Kitabı oku: «Los demonios de la sangre», sayfa 2

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8

Próspera tenía diez años. Su madre la había vestido con ropa blanca de pies a cabeza. Muy temprano, la niña y sus padres fueron a hablar con el sacerdote. Cuando regresaron al rancho, Próspera se puso a jugar cerca de los establos.

Colocó frente a ella una cubeta metálica volteada bocabajo, una peluca rubia de su madre y un montón de paja sucia. Se ilusionaba pensando que aquellos objetos eran, respectivamente, el hombre de hojalata, el león cobarde y el espantapájaros de El mago de Oz. Durante un buen rato, la pequeña imaginó que era Dorothy y que andaba por un camino amarillo. Tras una hora de pasear y saltar por el sendero, se dio cuenta de que necesitaba mejorar su aspecto con el fin de asemejarse más a la protagonista de la película. Fue a la cocina por un delantal azul. Después, entró al rastro y se llenó las alpargatas blancas con sangre de reses, cerdos y gallinas para simular que llevaba zapatillas rojas. Su alpargata izquierda incluso se manchó con la sangre de un trabajador que se había accidentado unos minutos antes. La pequeña decía que gracias al nuevo color, sus zapatillas se habían vuelto mágicas.

Al verla con las alpargatas y los tobillos cubiertos de sangre, Justina perdió el conocimiento.

9

Muchos han intentado competir con la empresa Leyva González, pero la calidad de la carne que produce, aunada a la amistad de don Evaristo con políticos y militares locales, ha garantizado que el negocio permanezca como el líder local del rubro. Un exalcalde, cuyo hijo es ahora el gobernador de la entidad, siempre ha ayudado al empresario a vender sus productos para eventos y ceremonias oficiales. Algunos militares de alto rango sienten un enorme agradecimiento hacia el dueño de la empacadora y también lo asisten. La razón de estas atenciones es poco conocida: la cosa es que cuando la guerrilla fue una parte fundamental de la vida del pueblo, don Evaristo decidió apoyar con dinero y alimento al ejército y al gobierno.

Ahora que se rumora sobre la organización de una nueva guerrilla, el viejo ha advertido a Casio que necesita elevar, como sea, las ganancias de la empresa, por si acaso resulta que deben apoyar otra vez a los soldados.

10

Justina dejó caer la hoz al suelo. Soltó el llanto. Su pequeña hija, Próspera, se acercó a ella cuando la oyó gimotear.

La mujer no tuvo tiempo de limpiarse las lágrimas o de ocultar su rostro para que la niña no se diera cuenta de su tristeza. Mas al ver la cara compungida de su madre, Próspera no tuvo ninguna reacción. Justina ya había notado que la chiquilla no se conmovía fácilmente frente al sufrimiento de otros. Se le hizo extraño; sin embargo, pensó que también le resultaba conveniente: de allí en adelante podría llorar frente a una de sus hijas sin contenerse o disimular.

La niña se puso a correr alrededor de su madre.

Justina sollozaba con desparpajo. Se limpiaba la nariz y los ojos con las manos.

Las vueltas de Próspera iban cada vez más rápido.

Los bruscos espasmos provocados por el llanto de Justina eran incontrolables.

Entonces, la niña tropezó con la hoz. Aquello interrumpió los jadeos de Justina.

De inmediato Próspera se puso de pie y miró con atención el objeto que había cortado su carrera.

Le jaló la falda a Justina y preguntó:

—¿Mamá, qué es eso?

Señaló la herramienta que yacía sobre el pasto.

—Es una hoz.

—¿Y para qué se usa?

—La uso para cortar las hierbas que ya están demasiado crecidas.

Justina levantó el objeto del suelo y fue hacia el interior del establo. Colgó la herramienta en uno de los clavos. Caminó de vuelta a la casa.

La niña miró la hoz durante un buen rato. Concluyó que a partir de ese día, la oxidada hoz representaría el papel del mago de Oz cuando jugara a ser Dorothy.

11

Casio, el hijo no reconocido de don Evaristo, se escalda la lengua con el primer sorbo de café de olla. El hombre sentado frente a él prefiere dejar la taza intacta unos minutos para no quemarse. Quien acompaña a Casio es el licenciado Cisneros, un abogado de la ciudad. «Es uno de los más cabrones», aseguró la persona que hizo la recomendación.

El licenciado tiene cincuenta años, mide casi dos metros, posee un desaliño que luce deliberado y lleva las canas pintadas de negro. Usa un traje gris Armani con camisa y corbata amarillas, ambas adquiridas en el Walmart; lleva zapatos Gucci, de punta, con calcetines de Suburbia comprados en paquetes de diez; usa un viejo pañuelo bordado por su hija; trae puestas unas mancuernillas de oro con las que un cliente le pagó por un asunto jamás concluido, jamás siquiera comenzado.

La mayor parte del dinero que Casio le paga al abogado es de procedencia ilegal. Mediante sobornos, obtiene certificaciones para carne de mala calidad que vende barata, por su cuenta, a los cuatro restaurantes del pueblo. Algunos pagos los ha tenido que robar de las ganancias o de la nómina de la empresa que dirige.

Los dos hombres se reúnen cada semana. Por lo general, el abogado va a la casa de su cliente, pero esta vez, debido a un problema de fuerza mayor, Casio tuvo que viajar a la ciudad en camión y luego tomar un taxi hasta el Vips donde se hallan ahora.

—La última parte va a ser la más pesada, y también la que más desembolso va a requerir. Pero estando tan cerca sería una tontería que no concluyeras la gestión.

—¿Cuánto tendría que darle?

—El doble.

—¿Y en cuánto tiempo me resuelve?

—Tres meses, máximo. El juez es amigo mío. La cuestión está ya acordada. Te lo he dicho desde el comienzo, pero hay que hacer el papeleo, llenar los machotes para que nadie pregunte y la cosa parezca transparente.

Casio mira, en la mesa de enfrente, a un niño que dibuja con un crayón sobre el mantel. Se levanta porque desea ver mejor lo que hace el pequeño. Se da cuenta de que está trazando un camino nervioso dentro de un laberinto. En la entrada del intrincado sendero hay un pirata caricaturesco. Junto a la salida se halla una equis que marca el lugar donde está escondido su tesoro. Casio piensa que le gustaría ser como ese niño.

—¿Y si algo pasa a la mera hora? Él también podría hacer alguna cosa y chingarnos a los dos cuando se entere.

—Mira, muchacho, tú mismo lo dijiste: andas buscando lo que te corresponde, lo que él nunca te dio. Estás seguro de que es tu padre, ¿no?

—Sí, mi mamá me lo dijo. Además nos parecemos mucho. Si alguien le diera de golpes en la cara, con los cachetes hinchados y la nariz desviada seríamos la misma persona.

—Así son los hijos: nomás piensan en agarrar a golpes a sus padres.

—Yo no dije que quisiera golpearlo. Yo no quiero hacerle ningún daño.

—Claro, tú no eres de esa forma, tú eres diferente, un hijo ejemplar, ¿verdad?

—¡Pues hasta ora lo he sido!

—No te encabrones. A mí no tienes que demostrarme nada. Ése no es pedo mío. Yo lo decía por otros, no por ti. Mira, canijo, aunque parezca extraño, en mi profesión son pocas las oportunidades que uno tiene de hacer justicia, muy pocas. Contigo lo voy a hacer y eso es algo bueno para los dos. Disfruto que trabajemos juntos procurándote lo que te pertenece, de veras.

Casio se limpia el sudor de las cejas. El abogado continúa:

—Pero bueno, hay que regresar a lo que nos ocupa. Voy a necesitar el dinero en efectivo. La mayor parte será para que se agilicen los trámites, y aquello se hace así, con los billetes en la mano.

12

Antes de dejar la ciudad para ir a ver a su madre, Aníbal quiere contratar los servicios de una prostituta. Va al centro, camina por las calles mojadas y entra al único prostíbulo que conoce. Es una casa particular. La seña que lo distingue del resto de las viviendas es que no tiene número. Fue don Evaristo, abuelo de Aníbal, quien lo habituó a buscar prostitutas cada vez que tiene una aflicción o una dificultad.

Aníbal mira a las mujeres que andan por la sala. La mayoría son atractivas, algunas de forma maja, otras de forma majadera. Elige a una que le sonríe. Se trata de una joven de escasas caderas y senos pequeños apodada «Puerto Vallarta». La llaman así porque dice venir de ese lugar.

Entran al primero de los cuartos en la planta superior. Se quitan la ropa. El atractivo de ambos disminuye al instante. Ella se pone encima de él.

Mientras la penetra, Aníbal mantiene apretados dentro del puño los cuatro billetes con los que pagará a la muchacha. Quiere dárselos en cuanto termine, vestirse deprisa y salir del sitio.

De pronto, comienza a imaginar que aquel desabrido penetrar es como la grabación de una cámara de seguridad, como un video de vigilancia que registra lo que sucede en la sala del escáner de un hospital; piensa que el vaivén de sus cuerpos es como una cinta que avanza a gran velocidad conforme se le adelanta. Aníbal se imagina que la vagina de «Puerto Vallarta» es el enorme escáner blanco, comprado gracias a la donación de un paciente insuflado de agradecimiento. Piensa que su pene representa a las personas que entran y salen a toda prisa del aparato médico. Está seguro de que aquella grabación va tan rápido que parece como si los examinados entraran y salieran, uno tras otro, en cuestión de un segundo. En su fantasía cada uno de los pacientes es diagnosticado raudamente con alguna enfermedad terminal, una afección que tarde o temprano terminará por consumirlos, por destruir y dejar en la ruina a sus familiares y amigos. Justo cuando imagina que es su madre, Próspera, quien entra al escáner, Aníbal eyacula.

Entrega los billetes tibios, se pone la ropa y camina hasta un sitio de taxis. Al llegar a su casa, marca el teléfono de su madre. Antes de escuchar el primer tono se arrepiente y cuelga.

«Puerto Vallarta» piensa, durante el resto de la noche, que el servicio con el enfermero tuvo algo de mórbido, de claustrofóbico.

13

Don Evaristo platica con la viuda de Escutia, una mujer adinerada que se mudó de la ciudad al pueblo luego de que su esposo y sus hijos fallecieran. Muchos la consultan por sus habilidades adivinatorias. Los más le tienen odio: piensan que trabaja para el diablo. El día en que la compañía de teatro local presentó Macbeth en la plaza del pueblo, un borracho gritó: «¡Ésa es la viuda!», haciendo referencia a la primera bruja que apareció en escena.

—¿Te llevaste la lápida?

—Sí.

—¿Y la aventaste en la zanja?

—Sí, una a cien kilómetros de aquí. ¿Fue suficiente?

—Puede ser. ¿Algo cambió?

—No, siguen pasando cosas raras. Siento que me caminan detrás. Luego me cambian las cosas de lugar. Me tiembla más el cuerpo, como si ella lo estuviera moviendo.

—Ya te dije: hay espíritus que se arraigan a las lápidas como si fueran sus casas, pero hay otros muy tercos que rondan lo que queda de sus cuerpos y piensan que hasta los gusanos son extensiones de ellos mismos. No pensé que tu mujer fuera de ésos. Debes sacar sus restos y llevártelos lejos, más lejos que la lápida.

—Es que aquello fue fácil porque una sola persona pudo arrancarla. Para sacar los restos voy a necesitar al menos otra gente y varias horas de joda. ¿Tú no tienes quién lo haga?

—Yo no confío en nadie de aquí. Además, andar escarbando y sacando cadáveres es trabajo de perros. Yo estoy muy por encima de la tierra y el lodo. Las únicas que hacen mandas para mí son las ánimas. Haz pronto lo que te digo, antes de que tu mujer te mate de un susto. No debe estar feliz con tanta chingadera que le hiciste. Si yo fuera ella, te hubiera destruido desde el primer segundo de muerta.

El viejo y la viuda han tenido amoríos desde que él vino a consultarla por primera vez. La viuda de Escutia es la madre de Casio. Él no decide ninguna cosa sin que la mujer le tire las cartas primero. La viuda es quien ha fomentado las supersticiones obsesivas del empresario. Don Evaristo viaja cada mes a la ciudad para comprar algún regalo a su amante en Fábricas de Francia, algún vestido, un aparato electrodoméstico, algunas piezas de joyería. Además, le obsequia una botella de Chanel No. 5 cada vez que cumple años. Ha hecho esto con todas las mujeres que ha tenido, incluida su esposa. El anciano es un hombre de apreciaciones en exceso simples, incluso groseras. Piensa que dar un perfume caro lo hace ver como un hombre de categoría. Está equivocado.

14

Tres años atrás, Próspera comenzó a tener regresiones, roturas en la percepción del presente, durante las cuales actuaba como si se encontrara en momentos pasados de su vida. Los desfases se prolongaban cada vez más, se hacían más severos. Un médico pensó que podía tratarse de algún tipo de demencia prematura y ordenó que se le hiciera una tomografía axial del cerebro. Fue llevada a la ciudad porque en el hospital del pueblo no tenían el aparato requerido. Su propio hijo la asistió en el sanatorio. El análisis no pudo ser completado porque la mujer tuvo un ataque de pánico dentro del escáner. La segunda vez, el proceso se llevó a cabo sin complicaciones. Resultó que no tenía ninguna lesión o trastorno cerebral. Se descartó entonces que la demencia fuera la causa de sus síntomas. La recomendación fue que se le practicaran estudios psiquiátricos profundos. No hubo necesidad de que permaneciera en la ciudad, ya que el hospital del pueblo cuenta con su propio psiquiatra: el doctor Godoy. Fue él quien la diagnosticó y comenzó a tratarla con antipsicóticos.

Poco tiempo después, la mujer dejó los medicamentos. La boca seca, los dolores de cabeza, las náuseas, la constante somnolencia, la falta de apetito y una ira que no terminaba fueron las razones por las que decidió suspender el tratamiento.

Su situación empeoró. Las crisis cobraron mayor brío. Próspera se convirtió en la loca del pueblo. Muchas personas, sin una razón de peso, aseguraron temer por su seguridad, exigieron que la mujer fuera recluida.

Ariel la llevó de vuelta con el psiquiatra.

15

Ariel cocina la cena para su familia. Durante el proceso se pregunta una y otra vez lo mismo: «Si un loco tiene la vista borrosa por alguna enfermedad o debido a una lastimadura, ¿también sus alucinaciones se ven enturbiadas?».

Tal es su esfuerzo por encontrar una respuesta, que olvida ponerle sal a la sopa y fríe con demasiado aceite el pollo.

Próspera, sola en casa, come uno de los lonches que le dejó su hermana dentro del refrigerador. Todo el día ha tenido una idea recurrente: «Las cosas fuera de lugar que a veces veo, a lo mejor se encuentran sólo estampadas encima de mis ojos, puestas ahí como calcomanías».

Se ha estado tallando con fuerza los párpados. Tiene la esperanza de que al hacerlo las visiones se desgasten, se desprendan y caigan al suelo, donde podrá barrerlas. Sus ojos se encuentran ya bastante irritados. La mayoría de las visiones, aunque borrosas, no cesan.

Como cada noche, Próspera mira aparecer súbitamente los muebles de la casa de su infancia en su propia sala. Los sillones, las mesas, las vitrinas y las mecedoras de antaño se apilan sobre los muebles de su vivienda actual, formando torres amorfas, sin estabilidad alguna.

Ariel y Próspera concluyen que tal vez lo mejor que podría pasarle a un loco es perder la vista de manera definitiva. Ninguna de las dos toma en cuenta que, aun así, se mantendrían las alucinaciones auditivas, las táctiles, los delirios de persecución, los trastornos de pensamiento, de aprehensión y de habla.

16

— ¿Por qué hizo eso?

—No sé.

—Se pudo haber hecho mucho daño.

—Perdón.

—No tiene que pedirme perdón. No es un reclamo, ni un regaño, ni nada. Simplemente le ruego que no vuelva a hacerlo. Dígame qué fue lo que pasó.

—No sé. Tenía comezón.

—Tiene que decirme lo que le pasa, lo que piensa, lo que siente, las cosas que le dan miedo, las cosas que van ocurriendo en su vida.

Una larga pausa. Próspera piensa un momento.

—Oiga, doctor, ¿alguna vez voy a poder hacer mi vida yo sola?

—Sí, claro, un día. Pero ahorita necesito que alguien esté con usted para que le recuerde que debe tomarse las pastillas, para que esté al pendiente de su salud y para que usted esté más tranquila.

—¿Y en cuánto tiempo voy a poder estar sola?

—Unos cuantos meses, si se toma la medicina.

La enferma cierra los ojos. Aún los tiene doloridos.

—¿Se ha estado tomando a diario las pastillas?

—Sí.

El doctor trata de determinar la veracidad de la respuesta mirando con ahínco a su paciente.

—¿Ya me puedo ir?

—Claro, no está aquí a la fuerza, pero antes sería bueno que me dijera por qué se lastimó los ojos.

—No sé.

—¿Fue algo que vio, algo que la asustó?

—No, no, no.

El psiquiatra se pone de pie.

—Ándele, váyase pues. La veo la otra semana. Oiga, por cierto, sí va a venir su hijo para acompañarla, ¿verdad?

—Sí, mañana o pasado llega.

—Entonces el miércoles venga con él y así platicamos.

—Adiós, doctor.

—Adiós, doña Próspera. Cuídese mucho por favor.

—Usted también, doctor.

17

Aníbal jugaba en el piso con unos carritos de metal. Su madre, sentada en una silla del comedor, fumaba un cigarro sin filtro. El niño hizo que un auto morado de carreras se estrellara con una combi blanca. Imitó el ruido de dos vehículos que colisionan. Trató de reproducir el sonido del golpe, de los vidrios al quebrarse, los gritos de los tripulantes y hasta el impacto de las vísceras y la sangre de los conductores que estallaban contra el parabrisas. A la mujer le pareció que las onomatopeyas de su hijo eran demasiado artificiales, poco realistas. Lo llamó para que se acercara.

Cuando lo tuvo enfrente, Próspera metió la mano por debajo de su falda, hizo a un lado la ropa interior y la toalla sanitaria, pasó sus dedos por el interior de su vagina. Mostró la sangre al pequeño, dijo:

—Ésta es mi sangre. Es probable que un día me veas sangrar por alguna razón y no quiero que te asustes si sucede. Los accidentes se dan a cada momento. Es mejor reaccionar con la mayor sangre fría posible.

Pronunció estas palabras como si fuera un profeta, una especie de Jesucristo impúdico a quien le sangran las heridas cada veintiocho días. Aníbal se estremeció al pensar en su madre herida de muerte, al pensarse a sí mismo desangrándose dentro de un coche. Sorbió los mocos para no llorar, pero terminó ahogándose en sollozos irrefrenables.

A la mujer le pareció que las onomatopeyas de tristeza de su hijo eran demasiado exageradas, poco realistas.

18

Casio sostiene el control remoto de la vieja videocasetera. Lo mantiene apretado dentro del puño, por la parte inferior, para que no se le salgan las baterías. Perdió la tapa al segundo día de haber comprado el aparato. Desde entonces ha desempeñado él mismo la tarea de mantener en su lugar las dos pilas triple A. En la otra mano sostiene una cuchara de metal que tiene el mango deformado y guarda algunos restos de comida entre las comisuras del grabado. Tiene un frasco de mayonesa entre las piernas. Ha estado comiéndola a cucharadas. Mira en la televisión un programa de comediantes mexicanos. Hombres que, con entusiasmo, cuentan chistes en su mayoría bien conocidos por los espectadores. Un hombre vestido con un chaleco de lentejuelas verdes, blancas y rojas se planta en el escenario. Su intervención comienza con una frase intrigante: «Llega un ingeniero, borracho y arrepentido, a casa de su amante…». Casio pone la mayonesa en el suelo, se incorpora, busca el botón adecuado y oprime el de «grabar». Una cuenta de tiempo se activa en el aparato de video. Debido a la brusquedad de movimientos, la cuchara cae al piso. Ha ido a parar debajo del sillón. El tipo siente pereza de levantarse y buscarla. Sin pensarlo dos veces hunde el control remoto dentro del frasco y lo embarra de mayonesa. Enseguida se lo mete a la boca, comienza a lamerlo. Lo hace con tesón porque no quiere dejar restos de mayonesa en el aparato, cualquier obstáculo en el camino de los botones haría que los procesos de grabado, de cambio de canal, de adelantar o regresar y de reproducir se vieran afectados. Lame con tal fuerza, que el ya antes descarapelado número dos, ahora se desintegra al paso de su lengua.

Casio concluye que, debido al nuevo procedimiento de usar como cuchara el aparato de mando, tendrá que mantenerse atento para que éste no se encuentre dentro de su boca cuando quiera detener o reanudar la grabación. Conoce el ritmo del programa y piensa que puede intuir si la aparición de una serie de comerciales es inminente. De cualquier manera, reflexiona, el programa de hoy ha dejado mucho que desear. El chiste del borracho y su amante, que aún mira y escucha, ha sido el único que sintió ganas de registrar. Por lo general conserva hasta una docena los sábados por la tarde.

El remate del chiste lo hace estremecerse de risa. Es justo lo que esperaba: una intervención que lo hiciera reír hasta las lágrimas. Detiene la grabación, regresa la cinta hasta el segundo cero del minuto cero de la hora cero.

Casio tiene la idea de que si uno pudiera vivir diez veces seguidas un acontecimiento relevante, sin importar si se trata de algo triste, feliz, conmovedor o apabullante, para la última repetición aquella vivencia no significaría nada. Igual que cada fin de semana, se dispone a ver diez veces lo que grabó con el fin de comprobar que su teoría es correcta. Sabe que la última vez que lo mire, el chiste no le provocará siquiera una ligera sonrisa o una mueca espontánea de agrado. Quizá ya estará harto de la anécdota; le parecerá incluso burda, forzada, inverosímil, un lugar común merecedor de abucheos y desdenes. El gran conflicto según Casio es la unicidad de los asuntos de enorme trascendencia en nuestras vidas; él afirma que la excepcionalidad de las penas y de las malas noticias las intensifica, las desmesura. La segunda vez que mira y escucha el chiste vuelve a reír y se agita. La tercera le provoca una risa discreta, que no lo hace olvidar las circunstancias presentes ni pasadas. La quinta y la sexta sonríe y suelta un bufido por la nariz. La séptima se aburre, se rasca la cara. Durante la octava se dedica a sacar lo poco que queda de mayonesa en el frasco. La novena le provoca sueño. La décima vez, el chiste es simplemente un ruido y una imagen carentes de gracia, un estímulo prescindible, un absurdo. Se siente satisfecho de haber probado su punto.

Suena su Nextel.

Es don Evaristo.

El viejo grita con coraje, llama pendejo a Casio, un huevón, un inútil que va a tronar la empresa. Asegura que trabajar con él es lo peor que le ha sucedido, peor que haberse casado. Termina diciéndole que no ve la hora de encontrar otro imbécil que dirija la empresa.

Si me lo dijera nueve veces más, piensa Casio, no significarían nada sus palabras, no tendría el teléfono apretado ni me ardería la boca del estómago, no tendría la cara fruncida ni los hombros echados para adelante.

Cuelga.

Arroja el frasco de mayonesa contra la pared.

Estrella el control remoto contra la televisión.

Las pilas del mando se salen, van a parar debajo del sillón junto a la cuchara.

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