Kitabı oku: «Amaury», sayfa 8
Mas, súbitamente, Amaury sintió que hacía presión sobre su brazo todo el peso del cuerpo de su amada, entonces se detuvo asustado al verla con el talle doblado hacia atrás, lívido el rostro, cerrados los ojos y entreabiertos los labios. Se había desmayado.
Amaury no pudo contener un grito. El corazón de Magdalena no latía; hubiérase dicho que la muerte lo había paralizado.
Sintió el joven que la sangre se helaba en sus venas y quedó un momento inmóvil, como clavado en el suelo, mudo de estupor, inconsciente de cuanto le rodeaba; luego se repuso un tanto y al volver a darse cuenta de lo que había pasado alzó a Magdalena como una pluma y la llevó en sus brazos lejos de aquel salón en el que se saboreaba una felicidad que podía costar tan cara.
El doctor corrió en pos de ellos y cuando alcanzó a Amaury no le dirigió la menor reconvención.
Le acompañó al tocador, tomó allí una luz y pasando delante le guió al cuarto de su hija. Amaury dejó a Magdalena sobre su lecho y el señor de Avrigny se consagró por entero a prestarla sus cuidados, tomándole el pulso con una mano mientras con la otra le hacía respirar algunas sales.
No tardó Magdalena en recobrar sus sentidos, y aunque su padre estaba inclinado ante ella mientras que Amaury permanecía casi invisible arrodillado junto a la cama, a éste fue a quien buscó con su mirada apenas abrió los ojos.
– ¡Amaury! ¡Amaury! – exclamó. – ¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos muertos o vivos? ¿Nos encontramos en el Cielo con los ángeles o no hemos abandonado aún la tierra?
El joven no pudo reprimir un sollozo. Entonces Magdalena le miró con sorpresa.
– Amaury – dijo el doctor – vuelve al salón y encárgate de despedir a los invitados. Entre Antoñita y las doncellas desnudarán y acostarán a Magdalena: yo te tendré al corriente de su estado. Si no quieres alejarte de ella haré que te preparen una cama en tu antigua habitación.
Amaury, después de besar la mano a Magdalena que sonrió y le siguió con la vista hasta la puerta, salió del aposento. Cuando llegó al salón ya se habían marchado todos los convidados. Entonces ordenó que le arreglasen su cuarto y se acercó al de Magdalena, deteniéndose junto a la puerta y procurando escuchar desde allí lo que adentro se hablaba.
Poco rato después salió el doctor y estrechándole la mano le dijo:
– Ya está mejor. Yo me quedo a velarla toda la noche; vete tú a descansar y mañana veremos.
Amaury se dirigió al aposento que ocupaba cuando vivía en la casa; pero a fin de poder responder al primer llamamiento que se le hiciera, en lugar de acostarse en el lecho prefirió arrellanarse en un sillón junto al fuego que ardía en la chimenea.
El doctor por su parte se fue a su biblioteca y allí pasó mucho rato hojeando los libros de los profesores más eminentes del mundo; pero a cada momento movía la cabeza con cierto desaliento porque nada nuevo para él encontraba en todas aquellas obras. Sólo al llegar a un reducido volumen que, encuadernado en piel de zapa y ostentando sobre la tapa una cruz de plata, ofrecía más bien todo el aspecto de un devocionario que el de una obra científica, se detuvo en sus investigaciones y tomándolo fue a sentarse junto a la cabecera de Magdalena, que a la sazón dormía.
Aquel libro era la Imitación de Cristo.
Nada podía esperar ya de los hombres el doctor; no le restaba otra cosa que su confianza en Dios.
XVIII
DIARIO DEL DOCTOR AVRIGNY
22 de mayo, por la noche
«Queda entablada la lucha entre el médico y la muerte. De nuevo tengo que infundir la vida en el cuerpo aniquilado de mi hija. Si Dios me ayuda confío en conseguirlo; pero, si me abandona a mis propias fuerzas, no habrá remedio para Magdalena y mi pobre hija morirá.
»Ahora su sueño es febril y agitado, pero siquiera duerme, pronunciando sin cesar el nombre de Amaury.
»¡Oh! ¡Yo soy culpable de todo! ¿Por qué he permitido que bailara?.. Y sin embargo, si otra vez me encontrase en iguales circunstancias volvería a proceder como esta noche lo he hecho.
»Es preciso tratar el alma de mi hija con más delicadeza y más cuidado que su cuerpo, porque la pena que a veces le causan sus pensamientos es mucho más temible que la dolencia de su pecho. Antes se habrá desmayado de celos, que de desfallecimiento físico.
»¡Sucumbió a los celos!.. ¡Dios mío! ¡Era verdad lo que yo tanto temía!.. Tiene celos de su prima… ¡Pobre Antonia! Ella lo ha advertido tan pronto como yo y en todos sus actos ha mostrado toda la bondad y la abnegación de que su alma es capaz.
»Amaury es el único que ignora todo esto; él no ha sabido ver nada. En verdad hay que convenir en que el hombre a veces es rematadamente ciego.
»Tentaciones me han dado de enterarle de lo que pasa; pero he tenido miedo de que ahora se fijase más que antes en Antonia… No, no, vale más que no sepa una palabra.
»¡Hija mía!
»Me pareció que despertaba. Acaba de murmurar palabras incoherentes, que no he podido entender, y ha vuelto a dejar caer la cabeza sobre el almohadón, sumida en su sopor.
»Estoy muy inquieto y como sobresaltado. Desearía hacer que despertase cuanto antes… Quisiera averiguar si está mejor… Pero me detiene el temor de encontrar que se ha agravado.
»Esperemos, pues, y velaré entretanto… ¡Dios mío! Cada vez que pienso en que se ha repetido el caso de que Amaury la hiera sólo con tocarla… ¡Ese hombre acabará por matarla! Cuando pienso en que si no le conociera ella podría vivir… Pero, no, no; si no fuera él sería otro; así lo exige de un modo implacable la ley de la Naturaleza. Tanto los corazones como las almas se buscan unos a otros. ¡Desgraciados de aquéllos cuyo corazón y cuya alma se encierran en un cuerpo débil y sin resistencia! Esos sucumben al choque que los despedaza.
»¡No y no! Ese casamiento es un sueño irrealizable; es un proyecto utópico. Mi hija sería víctima de su propia dicha. ¿No la tengo ahí moribunda por haber sido feliz un solo instante?»
30 de mayo
«En los ocho días transcurridos nada he tenido que apuntar en mi diario.
»¡Ocho días, durante los cuales he vivido pendiente de los latidos de su corazón y de las alteraciones de su pulso! ¡Ocho días, durante los cuales no he salido de casa, no me he movido de este aposento ni me he apartado siquiera de la cabecera de esa cama; y, no obstante, jamás han pasado para mí en tan poco tiempo tantos sucesos, jamás he sufrido tantas emociones ni me han asaltado tantas ideas! He dejado abandonados a todos mis enfermos para pensar en uno solo.
»En esos días, el rey me ha enviado a buscar dos veces, participándome que estaba indispuesto y que necesitaba de mis servicios. Yo he respondido a su mensajero:
» – Diga usted al rey que mi hija se está muriendo.
»Gracias a Dios, está ya un poco mejor. Hora era de que la Parca comenzara ya a cansarse. Jacob no había combatido más que una noche, mientras que yo llevo ocho días con sus noches luchando contra la muerte.
»¡Oh, Dios eterno! ¿Quién sería capaz de describir la angustia de aquellos instantes en que creía próximo mi triunfo; en que veía cómo la Naturaleza, (¡admirable auxiliar del arte, por la permisión divina!) vencía a la enfermedad; en que tras una crisis que podría muy bien calificarse de batalla, lograba yo descubrir una leve mejoría que venía a henchir mi corazón de esperanza… y un simple acceso de tos o un nuevo ataque de la fiebre se encargaba de desvanecer tan gratas ilusiones?
»Todo volvía entonces a ser materia de duda, y yo descendía de nuevo abatido por el desaliento al abismo de la desesperación, al ver que el enemigo ahuyentado un instante reanudaba el combate con más encarnizamiento que nunca.
»El horrible buitre que con su pico y sus garras destroza el pecho de mi hija volvía a hacer presa en ella y entonces yo, prosternado y con la frente inclinada, invocaba a Dios diciendo: – ¡Dios mío, escucha mis súplicas! ¡no me abandones! ¡Si tu providencia infinita no ayuda a mi ciencia desmedrada y estéril, mi hija y yo estamos perdidos!
»Gozo fama de ser médico muy entendido; hay en París centenares de personas que a mi saber y a mis desvelos deben su vida; yo, que he devuelto tantas esposas a sus maridos, tantas madres a sus hijos, tantos hijos a sus padres, tengo en estos momentos a mi hija moribunda, y no soy dueño de decir: ¡La salvaré!
«No pasa día sin que tropiece en la calle con personas, que ni siquiera se cuidan de saludarme, porque creen haberme pagado bien con su dinero, y sin embargo, a haberlas yo abandonado, ahora reposarían para siempre en el fondo del sepulcro, en vez de pasear a la luz del sol… ¡Y yo, que he sabido combatir a la muerte y llegar a humillarla en pro de seres extraños y hasta desconocidos para mí, tendré que sucumbir forzosamente ahora que lucho por la vida de mi hija, que es mi propia existencia!
»¡Oh! ¡Qué amargo sarcasmo! ¡Qué lección tan terrible recibe del destino mi vanidad de sabio!
«¡Ah! Es que las enfermedades de todos esos a quienes yo he curado eran terribles, sí, pero no mortales necesariamente; eran enfermedades para todas las cuales hay remedios conocidos. El tifus se cura con caldo y agua de Sedlitz; las meningitis más graves, con tratamientos antiflogísticos; las afecciones del corazón más rebeldes, con el método de Valsava; pero ¡ay! la tisis… No hay más que una enfermedad, sólo una, que ni el mismo Dios puede curar, si no es haciendo un milagro, y precisamente es ésa la que me arrebata a mi hija.
»Con todo, tengo yo noticia de dos o tres ejemplos de tisis de segundo grado, que ha sido radicalmente curada, y yo mismo he presenciado un caso en el hospital. Tratábase de un pobre huérfano, sobre cuya tumba no habría llorado nadie. Creo yo que Dios se apiadó de él porque lo vio tan solo, tan abandonado en este mundo.
»Muchas veces doy gracias al Altísimo por haber infundido en mi alma la vocación que me hizo abrazar esta carrera, que hoy me permite velar por la vida de mi hija.
»¿Puede haber alguien capaz de tener, como yo tengo, la paciencia de permanecer día y noche a la cabecera de mi enferma sin guiarle otro estímulo que el sentimiento altruista de la ciencia? ¿Habría alguien capaz de hacer por el oro o por la gloria lo que por amor paternal estoy yo haciendo? No; no hay nadie capaz de eso. Si yo la abandonase un momento y no estuviese a su lado para prever y combatir los riesgos que puedan presentarse, ya habría sido amenazada su existencia varias veces.
»Cierto es también que constituye un suplicio muy superior a todos los del infierno del Dante el ver con tal claridad en el pecho de una hija los dos fieros adversarios, los dos principios de vida y de muerte, cuando la vida, vencida, aniquilada, retrocede paso a paso para ir abandonando el campo poco a poco a su enemigo implacable y eterno.
»Afortunadamente el progreso del mal parece haberse detenido por ahora y me deja respirar con libertad un instante.
»Espero. ¿Podré también confiar? ¡Dios lo sabe!»
XIX
5 de julio
«Sigue muy mejorada y esta mejoría la debo a Amaury y a Antoñita. Amaury se ha portado como hombre capaz de todo sacrificio por la mujer a quien ama. Verdad es que él fue el causante del mal; pero justo es reconocer que no podía hacer más por llevar a la cima la empresa de repararlo. Ha dedicado a Magdalena todo el tiempo que le ha sido posible, consagrándose a cuidarla y reanimándola con su cariño y su tierna solicitud; y estoy seguro de que ella sola ha ocupado su pensamiento en todo instante.
»Mas yo advertía una cosa; cuando Amaury y Antoñita me acompañaban cerca de Magdalena, ésta parecía inquieta; miraba alternativamente al uno y al otro como si quisiera sorprender sus miradas y sus gestos, y como casi siempre tenía su mano en la mía, sin que ella se diese cuenta, yo sentía en su pulso latir los celos.
»Si se le aproximaba uno solo de los dos, volvía el pulso a su estado normal. Mas si los dos dejaban la habitación, ¡qué horrible debía ser el sufrimiento de mi pobre hija! ¡Cómo se recrudecía su estado febril hasta que alguno de ellos volvía a acompañarnos!
»Yo no podía hacer que Amaury se alejase, porque ella necesita como el aire su presencia. Ya veremos más adelante.
»Y tampoco era dueño de alejar de aquí a Antoñita. ¿Cómo podía decirle a esa pobre criatura, casta como la pura luz del cielo: – ¡Vete!, Antoñita?
»Pero ella, que todo lo adivina, entró ayer en mi despacho y me dijo:
– Tío, creo que usted dijo un día que en cuanto volviera el buen tiempo y Magdalena estuviese algo mejor, la llevaría a su quinta de Ville-d'Avray. Pues bien, Magdalena se encuentra ya mejor, y estamos ya en primavera, y si hemos de ir allá, hay que visitar primeramente la quinta, que está deshabitada desde el año pasado, y sobre todo, tenemos que preparar con especial cuidado la habitación de mi prima. Deje a mi cargo esas cosas, que yo lo arreglaré todo.
»Adivinando yo su intención, en cuanto comenzó a hablar, la miré fijamente clavando mis ojos en los suyos, que acabaron por bajar su mirada, mientras su rostro se teñía de vivo carmín. Cuando volvió a alzar la vista, arrojose llorando en mis brazos y yo la estreché contra mi pecho.
» – ¡Tío! ¡tío! – exclamó con voz ahogada por los sollozos. – No tengo yo la culpa, se lo juro. Amaury no ha puesto en mí sus ojos, ni siquiera le he llamado la atención, y desde que Magdalena está enferma se ha olvidado hasta de sí mismo para pensar sólo en ella; y a despecho de todo eso está celosa, y esos celos la matan. ¡Pobre Magdalena! Usted, tío, sabe lo que ocurre tan bien como yo; es un sentimiento que se revela en sus miradas ardientes, en su voz temblorosa, en sus movimientos bruscos. Ya ve usted que debo partir; lo comprende usted muy bien y si no fuera tan bueno, ya me lo habría indicado usted mismo.
»Por toda respuesta, imprimí un beso en su frente.
»Poco después entrábamos en el dormitorio de Magdalena, a la cual encontramos inquieta y visiblemente agitada.
»No nos costó mucho trabajo adivinar la causa; Amaury se había marchado hacía media hora y mi hija creía indudablemente que estaba con Antoñita.
»Me incliné hacia ella y le dije:
» – Hija mía, puesto que estás ya mucho mejor y de aquí a quince días podremos irnos al campo, tu prima se ha ofrecido a aposentarnos, yendo antes que nosotros para prepararlo todo en la quinta.
» – ¿Qué dice usted, papá? – exclamó Magdalena. – ¿Que Antoñita va a Ville d'Avray?
» – Sí, Magdalena – contestó su prima. – Ahora tú ya estás mejor, como acabas de oír de labios de tu padre, y tu doncella y la señora Braun y Amaury bastarán para cuidarte. Creo que no necesita más un convaleciente. Mientras tanto yo iré allí, prepararé tu cuarto, cuidaré tus flores, arreglaré tus invernaderos; en fin, pondré todo en orden y verás como cuando tú llegues lo encuentras a medida de tus deseos.
» – ¿Y cuándo partes? – preguntó Magdalena con una emoción que no pudo ocultar.
» – Dentro de breves momentos. Ya hemos dado orden de que enganchen.
»Magdalena, impulsada por el remordimiento, por la gratitud, o quizás a la vez por ambas cosas, abrió entonces sus brazos a Antoñita y las dos primas se abrazaron con efusión. Hasta me pareció oír que mi hija deslizaba al oído de Antoñita esta palabra: – ¡Perdón!
»Después, Magdalena pareció reunir sus fuerzas para preguntar:
» – ¿No vas a aguardar a Amaury? ¿Vas a marcharte sin despedirte de él?
» – ¿Despedirme? ¿Qué necesidad hay de eso, si hemos de volver a vernos de aquí a dos o tres semanas? Hazlo tú en mi nombre, que eso le gustará más.
»Y después de pronunciar estas palabras, salió de la habitación.
»Poco después, oímos rodar el coche que la llevaba, al mismo tiempo que José entraba a anunciarnos que acababa de partir.
»En aquel momento yo, que tomaba el pulso a Magdalena, noté un cambio muy sensible cuando ella oyó la noticia.
»De noventa pulsaciones, bajó setenta y cinco; luego fortalecida de aquellas emociones que a cualquier observador superficial habrían parecido bastante menos intensas, se durmió, tal vez con el sueño más tranquilo que había podido conciliar desde la noche fatal en que Amaury la llevó desde el salón al lecho en que aun estaba acostada.
»Como yo ya suponía que Amaury volvería pronto, adopté la precaución de abrir la puerta con cuidado para que no la despertase el rumor de su llegada.
»Esta no se hizo esperar. Cuando él entró, le indiqué con una seña que se sentase en el lado hacia el cual tenía vuelta la cara mi hija, para que pudiese verle así que abriera los ojos, ¡Ay de mí! Bien sabe Dios que ya no estoy celoso. ¡Quiera El que no se cierren sus ojos, sino después de gozar de dilatada existencia, y no importa que todas sus miradas las dedique a su novio!
»Desde este momento se afirma la mejoría.
9 de junio
»Acentúase cada vez más la mejoría…¡Gracias, gracias, Dios mío!
10 de junio
»Su vida está ahora en manos de Amaury. Si consiente en lo que le pido, está salvada.»
XX
Para relatar los anteriores sucesos nos hemos valido del diario del doctor, por ser éste el mejor medio de enterarnos de todo lo ocurrido a la cabecera del lecho de su hija y de compenetrarnos con el estado de ánimo de los que en ella tenían cifradas sus más caras afecciones.
El señor de Avrigny no se equivocaba al decir que estaba mejor la enferma. Gracias a los cuidados del padre y a la ciencia del sabio se había operado el milagro, y por aquella vez la muerte había sido vencida.
Con todo, el doctor, a pesar de toda su ciencia o tal vez a causa de ella, que le descubría todos los misterios del organismo humano, había vislumbrado interpuesta entre él y la enfermedad, una tercera influencia que él se consideraba impotente para combatir y que tan pronto venía en auxilio del mal con en el del médico. Esta tercera influencia la representaba Amaury; por eso había estampado en su diario que en manos de él estaba la vida de Magdalena.
Así, obrando en consecuencia, al día siguiente a aquél en que había escrito esta triste confesión envió a Amaury un recado diciéndole que le aguardaba, pues necesitaba hablarle. El joven, que aún no se había acostado, acudió inmediatamente al despacho del doctor.
El padre de Magdalena, sentado junto a la chimenea con la cabeza oculta entre las manos, estaba abstraído en tan hondas reflexiones que no lo oyó entrar ni notó su presencia cuando llegó adonde él estaba, hasta que Amaury, después de contemplarle un momento, le preguntó con acento de inquietud:
– ¿Qué ocurre? ¿Por qué me ha hecho usted llamar? ¿Ha recaído Magdalena?
– No, hijo mío, no – respondió el doctor. – Precisamente porque está mucho mejor he querido hablar contigo. Siéntate, pues, y hablaremos.
Obedeció Amaury sin replicar, mas no libre de inquietud, porque el acento del doctor, por lo solemne, le revelaba que iba a tratarse allí de algún asunto muy serio.
Efectivamente, tan pronto como Amaury se acomodó en un asiento, le tomó el doctor la mano y mirándole fijamente, le dijo:
– Escúchame, Amaury: tú y yo somos como dos soldados que han peleado juntos en el campo de batalla; nos conocemos mutuamente, tenemos perfecta idea de nuestro valor y de nuestras fuerzas, y así podemos hablarnos con toda sinceridad, con absoluta franqueza.
– ¡Ay! – repuso el joven. – Desgraciadamente, en esta larga lucha en la que todos aguardamos que usted triunfe, le he servido de muy poco; ha tenido usted en mí un mal auxiliar. Cierto es que si la intensidad del amor y el fervor de la oración constituyesen méritos a los ojos de Dios y sirviesen de ayuda a la ciencia, yo también podría atribuirme en cierto modo la gloria de haber contribuido a que Magdalena hoy esté convaleciente.
– Lo sé, Amaury, lo sé. Por eso, porque sé hasta qué punto la quieres, espero de ti, en bien de ella, un ligero sacrificio.
– Hable usted. Estoy dispuesto a todo, menos a renunciar a ser su esposo.
– No temas, hijo mío. Magdalena es tuya, o mejor dicho, no pertenecerá nunca a otro hombre.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Oye, Amaury; escucha en mis palabras la observación del médico y no el reproche de un padre. Yo comencé a temer por la salud de mi hija el mismo día en que nació; pero las dos veces en que más seriamente me ha alarmado desde que está en el mundo han sido: una, cuando le declaraste tu amor, y la otra…
– No me la recuerde usted, padre mío. ¡Cuántas noches, mientras usted velaba a su cabecera y yo lloraba en mi cuarto, me ha asaltado ese recuerdo, causándome la tristeza propia del remordimiento! Pero por fuerza tendrá usted que perdonarme, porque junto a Magdalena pierdo la razón, todo lo olvido, el amor me trastorna…
– De todo corazón te perdono, hijo mío, porque si así no fuera no la querrías. ¿Ves? En eso consiste la diferencia que hay entre tu amor y el mío; yo presiento las desgracias futuras y tú olvidas las pasadas. Por eso me parece conveniente y hasta juzgo que es preciso que apartes de ella, siquiera sea temporalmente, tu amor ciego y egoísta, para que por su salud pueda velar tan sólo el cariño previsor y desinteresado de su padre.
– ¿Qué dice usted? ¿Que abandone a Magdalena? ¡Imposible!
– Por unos cuantos meses solamente.
– Pero considere usted que Magdalena me quiere tanto como yo a ella; no, tanto no, porque eso no puede ser. (Estas palabras de Amaury hicieron sonreír al doctor.) ¿No teme usted que esa ausencia le perjudique aún más que mi presencia?
– No, porque aguardará tu vuelta y para las heridas del alma no hay bálsamo más eficaz que la esperanza.
– Pero, ¿adonde iré? ¿Y con qué pretexto?
– Por pretexto no te apures no hace falta, porque existe una razón justísima. Yo conseguí para ti una misión que debías cumplir en la corte de Nápoles, y en su virtud tú dirás o, aun mejor, lo diré yo, y así quedas exento de responsabilidad, que en provecho de tu carrera tienes que desempeñar esa comisión inmediatamente. Si mi hija se queja, yo le diré que calle, que iremos a recibirte cuando regreses y, en vez de tres meses, la separación no llegará a seis semanas.
– ¿De veras? ¿Lo hará usted así?
– Sí, hijo mío; ya lo verás. A Magdalena le conviene el clima de Italia, con su hermoso cielo y su aire tibio y suave. La llevaré a Niza, porque ese viaje es poco costoso y puede hacerse sin gran fatiga, remontando el Sena, siguiendo el canal de Briare y bajando luego el Saona y el Ródano. Desde allí te escribiré que aceleres o dilates tu regreso, según como esté mi hija. De este modo la ausencia es, y así lo debes comprender, bastante soportable, endulzada por la esperanza de una reunión próxima, y yo veré a Magdalena libre de esas fuertes emociones y de esas terribles sacudidas debidas a tu presencia, que la postran y la matan. Fija bien en tu memoria, lo que ahora voy a decirte y tenlo siempre muy en cuenta: La he salvado ya dos veces; pero a la tercera crisis no habrá remedio para ella y sucumbirá forzosamente. Esa crisis tiene que sobrevenir con tu presencia.
– ¡Oh! ¡Es horrible! ¡Qué situación, Dios mío!
– Te lo pido, pues, no ya por ti ni por mí, sino por ella. Te pido que me ayudes a salvarla y lo harás si comparas esa separación tan corta con la separación eterna, impuesta por la muerte.
– ¡Qué remedio!.. Haré lo que usted quiera, padre mío.
– No esperaba menos de ti, Amaury. ¡Gracias, hijo mío, gracias! – exclamó el doctor sonriendo por primera vez desde hacía quince días. – Ahora es cuando a modo de recompensa por tu abnegación puedo decirte: Esperemos.