di cuenta de que empezaba a tener sentimientos hacia él. De haber sido de otra manera, no creo que aquellas cosas que me pasaban me las hubiera planteado igual.
Creo que llegué a necesitar más compromiso por su parte, y como no me lo podía dar, pues me fastidió. Seguro que si hubiera estado soltero y sin novia, las cosas habrían resultado de otra manera. Pero ahora ya no era momento de recapacitar sobre eso. Aquello ya era agua pasada y quedaban exactamente cinco minutos para aterrizar.
La azafata nos avisó de que apagáramos los dispositivos móviles. El avión se movía mucho, estábamos a punto de tomar tierra; el tren de aterrizaje empezó a sonar como un rugido espantoso debajo de nuestros pies. Al oírlo, estos se subieron en un acto reflejo. Me entró un poco de risa. ¡Vaya, no me había parado a mirar cuánta gente viajaba en el avión!
Las puertas se abrieron. El comandante y los asistentes se pusieron en la puerta para despedirnos. Al bajar el primer escalón, respiré hondo. ¡Mmm, ese olor a mar! Me apresuré a recoger las maletas. El vuelo se había retrasado unos quince minutos y los tacones no me permitían darme más prisa. De no ser tan coqueta, me habría puesto una vestimenta más cómoda. Ni traje de chaqueta, ni tacones, la próxima vez viajo en chándal, de Channel, claro.
Al salir con el equipaje, me di cuenta de que había un hombre vestido de uniforme con gorra incorporada esperando al otro lado de la puerta. Llevaba un cartel que ponía mi nombre: Adriana Aleixandre. Entonces, levanté la mano y al momento vino a ayudarme, dándome las buenas tardes y preguntándome qué tal había ido el vuelo. Agradecí ese pequeño momento en español. Era bastante agradable. Me abrió la puerta del coche. Mientras él cargaba el equipaje, volví a respirar hondo. El coche estaba impecable, recién lavado y con un aroma exquisito. Parecía lavanda.
—¿Está cómoda? —me preguntó.
—Sí, muchas gracias. Todo está perfecto.
Le pregunté si estábamos muy lejos de la urbanización. Me dijo que no, que a tan solo diez minutos. Eso me encantó, pues significaba que tendría algo más de tiempo para relajarme. Durante el trayecto me explicó que la central de la empresa estaba en Valencia capital y que le habían dado orden de recogerme a las 17:30 horas, lo que significaba que si eran las 14:30, disponía de unas dos horas para organizar algunas cosas y arreglarme.
Al llegar a La Reda, una barrera nos paró. Enseguida un vigilante salió de la caseta de control y nos pidió los nombres. Al escuchar el mío, hizo un gesto de sorpresa y me dijo que me estaban esperando para llevarme hasta la casa y darme las llaves. Preguntó si podía subir para guiarnos. Se sentó al lado del chófer y continuamos la marcha. Observando a mi alrededor, me di cuenta de que aquello no era un residencial de apartamentos, sino de casas unifamiliares. Sorprendida aún, paramos delante de una de ellas. Abrió la puerta del garaje con un mando y esta se cerró automáticamente. No salía de mi asombro.
—¡¡¡Menuda casa!!!
Tenía dos pisos y lo que parecía un sótano, unas escaleras para poder acceder a la vivienda y un porche estupendo para las tardes primaverales. Toda la casa estaba rodeada de jardines perfectamente cuidados, con variedad de flores y plantas. El vigilante me alcanzó las llaves y me dio la bienvenida.
—Si necesita cualquier cosa, no dude en avisarme. Le resolveré cualquier duda que tenga.
Al momento se despidió el chófer, recordándome que me recogería a las 17:30. Dejó las maletas en la puerta de entrada y se fue.
Abrí la puerta de mi nueva casa. Estaba entusiasmada. «No me esperaba esto», pensé. Crucé pisando la alfombrilla de la puerta, y parada en el recibidor, miré a todos lados. ¡Qué preciosidad de casa!
Era amplia, con muchos espacios abiertos. A la derecha estaba la cocina con barra americana y con todos los electrodomésticos que se puedan tener en una cocina; a la izquierda estaba el salón, decorado con un estilo minimalista, de color blanco roto y con una iluminación muy tenue; todo él estaba rodeado de ventanales gigantes recubiertos con paneles japoneses color beige, que dejaban entrever algo del jardín. Me apresuré a recogerlos para poder verlo todo con mayor detalle. Había cuadros de Monet y de Renoir. Bueno, réplicas, imagino; un par de lámparas de pie, iluminando los rincones más alejados de la luz; una gran pantalla de televisión y a los pies del sofá una alfombra estupenda de pelo largo con tonos marrones y blancos. Daba la sensación de estar decorado por una mujer.
Me descalcé. El parqué crujía suave y mis pies agradecían esa sensación a cada paso. Al fondo había unas escaleras que subían al piso superior. La barandilla de aluminio blanco me llevó hasta la primera planta, donde encontré tres habitaciones a las que no les faltaba detalle alguno. Una de ellas, la que había elegido para utilizar, era el sueño de cualquier soltera: un olor a vainilla despertó mis sentidos, cama de dos metros cubierta con un edredón de color miel y una mesita blanca a ambos lados de la cama con una lámpara monísima; armarios empotrados, alfombras de Angora, baño con hidromasaje… No le faltaba un detalle.
Rápidamente me quité la ropa, encendí el agua caliente, y el baño se convirtió en cinco minutos en una calle de Londres con esa neblina tardía. Había toallas blancas perfumadas, un albornoz y un ramillete de tulipanes blancos. Me acerqué a olerlos y descubrí una nota escondida entre los tallos. La cogí suavemente:
«Espero que te guste tu nuevo hogar. Deseo que lo disfrutes durante mucho tiempo».
Estaba gratamente sorprendida, ya que hacía bastante tiempo que nadie me regalaba flores. Era todo un detalle por parte de la empresa. Me preguntaba si estaba firmado por alguien en concreto, pues no había nombre alguno ni anotación al pie. Bueno, flores eran.
El momento mágico: mi ducha. Qué paz y tranquilidad. Después del día que llevaba la agradecí como nunca en ese momento. Estaba aclarándome el pelo cuando, de repente, oí un portazo. Me apresuré a ponerme el albornoz y salí despacio del baño.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
Nada. Ni un solo ruido.
Me calcé y salí de la habitación. Estaba empapada. Sentía un poco de miedo. Despacio me asomé a las escaleras, miré hacia abajo en ambos lados y entonces vi una sombra moverse rápido:
—¡¡¡Alto, alto ahí!!!
Bajé corriendo las escaleras y pude ver la silueta de una persona escapando por la puerta. Cuando llegué allí, solo pude ver como se iba corriendo, y no distinguí si era hombre o mujer. «Pues vaya recibimiento».
Entré en casa temblando. Con el susto y el frío no podía ni sujetar el teléfono. En la nevera estaba el número del conserje de la urbanización —muy buena idea la de dejarlo todo ahí pegado con imanes—. Marqué como pude. Se llamaba Julián y parecía ocupado, pues no dejaba de darme el tono de llamada. Finalmente se cortó, pero volví a marcar. Esta vez se apresuró a descolgar.
—¿Dígame? —preguntó con voz agitada.
—Julián, soy Adriana. Acabo de ver como alguien salía de mi casa. Estaba dentro y escuché un portazo. Se ha marchado corriendo. Estoy asustada.
—¿Cómo? Eso es imposible, señora. Todas las casas están vigiladas, tenemos un sistema de videocámaras de última generación y yo no me he movido de aquí. ¿Está segura de lo que me está diciendo?
—Julián, estaba duchándome y escuché un ruido. Ya le he contado lo que pasó.
—No se preocupe. Ahora mismo le mando a los vigilantes. Mientras, yo voy a revisar las cámaras.
—Gracias, Julián.
Dejé el teléfono en su sitio y me apresuré a subir para ponerme algo de ropa. Enrollé mi largo pelo en una toalla y… ¡maldita sea! Mis maletas estaban en el recibidor; de verdad, cuando necesitas que todo salga bien, algo en el universo hace que se tuerza. Así que vuelta para abajo. Cogí una de ellas, la abrí y saqué unos vaqueros y una camiseta. Corriendo, entré al baño de abajo y comencé a vestirme, claro, sin ropa interior. Me miré al espejo, me arreglé un poco la toalla de la cabeza y vi más flores, exactamente tulipanes blancos en un jarrón cilíndrico encima del lavabo. Me espanté un poco, no sabía qué hacer. Después del susto que me había llevado era algo normal, ¿no? Seguía mirando el jarrón. Me asustaba hasta buscar alguna nota, pero tenía que hacerlo. Miré en su interior y allí estaba. Cogí la tarjeta un poco desconcertada:
«No tengas miedo, estaba deseando volver a verte».
Palidecí casi inmediatamente y tuve la sensación de que me iba a desvanecer. Entonces, alguien llamó a la puerta.
—Señora, somos de seguridad.
Salí del baño despavorida, y con cara de loca fui a abrir la puerta. Cuando los dos hombres me vieron la cara, intentaron tranquilizarme y comencé a llorar. Desconsolada por todo lo que estaba sucediendo, comencé a contarles todos los detalles y el último descubrimiento de las flores. Me tranquilizaron diciéndome que no se moverían de allí hasta que no se aclarara todo lo que había pasado. Sonó el teléfono. Esta vez lo cogí más tranquila. Era Julián. Había revisado la grabación y, efectivamente, vio como alguien salió de la casa corriendo y se dirigió hacia la parte de atrás, donde no había cámaras.
Para colmo de los colmos, ya eran casi las 16:30 horas. Eso quería decir que en breve pasaría a recogerme el chófer para llevarme a la compañía.
Julián me dijo que diera parte a la policía y que si notaba o sucedía algo extraño, no dudara en avisarle. Los vigilantes me aseguraron que mi casa iba a ser preferente en la vigilancia, día y noche, con lo que me aseguraba que ningún loco o loca volviera a ponerme el corazón en un puño. Me tranquilicé un poco más al despedirme de todos y agradecerles lo que estaban haciendo por mí. Cuando se marcharon, cogí el teléfono con intención de llamar a la policía para denunciar lo sucedido, pero lo cierto era que apenas tenía una hora para arreglarme, así que decidí posponerlo para el día siguiente.
Subí con las maletas a mi habitación, las dejé sobre la cama y saqué de ellas la ropa que había elegido para la ocasión: traje de chaqueta color crema con cuello Mao, muy elegante y sobrio a la vez que juvenil. La chaqueta se abrochaba con cremallera, lo que le otorgaba cierto desparpajo. Elegí unos zapatos de tacón color marrón, que iban a juego con mi bolso. Esta vez decidí soltar mi larga cabellera castaña al viento. Eso me daba seguridad.
Llegó la hora. Moisés —así se llamaba el chófer— llegó puntual. Al verme salir, bajó del coche y me abrió la puerta mientras me dedicaba un cumplido:
—Está usted bellísima.
—Gracias, eres muy amable —contesté.
Acomodada en el coche, no dejaba de pensar en Raúl. Hacía horas que no sabía de él y parecía que habían pasado meses. Estaba acostumbrada a verlo casi a diario y con esa situación tan extraña, la verdad, me hubiera gustado tenerlo cerca para contarle todo lo que me estaba sucediendo. Por más que le daba vueltas a la cabeza no conseguía encontrar una explicación a aquellos acontecimientos. Si él hubiera estado allí, su respuesta habría sido muy sencilla: «No le des más importancia de la que no tiene. Estás bien y eso es lo importante». Y tenía razón.
Bajé la ventanilla del coche con la intención de encenderme un cigarrillo. El aire húmedo refrescó mi cara y sentí al instante una sensación de alivio. Aquellos recuerdos de la infancia afloraban en mí, al paso por aquellas calles sembradas de palmeras y la luz infinita que desprendía esta maravillosa ciudad en la que jugué de pequeña con tanta inocencia, donde por primera vez sentí ese cosquilleo en la barriga cuando ves a un chico. En aquellos años todo estaba más a flor de piel: descubrir tu cuerpo, andar descalza por la calle, jugar entre arbustos… Era la hora de disfrutar ese cigarro. Los puentes estaban adornados con flores y la gente paseaba tranquila por las avenidas. Ningún coche pitaba y me sentía bien. Le pregunte a Moisés si faltaba mucho para llegar:
—No, señorita. Dos manzanas a lo mucho.
Estaba inspirada para presentarme a mis compañeros, sentía curiosidad por saber cuántas personas trabajaban en la empresa y cuál era su ámbito. Necesitaba ponerme manos a la obra cuanto antes y centrarme en mi trabajo.
Por fin paró el coche.
—Que pase usted buena tarde. Luego la recojo.
—Muchas gracias, Moisés. Igualmente.
Bajé del coche y me encontré con un edificio de unas quince plantas de altura, de color negro, con unos ventanales enormes. Alrededor, zonas verdes con bancos y farolas alumbrándolos, aunque aún no había comenzado a oscurecer. Me adelanté hasta la puerta giratoria. Al entrar, el conserje, muy amable, me preguntó a dónde iba y me indicó que la recepción estaba en el entresuelo. Subí al ascensor desabrochándome el abrigo y me lo eché en el brazo. Al salir, me encontré con un enorme salón lleno de gente. Todos se giraron cuando se abrieron las puertas; estaban muy contentos y se respiraba cierto aire de fiesta. Alguien se acercó. Era un hombre de unos cincuenta y cinco años, bien parecido, con el pelo canoso y gafas. Me llamó mucho la atención su reducida nariz, ojos claros y un perfume suave y dulce. Al momento me extendió la mano, e inclinándose un poco hacia mí, me dijo:
—Adriana, ¿verdad?
—Sí, señor —le contesté, ofreciéndole la mía con una de mis sonrisas.
—Qué alegría tenerla aquí por fin. Estábamos ansiosos por su llegada. Soy Esteban Yulen, director de la empresa, y le doy la bienvenida de parte de todos —me dijo mientras me cogía el abrigo del brazo y pasaba el suyo a modo de acompañamiento.
—Es un placer, señor Yulen.
—No, querida. El placer es nuestro. Y, por favor, deja los convencionalismos a un lado. Para ti, Esteban —dijo sonriendo.
Dejó el abrigo en el guardarropa. Me sentía segura caminando de su brazo, así que me dejé llevar. Nos dirigimos hacia el centro del salón, todo adornado con flores y mesas llenas de comida, aperitivos, fuentes de chocolate, enormes manteles, que llegaban hasta el suelo de color gris. Todo el mundo estaba de pie y hablaban entre ellos en tono festivo, mientras se tomaban sus cócteles y reían. En el centro de cada mesa unos enormes jarrones de rosas blancas emanaban fragancias alternas a todo aquel tumulto. Sinceramente, estaba muy impresionada de que todo aquello se hubiese organizado solo para mi presentación. Alrededor de todo el salón había enormes balcones que dejaban pasar aquella luz maravillosa.
Llegamos a una mesa copada de gente y Esteban me ofreció una copa de vino. La verdad es que no acostumbraba a beber, pero todo indicaba que aquel momento lo requería, y más aún viniendo de quien venía.
—Cuéntame, Adriana, ¿qué tal el viaje?
Estuvimos alrededor de una media hora hablando del viaje, la llegada, la vivienda… En fin, cosas triviales hasta que por fin me dijo que mi presentación iba a comenzar.
Cerca de donde estábamos había un pequeño atril al que se suponía que debía subir para hablar. Estaba segura de mí misma. Había llegado el momento, mi momento.
El discurso fue perfecto: breve y conciso, sin alargarme demasiado en mis propósitos para ese año. Casi todos los asistentes parecieron satisfechos; de hecho, al acercarme a la mesa donde me esperaba Esteban, algunos se acercaron a saludarme, gente normal y sencilla que me hablaban de sus trabajos y vivencias en la compañía. Estaba muy entusiasmada, sentía como todos deseaban que me sintiera a gusto. El día estaba resultando casi perfecto; sin embargo, mientras conversaba alegre, observé que alguien me miraba sin descanso. Allí, a lo lejos, un hombre me sonreía con sus ojos mientras las cabezas de todos los asistentes lo iban tapando a ratos. Su cara perfecta, su mirada risueña y una media sonrisa, que hizo que me temblaran las piernas. Quise buscarlo de nuevo entre la gente, pero estaba un poco ruborizada. Entonces, levanté la vista y ya no estaba allí. Giré la cabeza hacia otro lado y tampoco. «Vaya…».
Continué hablando, buscándolo con la mirada, pero era como si se hubiera desvanecido junto con la luz del día, pues ya empezaba ocultarse el sol. Por más que intentaba centrarme en las conversaciones de unos y otros, no podía olvidar aquella mirada. Pensé en escaparme de allí, así que me disculpé con una excusa y comencé a caminar hacia el lugar donde lo había visto. Me acerqué al balcón donde estaba, pero no vi a nadie. Quizás hubiera salido a respirar. Salí algo inquieta, me apoyé en la barandilla y miré hacia abajo: los mismos bancos y las mismas farolas alumbrándolos. Todo aquello era maravilloso. Sentí unos pasos detrás de mí. Incapaz de girarme, mi corazón comenzó a latir a un ritmo crepitante. Noté su presencia cada vez más cerca. No podía ni moverme. Al instante, una voz muy sensual me habló muy cerca: