Kitabı oku: «Álvaro Obregón»

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  OBREGÓN. ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO

  Álvaro Obregón CARLOS SILVA

  De garbancero a presidente JAVIER GARCIADIEGO DANTÁN

  Obregón. Testamento político ÁLVARO MATUTE / CARLOS SILVA

  El general y el intelectual ALEJANDRO ROSAS

  El petróleo JOEL ÁLVAREZ DE LA BORDA

  El fotógrafo del constitucionalismo, la sombra de Obregón CARLOS MARTÍNEZ ASSAD

  Obregón... ¡a escena! MIGUEL ÁNGEL MORALES

  El expediente médico-psiquiátrico de José de León Toral JEAN MEYER

  Martín Luis Guzmán, bajo la sombra de Obregón SUSANA QUINTANILLA

  Similia JORGE F. HERNÁNDEZ Diario El País

  Asesinato o venganza de la justicia divina: La muerte de Obregón y la Iglesia Católica YVES BERNARDO ROGER SOLIS NICOT

  El asesinato del Caudillo PABLO SERRANO ÁLVAREZ

  Bibliografía consultada


Álvaro Obregón en Guaymas, Sonora.

Jesús H. Abitia, ca. 1926.

Colección particular.

OBREGÓN. ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO

El filósofo y lexicógrafo francés Émile Maximilien Paul Littré, discípulo de Augusto Comte, al señalar las diferencias entre lo público y lo privado se remontó a sus raíces etimológicas de domesticado y familiaridad. Al respecto, señaló que la “vida privada ha de hallarse oculta” y a manera de glosa sentenció: “No está permitido averiguar y dar a conocer lo que sucede en la casa de un particular”. Es decir, lo privado se opone a lo público. Sin embargo, al referirse al concepto de público concluyó que es “todo aquello que le pertenece a un pueblo y lo que de éste emana” y por ello, en torno a las figuras públicas, afirmó: “En la vida de los grandes no hay nada privado, todo pertenece al público”.

Estas palabras intentan justificar la sustitución —diría George Duby— “de la sociabilidad anónima por una restringida”. Cuando aquello que fue hecho en la familiaridad privada, de pronto pasa a ser público o del “pueblo”. Es en este contexto que se publica, por primera vez, esta imagen en la que el general Obregón aparece desnudo en una playa de Guaymas, Sonora, hacia 1926. Pertenece a una serie de cinco negativos que me fue obsequiada hace más de dos décadas por don Jesús Abitia.

Como historiador, en más de una ocasión me negué a utilizar dichas imágenes por no encontrar un campo propicio en que se consideraran solamente como un “documento histórico”. Es hasta ahora, que se lleva a cabo esta edición, que he decidido publicar esta fotografía. Más allá del morbo que pudiera suscitar, la expongo como un homenaje al caudillo y su lado humano, donde sin cortapisas aparece sin indumentaria militar, de frac o ranchero, como lo ha definido la historia y como todos lo hemos conocido.

También aprovecho para rendir homenaje al fotógrafo Jesús H. Abitia, cuyo trabajo singular da cuenta de la vida de este personaje tan significativo de la historia política del México contemporáneo.

Por último, mi agradecimiento a don Jesús y Violeta Abitia, hijo y nieta del artista de la lente, quienes desde hace mucho tiempo me distinguen con su amistad y generosidad.


Álvaro Obregón [1]
CARLOS SILVA


El 17 de julio de 1928 tuvo lugar el asesinato del general Álvaro Obregón, suceso de profunda significancia para México por la estatura del personaje y el contexto histórico. Aquel suceso trágico, 91 años después, motiva la conjunción de destacados escritores y estudiosos en la edición de este libro, el cual pretende ofrecer a los lectores un mosaico integrado por diferentes facetas del sonorense: no solamente notas de su perfil biográfico, desempeño militar y actuar político, sino también de su relevante papel en los ámbitos social, económico y cultural, así como su impacto en la producción literaria, fotográfica, artística, cinematográfica y teatral. Rica diversidad de reflexiones que culminan en una compilación historiográfica del magnicidio.

La intención no es presentar una “biografía definitiva”, sino más bien, poner de manifiesto la importancia de Álvaro Obregón en la historia contemporánea de nuestro país, al brindar puntos de referencia y análisis. Sugerimos a los lectores adentrarse en estos enfoques sin ideas preconcebidas sobre el personaje, con la certeza de que podrán mirarlo bajo luces y perspectivas frescas.

Mi gran amigo, el historiador y director del Sistema Nacional de Fototecas, Juan Carlos Valdez Marín, ha comentado que, gracias a la influencia de las fotografías de la época, en el imaginario de los mexicanos la Revolución Mexicana se preserva “en blanco y negro”. Ello posee un significado de nostalgia y a la vez de tragedia. Primero, porque de la gesta prevalece una imagen un tanto sesgada y maniquea proveniente de la iconografía grandilocuente que mostraban las películas de la época de oro del cine mexicano, donde las “adelitas” cobraban vida en los rostros de María Félix, Dolores del Río y Silvia Pinal, mientras que los “caudillos” —la mayor de las veces Zapata y Villa—, asumían todo el universo revolucionario, personificados en actores como Pedro Armendáriz, Antonio Aguilar y hasta Marlon Brando. En segundo lugar, porque esta consecuencia involuntaria ha provocado que en dicho “imaginario” revolucionario permanezcan fuera de la órbita popular figuras tan significativas como Francisco I. Madero, Venustiano Carranza y el propio Álvaro Obregón.

Este hecho resulta incluso más sorprendente, porque la gente continúa teniendo como únicas referencias de Obregón —al parecer hoy menos que antes, afortunadamente—, una calle que lleva su nombre, un gigantesco monumento marmóreo y su mano, que por tantos años fue conservada en formol al interior de la edificación que el gobierno de México erigió en su memoria en 1935, justo en el sitio donde fue ultimado. Ni siquiera se conoce una imagen digna del general sonorense.

El parque de La Bombilla, que heredó el nombre del restaurante donde acaeció el magnicidio, era sitio obligado de paseo para muchas familias. Los niños y jóvenes quedaban impresionados por lo monumental del recinto, guarecido por estatuas creadas por el artista Ignacio Asúnsolo, lo mismo que horrorizados, al ver aquel miembro ya casi en jirones. Es probable que tal magnificencia de inmueble, guardando las debidas proporciones, se halle tan sólo en el mausoleo que resguarda los restos de Napoleón Bonaparte al interior de Los Inválidos, en París.

Lo cierto es que, por su relevancia para la nación —incluso por encima de los “conocidos” Zapata y Villa—, vale la pena conocer y razonar, a la luz de la historia y las imágenes, al general Álvaro Obregón Salido. Con él comienza la institucionalización del Estado mexicano a partir de los años posrevolucionarios. Cabe decir, además, que muchas de sus prácticas permearon a lo largo de varias décadas el sistema político nacional, y quizá algunas de ellas aún se encuentran vigentes.

Fue el historiador y maestro Álvaro Matute quien profundizó en lo significativo del sonorense, inspirando en su camino a otros académicos de nuevas generaciones. Fruto de un grupo sobresaliente de ellos son los once capítulos que integran este libro, que revisa diversas fases del caudillo: desde su evolución como ranchero hasta convertirse en la primera figura política del país; su papel como negociador con Estados Unidos para lograr la legitimidad del gobierno encabezado por Venustiano Carranza, hasta los entresijos de la mente de quien jaló el gatillo para arrebatarle la vida.

En conjunto, develan facetas poco exploradas o vistas bajo luces aisladas, que dan cuenta de un hombre que, desde su joven madurez (se integra a las fuerzas revolucionarias a favor de Francisco I. Madero a la edad de 32 años), logra desempeñarse como un hábil estratega militar después de dedicarse a labores agrícolas, para posteriormente trascender a un estratega político con alcance de miras.

Javier Garciadiego recorre la vida de Obregón a manera de síntesis biográfica, desde sus inicios como ranchero y mecánico; sus primeras incursiones a la vida pública como presidente municipal de su tierra natal; su vertiginoso ascenso de militar victorioso, lo que le ganó un sitio como héroe popular, y hasta su firme escalada, con genio político, hasta la primera magistratura del país.

Carlos Martínez Assad contribuye a perfilar al caudillo sonorense desde la visión de quien fuera uno de los más destacados fotógrafos del constitucionalismo, Jesús H. Abitia, quien a lo largo de su actividad generara un universo iconográfico de postales y películas del recorrido constitucionalista desde el norte hasta el centro del país y de sus triunfos en las batallas, mismas que tendrán un gran atractivo entre los públicos mexicano y estadounidense. Deja constancia de las acciones de Obregón, como cuando utiliza por primera vez a nivel mundial un avión para operaciones militares, con el que lanza bombas sobre un barco cañonero que se encontraba al servicio del usurpador Adolfo de la Huerta.

En una revisión minuciosa de su testamento como un legado político, me permito analizar el documento, junto a las reflexiones de mi maestro Álvaro Matute, tomando en cuenta la decaída de su salud como consecuencia de la pérdida de su brazo, la decepción de no ser ungido como el presidente sucesor del “Barón de Cuatro Ciénegas” —dado que considera ser el natural depositario del cargo por su cercanía aparente con Carranza—, su decisión primera de retirarse de la esfera política y las que, como empresario y hombre de acción, va asumiendo posteriormente como un medio para retornar con la influencia necesaria para ahondar en los cambios que la lucha revolucionaria demandaba; afirmándose así con las bases obreras y campesinas, a la vez de aprovechar su posición como secretario de Guerra para fortalecer sus vínculos con Estados Unidos, país que en cada visita lo recibe con honores de estadista.

Con estas bases como pilares, Obregón asume su primer periodo como presidente de México (1920-1924) dispuesto a fortalecer al nuevo Estado, desenvolviéndose con destreza desde varios frentes. Para hacerse de los necesarios recursos económicos, actúa como notable ajedrecista en el conflicto que dirime el gobernador de Veracruz, Adalberto Tejeda, con la compañía mexicana de petróleo El Águila, como lo desmenuza Joel Álvarez de la Borda. En un periodo clave para la reconstrucción nacional, se registra una cifra récord de producción de 193.4 millones de barriles de petróleo, pero los impuestos por regalías a los municipios y estados no se cumplen por acuerdos de igualas caducos o faltos de compromiso. Buscando redimir esta falla, entre el gobierno veracruzano y El Águila se suceden una serie de embargos, y si bien en un primer momento Obregón acepta fungir como intermediario, opta al final por dejar que la negociación entre las partes fluya, con la seguridad de que al final las ganancias se reflejarán también en el ámbito federal. Es una medida asertiva que desemboca en un acuerdo favorable para Tejeda y en la creación de un nuevo impuesto de dos centavos por cada barril generado de crudo.

Otro frente donde se testifican avances notables durante su periodo presidencial es el educativo-cultural, tal y como da cuenta Alejandro Rosas, debido a la activa participación de José Vasconcelos, que al ser rector de la Universidad Nacional impulsa la conformación de la Secretaría de Educación Pública —antes instancia bajo tutela de Bellas Artes—. Y ya como secretario, con apoyo de Obregón, entrega a Diego Rivera, José Clemente Orozco y otros una serie de muros para plasmar los afanes revolucionarios, promueve las cruzadas culturales, las obras de teatro y los conciertos al aire libre, así como la creación de la Orquesta Sinfónica bajo la tutela de Carlos Chávez. Como hecho histórico, el gobierno obregonista asigna a la nueva secretaría un presupuesto de 50 millones de pesos para educación. Lamentablemente, se generan diferencias entre ambos actores y, antes de que concluya el cuatrienio presidencial, Vasconcelos renuncia y se autoexilia, legando ya una visión de mexicanidad que sin duda alentó el militar.

Es Miguel Ángel Morales quien brinda una lectura del general Álvaro Obregón desde el impacto que éste causaba en los medios impresos, en los dramaturgos y coplistas, al dar cuenta de los titulares y las carteleras de la época. A modo de complemento, revisa la relación de Obregón con los espacios de encuentro que significaban entonces cantinas y pulquerías, cuando llega a clausurar varias y prohíbe los juegos de azar.

En este tenor, Susana Quintanilla revisa la figura del escritor Martín Luis Guzmán y de su célebre novela La Sombra del Caudillo, considerada una de las obras más importantes de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Julio Bracho realiza la versión cinematográfica de esta obra como parte de los 50 años de la Revolución Mexicana, pero, tras estrenarse en el cine Versalles, sufre la censura más prolongada y polémica de una cinta mexicana, ya que logra volver a proyectarse más de 30 años después. Guzmán estaba claro que ser revolucionario y buscar la reelección —como hizo Obregón tras el periodo de Calles— era una contradicción, así que desde Francia escribió sus reflexiones al respecto, a la vez que el español Blasco Ibáñez hablaba del “militarismo mejicano” en su libro El águila y la serpiente, que Quintanilla califica como el más afamado de la literatura en lengua española sobre esta temática.

Con el ensayo de Yves Bernardo Roger Solis Nicot los lectores comienzan a entrever la semilla que dará pie al asesinato de Obregón, al plantearse si este agravio no fue a la vez una “venganza de la justicia divina”. Aunque Plutarco Elías Calles es quien provoca el conflicto con la iglesia católica, también es quien, a principios de 1928, abre la posibilidad de un diálogo para dirimirlo, con la intervención del embajador de Estados Unidos en México, Dwight W. Morrow. Las negociaciones avanzan por tres etapas claras: la búsqueda de una reforma constitucional —lo que desde el inicio las partes asumen como poco probable—, la modificación de algunos artículos constitucionales —lo que de igual forma se ve como un punto delicado—, y finalmente, la no aplicación de los artículos y la amplia libertad del ejercicio del ministerio sacerdotal, en lo que se conoce como modus vivendi.

Durante este proceso que se vive en secrecía y a nivel de los altos funcionarios del Gobierno de México y la Santa Sede, Álvaro Obregón permanece como observador cercano, sabiendo que, por los tiempos, los favorables resultados le podrán redituar como presidente electo para su segundo periodo. Sin embargo, es justo por el nivel de discreción y su poca claridad al respecto que se vuelve blanco de las injurias de una monja que, desde su nivel alejado de las altas curias, sí practica una influencia más dañina e irracional, que terminará por arrastrar a un joven influenciable y artista de poca monta a cometer el magnicidio, del que de forma inmediata se distanciaran tanto el gobierno de Calles como la Iglesia, para no verse inmiscuidos en un acto que, por sus repercusiones, podría afectar de modo irreversible sus acuerdos.

Pablo Serrano Álvarez se enfrasca en el día del asesinato, ampliando la mirada hacia los diputados que organizaron la comida en La Bombilla y el minuto a minuto en que aconteció ese día. Rememora el legado del primer periodo presidencial de Álvaro Obregón, donde la pacificación nacional, el reparto de tierras, la institucionalización del ejército, la educación y el reconocimiento internacional fueron premisas, antes de un periodo de aparente retiro en su Quinta Chilla, donde, sin embargo, su popularidad y liderazgo llegarían para tentarlo de nueva cuenta. De manera detallada llega al festín en su honor, en medio de las huertas de Chimalistac, hasta que un joven casi anodino se asoma al interior para dibujar a los presentes como una forma previa de seducción, para acercarse poco a poco a su blanco hasta vaciarle la carga completa de su pistola a quien segundos antes se vislumbraba por segunda vuelta en la silla presidencial.

Como coincidencia cruenta del destino, sería el médico Enrique Osornio, aquel que le amputó el brazo un día de junio de 1915, quien certificara su muerte en la casa del caudillo, donde trasladan al cuerpo con la esperanza ciega de revivirlo. Entre los presentes figura Rafael López Hinojosa, dentista de Guanajuato y abuelo de Jorge F. Hernández, quien a partir de este lazo y a falta de fotografías del día del magnicidio crea Simila, una ficción rítmica que imagina el retrato que no fue y la crónica de lo que pudo haber sido ese convivio dicharachero y previo.

Será la pluma de Jean Meyer quien desglose punto por punto el expediente médico-psiquiátrico de José de León Toral, primero solicitado como un ardid de la defensa para tratar lo imposible: justificarlo, y luego como un detonante para analizar el clima social y político que rodeó el asesinato más importante del México de esos años.

En conjunto, este libro brinda elementos suficientes para colocar en una mejor balanza la figura y el legado de un caudillo que supo serlo a cabalidad durante el periodo de las batallas revolucionarias, pero que también supo trascenderse a sí mismo tras el debilitamiento corporal y emocional que derivó de la pérdida del brazo, para erigirse como un estadista que supo estar a la altura de su tiempo al implementar las transformaciones que la gesta demandaba. Quizá su muerte lo salvó de un segundo periodo donde su legado se hubiera pervertido. Tiempo es hoy de compenetrarse en estas facetas y mirarlo con mayor amplitud a más de nueve décadas de su asesinato.

Resulta más que imperativo agradecer a todas las personas, colegas y amigos, que de una u otra forma han permitido mi acercamiento a este personaje, para poder estudiarlo bajo diferentes ópticas a lo largo de mi carrera como historiador. De manera especial, a Rafael Pérez Gay por su sensibilidad e interés en sacar esta edición a la luz; a Luis Franco por sus esfuerzos editoriales y a mi familia por su cariño y paciencia.

Igualmente agradezco a Martha Montero su valiosa ayuda para que los textos y el concepto del libro cuadraran. Le doy las gracias de manera especial a Anabel Cázarez Pérez por su trabajo invaluable. Sin su ayuda este esfuerzo editorial prácticamente hubiera sido imposible.

Por último, quiero dejar constancia de mi agradecimiento permanente a mi maestro y amigo Álvaro Matute, con quien nació este proyecto y de quien aprendí las primeras luces sobre el general Álvaro Obregón. A Evelia Trejo, quien en muchas ocasiones fue testigo y cómplice de las enseñanzas que generosamente nos brindaba su colega, esposo y compañero de vida. Para ella todo mi cariño.

De garbancero a presidente
JAVIER GARCIADIEGO DANTÁN

El Colegio Nacional


Álvaro Obregón fue uno de los muchos miembros de la clase media rural —o sea, rancheros— que participaron en la Revolución de 1910. Tomó parte en ella por unos ideales democráticos, que entonces no tenía, que por sus deseos de ascenso social y económico. De repente lo vio muy claro: para lograr ese ascenso tenía que involucrarse en la política y en la milicia. Eso fue lo que hizo a partir de mediados de 1911, en la coyuntura de la caída del gobierno de Porfirio Díaz y el triunfo de los rebeldes antirrelecionistas.

Tenía entonces treinta años y gozaba de plena madurez. En efecto, había nacido en 1880 en el rancho familiar —pequeña hacienda según algunos— de Siquisiva, pero a los pocos meses quedó huérfano de padre; el fallecimiento de su progenitor afectó negativamente la economía de la familia, de por sí difícil, pues Álvaro era el menor de una prole de dieciocho hermanos. Sus estudios fueron pocos y sus oficios muchos; además, por el entorno étnico del sur de Sonora, desde siempre tuvo contacto con los indios mayo, y llegó a tener cierta fluidez al hablar su lengua, la cahita. [2]

Fracasado como agricultor, tuvo mejores logros como mecánico agrícola y llegó a ser el responsable de la maquinaria del ingenio Tres Hermanos, propiedad de sus familiares por el lado materno, los Salido, prósperos hacendados en la región. Sin embargo, él estaba decidido a ser ranchero y, de ser posible, hacendado exitoso. Para ello, con sus ahorros de hábil mecánico adquirió en 1906 un rancho, al que con desparpajo puso el nombre de ‘La Quinta Chilla’. [3] Aunque el éxito desmintió pronto el nombre del rancho, sobre todo gracias al invento de una máquina útil para la siembra del garbanzo, su vida distaba de ser feliz: por esos años enviudó y murieron dos de sus cuatro hijos.

Álvaro Obregón necesitaba nuevos horizontes y éstos los encontró en la política, por entonces más que efervescente: se derrumbaba un régimen que había dado al país estabilidad y progreso durante treinta años, pero los mexicanos optaron por la incertidumbre de un cambio violento y radical. Como lo hicieron muchos, los hermanos mayores de Obregón no simpatizaron con el movimiento antirreeleccionista, pero sí buscaron ocupar los puestos políticos que habían quedado vacantes tras la derrota de la oligarquía local porfiriana. [4]

Aprovechando el cabal respaldo de su hermano José, que había quedado como presidente municipal en Huatabampo a la salida de las autoridades locales porfirianas, Álvaro Obregón ganó las elecciones que por la presidencia municipal tuvieron lugar en septiembre de 1911. El proceso puede caracterizarse por dos elementos: fueron unas elecciones muy cuestionadas y fue decisivo el respaldo que le dieron los indios mayo, predominantes en aquel distrito. [5] Aunque el puesto no tenía mayor relevancia, medio año después cambió drásticamente su derrotero biográfico. En efecto, en el vecino estado de Chihuahua estalló la muy amenazante rebelión orozquista. [6] Para mejor combatirla, los gobernadores de los estados norteños procedieron a organizar fuerzas ‘irregulares’, leales a ellos y al presidente Madero. Obregón, en tanto presidente municipal de Huatabampo, no sólo organizó un contingente, sino que se puso al frente de él. Así se legitimó entre los elementos revolucionarios; no haber participado en la lucha maderista pasó a un segundo plano. Sobre todo, éste fue el origen de su fulgurante carrera militar. Rápidamente organizó una fuerza de poco más de cien hombres, la mayor parte mayos, quienes usaban todavía el arco y las flechas. Su nombre fue el 4° Batallón Irregular de Sonora y, como todos, fue adscrito al Ejército Federal, en particular a las filas del general Agustín Sanginés, [7] bajo cuyo mando estuvo varios meses. Aunque mucho se ha destacado la intuición militar de Obregón, lo cierto es que aquella experiencia militar en el Ejército Federal implicó un notable aprendizaje castrense. Por si esto fuera poco, en la campaña contra los orozquistas estableció sus primeros vínculos con otros jefes sonorenses, los que serían sus compañeros en los años por venir: uno de ellos fue el comisario de Agua Prieta, Plutarco Elías Calles. [8] El grado que alcanzó entonces fue el de coronel. Así regresó a Huatabampo, como el coronel Álvaro Obregón; pronto vendrían otros ascensos.

Menos de un año después tendría que retomar las armas para rechazar el cuartelazo perpetrado por Victoriano Huerta. Su respuesta fue como la de muchos jefes revolucionarios sonorenses, quienes se aliaron con sus autoridades civiles, encabezadas por el gobernador interino Ignacio Pesqueira, [9] quien sustituyó a José María Maytorena, [10] el que pidió licencia, pues como miembro de la élite local intuía que la lucha contra Huerta terminaría, necesariamente, por tener un claro contenido social. Con una decisión que preveía el futuro y que hacía poca justicia a los antecedentes, el exgarbancero y revolucionario tardío, el presidente municipal de Huatabampo, donde estuvo al frente del 4° Batallón de Irregulares, de poco más de cien elementos mal armados, fue designado jefe del Departamento de Guerra de todo el estado de Sonora. Con dicha decisión del flamante gobernador, Obregón quedó por encima de revolucionarios que procedían de la etapa precursora, como Manuel Diéguez, líder de la huelga de Cananea, [11] o de varios que habían destacado en la lucha maderista de 1910, como Salvador Alvarado o Juan G. Cabral. [12] Al margen de los consabidos celos, la decisión probó pronto ser acertada. A los pocos meses, las fuerzas rebeldes dominaban por completo el estado de Sonora, habiendo sido barridas las tropas huertistas. El primer triunfo de Obregón tuvo como objetivo controlar la estratégica plaza fronteriza de Nogales; luego tomó Cananea y a mediados de abril le arrebató Naco al general federal Pedro Ojeda. Al mes siguiente vendrían los triunfos de Santa Rosa y Santa María, donde venció a generales profesionales tan connotados como Miguel Gil y Luis Medina Barrón. [13] Su exitosa campaña le valió el ascenso a general brigadier. Incluso quienes le tenían envidia, como Salvador Alvarado, reconocieron sus capacidades táctica y estratégica, además de su valor como soldado. Acaso su primera gran decisión estratégica haya tenido que ver con el puerto de Guaymas: dado que había sido fortalecido por el gobierno huertista, Obregón decidió no intentar una costosa toma, en vidas y elementos municionísticos; prefirió dejarla debidamente sitiada para que sus ocupantes no pudieran salir de ella ni intentaran recuperar el estado o atacar la retaguardia obregonista.


Álvaro Obregón, presidente municipal de Huatabampo, Sonora. Jesús H. Abitia, 1912. Colección particular.

Todo lo anterior vino en abono de que Obregón fuera nombrado por Carrranza como Jefe del Cuerpo de Ejército del Noroeste, [14] lo que lo hacía superior a los demás cabecillas sonorenses y a quienes se le fueran sumando en su próximo camino al centro del país. En todo caso, para finales de 1913 inició su campaña sobre Sinaloa, tomando Culiacán y Topolobampo, y estableció una relación de dominio sobre los jefes locales, como Felipe Riveros y Ramón F. Iturbe. [15] Después de una relativa inactividad, debida a que tuvo que esperar a que Pablo González pudiera hacer un descenso al centro en forma simultánea, Obregón inició en marzo su avance contra la Ciudad de México. Así, en mayo ya dominaba Mazatlán y Tepic, y para principios de julio ocupó Guadalajara —luego de los cruentos combates de Orendáin y El Castillo— y después Colima.

El esforzado propietario de la Quinta Chilla y exitoso joven militar estaba próximo a convertirse en figura de alcance nacional. Luego de tomar Guadalajara se internó al centro del país, vía Irapuato, Salamanca, Celaya y Querétaro, para llegar a las goteras de la Ciudad de México al mismo tiempo que Pablo González. El Primer Jefe Carranza tomó entonces una decisión que sería extremadamente provechosa para Obregón. En efecto, acordó que éste firmaría los Tratados de Teoloyucan con los derrotados gobierno y ejército huertistas. [16] También decidió Carranza que luego hiciera Obregón la entrada triunfal a la Ciudad de México. En cambio, dispuso que los gonzalistas recibieran las armas y el parque que debía entregar el disuelto Ejército Federal. En síntesis, a éstos les dio elementos de fuerza, pero a Obregón lo acercó a la gloria histórica, [17] imprescindible para iniciar la creación de su figura de caudillo. No hay duda: la imagen de vencedor del huertismo —firmando su rendición en el fanal de un automóvil— y de libertador de la capital del país catapultó el capital político de Obregón: su fama pública.

Su nueva dimensión le permitió pasar de la milicia regional a la política nacional. Para comenzar, un par de semanas después, con la autorización del Primer Jefe, Obregón se dirigió a Chihuahua para conferenciar con Villa. Luego, juntos se dirigieron a Sonora; el objetivo era conminar a Maytorena, quien había recuperado la gubernatura, a que aceptara el predominio del Cuerpo de Ejército del Noroeste, o sea de Obregón, mediante jefes leales a éste que habían permanecido en la entidad, como Benjamín Hill y Plutarco Elías Calles. Todavía en septiembre, Obregón hizo un segundo viaje a Chihuahua, para volver a entrevistarse con Villa. El tema fue muy distinto: el jefe de la División del Norte le anunció su rompimiento con Carranza y lo invitó a acompañarlo en la defección. El rechazo de Obregón provocó su ira. Varias versiones —todas diferentes— sostienen que el sonorense estuvo cerca de morir a manos de Villa. Más parecido a un operador político que a un jefe militar, Obregón hizo una tercera negociación en aquel mes de septiembre de 1914: se dirigió a Zacatecas para convencer a varios jefes villistas de que aceptaran asistir a la Convención que ellos mismos habían acordado con Carranza. [18] El acuerdo fue que sólo asistirían si la Convención tenía lugar en Aguascalientes, ciudad neutral, y no en la capital del país, dominada por el carrancismo.

Al margen de lo acordado por Obregón y los villistas, la Convención dio comienzo el 1 de octubre en la Ciudad de México, pero sin la participación de los villistas. Días antes, un grupo de generales constitucionalistas, entre los que destacaban Lucio Blanco, Ignacio Pesqueira, Rafael Buelna, Eduardo Hay y el propio Obregón, crearon la Comisión Permanente de Pacificación, que tenía como objetivo lograr un acuerdo entre carrancistas y villistas. Se presentaban como constitucionalistas ‘independientes’, ‘no personalistas’; se les conoció como ‘pacificadores’. En tanto mayoría, se impusieron a los carrancistas y lograron que la Convención se trasladara a Aguascalientes. Conforme aumentaron las diferencias entre Carranza y Villa, se llegó a proponer que, como solución, ambos renunciaran. De ser así, el poder recaería en el tercer grupo, en el de los Pacificadores, entre los que día a día aumentaba la influencia de Obregón. El horizonte parecía muy halagüeño: pasar de Jefe del Cuerpo de Ejército del Noroeste a Jefe Nacional de la Revolución. Para comenzar, en la Convención se designó al ‘pacificador’ Eulalio Gutiérrez como presidente del país, [19] luego de desconocer a Carranza. El problema fue que Gutiérrez no procedió de igual manera; al contrario, designó a Villa Jefe del Cuerpo de Ejército de la Convención. Ante la evidencia del crecimiento de Villa, quien poco antes había intentado fusilarlo, Obregón prefirió reconstruir su alianza con Carranza, quien pronto designó al sonorense como comandante de las fuerzas constitucionalistas. Así, el próximo combate entre Obregón y Villa, jefes de los respectivos ejércitos constitucionalista y convencionista, quedó claramente anunciado.

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