Kitabı oku: «Amaury», sayfa 19
XLVII
El día siguiente lo pasó Amaury esperando una carta que, según él suponía, no dejaría Antoñita de enviarle para pedirle explicaciones acerca de sus palabras de la noche anterior; pero en vano se cansó de aguardar.
A la noche siguiente, que era jueves, dio principio el tercer período, de auge y bienandanza para Felipe, y de caída terrible para Raúl, sin ventaja alguna para Amaury, el primer desahuciado.
No se atrevía Felipe a dar crédito a la realidad, y era realmente gracioso ver al pobre muchacho en el pináculo de la dicha comunicando sus impresiones de felicidad a dos censores tan adustos, a dos rivales tan formidables como Amaury de Leoville y Raúl de Mengis.
El infeliz no tan sólo no supo colocarse a la altura de su inmerecida suerte, sino que se hallaba como asustado de tanta fortuna, confesándose indigno de ella, y evitando las distinciones de que era objeto por parte de Antoñita, con un gesto que imploraba la clemencia de sus dos rivales, quienes por su parte aparentaban, no enterarse de nada, mostrando por sistema una indiferencia glacial.
Esto no era obstáculo para que cada uno de lo desairados hiciese acerca del caprichoso y raro proceder de Antoñita, comentarios nada favorables para el último agraciado.
¿Era posible que Antoñita prefiriese a un hombre como aquél, indigno de ella, tan altiva, tan aristocrática y tan… burlona?
Tan inverosímil fenómeno sólo podía explicarse por una humorada un tanto extravagante, y pensando que sería una broma pasajera esperaron impacientes la noche del sábado.
Pero el sábado llegó, y continuó el programa iniciado el jueves; es decir, las atenciones de Antoñita, y el visible favor de que Felipe disfrutaba, y su penosa turbación por esa causa.
No cabía duda de que era él el pretendiente preferido, y era esto tan evidente que el pobre chico no sabía ni lo que le pasaba, y si le hubiesen obligado a decir lo que sentía, habría confesado que siete meses de desdenes no le habían atormentado tanto como aquellas dos veladas de favor.
Ocioso es decir que por más que el modesto Felipe procuraba mostrarse humilde como nunca ante su amigo Amaury, no conseguía ser tratado por éste de otro modo que con una altivez antipática y humillante, sin que hubiese una sola atenuante a semejante actitud por parte de Leoville para con su antiguo amigo.
En tres consecutivas ocasiones, al pasar a caballo por delante de la casa de su pupila, había visto el severo tutor a un individuo que rondaba alrededor del edificio y que al verle escurrió el bulto, no sin que Amaury notase una perfecta semejanza entre él y su ex amigo Felipe.
Este encuentro, que se repitió muchas veces, siempre que pasaba Amaury por la calle de Angulema, le hizo indignarse en sumo grado, pues habría razón para pensar que muy grande y manifiesta debía ser la preferencia de una dama para que un hombre tan tímido como Felipe venciese su natural poquedad con tan inusitado atrevimiento.
¡Cómo creer aquello en Antoñita! Parecía mentira que coquetease con semejante majadero; y era lo peor que aquellas ligerezas acabarían por comprometerla. No; él no debía consentirlas en su carácter de tutor, y amigo y hermano, por lo que decidió pedirle en forma solemne una explicación categórica de su conducta, como lo hubiera hecho en tal caso el doctor Avrigny.
Mientras esto llegaba, proponíase pasar por la calle de Angulema unas diez veces diarias para convencerse de que era Felipe y no otro quien estaba comprometiendo a su pupila.
No menos excitado y estupefacto ante estos hechos se hallaba Raúl de Mengis, quien se dedicó en los primeros momentos de su caída a estudiar las causas de las bruscas variaciones que acusan los barómetros femeninos, dándose luego a observar lo que pasaba a su alrededor con la penetración y perspicacia de un diplomático, hasta que un día el conde, a últimos de mayo habiéndole visto ganar en favor tanto que le creyó en el apogeo de la dicha, preguntole cómo le iba con Antoñita, a lo que Raúl respondió sin rodeos:
– De tal modo me va, querido tío, que a mi juicio, si me ha obligado usted a hacer un viaje de ochocientas leguas para casarme en la calle de Angulema, creo que ha sido inútilmente; debo manifestarle con toda franqueza que renuncio generosamente a la mano de una Isabel que todas las mañanas tiene rondando al pie de sus balcones un Leandro como Felipe y un Lindoro como Amaury.
– Raúl – dijo con severidad el conde, – no se debe juzgar por las apariencias.
– Querido tío – repuso Raúl, – no me fío precisamente de la policía de la embajada, sino de mis propios ojos, que esta vez no me engañan.
No le pidió el conde explicaciones, como era de esperar, concretándose a reprenderle ásperamente, y decirle que no consentía que se pusiese en tela de juicio la intachable reputación de su protegida.
Ante tal actitud, Raúl se abstuvo de proseguir, pues además de ser naturalmente discreto, estaba habituado a tratar al conde de Mengis con todo el respeto que un sobrino de buena educación debe profesar a un tío que teniendo cincuenta mil libras de renta se ha dignado instituirle su heredero universal.
Tenía Raúl la costumbre de ir todas las mañanas a ver a un amigo que vivía frente a la casa del doctor Avrigny, y fumar en su compañía un cigarrillo mientras tenían un rato de conversación. Así, si bien le era imposible saber lo que pasaba en la casa de la otra acera, porque sus cortinas estaban tan corridas para él como para el resto de los mortales, no dejó de enterarse minuciosamente de cuanto pasaba en la calle.
Por más que el conde no concedió o pareció no conceder en el primer momento importancia a las revelaciones de su sobrino, tal preocupación le causaron que en seguida escribió a Amaury, solicitando una entrevista con él. Esto sucedía un jueves, 30 de mayo.
Recibió Amaury la carta en el momento de disponerse a salir de su casa, y lo hizo inmediatamente para satisfacer los deseos de un anciano por quien sentía un respeto rayano en veneración, a cambio de un afecto casi paternal.
– Mucho le agradezco – dijo el conde al verle – la diligencia que ha puesto en el cumplimiento de mis deseos. Pocas palabras tengo que decirle, pues bien creo que me comprenderá sin necesidad de prolijas explicaciones. Usted ha prometido al doctor Avrigny velar por su sobrina y ser para ella consejero fiel, guía y hermano, ¿no es así?
– Sí, señor, y espero cumplir mis promesas.
– Entonces, su reputación será para usted, no sólo respetable, sino muy preciosa.
– Más que la mía propia, señor conde.
– En tal caso quiero que sepa usted que hay un joven que compromete a Antoñita pasando y repasando por delante de la casa que habita, y hasta llega en su audacia a pararse y mirar con toda fijeza y descaro hacia los balcones.
– Tengo que contestarle, señor conde, que eso que usted me comunica es cosa vieja para mí – dijo Amaury, frunciendo las cejas.
– Pero quizá – continuó el conde – con el propósito de hacer comprender a uno de los dos culpables lo grave del asunto, cree usted, o finge creer que nadie, excepto usted (y el conde subrayó esta palabra) está enterado de estas cosas.
– Es la verdad, señor conde – repuso Amaury, con grave acento – que yo creía ser el único conocedor de todas esas inconveniencias; pero, según veo, estaba equivocado.
– Siendo así, ya comprenderá usted, querido Leoville, que por más que la honra, de Antoñita está a cubierto de toda sospecha y no habrá de sufrir menoscabo por lo que el vulgo pueda suponer, acaso sería conveniente…
– Que cesen esas demostraciones – interrumpió Amaury, – en lo cual somos ambos de la misma opinión.
– Este era mi propósito al hacerle molestarse en venir a mi presencia y espero me perdonará la franqueza de que abuso.
– Antes bien se la agradezco, caballero; y yo doy a usted mi palabra de honor de que, muy pronto, todo eso habrá terminado.
– Basta, amigo mío; a tal promesa cerraré de hoy más mis ojos y mis oídos.
– Por mi parte no puedo menos de agradecerle que me haya llamado con toda confianza y elegido para encargarme la misión de acabar con las audacias de un impertinente.
– ¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?
– Tengo el honor de saludarle, señor conde – dijo Amaury, haciéndolo gravemente.
– Perdone usted, Leoville. Temo que me haya comprendido mal, o mejor dicho, que no me haya comprendido.
– Sí, señor conde; le he comprendido perfectamente – dijo Amaury.
Y salió, saludando por segunda vez y haciendo con la mano un ademán para indicar que no había que agregar una palabra a lo que habían hablado.
Cuando subía al cupé pensaba casi en voz alta:
– ¡Ah, miserable Felipe! (Amaury no sospechaba que la reprimenda había sido para él). – ¿Conque era su señoría el que rondaba la calle de Angulema? ¿Conque eres tú el que pones en lenguas la reputación de Antoñita? A fe mía que tengo hace mucho tiempo fuertes ganas de darte un buen tirón de orejas, y pues me lo aconseja un hombre tan respetable como el conde de Mengis, voy a saborear ese placer.
Embebido en estas divagaciones no daba ninguna orden a su lacayo, que las esperaba sombrero en mano, hasta que cansado de aguardar, preguntó:
– ¿A dónde, señorito?
– A casa del señor Felipe Auvray – contestó Amaury en tono que no tenía nada de pacífico.
XLVIII
Como Felipe, que no quería renunciar a sus antiguas costumbres, seguía viviendo en el barrio Latino, era larga la distancia que habla que recorrer, y Amaury tenía tiempo para que se transformase en cólera todo el mal humor que había sacado de casa del conde. Así, cuando Orestes llegó a la casa de su antiguo Pílades, llevaba su alma en tal estado que sin abusar de la metáfora puede decirse que rugía en ella una tempestad furiosa.
Sacudió violentamente el cordón de la campanilla, sin fijarse en el hecho de que la pata de liebre de la calle de San Nicolás se había trocado en pata de ganso.
Abrió la puerta una gorda maritornes, pues Felipe, siempre infantil y candoroso, había conservado la costumbre de hacerse servir por una mujer.
En aquellos momentos estaba en su despacho, con los codos apoyados en la mesa, la cabeza entre las manos, y los dedos ferozmente hundidos en el cabello, embebido en la formidable cuestión de la pared medianera.
La obesa servidora que no se tomó ni aun la molestia de enterarse del nombre del visitante echó a andar delante de él pasillo adentro y abrió la puerta del despacho anunciando la visita con esta sencilla fórmula:
– Señorito, aquí hay un caballero que pregunta por usted.
Levantó Felipe la cabeza al tiempo que lanzaba un profundo suspiro revelador de la existencia de su melancolía hasta en las cuestiones de propiedad, y dejó escapar una exclamación de sorpresa al ver a su antiguo amigo.
– ¡Cómo! ¿eres tú, querido Amaury? ¡Cuánto me alegro de tu venida!
Amaury, al parecer insensible a tan calurosas demostraciones, le dijo fríamente:
– ¿Sabes a qué vengo aquí?
– Hombre, no; lo único que sé es que desde hace unos días tengo el propósito de hacerte una visita, y por una u otra causa no te la hago.
– Comprendo tu vacilación – dijo Amaury, sonriendo desdeñosamente.
– ¿Sí? – preguntó Felipe palideciendo. – Entonces sabrás…
– Lo que sé es que el doctor Avrigny me ha encargado de reemplazarle en la guarda de su sobrina y que tengo el encargo de velar por su reputación. También sé que le he visto a usted tres o cuatro veces en la calle de Angulema bajo las ventanas de Antoñita, y en vista de todo, esto, que le hace aparecer culpable cuando menos de ligereza, vengo a pedirle cuenta de su conducta.
– Querido amigo: ya tenía yo ganas de verte para que hablásemos precisamente de esas menudencias.
– ¡Cómo! ¿menudencias llama usted a cosas que atañen a la honra, a la reputación, al porvenir de una persona?
– No te enfades por mi manera de expresarme; ya comprendo que no he debido llamar menudencias a cosas graves, porque grave es en verdad un asunto de amor, de verdadero amor.
– ¡Acabáramos! ¿Conque ama usted a Antoñita?
Muy compungidamente Felipe contestó que sí.
Amaury se cruzó de brazos, alzando la vista con verdadera indignación.
– Con honradas intenciones, por supuesto…
– ¿Ama usted a Antoñita?
– Sí, mi buen amigo; puede que no sepas que se me ha muerto otro tío, de modo que hoy poseo una renta de cincuenta mil libras…
– No hablo de eso.
– Perdona; yo creo que esta circunstancia no me perjudica.
– Está bien; pero lo que da mal cariz a esta cuestión es el hecho de haber usted amado a Magdalena ocho meses hace con tanta vehemencia como en la actualidad ama a Antoñita.
– ¡Oh, Amaury! – dijo lastimeramente Felipe. – Estás abriendo la herida de mi corazón, desgarrando mi atormentada conciencia; concédeme siquiera diez minutos de audiencia y al cabo de ellos me compadecerás lejos de culparme.
Indicole Amaury con un ademán que estaba dispuesto a prestarle atención, no sin hacer cierta mueca, que revelaba su prematura incredulidad para cuanto le iba a decir. Y Felipe habló así:
– Si es verdadera la máxima evangélica que recomienda la indulgencia y el perdón para los que mucho han amado, yo debo merecer absolución por todas mis culpas, pues siendo de complexión amorosa, como decía nuestro grave Molière, he amado con frecuencia suma y ardiente apasionamiento, sin ser correspondido, lo que constituye una causa, eximente, más que atenuante. Pasando por alto las que tú ignoras, bien sabes que amé a Florencia y a Magdalena, pero ellas no se han enterado a no ser que tú te hayas encargado de comunicárselo. ¡Ah! Mi amor hacia Magdalena era tan profundo como respetuoso. Acaso no lo creas al ver que esta pasión no me ha impedido sentir otra; pero no puedes figurarte a costa de cuántas angustias y dolores ha tomado cuerpo en mi pecho este nuevo amor.
De igual modo que al enamorarme de Magdalena, en el primer momento yo mismo no me dí cuenta (y sírvate de enseñanza por si algún día te ves en mi caso), lo hubiera negado con toda sinceridad, y hasta me hubiese estremecido de horror ante la prueba de ello; pero yendo diariamente a visitar a Antonia y al hablarle de Magdalena, de su gracia, de su belleza, notaba que Antoñita era tan bella como la prima; y, es claro, ¿te parece posible Amaury, pasar mucho tiempo al lado de tanta gracia y hermosura sin enamorarse uno perdidamente?
Amaury, cada vez más abismado en sus pensamientos, no respondió a la pregunta sino con una especie, de suspiro que más bien parecía un gemido, cuya explicación esperó Felipe en vano durante unos momentos, prosiguiendo después:
– Te voy a explicar los indicios que sirvieron a tu pobre y débil amigo para conocer que estaba enamorado nuevamente.
Y exhalando un suspiro más hondo aún que el de Amaury, prosiguió:
– Al principio, como a pesar mío y casi inconscientemente, las piernas me llevaban hacia la calle de Angulema, y cada vez que salía de casa por la mañana para ir al Palacio de Justicia y por la tarde para dirigirme a la Opera Cómica (ya sabes que siempre me ha gustado este género genuinamente nacional) me encontraba sin saber cómo, tras una caminata de una hora, frente a la casa del doctor Avrigny, no con la esperanza de ver a la dama de mis pensamientos ni con otro motivo ni idea preconcebida, sino porque me había impulsado la fuerza irresistible del amor. ¿Por qué no confesarlo?
Se interrumpió Felipe un momento en medio de su perorata, esperando conocer en el semblante de Amaury la impresión que le producían sus palabras, de cuya elocuencia por su parte no estaba descontento; pero sólo pudo notar que su oyente añadió un pliegue a los muchos que ya surcaban su frente, y exhaló un suspiro aún más profundo que el anterior. Esto le hizo creer que su auditorio estaba conmovido por la fuerza emocional de su discurso y cobrando más ánimo, continuó así:
– El segundo de los síntomas que me hicieron conocer el estado de mi alma fue una viva pasión de celos; pues cuando en los primeros días del mes corriente Antoñita se mostraba contigo tan insinuante, no pude impedir que germinase en mi corazón un odio feroz contra mi amigo de la infancia; odio, pronto apagado por la reflexión de que no te sería fácil corresponder a ese amor hallándote tan influido por el recuerdo de otro amor que absorbía tu alma.
Estas palabras hicieron a Amaury estremecerse.
– ¡Sí, amigo mío! Aquello no fue más que una sospecha fugaz como el relámpago, que apenas nace muere: lo que me produjo más que odio, más que despecho, más que cólera, fue el conocimiento de las ventajas que por momentos ganaba el fatuo Mengis en el corazón de aquella que tan absoluta y súbitamente se había hecho dueña de mi voluntad y de mis sentimientos. No dejaba de observar un momento a mi rival, y veía cómo se apoyaba con familiaridad en el respaldo de su butaca, y le hablaba en voz baja, y se reían y, en fin, otras muchas cosas que apenas hubiese podido tolerarte a ti, al amigo de la infancia. La irritación, los celos terribles que todo esto despertaba en mí, fueron la prueba de mi apasionamiento… ¡Pero tú no me escuchas, Amaury!
Es de creer que, al contrario, Amaury escuchábale demasiado bien, pues el rostro se le encendía como si le caldeasen ondas de fuego, lo cual hacía presumir que cada palabra de las que había oído repercutía dolorosamente en su corazón. Taciturno y sombrío, ensimismose de modo que sentía latir su corazón y le zumbaban los oídos al circular la sangre en impetuosa carrera por las arterias cerebrales.
Muy acobardado por tan inquietante silencio, Felipe continuó:
– No aseguro que todo eso no indique un completo olvido de pasados juramentos y una flagrante traición al recuerdo de Magdalena; pero no es creíble que todos puedan ser como tú, modelos de constancia. Además ella te amaba, estaba dispuesta a ser tu esposa, y a tu vez te disponías a ser su compañero de por vida, idea grata a la cual ya te habías acostumbrado, mientras que yo no había pensado ni esperado nada semejante, sino de una manera fugaz, pues tú me arrebataste la esperanza, no bien que fue nacida. No pienses que trato de atenuar mi culpa; por mucho que la execres no he de quejarme de ello; pero escúchame un momento más y dime luego si no existen circunstancias que atenúan el delito que he cometido, dejando de amar a Magdalena para amar a Antoñita.
– Hable usted; ya le escucho – dijo con viveza Amaury, aproximando su silla para oír mejor a Felipe.
XLIX
Y el émulo de Cicerón y de M. Dupín, envanecido por la impresión que su dialéctica y su retórica parecían producir en el ánimo de su interlocutor, prosiguió diciendo:
– En primer lugar, mi traición a Magdalena no era tan grave como parecía, puesto que el objeto de mi nuevo amor era una persona que había vivido siempre a su lado, una amiga, prima, hermana pudiéramos decir, en quien me parece continuar mis pristinos amores, pues me retrata constantemente a Magdalena en sus gestos, en sus palabras. Amar a la segunda es como seguir amando a la primera.
– Has dicho bien – respondió el pensativo Amaury, con el rostro algo más sereno.
– Ya ves, pues, que tenía razón – contestó Felipe con regocijo. – Ahora, y en segundo lugar, no podrás menos de convenir conmigo en que el amor es el más espontáneo y libre de nuestros sentimientos, y el que nace más ajeno a la influencia de nuestra voluntad.
– ¡Es muy cierto! – asintió Amaury.
– Todavía no he terminado – dijo Felipe con creciente entusiasmo. – En tercer lugar, ya que mi juventud y mi vehemente facultad amorosa han hecho resurgir en mí el amor intenso y vivaz, ¿estoy obligado a matar un instinto noble, natural, legítimo, casi divino, por dejarme llevar de preocupaciones y convencionalismos opuestos al orden de la Naturaleza, y por tanto no posibles en lo humano y dignos de que Basón les llamara errores fort?
– ¡Claro está que no! – masculló Amaury.
– En tal caso – concluyó Felipe, con acento triunfal, – debes confesar que no es tan grave mi delito, y hasta disculpar mi amor hacia Antoñita.
– ¿Y a mí qué me importa que la ames o no? – dijo Amaury.
A tal grosería contestó Felipe sonriendo con la mayor impertinencia:
– Querido Amaury, eso es cuenta mía.
– ¡Cómo! ¿Después de comprometer con tus audacias e impertinencias a Antoñita, te atreverás a decir que ella te corresponde?
– No digo nada, querido Amaury, sino que buscando del mal el menos, si bien la comprometo con mis paseos por la calle de Angulema (ya comprendo que a ellos te refieres), por lo menos no la comprometo con mis palabras.
– Señor Auvray, ¿tendría usted bastante audacia para decir en mi presencia que le ama?
– Antes a ti que a otro: al fin eres su tutor.
– Está muy bien, pero se lo callaría usted.
– No veo el motivo si ello fuera verdad – dijo Felipe que empezaba a salir de sus casillas.
– Le repito a usted que no se atrevería a decirlo.
– Y yo le repito a usted que como ello fuese verdad me juzgaría tan orgulloso que se lo haría saber a todo el mundo, y lo publicaría a gritos…
– ¡Cómo! ¿Te atreves a decir?..
– La verdad.
– ¿Se atreve usted a afirmar que Antoñita le ama?
– Me atrevo a decir que ha hecho buena acogida a mis pretensiones y que ayer mismo…
– ¡Acaba!
– Me autorizó para pedir su mano al doctor Avrigny.
– ¡No es verdad! – exclamó Amaury.
– ¿Cómo que no es verdad? ¿Usted se fija en que es un categórico mentís el que acaba de darme?
– Ya lo creo.
– ¡Y me lo da deliberadamente!
– Por supuesto.
– ¿Y no retira usted ese insulto inmotivado que acaba de dirigirme?
– ¡De ningún modo!
– ¡Basta, Amaury! – dijo entonces Felipe animándose por grados. – Te concedo que a pesar de mis atenuantes soy algo culpable en el fondo; pero entre amigos y personas de cultura social se trata al prójimo con más tolerancia. Eso, dicho en el Palacio de Justicia, como allí es costumbre, puede pasar; pero aquí, de ningún modo; no puedo tolerarlo ni aun viniendo de ti, y si te ratificas…
– Mira si lo hago, que repito que mientes.
– ¡Amaury! – gritó Felipe exasperado. – Te advierto que, aunque abogado, tengo algún valor además del cívico, y me siento capaz de batirme.
– ¡Acabáramos! Ya ve usted que hasta le concedo la ventaja de la elección de armas, porque soy yo el ofensor.
– Me son indiferentes, pues no he tenido hasta hoy en mi mano una pistola ni una espada.
– Yo llevaré unas y otras al terreno, y sus testigos elegirán. Indique usted la hora.
– A las siete de la mañana, si te conviene.
– ¿Sitio?
– El bosque de Bolonia.
– ¿Avenida?
– De la Muette.
– Está muy bien. Creo que tendremos bastante con un solo testigo para los dos, pues cuanto menos publicidad demos al lance, tanto menos padecerá la reputación de Antonia. Se trata de calumnias y…
– ¿Cómo calumnias? ¿Te atreves a sostener que yo he calumniado a Antoñita?
– No sostengo sino que mañana a las siete estaré en el bosque de Bolonia, avenida de la Muette, con un testigo, y armas. ¡Hasta mañana!
– Mejor hasta la noche; pues hoy es jueves, día de recepción en casa de Antoñita, y por nada me privaría de verla.
– Está bien; a la noche la veremos, y mañana nos veremos.
Dicho esto, Amaury se alejó furioso y regocijado al mismo tiempo.