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Kitabı oku: «Amaury», sayfa 16

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»Perdóneme usted, Amaury, si le hablo de un modo tan expansivo y con tan abierta franqueza. Al pensar que está tan lejos, tan desesperado y solo, siento en mi alma una compasión y una ternura fraternales (iba a decir maternales), y estos afectos que su desgracia me inspira, me infunden fuerza y valor para dirigir esta súplica al amigo de mi niñez, para lanzar este grito al novio de Magdalena:

»¡No muera usted, Amaury! ¡No muera usted!

»Antonia de Valgenceuse.»

XXXIX

AMAURY A ANTONIA
«15 de octubre

»Estoy ahora en Amsterdam.

»Por mucha que sea mi indiferencia hacia el mundo exterior, querida Antonia, por honda que sea mi abstracción, por atraído que me sienta hacia el abismo en que se hundieran todas mis ilusiones, no puedo menos de admirar a este pueblo holandés tan activo y flemático, metódico y codicioso, sedentario y nómada al mismo tiempo, que tan fácilmente se traslada a las costas asiáticas, pero que antes va a Java, al Malabar o al Japón que a París.

»Los holandeses vienen a ser los chinos de Europa y los castores de la humanidad.

»Recibí en Amberes su carta, cuya lectura fue muy grata para mi, querida Antoñita. Sus consuelos son muy tiernos y mi herida muy profunda. Mas no importa: siga usted escribiéndome y hábleme de su persona. Le suplico que así lo haga. Hace usted mal en creer que me pueda ser indiferente aquello que le concierne.

»Dice usted que su tío está cambiado. No debe usted inquietarse por eso, Antoñita. A cada cual se le ha de desear lo que más apetece, y siendo así que cuanto más abatido se siente él está más contento, tenga usted por seguro que cuanto peor le parezca que se encuentra tanto mejor juzgará estar el doctor.

»Quiere usted que le hable de Magdalena, y si he de decir verdad no sabría de qué hablar si no hablo de ella; nada hay capaz de alegrar mi entristecido corazón tanto como su recuerdo, que siempre vive en mi pecho.

»¿Quiere usted que le explique cómo nos revelamos mutuamente nuestro amor al mismo tiempo que este sentimiento se nos reveló a nosotros mismos?

»Hace de esto unos dos años y medio.

»Era una tarde de primavera. Estábamos los dos sentados en el jardín, en la plazoleta de los tilos que usted puede ver a todas horas desde la ventana de su cuarto. Ambos nos sentíamos con humor para charlar y tras de recordar todo el pasado nos complacíamos en tratar de adivinar lo que nos reservaba el porvenir.

»Ya sabe usted que mi amada Magdalena ocultaba bajo su melancólica apariencia un corazón que no estaba reñido con la jovialidad y la alegría. No tardamos mucho rato en venir a parar al tema eterno y hablamos del matrimonio, aunque sin hablar ni una palabra de amor.

»¿Qué cualidades había que poseer para conquistar el corazón de Magdalena? ¿A qué encantos podría rendirse el mío?

»Contestando a estas preguntas enumerábamos las perfecciones que exigiríamos en la persona objeto de nuestro amor y pudimos comprobar que se asemejaban mucho.

» – Ante todo – decía yo, – querría conocer a fondo a la persona elegida y saber de memoria todas las circunstancias de su existencia.

» – Yo también – repuso Magdalena. – Cuando pretende nuestro amor un desconocido, éste oculta bajo su negro frac un tipo convencional y no pudiendo nosotras leer en un rostro humano, si no logramos adivinar lo que encubre su máscara resulta que no conocemos al marido hasta después de casadas.

» – Entonces, eso es cosa resuelta – agregué yo. – A mí me gustaría cerciorarme, por una prolongada intimidad, de todas las cualidades que poseyera la dueña de mi corazón. No hay que decir que exigiría (y soy parco) las tres esenciales, a saber: hermosura, bondad e inteligencia; no se puede pedir menos.

» – Ni podría desearse más – repuso Magdalena.

» – ¿Sabes que lo que dices acusa poca modestia?

» – No la creas. Yo, por mi parte, no me atrevería a exigir de un esposo las condiciones correspondientes a las que quieres tú exigir de una mujer: elegancia, abnegación y superioridad de espíritu.

» – ¡Ya te costaría tiempo el encontrar las tres juntas!

» – Hasta en la modestia es mala la afectación… Pero, en fin, acaba de trazar el retrato de tu novia ideal.

» – ¡Oh! No tengo que añadir sino dos o tres rasgos secundarios. Quizá mi deseo sea una puerilidad, pero me agradaría que hubiera nacido como yo en noble cuna.

» – Si hablases de eso a mi padre, él, que a la nobleza de su estirpe une la distinción de su talento, te expondría algunas teorías sociales elevadas, a las que yo me adhiero instintivamente, deseando para mí un esposo cuya ilustre prosapia no desdiga de la mía.

» – Y por último – agregué – aunque no peco de codicioso querría, en pro de nuestra igualdad moral, a fin de evitar todas aquellas cuestiones afectas a intereses materiales, que la elegida de mi corazón fuese poco más o menos tan rica como yo. ¿No piensas también así, Magdalena?

» – Sí, Amaury; aunque nunca me he preocupado por eso, toda vez que mis riquezas bastarían para los dos, comprendo por lo que dices que está muy puesto en razón.

» – Sólo una cosa me falta saber ahora.

» – ¿Y qué es?

» – Si al encontrar al hada de mis ensueños y hacerla reina de mi albedrío querrá ella que reine yo en el suyo.

» – ¿Por qué no?

» – ¿Serías tú capaz de responderme de eso?

» – En absoluto: yo te respondo por ella. Pero y a mí ¿él me querría?

» – Te adorará, Magdalena: yo te lo aseguro.

» – Veamos. Llevemos esta ilusión al campo de la realidad; busquemos en torno nuestro. Dime si entre las personas que nos tratan hay alguna de quién tú sepas positivamente que reúne las circunstancias que cada cual exigimos. Yo…

»Se interrumpió ruborosa y ambos instintivamente cruzamos una mirada. Nuestro espíritu comenzaba a vislumbrar la verdad. Fijé mis ojos en los de Magdalena y repetí, como si a mí mismo me hiciese aquella pregunta:

» – Una amiga muy conocida y muy querida desde la niñez…

» – Un amigo cuyo corazón no tuviese secreto para mí… – dijo Magdalena.

» – Buena, cariñosa, inteligente.

» – Elegante, generoso, de superiores dotes…

» – Rica y noble…

» – Noble y rico…

» – En suma: todas tus perfecciones y todos tus encantos, Magdalena.

» – En suma, todas tus cualidades, Amaury.

» – ¡Oh! – exclamé con el corazón palpitante de gozo. – ¡Si me amase una mujer como tú!..

» – ¡Dios mío! – exclamó Magdalena palideciendo. – ¡Habías pensado en mí!

» – ¡Magdalena!

» – ¡Amaury!

» – ¡Sí! ¡sí! ¡Te amo, Magdalena!

» – ¡Te amo, Amaury!

»Esta doble exclamación abrió nuestras almas y ambos leímos a un tiempo en nuestros corazones, rebosantes de amor.

»¡Ay! ¡Qué mal hago, Antoñita, en evocar estos recuerdos! ¡Son muy gratos, pero son muy dolorosos también!

»Tenga usted la bondad, cuando me conteste, de dirigirme la carta a Colonia, desde donde le escribiré mi próxima.

»¡Adiós, hermana mía! Ámeme un poco y compadezca mucho a su hermano,

»Amaury»

– ¡Es muy singular lo que me sucede! – decía para sí Amaury mientras cerraba la carta repitiendo in mente su contenido. – De cuantas mujeres conozco, Antoñita sería la única capaz de dar realidad a los ensueños que acariciaba yo en otro tiempo, si esos ensueños no hubiesen dejado de existir con Magdalena. También Antonia es una amiga de la infancia, hermosa, buena, inteligente, noble y rica… Pero, no es menos cierto – añadió con melancólica sonrisa – que ni yo amo a Antoñita ni ella me ama a mí.

XL

antonia a amaury
«5 de noviembre

»He estado otra vez en casa de mi tío; le he vuelto a ver y he pasado en su compañía un día parecido al del mes pasado. Hemos hallado en su persona los mismos síntomas de abatimiento y he dicho y he escuchado casi las mismas palabras que en la anterior entrevista; así, que casi no puedo decir a usted nada nuevo que se refiera a su estado, pues de sobra lo conoce.

»Ni tampoco tengo nuevas noticias que darle en todo lo que a mí afecta.

»Con la bondad que le caracteriza me dice usted que quiere saber de mí. – ¿Qué puedo yo decirle, Amaury? Sólo Dios ve y juzga mis pensamientos; y mis acciones se repiten a diario con una uniformidad, con una monotonía desesperante.

»Durante el día me ocupo en los quehaceres domésticos y en las labores propias de mi sexo: a ratos bordo y a ratos toco el piano.

»Algunas veces vienen a visitarme los antiguos amigos de mi tío y su presencia rompe en tales ocasiones esta monotonía de mi vida. Pero, si he de ser sincera, diré que sólo dos nombres oigo pronunciar con agrado.

»Es el primero el del conde de Mengis, pues él y su esposa se muestran conmigo muy amables y me tratan como a una hija.

»El segundo nombre, Amaury, es el de su amigo Felipe Auvray. Este es el único que sin ser sesentón tiene entrada en mi casa, y yo le recibo en presencia de la señora Braun, naturalmente. Y si goza tal privilegio, bien sabe Dios que no lo debe a su insulsa conversación, sino a la circunstancia de ser amigo de usted, hermano mío.

»El me habla poco de usted, pero en cambio le hablo yo, y como él le conoce tanto, aprovecho esa circunstancia y aun abuso de ella siempre que viene a verme. Cuando entra me saluda, y si hay otra visita guarda silencio con aire meditabundo y se contenta con mirarme de un modo tan insistente que yo acabo por sentirme desazonada y molesta.

»Si me encuentra sola con la señora Braun se muestra más animado; pero así y todo, me veo obligada a soportar casi todo el peso de la conversación, que indefectiblemente recae sobre Magdalena o sobre usted.

»No debo ocultar esta confesión a un hombre de sentimientos tan nobles y delicados como usted… El cariño es el alimento del alma, y usted constituye el único afecto de mi infancia, el único que hoy tengo y el único que me resta en lo futuro.

»Con toda sinceridad le declaro que me consume este aislamiento en que vivo, y del cual me quejo a usted porque en mi alma no cabe el disimulo… ¿Obro bien? No lo sé; pero yo quisiera distraerme, salir, frecuentar la sociedad… vivir, en suma.

»Estas habitaciones me dan frío; en ellas tengo miedo, y al encontrarme ante un busto marmóreo o uno de esos inmóviles retratos que adornan sus paredes, resurge en mí la Antoñita de siempre. ¡Temo que soy la misma, Amaury!

»El melancólico y tristón Felipe, goza el privilegio de que me río de él para mi fuero interno cuando le tengo en mi presencia, y con la señora Braun cuando se ha marchado… A ése no tengo que respetarle…

»Puede usted reñirme por esta tendencia a la burla que yo misma me echo en cara, sobre todo tratándose de uno de sus mejores amigos. Puede usted reñirme, Amaury, pues es el único capaz de corregir mis defectos si así se lo propone… Pero no me gusta oírle hablar de usted: querría oírle a usted mismo.

»¿Cuál es ahora su disposición de ánimo? ¿En qué piensa? ¿Qué siente?

»¡Oh! ¡Cuán triste es mi posición, colocada entre usted y mi tío!.. Me espantan, me aniquilan, esos dos grandes dolores…

»Tenga usted en mí, hermano mío, un poco de confianza y no deje que mi alma se consuma en tan triste soledad. Un espíritu débil que se asusta y que llora merece alguna condescendencia.

»A veces llego a envidiar la suerte de Magdalena. Ella dejó este mundo siendo amada y ahora es feliz allá arriba, mientras que yo vivo enterrada en la soledad y el olvido, más odiosos que la tumba…

»Antonia de Valgenceuse.»

XLI

amaury a antonia
«Colonia, 10 de diciembre

»Se queja usted, Antoñita, de que le hablo poco de mí. Ahora mismo voy a castigarla escribiéndole una carta egoísta hasta la exageración. Comenzaré por dedicarme dos o tres páginas, y así tendré el derecho de consagrarle luego algunas líneas. ¿Quedará usted con ello satisfecha?

»Ya estoy en Colonia, o mejor dicho frente a Colonia: en Deutz.

»Desde mi balcón de la fonda de Bellevue veo el Rhin y la ciudad. Esta, al ponerse el sol, ofrece un aspecto por demás fantástico. El astro del día se oculta detrás de ella y enciende el fondo del cuadro haciendo destacarse las casas y las agujas de las iglesias entre maravillosos efectos de claroscuro. El río corre, y sus aguas presentando variados reflejos, ya rojos, ya oscuros, siniestros casi siempre, completan la sorprendente belleza de la espléndida puesta de sol.

»Yo me extasío ante ese cuadro que la catedral domina con sus dos ciclópeas torres.

»Cuando los arquitectos inspirados por la fe y pagados por la vanidad humana hayan terminado su obra, ya el sol no podrá hacer brillar la majestad de Dios al través del edificio transformando en horno resplandeciente el abismo que forman los dos sublimes fragmentos de esa magna obra del hombre.

»Contemplo el cuadro con el interés de un artista.

»Lo confieso: me gusta esta ciudad que a un tiempo es antigua y es moderna, que es venerable y coqueta, que piensa y ejecuta. ¡Ah! ¿Por qué Magdalena no ha de estar aquí conmigo para contemplar juntos esa puesta de sol incomparable?..

»Mi banquero me ha obligado a aceptar un vale que me da entrada en el Casino. No asisto, por supuesto, a las veladas que allí se celebran; pero durante el día me paso largos ratos hojeando los periódicos en el salón de lectura.

»He de confesarle a usted, Antoñita, que al principio me causaban indecible repugnancia aquellas doce columnas que haciéndose eco de cuanto ocurre en el mundo no me decían ni una palabra de lo que a mí me interesaba. Esa sociedad parisiense que ríe y se divierte sin cesar, y todo ese equilibrio europeo incapaz de alterarse por el más hondo dolor individual, me ponían colérico. Pero al fin hube de pensar:

» – ¿Qué puede importarle a ese mundo indiferente la muerte de mi pobre Magdalena? Todo se reduce a que haya en la tierra una mujer menos y en el Cielo un ángel más…

»¡Cuán egoísta soy! ¡Empeñarme en verme acompañado en mi tristeza, siendo así que no comparto la tristeza ajena!

»Por fin he llegado a recorrer con mi vista las columnas de esos periódicos que me causaban enojo y hoy los leo con cierta curiosidad…

»¿Sabe usted que casi hace ya tres meses que falto de París? ¡Con qué rapidez transcurre el tiempo lo mismo para el dolor que para el gozo!.. ¡Ah! A veces esta idea pone espanto en mi ánimo. Aún me parece ver a Magdalena, postrada en su lecho de agonía, dándome una mano a mí y otra a su padre, mientras que usted trataba en vano de dar calor a sus pies, invadidos ya por el frío de la muerte…

»Existe, Antoñita, una gran verdad que sólo sabemos apreciar cuando estamos en el extranjero, y es que la única vida que tiene realidad es la vida de París. En los demás países del mundo se vegeta con más o menos actividad, pero se vegeta al fin. Únicamente en París se agita el espíritu y progresan las ideas.

»A pesar de reconocerlo así, Antoñita, yo sería capaz de permanecer aquí mucho tiempo si a mi lado hubiese una persona con quien hablar de ella, si compartiese usted conmigo la contemplación de estos cuadros magníficos que a mi vista se ofrecen de continuo.

»¡Ah! ¡Si yo pudiese estrechar una mano cariñosa en esas horas de mudo arrobamiento que paso de pie ante mi balcón!.. ¡si me fuese dable el ver reflejadas en una tierna mirada todas mis impresiones!.. ¡si hubiese un alma a quien poder confiar mis pensamientos!..

»Pero ¡ay!.. mi destino no lo quiere. ¡Estoy condenado a vivir y morir solo!..

»Me pregunta usted, Antonia, qué me pasa… ¿Qué quiere que yo le diga? ¿Debo entristecer con mis penas un corazón que con toda sinceridad se rebela abiertamente contra la soledad que le hiela y manifiesta deseos de compartir la vida de otro corazón que sienta lo que siente él?

»¡Quiera Dios que se cumpla su deseo! ¡Ojalá encuentre usted esa alma que la suya está buscando y al disfrutar todas las dichas del amor no llegue a conocer sus tempestades! Porque, ¿qué sería de usted, Antoñita, si se viese arrollada por la ola del infortunio, cuando yo, que soy hombre, he sucumbido a su empuje irresistible?

»¡Ah! Usted, Antoñita, no conoce aún el amor. El amor es fuente de goces y de dolores, es embriaguez y fiebre, es elixir de vida y es ponzoña a un mismo tiempo. Al embriagar mata. Cuando amamos, nuestro corazón deja de latir en nuestro pecho para latir en el de otro… Renunciamos a nosotros mismos para confundir nuestra existencia con otra formando entre las dos una sola… Gozamos anticipadamente en la tierra de las dichas celestiales…

»Pero cuando la muerte arrebata una de las dos mitades de nuestra alma trocando nuestro dulce paraíso en un infierno de desesperación y de dolor, entonces todo ha concluido. A aquel que sobrevive sólo le resta una esperanza: la muerte, que al fin y al cabo reúne en su día a los seres que ella misma ha separado.

»Usted, Antoñita, rebosante de vida y juventud, dotada de gracia y de hermosura, tiene derecho a disfrutar la dicha que de seguro le reserva el porvenir. No se deje, pues, dominar por el dolor que a su tío y a mí nos arrastra hacia el sepulcro… El sentimiento de haber perdido a una hermana no debe abrir en su alma un abismo tan profundo como lo abre la pérdida de una novia, o de una hija.

»¡Y sin embargo, pudiendo reemplazar con creces su afecto, está usted tan triste!.. ¡Pobre Antoñita! Comprendo lo que le pasa, conozco bien su mal. La devora el amor; su espíritu, queriendo desplegar la actividad que hasta hoy se mantuvo en él latente, se revuelve y se agita anheloso de tomar parte en las grandiosas luchas pasionales. Tiene usted ansia de vida porque ésta es para su ingenua inocencia un libro del que apenas ha alcanzado a vislumbrar el prólogo, y que en sus páginas encierra un misterio que lo atrae… En descifrarlo quiere usted ejercitar las portentosas facultades con que Dios la dotó… Nada hay más justo, Antoñita: es muy legítimo y natural su deseo.

»No se sonroje por ello, hermana mía; no se avergüence de su destino y de su naturaleza. Frecuente usted la sociedad y procure buscar en su seno un corazón que sea digno del suyo. Yo, desde el umbral de la tumba de Magdalena la seguiré con fraternal mirada haciendo votos por su felicidad.

»Pero, ¿encontrará usted, Antoñita, ese corazón que pueda hacerla dichosa?.. ¡Ay! Como el suyo hay pocos, por desgracia, y una decepción en esa materia, sería cosa terrible… Se aventura en ese albur la existencia entera, y el peligro de errar aumenta con la amplitud del campo en que se puede elegir… Hay que fiar la suerte de toda la vida al capricho del azar, hay que seguir los impulsos de un instinto que puede ser falaz, y eso es muy triste, Antoñita…

»Sea usted muy circunspecta; proceda con mucho tiento, y no olvide que va en ello su felicidad… ¡Ah! Si yo estuviera en París la guiaría como un hermano cariñoso, y a fe que habría de ser bien descontentadizo y que sería preciso que el candidato a su mano reuniese en su persona prendas no muy comunes para que yo le apoyase…

»A usted, Antoñita, nada le falta. Posee gracia, hermosura, fortuna, nobleza; atesora todos los encantos de la Naturaleza avalorados por su primorosa educación moral. Y no sería cosa de entregar una joya tan preciada a un hombre incapaz de comprender su valor.

»Aunque sea a través de la distancia, tómeme por confidente, Antoñita. Yo procuraré hacerme cargo de las cosas y prevenir los acontecimientos, pues desde lejos, lo mismo que desde cerca, soy de usted en cuerpo y alma.

»Amaury.»

»P. S. Tenga mucho cuidado con Felipe. Le conozco bien y sé que es muy capaz de enamorarse de usted.

»Es un ente ridículo; pero su propia ridiculez puede comprometerla. Yo le comparo a una máquina que tarda en calentarse, pero que, cuando al fin hierve, es siempre de temer una explosión.

»Con toda sinceridad le confieso que no quisiera ver esa prosa mezclada a la poesía, sobrado delicada para no empañarse a su contacto.»

diario del doctor avrigny

«Dios me ha escuchado al fin. ¡Gracias, Dios mío! Noto ya en mi ser un germen de destrucción que dentro de pocos meses me conducirá indefectiblemente al sepulcro.

»Creo que no ofendo a Dios dejándome aniquilar por la enfermedad que El me envía; no hago más que acatar sus designios.

¡Señor! ¡Señor! ¡Cúmplase Tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo!

»¡Magdalena, hija mía, aguárdame!»

XLII

antonia a amaury
«6 de enero

»¡Qué bien siente usted el amor, Amaury y cómo sabe expresarlo! Siempre que leo su carta (y lo he hecho ya muchas veces) pienso en lo feliz que era la mujer que logró inspirarle esa pasión y me causa honda tristeza el considerar que toda su ternura y toda su abnegación carecen ya de objetivo en este mundo.

»Me aconseja usted que frecuente la sociedad y busque en ella un afecto capaz de llenar mi corazón… ¿Para qué? ¿Quién habría, entre todos cuantos me dirigiesen palabras de amor, que pudiera ser para mí un amigo como usted lo ha sido para Magdalena y sigue siéndolo, aun separado de ella por la tumba? ¡Ay! No hay que hacerse ilusiones: esas almas caballerescas constituyen en nuestra época raros casos de atavismo. Sólo veo en torno mío hombres dominados por bajas pasiones, indiferentes a todo lo que no sea dar satisfacción a su egoísmo e incapaces de sentir y comprender el amor en toda su grandeza.

»Así, he decidido, hermano mío, que todos mis bienes vayan a los pobres cuando mi alma abandone su envoltura carnal. Por eso, Amaury, soy tan chancera y jovial; riendo, me eximo de pensar y tomo a chacota lo que de otro modo me pondría triste y de mal humor.

»Pero dejemos a un lado ideas tan poco alegres y hablemos de Felipe Auvray.

»Esto sí que es ya otra cosa. Acertó usted, Amaury, al decir que era capaz de amarme: Felipe me ama. Aún no me ha declarado su amor y doy gracias por ello a la prudencia de su carácter, que no le deja llegar a tamaño atrevimiento; pero eso salta a la vista y estaría yo ciega si no lo hubiera advertido.

»Le cree usted capaz de comprometerme, pero nada hay más lejos de la verdad. La triste figura que el pobre mozo hace siempre en mi presencia basta para dar a comprender a cualquiera que si tiene trazas de comprometer a alguien, es solamente a sí mismo. Estoy segura de que lucha con su pasión de un modo desesperado.

»No me es molesto, aunque él lo está muchas veces, y hay momentos en que me mueve a lástima.

»¡Pobre muchacho! Le aseguro a usted, Amaury, que no es nada peligroso, y le prometo que han de pasar más de seis meses antes que el apocado Felipe se atreva a hacerme la menor insinuación amorosa.

»No he creído necesario hablarle, a mi tío de asunto tan baladí. No es cosa de molestarle con tan poco fundamento; el pobre está cada día más abatido y es muy de temer que no tarde mucho en reunirse con su hija. En eso cifra él toda su dicha, que a mí me arrancará muchas lágrimas el día en que él la alcance.

»Es indudable que está herido mortalmente, no sé si a causa de la pena o de alguna dolencia originada por la concentración de su dolor.

»Acerca de esto consulté un día al doctor Gastón, aquel médico joven a quien usted concede gran talento, y él me dijo que todo trastorno moral en que se complazca el enfermo tiene grave transcendencia, sobre todo a una edad ya avanzada. Me preguntó si podría conversar siquiera cinco minutos con mi tío, asegurándome que con ello tendría suficiente para examinar al doctor Avrigny y ver por los síntomas que le ofrezca si además de la pena que le consume padece en efecto una verdadera enfermedad física.

»Yo le prometí hacer cuanto estuviera en mi mano para que celebrase esa entrevista, pero aun no lo he logrado hasta la fecha. He dicho a mi tío que el doctor Gastón a quien él ha hecho nombrar médico de palacio y que es uno de sus discípulos más queridos tenía que consultarle acerca del tratamiento que debía adoptar para con un cliente suyo; pero él, lejos de caer en la red me contestó:

» – Ya sé de quién se trata y no veo la necesidad de tal consulta. Dile, hija mía, que es inútil todo remedio, pues la enfermedad de ese cliente es mortal.

»Y al ver que yo no podía contener mis lágrimas, agregó:

» – No llores, Antoñita, no te intereses por esa persona. Aún le restan algunos meses de vida y entretanto estará Amaury de vuelta.

»¡Dios mío! ¡Me asusto al pensar en que mi tío pueda morir estando usted tan lejos y yo aquí sola, absolutamente sola!

»Echaba usted de menos una compañera con quien compartir el arrobamiento que le produce la contemplación de los magníficos espectáculos que la Naturaleza le ofrece a cada instante… ¿No me es a mí más necesario un amigo que confunda sus lágrimas con las mías? Yo tengo, sí, ese amigo; pero me separan de él la distancia y sus propios pesares, que lo alejan de mí más que la distancia…

»¿Por qué está usted tan lejos y tan solo, Amaury, amigo mío? ¿Por qué se condena voluntariamente a una soledad tan triste? ¿Qué ventajas le reporta el permanecer extraño a cuanto hay en torno suyo? Si usted regresase sufriríamos siquiera los dos juntos…

»¡Oh! ¡Vuelva, vuelva, usted, Amaury!.. Se lo ruega su hermana,

»Antonia.»
antonia a amaury
«2 de marzo

«Habiéndome dicho el señor conde de Mengis que un sobrino suyo al pasar por Heidelberg se enteró de que usted estaba en esa ciudad le escribo esta carta confiando en que será más afortunada que las anteriores cuya contestación aguardo todavía.

»¿Qué es lo que le pasa, Amaury? Hace cerca de dos meses que nada sé de usted. Le he escrito en ese tiempo tres cartas y en todas le manifestaba mi creciente angustia. ¿Las ha recibido usted? ¡Oh! Si hubiesen llegado a sus manos, estoy segura de que no habría permanecido tan callado sabiendo cuánta pesadumbre me causa su silencio.

»Al saber ahora que aún vive y a dónde debo dirigirle mis cartas escribo por cuarta vez. Si ésta no obtiene respuesta inferiré que soy importuna y no volveré a molestarle de nuevo.

»¡Ay! ¡Cuán desgraciada soy, Amaury! Tres personas había que me amaban, y de ellas, una ha muerto, otra está al borde del sepulcro y la tercera me olvida…

»¿Es posible que quien posee un corazón tan noble y tan generoso tenga tan poca compasión de los que sufren?

»Si usted demora su vuelta y mi tío muere antes de que ésta se verifique, yo ingresaré en un convento.

»Si no contesta a esta carta ya no volveré a escribir. ¡Amaury, tenga usted compasión de su hermana!

»Antonia.«
amaury a antonia
«10 de marzo

»No he recibido esas cartas de que usted me habla, Antoñita, o por mejor decir, no he querido recibirlas.

»La penúltima de ellas me causó una impresión tan terrible que salí de Colonia sin itinerario fijo, impulsado solamente por la idea de huir del mundo entero, hasta de usted misma…

»¿Conque, el doctor Avrigny está en camino de desligarse de la mísera existencia antes que yo? ¡Siempre ese hombre me ha de aventajar en todo! ¡Magdalena nos aguardaba a los dos y el que pretendía amarla con más vehemencia será el último en reunirse con ella!

»¿Por qué su tío, Antoñita, no permitió que me quitase la vida? ¿Por qué detuvo mi brazo con aquel falaz argumento:? «¿A qué matarnos, si la muerte ha de venir por si sola?»

»En parte no le faltaba razón, puesto que él se está muriendo; pero o nuestras naturalezas son distintas o él tiene la edad en su favor. Lo cierto es que yo no puedo morir. ¡Oh, Antonia! Usted con su carta ha hecho brillar esta terrible luz en mi espíritu. Poco a poco y sin darme cuenta de ello he ido cediendo a las imperiosas exigencias de la naturaleza y de la vida que de consuno reclamaban sus derechos.

»De día en día ha ido siendo más frecuente mi contacto con la sociedad que me rodea, hasta que en una ocasión eché de ver que sólo me distinguía de los demás hombres con quienes estaba reunido la gasa que ostentaba en el sombrero. Al volver a casa encontré la carta en que usted me pinta al padre de Magdalena próximo a reunirse con su hija, mientras yo cada vez llevo más alta la frente y me intereso más por las cosas terrenales.

»¿Serán acaso distintos el amor de padre y el de amante? ¿Será el uno un amor del cual se muere y el otro un amor que no nos mata?

»He huido de Colonia porque allí había adquirido algunas relaciones y sin quererlo yo mismo comenzaba a distraerme. He roto con todo y he venido a refugiarme en Heidelberg, para escrutar aquí mi espíritu y juzgar en la soledad y el silencio la metamorfosis que en mí se ha efectuado durante estos seis meses. ¿Se habrán agotado mis lágrimas a fuerza de llorar y se habrá cerrado mi herida por no tener ya sangre que verter? ¿Sería posible que yo llegase a curar? ¡Oh! ¡Mísera humanidad! ¿Tan flacos somos que nada, ni siquiera el dolor, perdura en nosotros?

»No lo sé. Sólo tengo por cierto que yo no puedo morir entregándome a mi pena.

»Queriendo sustraerme al bullicio de las poblaciones, me interno a veces en las montañas y en el hermoso valle de Necker, en donde la naturaleza inerte y majestuosa me brinda una paz y una tranquilidad que la naturaleza viva y alegre de la ciudad no puede ofrecerme; pero también allí veo en los brotes de las plantas los preludios de la primavera, también allí se manifiesta la vida con todas sus energías en el renacimiento universal que me rodea. Al buscar la muerte, encuentro por doquier el esplendor de la vida, que se me muestra pujante y vigorosa. ¡Oh, sarcasmo cruel! ¡Cuántas veces me echo en cara mi ruin cobardía y cuan odiosa se me hace esa necia sociedad a la cual me creí superior en un instante de insensato orgullo!

»Hasta siento a veces tentaciones de ir a hacerme matar en África, ante el temor de que me falte la fuerza de ánimo suficiente para darme la muerte por mí mismo.

»No sé si tengo cabal el juicio. Perdone usted, Antonieta, estas incoherencias y con ellas mi silencio y el mal efecto que haya podido causarle. Tenga usted en cuenta mis sufrimientos.

»¿Recuerda usted el consejo que da Hamlet a Ofelia? Pues así como él le dice: Ingresa en un convento», yo también siento deseos de decirle a »usted: «Get thee to a nunnery

»Sí, Antoñita. Enciérrate en un convento, porque en el mundo no hay juramentos eternos, ni dolores profundos ni amor duradero: todo aquí es falso y fugaz. Tropezarás con un hombre que parecerá que te ama, que así te lo jurará de buena fe, quizá, que querrá morir contigo si tu mueres, pero que lejos de ir a buscarte a la tumba, volverá a los pocos meses a verse pletórico de vida y de salud. Get thee to a nunnery.

»Deseo ver al padre de Magdalena antes que vaya a reunirse con su hija, para caer de hinojos a sus pies y pedirle perdón. Iré, pues, a París; no sé cuándo, pero será antes del mes de mayo, yo se lo aseguro a usted.

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Litres'teki yayın tarihi:
27 eylül 2017
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