Kitabı oku: «Ayotzinapa y la crisis política de México», sayfa 4
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De lo anterior que tengamos que insistir que la democracia efectiva, incluso en sus contenidos más radicales, desde el punto de vista social solamente puede conseguirse cuando se organiza políticamente bajo los presupuestos de la idea misma de la ley que den lugar a la autodeterminación del ciudadano. Sólo entonces parece posible la configuración de una ciudadanía efectiva comprometida con las prácticas e instituciones en las que se reconoce en cuanto resultado de su libre y autónoma decisión para afrontar los pormenores, las disputas y el conflicto de la vida pública y social. Cuando los retos del orden social y político se afrontan desde una ciudadanía que se reconoce en la legitimidad de las instituciones políticas y del derecho, entonces la ciudadanía no solamente se afirma en su propia condición, sino que da lugar también al impulso y desarrollo de la vida social. Lo que ha pasado en el estado de Guerrero —y en todo el país— es exactamente lo contrario: tenemos una sociedad que no solamente no se reconoce en sus prácticas e instituciones, sino que frente a los excesos y la corrupción del poder asume que la normatividad en su conjunto se encuentra viciada por los intereses de esa burocracia política. Es una sociedad desorganizada políticamente la que hoy ha sido sometida por la violencia criminal.
La trasgresión de cualquier forma de legalidad se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad, lo que explica la penuria y los desequilibrios de la sociedad guerrerense. De allí también la extrema fragilidad del orden público actual. Cuando se reconoce, por el contrario, que las prácticas e instituciones políticas y el derecho mismo tienen un carácter civilizador en tanto la normatividad constitucional asegura formas de relación social con las que no solamente se identifica el ciudadano, sino que se reconoce en los hechos políticos a los que dan lugar esas normas, entonces el ciudadano puede afirmarse también en un conjunto de libertades que son el resultado de la vinculación de todos a la ley (y desde luego en primer término la subordinación a la ley de los propios poderes políticos), por cuanto todo ello significa la autónoma adhesión a una ley que es el resultado, como dice Jean-Jacques Rousseau, de la voluntad general.
Lo anterior no constituye una simplificación de la realidad política de Guerrero y del país en su conjunto. Por el contrario, reivindicar hoy la legitimidad del orden político como condición misma para afrontarlo es, desde nuestro punto de vista, situar el problema en sus verdaderas dimensiones. Con ello lo que hacemos es reconocer la gravedad de nuestro actual estado de cosas: un sistema educativo en crisis y heredero del corporativismo afianzado hoy por los gobiernos que tendrían que haber llevado a cabo la transición; el agotamiento de los programas sociales del gobierno por la corrupción a que han dado lugar y la inexistencia de instituciones y de un proyecto cultural en gran escala. Todo ello da lugar a la exacerbación de la crisis que vive la sociedad mexicana y en la que ya sólo parece quedar margen para las iniciativas de la misma sociedad.
El resultado —hasta ahora— de una transición circunscrita a la distribución del poder ha sido a lo sumo una nueva repartición del mismo entre los grupos políticos. Estos grupos y partidos políticos, sin el sustento de la legalidad constitucional, no sólo no han propiciado la participación política ampliada de los ciudadanos, sino que han hecho imposible también una nueva práctica del poder donde tengan justificación y cabida las libertades y los derechos ciudadanos: las campañas políticas que hoy tienen lugar en Guerrero, completamente vacuas y ajenas a los problemas de los guerrerenses, son fiel testimonio de lo que decimos.
Para romper con las herencias del pasado es entonces ahora indispensable un gobierno de leyes e instituciones, pues solamente una política constitucional democrática puede dar pie y cabida a la participación ampliada de la ciudadanía conforme a sus libertades y derechos en el ámbito de la vida política del país. Lo que podemos sostener en suma a propósito de la violencia y de un desarrollo social y político fallido en Guerrero, en el último medio siglo, es que ha sido la ausencia de un orden político propiamente constitucional en cuanto al ejercicio legítimo del poder lo que ha dado lugar a la leyenda negra de ese estado. Se trataría ahora, por todo lo anterior, de dar lugar al redescubrimiento ciudadano en la política, condición indispensable de la vida política constitucional. Abrir la democracia a la participación del ciudadano para hacer valer así sus derechos frente a lo que ha sido un orden político cerrado y autoritario es pues, hoy, el reto de Guerrero y de México. El reclamo democrático consiste, por todo ello, en un orden social y político mediado por la legitimidad de la ley y por instituciones fundadas constitucionalmente para acceder —sólo así— a un ejercicio de gobierno y de realización de la sociedad civil fincados en un auténtico Estado de derecho.
En este sentido, la democratización del país solamente puede llevarse a cabo a través del protagonismo de los ciudadanos y de sus derechos, pues es el contenido y normatividad de los derechos fundamentales el que permite a los ciudadanos una nueva comprensión de su vida política y de cuándo esos derechos establecidos por la Constitución se transgreden. El ejercicio faccioso de los mismos resulta así a todas luces incompatible con el pacto de convivencia constitucional. El referente de los derechos garantizados constitucionalmente puede entonces permitirnos una nueva lectura y comprensión de nuestra historia política y de la crisis social y política recurrente inherente a las sociedades subdesarrolladas, donde la selectividad y la aplicación unilateral de esos derechos ha sido del todo incompatible con el sentido de esas mismas normas y su fundamento constitucional. Como concepto de gobierno, el Estado democrático de derecho tiene que partir, para la ciudadanía, de la lectura del contenido normativo de los derechos consagrados en la Constitución, pues ella misma es ya un concepto resultado de la modernidad política y, como tal, resultado en principio de un gobierno civil. De ahí que el ejercicio faccioso de los derechos, como lo que en la práctica hemos tenido, lo contravenga pues desvirtúa la idea del pacto constitucional y de la prioridad, racionalidad y legitimidad de la ley que le da origen.
Finalmente, debiéramos decir que la discusión sobre el Estado democrático de derecho conlleva, de manera ineludible, responder a la pregunta de orden filosófico-jurídica en torno al problema de la legitimidad de ese hipotético Estado de derecho, misma que no puede ser respondida sino desde el proceso de constitución del Estado moderno en el marco de la emancipación de la modernidad política y la exigencia de un orden propiamente civil más allá de su concepción liberal y, precisamente por ello, no circunscrita a la visión más estrecha como simple demanda de salvaguarda de los derechos privados frente al ejercicio despótico del poder inherente al absolutismo monárquico.
Por el contrario, en su contenido democrático el Estado de derecho tiene que partir del claro deslinde con esa concepción liberal del poder como salvaguarda de los derechos privados para situarse, más bien, en una concepción de la racionalidad y validez de la ley como condición de posibilidad de la realización del ciudadano. En este caso, es con la primacía de los derechos políticos que el Estado de derecho alcanza con Rousseau el impulso de su contenido propiamente democrático —y que es el que aquí reivindicamos. Así, el problema se centra en un sujeto político reivindicativo capaz de reconocerse como tal en la validez del orden que se impone por lo que no admite ya otro principio de validez que el que se da en cuanto sujeto políticamente emancipado: Hegel habrá de decir en cuanto sujeto en sí y para sí de conformidad con su propia y radical autonomía.
El legado de Hegel, en este sentido, consiste en la formulación del Estado en cuanto idea ética. Se trata, en este caso, de la autorreflexión y acción consciente del sujeto que se reconoce políticamente emancipado y capaz así de reconocerse en la validez y universalidad de los fines que se impone. Ciertamente tal principio de universalidad resulta aquí indisociable de ese sujeto capaz de reconocerse en la validez de sus fines (y como tal indisociable del proceso de emancipación de la modernidad política), pero significa también —como el mismo Hegel sugiere— la comprensión de la validez del orden jurídico-político desde la propia acción consciente de los seres humanos como hecho fundamental de la modernidad política.
El rasgo distintivo de la modernidad consiste para Hegel en la emancipación del sujeto político en cuanto capaz de decidir en sí y por sí mismo respecto de la validez del orden que se impone. Por esta razón, Hegel habrá de insistir en que la libertad subjetiva constituye el principio y la forma peculiar de la modernidad política por cuanto da lugar a la reflexión y, con ello, a la capacidad de enjuiciamiento propio y a la capacidad, también, de imponerse fines más allá del yo subjetivo, es decir, a la auto-imposición de fines universales como realización concreta de esa libertad consciente en cuanto voluntad políticamente libre, al reconocimiento, en todo caso, de la exigencia de preceptos, leyes, decisiones generales y válidas para la generalidad como condición de validez del orden jurídico-político. Tal es el fundamento del Estado como idea ética.
Bibliografía
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Hegel, G.W.F. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, 2ª. ed., Edhasa, Barcelona, 1999.
Jacobs, Ian. La revolución mexicana en Guerrero. Una revuelta de rancheros, Era, México, 1990.
Ochoa Campos, Moisés. Guerrero: análisis de un estado problema, Trillas, México, 1964.
Paz, Octavio. El ogro filantrópico. Historia y política 1971-1978, Joaquín Mortiz, México, 1979.
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Tocqueville, Alexis de. El antiguo régimen y la revolución, tr. de Jorge Ferreiro, FCE, México, 1996.
Hemerografía
Excélsior.
El Financiero.
Es el Estado. Soberanía y normalidad, Javier Balladares Gómez
“Fue el Estado”. Eso es lo que se leía en una de las esquinas de la plancha del Zócalo de la Ciudad de México la noche del 22 de octubre de 2014, al final del Día de Acción Global por Ayotzinapa. Sin duda era una afirmación grave; pero, más allá de ello, era el único modo de dar cuenta del terrible crimen perpetuado contra los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” en Ayotzinapa, Guerrero. Esto fue así porque dicha frase captaba lo esencial, la razón de ser de estas protestas. No se trataba únicamente de manifestar el rechazo generalizado a un acto criminal, de mostrar inconformidad o el anhelo de que esos crímenes no sucedan de nuevo. No se trataba de una demanda de justicia sólo en términos del castigo a los culpables: se trataba de una demanda de justicia que implicaba la transformación del propio Estado, porque había una sospecha —y en algunos casos certeza— de que algunas de sus propias instituciones estaban involucradas en ese crimen.
Por supuesto que la fuerza de esta frase tan corta se debió también a la multiplicidad de sentidos que podía abarcar: desde la acusación directa al gobierno como autor del crimen, hasta el señalamiento del desastre económico del país como condición ineludible de este tipo de acciones, pasando por el abuso de poder en distintos niveles de gobierno y la ineficacia gubernamental. Por eso mismo, la consigna fue desacreditada rápidamente si se tomaba únicamente como una acusación jurídica al gobierno federal como autor del crimen. Si fuese el Estado el autor del crimen, ¿a qué sujeto en específico se imputaría por el crimen? Esa fue la línea de argumentación de muchos que defendieron que era absurdo siquiera imaginar al Presidente del país como el responsable de este crimen. Generalizar la responsabilidad del crimen implicaba, en cierto modo, la exculpación de funcionarios específicos, decían. ¿Esto es realmente así? Es decir, ¿puede tratarse este caso como un mero crimen que ha de ser castigado y después volver a la normalidad, sin que esto afecte la forma en que se encuentra constituido el Estado? Intentaré seguir una vía que muestre cómo la consigna “fue el Estado” es algo más que una frase para exaltar los ánimos políticos, y que hay un núcleo en ella que da cuenta de la situación política en que nos encontramos. Esta vía implica un seguimiento a la transformación de la concepción de soberanía. ¿Cuál es la función del poder soberano en relación al derecho, al castigo de la violación de la ley?
¿Crimen de Estado?
María Amparo Casar, profesora del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), escribió en noviembre de 2014 un artículo donde acusaba a los que utilizaban y defendían la tesis “fue el Estado”, de cometer una deshonestidad intelectual, de ignorancia, o bien de tener fines ocultos distintos al del esclarecimiento de los hechos y el castigo de los responsables. Calificar lo ocurrido en Ayotzinapa de “crimen de Estado”, escribió ella, es erróneo porque, si bien hay funcionarios públicos implicados (por ejemplo, el exalcalde de Iguala), ello no resulta suficiente para hablar de una política del Estado mexicano encaminada a realizar y justificar estos crímenes. Casar escribe que:
Los crímenes de Estado son de destrucción masiva e indiscriminada. Van acompañados de un discurso justificatorio que “legitima” su comisión en aras de un bien mayor. Los acompaña también lo que los criminólogos llaman la “negación de la víctima” […] En los crímenes de Estado no se rechaza la existencia de límites al poder; simplemente “se lamenta que no puedan ser respetados” en las circunstancias extraordinarias en las que “tuvo” que ordenarse la masacre. […] Ninguna de estas características está presente en Ayotzinapa. No se ha buscado justificar la masacre, la autoridad no ha negado a las víctimas ni se ha insinuado su vinculación con el crimen organizado, la guerrilla o grupos terroristas. […] Por el contrario, se ha condenado el crimen y se ha iniciado una investigación para dar con los responsables.30
Lo que María Amparo Casar defiende es que, a pesar de lo terrible del crimen, no hay signos para designarlo como un crimen de Estado, ni como un crimen de lesa humanidad.31 Casar exculpa al Estado no porque no haya funcionarios implicados, sino porque considera que no hay una política sistemática de desaparición forzada de personas o de asesinato de estudiantes. El hecho de que haya una posible tardanza y negligencia por parte del gobierno federal en la investigación, responsabilidad penal de algunos funcionarios, omisión de otros, etc., no implica para ella una política sistemática que lleve a pensar en un crimen de Estado. La responsabilidad de funcionarios, por tanto, habría de seguir los cauces legales establecidos. Si todo esto es así, dice Casar, la conclusión es que seguir afirmando que “fue el Estado”, lejos de ayudar a resolver el crimen y castigar a los culpables, lo que logra es más bien enturbiar el ya extraño clima político y entorpecer las investigaciones.
¿Qué se ha respondido a esto? Ha sido Ernesto Hernández Norzagaray quien ha dado una primera respuesta en un artículo titulado “Si no es crimen de Estado, ¿entonces es un crimen del fuero común?”. El autor del artículo defiende la idea de un crimen de Estado en Ayotzinapa, resaltando el hecho de que el Presidente es tanto el representante del gobierno como del Estado y, por ello, responsable de la acción u omisión del sistema de seguridad implicado en el crimen de Iguala: “Veamos más de cerca, si estamos ante una «crisis de seguridad» producto entre otras cosas de la complicidad de políticos, autoridades y criminales, y esto ocasiona masacres frecuentes, los límites que separan un delito de fuero común y un crimen de Estado, serían prácticamente inexistentes”.32 Ernesto Hernández Norzagaray busca desmontar algunas características que Casar da de todo crimen de Estado. Por ejemplo, el discurso justificador de los crímenes —una doctrina que intente darles coherencia—, o bien la negación de las víctimas. Ejemplos como el de la guerra sucia de los años setenta en México (en los cuales jamás se aceptó la persecución y asesinato de opositores) mostrarían que hay crímenes realizados desde las instituciones estatales que no cumplen con las características antes señaladas. Concuerda con Casar en que no hay una política encaminada a un exterminio, pero le crítica reducir este crimen a un hecho aislado:
Entonces, ¿cómo clasificar teóricamente estos crímenes [en Michoacán, Morelos, Estado de México, Tamaulipas, Sinaloa, Coahuila, Veracruz o Guerrero] que por acción u omisión de las autoridades se han dado en muchas partes del país? ¿Hasta dónde escala cada uno de ellos y compromete a responsables institucionales? ¿Por qué es mejor para el análisis ver cada uno de estos crímenes en forma aislada con responsabilidades locales y no como lo animan las circunstancias, como un entramado de fuerzas institucionales y criminales que se han apropiado literalmente de regiones enteras del país? O acaso lo ocurrido en Iguala ¿no es lo que pasó antes en otros lugares del país?33
Si bien Hernández considera que demostrar que la serie de crímenes mencionados forman parte de una política de Estado no está aún demostrado, ello no significa que esa tesis deba desecharse tan fácilmente.34 De cualquier modo, lo ocurrido en Ayotzinapa, dice Hernández, no puede ser tratado como un crimen de fuero común. Y su principal crítica a la postura de Casar es que, si bien aplica de manera estricta conceptos jurídicos, actúa como “juez y parte” al exculpar al gobierno y pedir una investigación apegada a derecho… Él escribe: “En definitiva, las reflexiones de María Amparo tienen un desenlace contrario a lo que piensan hombres y mujeres irritados por las cuentas oficiales de Iguala y el reduccionismo de la verdad oficial, busca convencer que la teoría siempre será más compleja que la realidad y el sentido común”.35
Así pues, nos encontramos ante un horizonte en el que intentar aplicar la ley de manera normal resulta algo que está fuera del “sentido común”. O, para expresarlo en otros términos, la aplicación de la ley carece de legitimidad. Pero, ¿a qué se debe esa falta de legitimidad? ¿No alcanzaría la ley su legitimidad resolviendo justo un caso criminal como éste? ¿Por qué ocurre que cada nueva versión de los hechos dada por la Procuraduría General de la República es asumida en general como una construcción inverosímil? Esto tiene que ver, por supuesto, con lo descuidado de las investigaciones, pero también con la distancia que encontramos entre tratar el caso como un crimen más y la excepcionalidad de éste. El caso de los estudiantes de Ayotzinapa no puede ser tratado como un caso más porque para ello debería existir antes un estado de normalidad en que el derecho, en efecto, regula las acciones de los ciudadanos; en el que el crimen es castigado. Pues la ley no es únicamente un enunciado o prohibición jurídica, sino también es su aplicación. Y justo lo que no hay —en Iguala y muchos otros lugares de México— es esa normalidad. Lo que hay en su lugar es un abismo entre lo legislado y el campo de acciones criminales que ni siquiera son investigados. El grado de violencia presente, la participación y omisión de funcionarios públicos, así como el clima de impunidad, hacen que este caso difícilmente pueda ser tratado como un caso más, como parte de la normalidad.
El Estado, castigo y soberanía
El castigo del criminal ha sido uno de los ejes más importantes en la construcción del Estado moderno y de los propios sistemas legales. Independientemente de las razones para dar cuenta del castigo (desde el restablecimiento del orden o la justica, hasta la educación de los ciudadanos mediante el castigo ejemplar o la readaptación del criminal), éste es un elemento ineludible del Estado moderno. Desde los pensadores de la soberanía como Jean Bodin, Thomas Hobbes y Carl Schmitt, hasta los modelos del imperio de la ley y el Estado de derecho, se ha de poner en primer plano la necesidad de que la ley alcance su cumplimiento y que su transgresión criminal sea castigada. Me centraré en los primeros porque con el concepto de soberanía es pensable el tema de las condiciones necesarias para la aplicación de la ley, para el establecimiento de una normalidad en la que la propia norma tiene no sólo sentido, sino que es posible el castigo de su transgresión criminal.
En Los seis libros de la república (1576) de Jean Bodin (para quien “la soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república”)36 tenemos expresada la idea de que es un atributo del soberano el ser él la última instancia en los procedimientos y pleitos legales entre los súbditos de su reino. Si bien hay funcionarios que deciden sobre la aplicación de la ley, “el príncipe ni puede atarse las manos ni privar a los súbditos de las vías de restitución, súplica o demanda”.37 Es decir, el castigo y las formas de evitarlo recaen en última instancia en la voluntad de quien detenta el poder soberano. Si esto no fuera así, escribe Bodin, “el príncipe soberano cede al vasallo la última instancia y soberanía que le corresponden, convierte al súbdito en príncipe soberano”.38 Para Bodin es importante no diluir el poder soberano en facciones o en poderes regionales. Esto es así no porque tenga él una pulsión centralizadora, sino debido a que en el mundo en que él vive la dispersión del poder provoca un estado precario en que los fines de una comunidad política no pueden realizarse. Así, no es extraña su definición de república: “República es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano”.39 Con familias Jean Bodin se refiere a las familias señoriales que ejercen su poder en sus propios territorios. El recto gobierno es la búsqueda del espacio ordenado en que lo común puede tener lugar. Bodin polemiza con otras definiciones de república en donde se añade que la sociedad reunida en una república debe vivir bien y ser feliz. Considera que es suficiente con que la comunidad política esté rectamente gobernada. Se desmarca así de modelos de república ideales. Podríamos señalar que lo que él busca es establecer una normalidad guiada por el recto gobierno.
Setenta y cinco años después, en su Leviathan (1651), Thomas Hobbes argumenta en torno a la soberanía con propósitos distintos. Él ya no está preocupado primordialmente por gobernar familias, sino ciudadanos. Su argumentación está dirigida a convencer a los individuos que es mejor un estado ordenado que un mundo en el que el derecho individual al uso de la fuerza no está regulado; ese estado no regulado es el estado de naturaleza. Para dejar este último estado y establecer un Estado civil es necesario la instauración de un soberano. Por eso, es una conclusión lógica que Hobbes conceda al soberano la autoridad para ejercer el castigo. El de Malmsbury escribe: “Un castigo es un mal infligido por autoridad pública a quien ha hecho u omitido algo que esa misma autoridad juzga ser una transgresión de la ley, con el fin de que la voluntad de los hombres esté por ello mejor dispuesta a la obediencia”.40
Cuando nos posicionamos en el pensamiento de Jean Bodin estamos aún en un horizonte en el que se debate quién ha de castigar. A lo largo de su obra puede seguirse una línea argumentativa que va en dirección de argumentar en favor de arrebatar a las distintas instancias de aplicación de la ley (desde magistrados y funcionarios designados por el propio soberano, hasta al aún en ese entonces presente poder señorial), la decisión última acerca del castigo. Por ello, el tema es puesto en términos de una última instancia. En cambio, con Hobbes la cuestión principal no es si hay otra autoridad más allá del príncipe para castigar, sino las razones que el ciudadano ha de considerar para aceptar la legitimidad del castigo. El soberano ha de castigar porque si se le regateara tal capacidad estaríamos no en un Estado, sino en lo que él llamó estado de naturaleza. El castigo evita el perpetuo ciclo de injurias y venganzas privadas y al mismo tiempo moldea la voluntad de los ciudadanos. En la línea hobbesiana, los ciudadanos renuncian a su derecho natural a defenderse no para beneficiar directamente al soberano, sino para que haya paz; es decir, para un beneficio propio. Esta capacidad del soberano es indispensable porque de otro modo no pueden borrarse las condiciones del estado de naturaleza. Sin ello, los poderes dispersos seguirían en el incesante estado de guerra de todos contra todos. Para Hobbes, el poder del Leviatán debe ser más grande que cualquier otro en el reino. De lo que se trata en ese mundo es de convencer a los ciudadanos a renunciar al uso de la fuerza. Si bien es cierto que no hay duda alguna acerca de que el estado de naturaleza es hipotético, ello no cancela la necesidad de pensar en cómo modificar las condiciones que imperan en ese estado: es decir, pasar de un estado de naturaleza que es precario, a uno donde el uso de la fuerza está regulado, donde se establece un estado civil que es distinto al estado de naturaleza. Nuevamente, la soberanía establece un estado donde las leyes civiles tienen vigencia. El estado civil no elimina la violencia ni el crimen, lo regula mediante leyes y castigos.
Lo que estas dos referencias teóricas nos muestran es la necesidad de una agencia que tenga la autoridad para establecer una normalidad en la que castigar el crimen sea posible. Para ello es necesario, por supuesto, una legislación. Pero la presencia de una legislación no garantiza su puesta en práctica, pues castigar el crimen no es algo automático. Primero ha de establecerse un estado de cosas en el que se acepte esa instancia que castiga. En Hobbes, por supuesto, ello está referido bajo el nombre de un pacto. Ello puede entenderse también como el establecimiento de una normalidad en la que el castigo puede tener lugar y ser legítimo. Para estos autores, que pensaron la soberanía en el contexto de Estados monárquicos, el castigo aparece como el ejercicio propio del poder soberano personalizado. Este poder funge como un centro que actúa en aras de moldear al ciudadano. Por supuesto, aquel mundo ya no es el nuestro. ¿Qué puede decirnos su obra a nosotros, ciudadanos de Estados que buscan ser democráticos? Lo que hemos de reconocer es que, si bien en Estados democráticos ya no es posible pensar la soberanía como el ejercicio del poder público absoluto por una persona, sí es necesario establecer un estado de normalidad en el que el cuerpo de leyes tenga vigencia. ¿Cómo es esto? Antes de abordar esto, consideremos con algunos detalles adicionales cómo es que la soberanía se relaciona con la ley y el establecimiento de un espacio donde efectivamente el derecho es vigente y se efectúa.
Ha sido Carl Schmitt quien ha teorizado acerca del significado del concepto de soberanía (en el modo usado por Bodin, Hobbes y otros) en la relación entre la ley y la normalidad. Para el jurista alemán, “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”.41 ¿Qué quiere decir esto? Para Schmitt la soberanía es un concepto límite, en el sentido de que establece una delimitación, una distinción entre el caso excepcional y el caso normal. ¿Cómo distinguir entre estos dos? La distinción última, responde él, es determinada por la decisión del soberano. A primera vista suena a una concepción unilateral, a un intento de justificación de las decisiones unilaterales ante casos “extremos”. Sin embargo, lo que busca señalar Schmitt es algo distinto a la mera justificación de ciertas acciones arbitrarias del detentador de la soberanía. Lo que él busca es dar cuenta de cómo se soluciona el atolladero en el que se cae cuando reconocemos que el caso o situación excepcional es irreductible al caso o situación normal: “En efecto, una norma general, la representada, por ejemplo, en un principio jurídico válido normal, nunca puede captar una excepción absoluta ni, por tanto, fundar la decisión de que está dado un caso excepcional auténtico”.42 La posición de Schmitt es la del decisionismo.43 Él asume esta postura porque muestra de manera directa que los conflictos graves —por ejemplo, la disputa sobre lo que ha de ser el fin de un Estado, lo que es lo mejor para éste, etc.,— se resolverán no mediante leyes positivas —pues justo su contenido es lo que puede estar en disputa— o mediante un saber o un conocimiento del objeto en disputa, sino mediante una decisión. Sin embargo, más allá de la decisión del estado de excepción, lo que se ha de resaltar aquí es la función de la excepción. Ella no es necesariamente la que establece la normalidad ni la que “demuestra la regla”, sino más bien el síntoma de que la normalidad no es un estado ya dado.
Por tanto, cuando se vincula la soberanía con la excepción no se hace con el fin de justificar la suspensión arbitraria de la ley, sino más bien para mostrar la necesidad de establecer una normalidad en la que el cuerpo de leyes tenga vigencia. Esa normalidad es externa a la argumentación jurídica propiamente dicha. Por ello en general es pensada como algo externo a las propias teorías formales del derecho. Eso no resta debilidad a su necesidad, pues sin esa normalidad no es posible aplicar ninguna ley. No se aplican leyes al caos, dice Schmitt:
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