Kitabı oku: «Vientos de libertad», sayfa 3

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Los dos jinetes vieron aparecer frente a ellos a otros cuatro, que se acercaban lentamente levantando una nube de polvo que los nublaba un poco, haciendo difícil distinguir sus rostros.

—¿Los conoces? —preguntó Aldama con gesto de preocupación.

—No los distingo bien por tanto polvo. De todas maneras prepárate para lo peor.

—¡No sabes cómo me gusta ser tu amigo, Nacho!

Allende sonrió y se cercioró de que su mosquete estuviera cargado. Con la mano derecha palpó el puño de su filosa espada. Juan hizo lo mismo. Los jinetes estaban ya muy cerca.

—¡Buenas tardes! —dijo uno de los jinetes, levantándose el sombrero en amistoso saludo.

—¡Buenas! —contestó Ignacio.

—Somos fuereños y vamos para San Miguel. ¿Algún lugar que nos recomienden para quedarnos?

El rostro de aquel hombre se veía apacible. No parecía ser un asaltante o una amenaza para los muchachos. De todas maneras Juan no perdía detalle de los otros tres vaqueros. No podía darse el lujo de distraerse.

—El mesón de los Sautto es un lugar limpio y con buena comida —contestó Juan atrayendo la atención de los forajidos—. Está a dos calles de la iglesia.

—Muchas gracias, muchachos.

Los cuatreros continuaron su viaje sin voltear. Lo que perecía una emboscada había sido un encuentro casual, como ocurre seguido en las veredas que conducen a las ciudades importantes del Bajío.

Esa noche en San Miguel, Ignacio los volvió a ver en uno de los merenderos. Los cuatro vaqueros lo saludaron con un ademán amistoso que Ignacio correspondió amablemente. En su mesa había un platón repleto de gorditas y tlacoyos con una enorme jarra de agua de frutas. Esa noche Ignacio tenía un encuentro amoroso con una mujer llamada Antonia Herrera, hermosa mujer de rostro angelical que le había hecho olvidarse por un tiempo de la problemática Marina López, a quien evitaba cuando don Jacinto andaba en el pueblo.

Después de su encuentro con Antonia, Ignacio se dirigía hacia su casa, cuando de entre las sombras surgió alguien que sin darle tiempo a nada lo golpeó con un palo en la cabeza. Ignacio cayó al suelo levemente atarantado ya que ágilmente eludió el impacto, cayendo éste principalmente en el hombro, sólo rozándole la cabeza.

—Malditos montoneros. Uno por uno y verán cómo les va. —Hasta aquí llegaste, galancito hijo de puta.

Ignacio los reconoció plenamente: eran los cuatreros de la mañana.

Los cuatro se abalanzaron sobre él, esgrimiendo los gruesos palos en las manos. Ignacio logró esquivar al primer forajido y de un fuerte puñetazo lo dejó inconsciente en el piso, pero el siguiente palazo lo dejó igual que al que había vencido.

—Acabémoslo a golpes. ¡No dejen nada de él!

El jefe de los cuatreros levanto su tronco para destrozar la cabeza de Ignacio cuando una detonación le voló la tapa de los sesos.

—¡Déjenlo, hijos de la chingada! —les gritó un muchacho, apuntándoles con su mosquete. El ángel salvador venía elegantemente vestido de negro con una camisa escarlata. Un jovenzuelo de piel blanca, rasgos finos, con cola de caballo y bigote con puntas hacia arriba, al estilo francés.

—¿Quién los mandó a hacer esto? Si no me dicen los mató a todos.

El muchacho apuntó bien a uno de ellos dispuesto a reventarle la cabeza de un tiro.

—¡No... no dispare! No somos de aquí. Nos contrató un tal Jacinto Iturbe para que le diéramos un escarmiento al joven Allende.

—¡Largo de aquí! ¡Antes de que me arrepienta!

Los tres forajidos huyeron de ahí sin pensarlo dos veces. Una detonación se escuchó a sus espaldas, haciéndolos brincar de terror. Los tres siguieron su paso agradecidos de no haber recibido ese tiro de advertencia.

Minutos más tarde Ignacio volvió en sí. La cabeza le daba vueltas. Los dos se encontraban sentados en una banca de piedra. Su salvador, al notar que Ignacio estaba bien y su golpe no había sido de consecuencias graves, le explicó en detalle todo lo que había ocurrido.

—Muchas gracias por tu ayuda. Te debo la vida.

—No me debes nada, joven Ignacio Allende, y considérame desde hoy, también tu amigo. Mi nombre es Crisanto Giresse.

—Mucho gusto, Crisanto. ¡El cielo te envió!

Aquel soleado sábado del 14 de mayo de 1791, se llevó a cabo un interesante hecho en la catedral metropolitana de la ciudad de México, suceso que dejaría mucho qué pensar a todos los ahí congregados. Como culminación de la construcción de las torres de la catedral, en la cúpula de la torre oriente de la catedral se ocultaría una pequeña cápsula del tiempo(4) de 16 por 8 centímetros, con su preciado tesoro en su interior: un relicario, cinco monedas de plata, cinco cruces de palma, once medallas de metal dorado, veintitrés medallas de oro conmemorativas y de los santos protectores de la Nueva España(5), un agnus dei(6) de cera, un grabado de San Miguel Arcángel y de Santa Bárbara, protectora de los rayos y centellas que podían dañar la torres del edificio, y un pergamino donde se hablaba de la situación actual en la Nueva España.

La inscripción de la caja de plomo estaba realzada con carbonato de calcio y en ella se leían claramente los nombres: José Damián Ortiz de Castro y Tiburcio Cano, arquitecto y maestro cantero de la catedral.

Después de colocar el tesoro en el interior de la caja y sellarla, Tiburcio Cano trepó ágilmente el andamio y colocó la caja dentro de un nicho que fue sellado y resanado para permanecer oculto en la cúpula por décadas y ser abierto por los mexicanos del futuro.

—Sólo Dios sabe en qué año se descubrirá esa cápsula y lo que pensarán los habitantes de la Nueva España en ese lejano futuro cuando la vean —comentó el arzobispo de México, Excelentísimo e Ilustrísimo Señor Dr. Don Alonso Núñez de Haro y Peralta(7), encargado de la ceremonia, dándole su bendición al evento.

—¡Será un país diferente, padre! Un territorio independiente de España llamado con otro nombre —comentó un invitado ahí reunido, un militar criollo llamado Rodolfo Montoya.

El arzobispo volteó consternado al que había dicho semejante blasfemia. Junto a él se encontraba un muchacho de escasos veinte años.

—¿Con quién vienes, hijo?

—Pertenezco al regimiento de infantería fijo de Puebla del capitán Félix María Calleja, quien llegó de España en octubre de hace dos años, junto con el virrey Juan Vicente de Güemes, segundo conde de Revillagigedo(8).

El arzobispo, al enterarse del origen de aquel atrevido individuo, retuvo como un veneno en las venas el regaño que tenía en la punta de la lengua. El prelado sentía escozor por los criollos.

—Dios está con España, hijo, y todo lo de España estará con ella por siglos porque España es grande. No vuelvas a decir algo tan blasfemo como lo que acabas de decir, y mucho menos en la casa de Dios.

—Los ingleses y franceses son una amenaza, padre. Ellos, si derrotaran a España en una guerra definitiva, las colonias de América pasarían irremediablemente a manos del vencedor. Hace treinta años, el rey Carlos III entró en guerra contra Inglaterra apoyando a Francia. En represalia Inglaterra se apoderó de la Habana por casi un año. Por todo ello pienso, que algún día que se abra esa caja del tiempo, este territorio será independiente o pertenecerá a Inglaterra, que ya hizo independiente a los vecinos del Norte en el 82.

—¡Los Estados Unidos! Un país lleno de infieles, hijo: una sucursal del mismo infierno.

—No discutas con su Ilustrísima en la Casa de Dios, Rodolfo —dijo el capitán Félix Calleja, asumiendo la responsabilidad de su pupilo en la catedral.

El capitán Calleja era un hombre de 48 años de edad, alto, de complexión delgada y nariz aguileña. Su cabello cano lo hacía lucir más viejo que lo que en verdad era. Don Félix provenía de Medina del Campo, Valladolid.

—¡Disculpadme Capitán, Calleja! ¡Disculpadme, su Ilustrísima!

El arzobispo sonrió satisfecho. En la catedral no podía haber alguien que pudiera discutir su palabra, porque era palabra directa de Dios. Mucho menos un mocoso criollo de veinte años que creía saber mucho por haber leído uno o dos libros en su vida.

Al terminar la ceremonia en la catedral, Félix Calleja y Rodolfo Montoya, se reunieron en el Palacio de los Virreyes con el segundo Conde de Revillagigedo y el arzobispo Alonso Núñez. Comer con el virrey era todo un privilegio para militares como ellos. Para el arzobispo era cosa habitual comer con los virreyes y asesorarlos en sus gestiones. Después de todo, él ya había fungido como tal por unos meses.

El comedor del palacio se encontraba arreglado para recibir a seis personas: al virrey Juan Antonio Güemes, al capitán Félix María Calleja, al teniente Rodolfo Montoya, al arzobispo Alonso Núñez y al antropólogo Antonio de León y Gama. El virrey no era muy dado a recibir gente en la comida. Prefería hacer sus gestiones por la mañana y dedicar la comida para él mismo.

—Es un honor para mí recibirlos en esta sencilla comida para charlar sobre asuntos referentes a la ciudad —dijo el virrey, señalándoles sus asientos con un ademán.

El virrey, era un hombre delgado con una contrastante barriga, como un Quijote embarazado. Vestía una elegante levita color café con unos pantalones ajustados a media pierna, medias blancas con zapatillas color café con hebillas de oro en los empeines. La camisa blanca del virrey contaba con varios holanes en los puños y pecho. Una peluca blanca con bucles engalanaba su cabeza.

—El honor es nuestro, señor virrey —contestó Calleja en su nombre y por el de su compañero Montoya. Los dos vestían sus elegantes uniformes militares con orgullo. El arzobispo sólo sonrió, como dándoles a entender que él era diferente y entraba y salía del Palacio de los Virreyes, como lo hacía en la catedral. El antropólogo, limpiando su lentes con un paño, también lo agradeció con un susurro indetectable.

Después de unos minutos de intercambio de saludos y cortesías, los comensales comenzaron a comer y a escuchar al conde la razón de su importante invitación al Palacio Virreinal.

—Mi gestión dio inicio hace casi dos años, señores, en octubre se cumplen, para ser más precisos. Me he dedicado en este tiempo a emparejar las calles del centro, ponerles desagües y atarjeas. No saben cómo sufrí al principio al percibir la peste a materia fecal y orines del Palacio Virreinal y la Catedral. No dejaré ninguna calle sin drenaje. Todas quedarán empedradas para la segura circulación de caballos y carretas. Acabo de poner en funcionamiento carros de alquiler para facilitar el desplazamiento dentro de la ciudad. El centro de esta metrópoli será un lugar limpio y seguro para sus paseantes. Pondré iluminación nocturna. Las calles de la ciudad deben ser seguras para sus habitantes. He implantado el servicio de recolección de basura todas las mañanas y las casas ahora sí tienen una numeración lógica y coherente para encontrar un domicilio. He reforzado el cuerpo policiaco con agentes bien entrenados en su profesión. No puedo aceptar en la policía a gente peor que los que supuestamente persiguen. Ahora contamos con serenos que patrullan las calles por las noches y avisan que todo esté en orden.(9)

—Su labor como virrey hasta ahora ha sido ejemplar e incuestionable, don Juan —comentó el arzobispo, llevándose la blanca servilleta a los labios.

—Muchas gracias, Su Ilustrísima.

Una mesera de marcados rasgos indígenas, como para plasmarla en un mural representativo de los aztecas, se acercó a llenar la copa del prelado. Montoya discretamente contempló el cuerpo de tentación de la trabajadora. La mirada escrutadora del virrey le hizo desviar la vista hacia otro lado.

—También reconozco la importante labor de mi amigo Félix y su compañero Rodolfo en la vigilancia del camino de Puebla a México. Ningún ciudadano deber ser importunado por delincuentes en ese importante sendero hacia la capital. La seguridad es ante todo mi prioridad.

—Inmerecido halago, señor virrey —repuso con respeto el capitán Calleja. Montoya hizo otro tanto con una mirada de respeto hacia tan importante personaje.

—No nos distraigamos más en halagos y alabanzas y disfrutemos la comida, que al final deseo mostrarles algo muy importante y es la razón por la que este día también nos acompaña el distinguido señor de León y Gama.

La charla prosiguió de manera alegre y relajada. Tres botellas de finos vinos españoles fueron abiertas y disfrutadas por los alborozados comensales. Al final el virrey les pidió que lo acompañaran a un espacio abierto en un jardín, donde había un enorme objeto de cinco metros de alto por cuatro de ancho, cubierto por una manta de color blanco, manchada de lodo seco y grasa.

El virrey se acercó a la manta y la jaló para dejar al descubierto a una enorme roca de basalto, labrada en su totalidad, asemejando a una enorme moneda de piedra de tamaño colosal.

—Señor León... esto usted lo puede explicar mejor que yo. Por favor hágalo.

Antonio de León y Gama se paró junto al virrey y comenzó su explicación sobre el enorme monolito azteca:

—La roca fue hallada por José Damián Ortiz de Castro, maestro mayor de las obras urbanas ejecutadas por el virrey, quien informó de este hallazgo el 17 de diciembre pasado. El monolito fue hallado a medio metro del suelo y a 60 metros al poniente de la segunda puerta del palacio virreinal. Lo extrajimos del agua y lodo con un aparejo de doble polea tirado por varios animales. Por mis estudios arqueológicos y de culturas prehispánicas me he tomado el atrevimiento en bautizarlo como el Calendario Azteca. Estoy seguro que esto es un calendario y que los aztecas lo consultaban a diario al estar exhibido cerca del templo mayor.

—Para mí no es más que el producto de una cultura pagana y debería ser regresado al lodo de donde se extrajo —comentó el arzobispo, despreciando todo lo que fuera de origen prehispánico.

—Precisamente eso es lo que hizo uno de sus antecesores hace dos siglos, Su Ilustrísima. El monolito fue encontrado a flor de tierra en una acequia y el segundo arzobispo de México, don Alonso de Montufar, ordenó que ese sepultara de nuevo por ser de origen diabólico y pagano.

—¡Sugiero que se haga lo mismo! ¿Para qué diablos queremos esa roca con grabados ininteligibles?

La mirada del arzobispo era de enojo. Sus fosas nasales se dilataban para jalar más aire y poder hacer frente al coraje que lo abrumaba.

—¡Esta vez no será así, don Alonso! —intervino el virrey, anteponiendo un don, y no mencionando ningún grado eclesiástico para restarle poder al arzobispo. El carácter del virrey quedaba demostrado de nuevo—. Se colocará como exhibición permanente a un costado de la torre poniente de la catedral. Todos los habitantes de esta metrópoli conocerán la grandeza de la cultura azteca y del nuevo entendimiento que sobre esto tiene el virreinato. Este es un descubrimiento magno y será compartido con todos.(10)

(1) La planta de la primitiva construcción era tan grandiosa, que ocasionó celos (sic) al Cura de Guanaxuato D. Manuel Fernández: reclamó éste porque se levantaba una basílica cuando la licencia se había otorgado a una capilla: se le dio a esta especie toda la importancia que se concedía entonces a las de su clase, y después de reñidos debates, se transó el negocio, conviniendo en que la obra no siguiera adelante: se concluyó por lo mismo donde iba y por tal motivo la iglesia quedó con un cuerpo de menos. El canónigo José Guadalupe Romero en su inspección al Obispado de Michoacán.

(2) Tuvieron siete hijos: José María (1763-1811); María Josefa (1765-1834); Domingo José (1766-1809); Joaquín, 1768 (murió a los pocos días de nacer); Ignacio, nacido el 21 de enero de 1769; Manuela (1770-?), y finalmente, Mariana (1772-1830).

(3) Era dueño de una tienda de comercio en San Miguel; una casa particular de dos plantas, construida, a juzgar por las características barrocas, a mediados del siglo XVIII, y de la hacienda San José de la Tresquila y de su anexo, Manantiales.

(4) Se descubriría 216 años después, el 22 de octubre del 2007, al realizar reparaciones a los campanarios.

(5) De procedencias distintas, entre ellas, las ciudades de Guadalajara, Guanajuato, Zacatecas, Villahermosa, Campeche, Orizaba y Oaxaca, entre otras, lo que demuestra la relevancia de carácter nacional que tuvo la construcción de la Catedral Metropolitana.

(6) Ésta representa al Cordero de Dios acostado sobre el libro cerrado con siete sellos, nimbado con la cruz, y ostentando la bandera de la Resurrección. Son hechos con la cera sobrante del Cirio pascual del año anterior, bendecidos y ungidos con el santo Crisma por el Papa. Su tamaño oscila entre 3 y 23 centímetros, y asimismo el tamaño de la imagen.

(7) Virrey de la Nueva España desde el 8 de mayo de 1787 hasta el 16 de agosto de 1787. Arzobispo de México de 1771 a 1800, año de su muerte. En 1792 el Rey, Carlos IV lo condecoró con él la gran cruz de la Orden de Carlos III. Hasta su muerte en 1800, siguió recibiendo el tratamiento y honores de virrey de Nueva España.

(8) Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas (La Habana, 1738 - Madrid, 1799), II conde de Revillagigedo, fue el 52o virrey y presidente de la Junta Superior de Real Hacienda de Nueva España del 16 de octubre de 1789 al 11 de julio de 1794.

(9) Después del notable gobierno del Conde de Revillagigedo, la capital de la Nueva España fue llamada la Ciudad de los Palacios. El ejemplo de la transformación positiva de la Ciudad de México se extendió a otras ciudades del virreinato como Veracruz, Toluca, Guadalajara, San Blas y Querétaro.

(10) El calendario azteca fue colocado a un costado de la torre poniente de la catedral Metropolitana el 2 de julio de 1791. Ahí fue admirado por todo los mexicanos que visitaban el zócalo, entre algunos, Alexander von Humboldt, quien realizó diversos estudios sobre su iconografía. Durante la invasión estadounidense en México en 1847, los soldados del ejército norteamericano que ocuparon la plaza, usaron la Piedra del Sol para tiro al blanco. En 1887, después de 96 años en exhibición en la catedral, fue trasladada a la Galería de Monolitos del Museo Arqueológico de la calle Moneda. Por documentos de la época se sabe de la animadversión popular que causó el injusto encierro del monolito de la ciudad. En 1964 fue trasladado al Museo Nacional de Antropología e Historia, donde preside la Sala Mexica de dicho museo y está inscrita en diversas monedas mexicanas.

3 · Cuando se mata a los reyes

Si a Luis XVI se le consideraba inocente, entonces nosotros solo éramos unos rebeldes. Si era culpable, el peso de la justicia debía caer sobre él.

El diputado jacobino Jean-Bon Saint-André

A los dos años de haber sido nombrado rector, catedrático de Teología y tesorero del Colegio de San Nicolás, don Miguel Hidalgo y Costilla es nombrado por el obispo de Michoacán cura interino de Colima, donde deberá tomar posesión en marzo de 1792. La razón de su disfrazado despido obedece a los constantes escándalos en los que se había visto inmiscuido: amoríos prohibidos, desvío de fondos, sus polémicas disertaciones con sus alumnos sobre política y religión; más su marcado aburrimiento al vivir enclaustrado entre cuatro paredes, sin haber todavía ejercido como cura con una capilla propia. Todo esto, más un doble de ingresos, lo obligan a aceptar la vicaría de Colima, donde ganará más dinero y tendrá manga ancha para seguir con su polémico modo de vida, lejos de los inquisidores ojos de los eclesiásticos de Valladolid.

—¿Por qué no puedo ir con usted a Colima, padre? —preguntó Manuela, recostada completamente desnuda a un lado de Hidalgo, después de haber tenido un intenso encuentro sexual donde ambos había quedado empapados en sudor. Su frente se encontraba aún perlada en sudor, al igual que la del fogoso cura.

—Tu vida está hecha aquí, Manolita. Tenemos tres hijos a los que debes atender. No te faltará nada. Te enviaré dinero sin falta.

Hidalgo dio una profunda fumada a su cigarro. Soltó el humo con caprichosas figuras que revoloteaban sobre sus cabezas, luego lo pasó a su joven amante, quien también gustaba del tabaco.

—Pero yo lo necesito a mi lado, padre —insistió Manuela, jugueteando con los vellos del ancho tórax del cura, a la vez que sobaba con sus pies descalzos las velludas piernas del cura prohibido.

—Lo sé, Manolita. Entiende que Colima es una ciudad muy pequeña. Lo primero que notaría la gente calumniadora es que el nuevo cura de Valladolid, llegó con su familia, y eso me afectaría notablemente. De por sí, ya voy para allá con un costal de calumnias a cuestas. Todo Valladolid chismea con lo nuestro. Llegar contigo allá sería como dar fe ante una notaría pública de que soy un cura sinvergüenza.

—Y lo es padre, por eso lo amo.

—Yo también te amo, Manolita. Entiende que esto tiene que ser así. Ya que pase un tiempo veré como están las cosas y te avisaré. La calva brillosa del cura se puso entre los grandes pechos de la nativa. Como un lactante bebió amor de los pezones color tamarindo de su esclava sexual. Manuela, encendida como una posesa de Afrodita, hizo crecer oralmente de nuevo la dureza del cura para poseerlo. Pronto se iría su hombre y sabía que extrañaría estos momentos de pasión con gran nostalgia.

El viaje de Crisanto Giresse a Paris, para cobrar la herencia del hermano de su padre, coincidió con un terrible hecho histórico que daría mucho que hablar a las generaciones futuras de Francia y el mundo. En la mañana del 21 de enero de 1793, en la Plaza de la Concordia, los curiosos se congregaron para contemplar le ejecución de su amado y también odiado rey, el monarca Luis XVI, quien sería decapitado como un vulgar asesino. Finalizaba así el largo vía crucis de Luis XVI, el último monarca absoluto de Francia, convertido en el ordinario Luis Capeto, un simple ciudadano francés más.

La polémica decisión de ejecutarlo fue el resultado de una larga querella entre los diputados girondinos, de tendencia moderada, y los más radicales jacobinos, acaudillados por su máximo líder Maximilien Robespierre. En medio de una Europa literalmente confabulada contra ella, la recién estrenada República Francesa experimentó una escalada hacia la radicalización política. Desde la proclamación del nuevo régimen republicano, el 21 de septiembre de 1792, la República había iniciado un camino de sonados triunfos. Meses antes se había desatado la guerra con Austria y Prusia, escamados países inclinados a invadir Francia. La nueva República, lanzando una exitosa ofensiva, pasó de ser un régimen liberador, que prometía igualdad, libertad y fraternidad a los países que la imitaran, a convertirse en una potencia conquistadora. Sin embargo había algo que nublaba el éxito de este vanguardista frente revolucionario: ¿No era una contradicción mantener al antiguo y desacreditado rey en un régimen republicano? La familia real y el papel que esta podría desempeñar en un nuevo país en que se había abolido la monarquía, no encajaba por ningún lado. Su sola presencia dentro de Francia fomentaba las esperanzas contrarrevolucionarias, y ponía en duda la legitimidad del triunfo de la Revolución.

Justo a las diez de la mañana, el rey llegó a la plaza en un carro escoltado por soldados. Su estampa serena descendió del vehículo. El piquete de soldados que rodeaban la plaza, hacía más solemne el evento. Al mirar el tétrico patíbulo en el centro de la plaza, las piernas le comenzaron a temblar como a un anciano. Una visible mancha de orina ennegreció su ajustado pantalón. Cuando parecía que caería fue sostenido por los soldados que lo acompañaban. Así, con mirada nostálgica perdida entre cientos de cabezas que anhelaban su muerte, el rey comenzó a hablarles. Luis XVI se jugaba su última carta al lanzar un conmovedor mensaje que apenas iniciaba con un “Ruego a Dios que mi sangre no caiga nunca sobre Francia...”, cuando fue ahogado por los tambores marciales del ejército. Sin darle tiempo a más, su cabello fue cortado en la zona donde la cuchilla atravesaría su cuello. Sus manos fuero atadas por la espalda y fue puesto bocabajo en la plancha de madera que se deslizó suavemente hacia el punto donde su cabeza quedó expuesta por un lado y el resto de su cuerpo separado por una tabla de madera que se adaptaba perfectamente al tamaño del cuello. El verdugo volteó a ver al encargado, quien con una mano ordenó que se dejara caer la pesada cuchilla hacia el tierno cuello, aun con las venas y arterias repletas de vida. El viaje del metal fue cosa de un segundo y la cabeza del último rey absoluto de Francia cayó dentro de una canastilla ante el grito de la gente. El verdugo tomó la cabeza con las manos y la mostró triunfante a la gente que lanzaba alaridos de triunfo y algunos de tristeza. Crisanto Giresse, colocado en un sitio cercano, vio claramente como los ojos del rey aun parpadearon por unos segundos. Unos ojos que contemplaban su fin, al verse sin el vital cuerpo que mantenía la testa con vida. Minutos más tarde la cabeza del rey de Francia fue colocada en una pica para que la viera todo mundo con detalle. El contundente y total triunfo de la República quedaba constatado en esa macabra exhibición. Muerto el rey se acabó la monarquía.(1)

Tras la decapitación del rey, las monarquías de Inglaterra, España, Portugal, los estados italianos y los distintos miembros del Imperio alemán se unieron a Austria en una lucha sin cuartel contra la nueva República del Terror. Mientras tanto, surgía un periodo de sospecha y desconfianza, que terminaría con la horrenda represión de todo sospechoso de contrarrevolucionario, iniciándose así la senda imparable hacia el imperio Napoleónico.

Crisanto Giresse en su viaje de regreso a la Nueva España hizo un alto de negocios en la Habana, Cuba. El viaje a Francia del afortunado heredero de los Giresse, había sido un éxito. Dentro de un insignificante maletín de cuero viejo, Crisanto viajaba con cientos de monedas de oro. Una fortuna que garantizaba una desahogada vida en la Nueva España. En la cabeza del elegante viajero había un mundo de planes para invertir su dinero. Crisanto sembraría tabaco en la Nueva España y fabricaría puros y cigarros para el ávido mercado del virreinato. La dulce viuda cubana Otilia García, encumbrada tabacalera, le daría el mejor precio para las semillas, y dos encargados, que echarían a andar la siembra en la fértil región veracruzana de Huatusco.

Otilia gemía de placer, mientras su nuevo socio, Crisanto Giresse, la embestía con la furia de un semental. Ella se encontraba totalmente desnuda, a diferencia de Crisanto que mantenía un calzoncillo con una abertura por la que se asomaba su tumefacto falo. En una de esas, Otilia excitada a lo máximo, se volteó para tomar su hombría con la boca y sin dar tiempo de reaccionar al fogoso amante, la cubana sintió en su mano derecha la presencia de una pequeña y húmeda vulva entre el escroto y el ano del atractivo amante francés.

Crisanto entrecerró los ojos de placer, al sentir que la cubana hábilmente introducía su dedo índice en su húmeda vagina, mientras seguía succionando su pene como una desquiciada. Otilia era la primera en conocer su secreto: Crisanto contaba con los dos sexos y era capaz de recibir y dar placer por igual a hombres y mujeres. Otilia sería discreta y se convertiría en su incondicional amante en la Habana y en sus viajes a la Nueva España.

El 10 de marzo de 1792, el padre Hidalgo tomó posesión como cura interino de la vicaría de Colima, la última y más alejada en el poniente del obispado de Michoacán. Su estancia en esa sacristía sería de tan solo ocho meses. Hidalgo(2) se daría a la tarea, encomendada por el obispo de Michoacán, de convencer a los curas y religiosos de las cuatro parroquias de Colima: Santiago de Tecomán, San Francisco de Almoloyan e Ixtlahuacán y la de Hidalgo, de que se opusieran a pasar a formar parte del obispado de Guadalajara, para lo cual se decía, ya había una orden firmada por el Papa. Los padres que había en las cuatro parroquias de Colima tenían algún nexo con el cura Hidalgo, ya que, o habían sido sus compañeros(3) o sus alumnos en el Colegio de San Nicolás. Entre ellos había dos muy estimados por él: el cura de Almoloyan, Francisco Ramírez de Oliva; y el padre José Antonio Díaz, quien fungía como capellán de Colima, y que había sido catedrático en el referido colegio, y su vicerrector también.

Don Miguel Hidalgo, preso dentro de un entorno desconocido de soledad, pronto volvió a caer en el vicio prohibido que lo perseguiría toda su vida: las mujeres. Apenas llevaba unas semanas en su vicaría, cuando una hermosa mujer casada, con apenas veinte años encima, hizo acto de presencia en su confesionario. La jovencita se quejaba de no amar a su marido y de haber sido obligada a casarse. Hidalgo, preocupado por este singular caso, decidió atenderlo personalmente tras los gruesos muros de su parroquia. La bella Antonia Pérez era la esposa del subdelegado de Colima, don Luis de Gamboa, un cuarentón gordo como manatí, enfundado en elegantes ropas de marqués.

Un soleado viernes, aprovechando que no había nadie en la parroquia, el audaz cura le hizo el amor a la insaciable mujer de distintos modos posibles, hasta quedar ambos exhaustos, empapados en sudor, sobre un mullido colchón, mirando abrazados hacia la cúpula del salón. El fogoso cura, con el rostro como el de un hombre que había calmado su feroz hambre con un pan, se puso de nuevo su sotana para la misa siguiente. La jovencita vistió otra vez sus discretas ropas para regresar a casa con la comunión en la boca. Su marido adoraba que Toñita fuera tan piadosa: “Nada mejor que una mujer alejada de los pecados de la carne, y la casa de Dios es el mejor sitio para mantener segura a tu mujer”, pensaba el ingenuo don Luis, al beber su espumosos chocolate caliente, al ver a su abnegada mujer prepararle la cena.

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