Kitabı oku: «Currículo decolonial», sayfa 3

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La Cátedra de Estudios Afrocolombianos tal como está organizada dentro del currículo en la actualidad, según la visión de Rojas (2008), denota que, en muchas instituciones del país, ni siquiera se tiene en cuenta dentro de las áreas que se trabajan normalmente, además en muchas otras, está incluida dentro del área de ciencias sociales, con una o máximo dos horas de intensidad, y en otros casos se trabaja tan aisladamente, como si los contenidos que esta cátedra posee no fuesen parte del contexto y de la realidad propia de nuestra nación.

Expone Rojas (2008): “[…] lo que la cátedra debería posibilitar son nuevas miradas al conjunto de la propuesta formativa de cada institución” (p. 36). Y es precisamente este el punto neurálgico, puesto que, en muchos contextos no existe concienciación de la importancia cultural, social, política, histórica, racial que posee la cultura afrocolombiana y los aportes que ha realizado desde su llegada a nuestro continente, a nuestra nación y en su inherente participación en la construcción de ciudadanía. Además, se debe reflexionar sobre estos procesos tan cotidianos como lo son la discriminación, racismo, que se viven dentro y fuera de la escuela, de qué forma pueden ser manejados, llevados, a que se cuestionen y se modifiquen en sus prácticas, para evitar seguir cayendo en el juego que ofrece la colonialidad del ser, del poder y del saber desde nuestras biopraxis.

Todo lo anterior, da fundamento a la articulación de la Ley 70 de 1993, desarrollada en el artículo transitorio 55 de la Constitución Política de Colombia con la educación étnica y los currículos que se desarrollan con la Cátedra Afrocolombiana.

La Ley 70 de 1993, procura integrar la comunidad afrocolombiana, palenquera y raizal a un sistema de protección similar a la que tuvo la comunidad indígena en general en todo el territorio nacional, incluso reivindica el derecho a la tenencia de tierras. Sin embargo, hay que ser críticos frente a esta situación: ¿Cuáles tierras?, las que poseen los terratenientes o los pocos campesinos y la misma comunidad, que a la larga se perdieron y están en otras “manos” al margen de la ley.

Existe un “respeto” teórico por la integridad y dignidad de la vida cultural, pero; ¿Se ha promocionado tal respeto?, ¿Las políticas públicas realmente lo hacen?, ¿Lo aplican?, ¿En realidad la cultura afrocolombiana se fomenta?, ¿Cuáles centros culturales existen al interior de las diferentes comunidades?, ¿Qué proyectos se gestan para jóvenes y menores para que vivan sus tradiciones “orales”, sus danzas y otras muy propias?

Y nosotros mismos como docentes, como educadores; ¿Qué tanto nos preocupamos porque estas leyes se conozcan y se promuevan dentro del currículo, para que estudiantes y comunidad en general se apropien y empoderen de las mismas?

Son muchas las debilidades de la ley, así mismo se evidencia dentro de estas leyes la colonialidad, esa cara oculta que solapa las verdaderas intenciones de la clase dominante sobre aquellos subalternos, oprimidos como los son las comunidades étnicas, y que seguirán siendo siempre los de “abajo”. Porque aun existiendo leyes, autonomías y fueros, no hay un sentimiento de pertenencia, no hay empoderamiento, no hay conocimiento, no hay conciencia de la autodecolonialidad del saber, del vivir, del hacer desde las prácticas curriculares en las escuelas etnoeducativas, ni en los docentes que laboramos allí.

Principios de la etnoeducación

Los principios de la etnoeducación son: integralidad, diversidad lingüística, autonomía, participación comunitaria, interculturalidad, flexibilidad, progresividad, solidaridad (Artículo 56 de la Ley 115 de 1994).

La educación para los grupos étnicos hace parte del servicio público educativo y se sustenta en un compromiso de elaboración colectiva, donde los distintos miembros de la comunidad en general intercambian saberes, vivencias, con miras a mantener, recrear y desarrollar un proyecto global de acuerdo con su cultura, su lengua, sus tradiciones y los fueros propios y autóctonos (Ley ١١٥ de ١٩٩٤, capítulo ١, artículo ١).

Cabe destacar que: “Un aspecto relevante es la articulación de la formación investigativa del estudiante desde mediaciones para crear un pensamiento crítico, con el desarrollo de la investigación del profesor en semilleros y proyectos de investigación con participación de estudiantes” (Díaz Barriga y García, 2014, p. 117).

Todas estas reglamentaciones son la base de la educación y los currículos étnicos de nuestro país, sin embargo, existe una connotación muy paradójica, puesto que es el Estado el que, en últimas, genera colonialidad con la imposición de sus políticas educativas, a la vez, el mismo Estado propicia la decolonialidad con la autonomía que les brinda a las comunidades para la gestación de sus procesos educativos, de sus currículos, de su formación, así como la transmisión y permanencia de sus culturas.

No puede existir colonialidad sin decolonialidad y viceversa, ambas se constituyen y contradicen, forman el ciclo dialéctico, donde una es la tesis, la otra la antítesis y juntas forman la síntesis. Así, las instituciones etnoeducativas, como la nuestra, tienen todas las posibilidades de deslegitimar la colonialidad de la educación con el empoderamiento de estas leyes, que bien usadas, son la base del desarrollo de la decolonialidad del currículo y de las prácticas que este contiene.

Con el empoderamiento y sentimiento de pertenencia hacia la implementación de la cátedra afrocolombiana dentro del currículo escolar, se deben emprender acciones que permitan que las vivencias, que parten de la misma comunidad educativa y se hacen extensivas hacia la comunidad en general, para que el trasegar, el compartir, el convivir, el conversar, el acompañar y el disentir, se conviertan en ejes de articulación de lo que significa ser afrocolombiano, del sentido que tiene llevarlo en la sangre, en la conciencia y la dignidad que se debe respetar y, sobretodo, hacer visible.

La colonialidad y sus formas. En nuestros contextos latinoamericanos, colombianos, y especialmente en el magdalenense y tucurinquero, muy pocas veces, o casi nunca, nos cuestionamos sobre nuestros verdaderos orígenes, sobre el idioma que hablamos, sobre las costumbres que poseemos, sobre los comportamientos y formas de ver la vida, así que simplemente, y de forma mecánica, vivimos sin preguntarnos y sin buscar un más allá.

Sin embargo, existen personas que si se han realizado este cuestionamiento, tal es el caso de Walter Mignolo (2013) que afirma: “[…] una profunda reflexión sobre la forma en que hablamos, la manera en que representamos y, sobre todo, acerca del modo en que pensamos desde nuestra situación de enunciación en tanto que integrantes de una cultura determinada” (p. 21). Todo esto nos demuestra que nosotros no somos más que el producto de una cultura que nos fue impuesta, que sin darnos cuenta validamos día a día y que, además, dejamos de lado y desconocemos las otras culturas que también forman parte de nuestra herencia genética, este es precisamente el peso de la colonialidad, que vive inmersa en este desconocimiento y subvaloración de lo “otro” cultural que también es parte de nuestro ser.

La modernidad es un fenómeno histórico, social y económico, que trasciende las estructuras y las relaciones de producción de las sociedades, va más allá, posee en sí la forma más invisible de dominación, subalternidad, sometimiento que pueda existir, porque vive cotidianamente entre nosotros y no nos percatamos de su existencia, de su permanencia en cada uno de nuestros actos, en cada forma de vivir, sentir y conocer, esto es la colonialidad como cara oculta de la modernidad. Maldonado-Torres (2007a) explica cómo la colonialidad procede del colonialismo, la respiramos cotidianamente, porque está presente en nuestras formas de vivir, en nuestro sentido común, en la visión que tenemos de nosotros y de nuestros pueblos, en nuestras aspiraciones, en nuestra cultura, en lo que aprendemos, en los conocimientos, está inmersa y es inherente a nuestra modernidad.

En palabras de Mignolo (2014), la modernidad se construyó sobre lo europeo y sumió en el olvido las otras tradiciones, borrando las otras territorialidades de las mentes de los europeos, pero no de las otras mentes, como las de los chinos, los islámicos, los africanos, los americanos; es por esto que, hoy resurge la diversidad en todas sus formas, ubicando lo europeo en un contexto local como todas las demás diversidades.

En claro acompañamiento de lo expresado por Mignolo (2014), encontramos en Zizek (2015) la explicación de cómo los indios (India) se ven obligados a hablar en un idioma muy diferente al suyo, porque fue impuesto, irónicamente para expresar su identidad más íntima, siendo esto una alienación, y lo más paradójico es que ellos tengan que formular su resistencia en la lengua del opresor. Estas son las contradicciones que ofrece la modernidad, desde lo inherente de la colonialidad a nivel político y que traspasa la vida de muchas culturas, no solo en nuestro continente, sino que también hace presencia en aquellos territorios que un día fueron colonizados por las grandes potencias.

En Europa, también se vive la colonialidad, como un expresión de la dominación y el poder, y aunque nosotros cuestionemos esto desde la periferia producto de la eurocentricidad, resulta paradójico que, en el epicentro, también exista este flagelo que mengua la existencia, el ser, hacer, sentir, vivir de algunas personas de otras razas y otros contextos tan propios de Europa.

La modernidad, con su presencia en nuestra cotidianidad, nos envuelve en muchas falacias que a simple vista no se evidencian, pero que si se escudriña al interior de cada pueblo, en el contexto en donde se encuentren, siempre mostrará alienación, perturbación, subalternidad de aquellos a los que utiliza y controla, sea a nivel económico, político, social, cultural, en fin, hasta en el educativo.

Contrario a lo que comúnmente creemos, Europa también está viviendo una crisis, por ese mismo efecto de la colonialidad. Cualquiera podría imaginarse que al ser ellos detentores de poder político, económico, al haber expandido sus fronteras colonizadoras por todo el mundo, les hacía tener una capa o escudo protector frente a las crisis y no es así, porque estas son el resultado de sus propios procesos y los resultados han sido tan devastadores en lo concerniente a sus economías, golpeando duramente la vida de los subalternos europeos, de las clases menos favorecidas y de aquellos pueblos que dependen de otros, generando dependencia, pero al mismo tiempo generando autoconciencia. Esta es una oportunidad para muchos de los pensadores decoloniales europeos, porque en allí también se vive y se conoce la decolonialidad, y aunque no es un fenómeno de masas, se ha ido expandiendo de a poco entre los conscientes.

Cada vez más experimentamos nuestra libertad como una carga que provoca una ansiedad insoportable; “Incapaces de romper este círculo vicioso por nosotros mismos, como individuos aislados, puesto que cuanto más actuamos libremente, más nos esclaviza el sistema, necesitamos despertar de este sueño traumático de falsa libertad zarandeados por la figura de un amo” (Zizek, 2016, p. 75).

También es menester que existan cambios, reformas dentro del orden existente, porque el individualismo ha marcado, y ha zanjado, cualquier revolución social, por lo cual es necesario asumir responsabilidad social (Zizek, 2014).

El excesivo individualismo que contiene la modernidad, ha generado una carrera absurda y una competencia desmedida entre los seres humanos, desde su ser, olvidando lo verdaderamente esencial e importante como lo es la sociedad, como grupo constructor, como elemento unificador de cultura, de modos de vida y de modos de hacer. De manera que, la verdadera responsabilidad que cada uno de nosotros tenemos frente a las demás personas en nuestro actuar, en nuestro vivir, en como las tratamos, en como convivimos en grupo y los objetivos que perseguimos como tal, es la búsqueda del bienestar común y el buen vivir colectivo. Sin embargo, a veces nos arraigamos a cuestiones que van más allá de nuestra comprensión, y es lo instintivo, lo natural, que fluye como elemento opresor de nosotros mismos, como elemento que nos genera colonialidad a nivel interno: “[…] la naturaleza misma, que es una especie de limitación preestablecida de nuestra libertad; nuestra naturaleza misma es algo opresivo” (Zizek, 2006. p. 121).

Dentro de la tipología de la colonialidad, encontramos tres tipos de colonialidad que constituyen invariantes de la teoría, además, son los postulados más desarrollados en la configuración epistémica de la colonialidad: del poder, del saber y del ser.

Una teoría de la colonialidad deberá tener en cuenta las nociones de interculturalidad y diferencia colonial, así como sus relaciones. No pueden faltar en este aspecto los valiosos e incuestionables aportes de Mignolo (2002) y Walsh (2005a, 2006). Finalmente, es imprescindible que esta teorización se impulse en/desde/por/para América Latina. En este sentido, debemos escuchar las autorizadas voces de Dussel (2000) y Mignolo (2007), quienes han configurado una idea de América Latina desde la herida colonial y la opción decolonial, relacionando a Europa, América Latina, la modernidad y el eurocentrismo que deviene en colonialismo y da lugar a la colonialidad. En este sentido, Solís (2011) hace una interesante propuesta que denomina el giro decolonial en la psicología, proponiendo la configuración de una psicología decolonial.

La colonialidad del poder está relacionada con la occidentalización del otro, desde la perspectiva de la modernidad colonial, es decir, la invasión del imaginario del otro, reconfigurando su identidad y reorientándola hacia sendas eurocéntricas. Para Quijano (1992) la colonialidad del poder penetra el interior del imaginario del colonizado, desvirtuando y reconfigurando las formas de conocer, de crear saber, de configurar sentido y significado, de crear imágenes, perspectivas y símbolos.

La colonialidad del ser, también nos viene desde la época de Colón, cuando llegó a nuestras tierras y comenzó a integrarse con nuestros antepasados nativos, vio en ellos características tales que los diferenciaba de las propias, cosa que no le convenía para sus intereses dominadores. A estas personas las adoctrinaron, les cambiaron su esencia, sus creencias, sus modos de ser y de estar, impregnándolos de lo que los europeos traían, los deshumanizaron para que entraran a la carrera ambiciosa de conseguir todo a costa de lo que sea.

En realidad, vivimos inmersos en estos tipos de colonialidad, nuestra cotidianidad nos oculta esta dimensión de la modernidad, porque cuando no poseemos conciencia de ella, nos envuelve, nos atrapa y navegamos mansamente en sus aguas turbias, llena de enredaderas, pero existen otras alternativas, que pueden generar despertares de conciencia, despertares de la irrealidad: “No obstante, proponemos el interculturalizar, el decolonizar y el reconfigurar como acciones de la emancipación edificante” (Ortiz, Arias y Pedrozo, 2018b, p. 21), como el camino que puede abrir las mentalidades frente al oscurantismo que ofrece la colonialidad.

Existirá una vía, una alternativa para generar emancipación; decolonización de esa colonialidad global (Mignolo, 2014), que fluye en todas las culturas, contextos y ámbitos donde la modernidad ejerce su papel protagónico.

El ser, elemento constitutivo y esencial de nuestra humanidad, ha sido impregnado de colonialidad, de manera tal que lo ha deslegitimado, lo ha desvirtuado, no se le permite expresarse libremente, no se le deja mostrar ambigüedades, otras caras, otros modos, siempre ha de primar la exactitud, la certeza, la estabilidad heredada, impuesta, poco permisiva. “Hemos sido colonizados por las narrativas de la exactitud, por la linealidad de la existencia que se va desarrollando por etapas que deben ser superadas a toda costa para poder llegar a ser” (Palermo, 2014, p. 109).

En nuestros contextos educativos, precisamente, desvinculamos el ser de muchos procesos académicos, prima la exactitud del conocimiento, de la evaluación, del comportamiento, queremos regirnos bajo normas imperativas, impositivas que no le permiten al ser, “ser en esencia”, en libertad. Cualquier manifestación contraria de la norma es un conato de error, de no normalidad, es decir, universalizamos las características esenciales del ser, uniformamos el comportamiento, las expresiones, las actitudes de cada persona, de cada estudiante, pretendemos una fingida regularidad, un fluir donde no hay espacio para la sorpresa, solo para la rigidez y la exactitud.

Autocolonialidad: base de la colonialidad. Ortiz (2017c) introduce la noción de autocolonialidad. Podremos ser libres manifestando lo que en realidad somos, ya que sin darnos cuenta nos autocolonizamos cuando tememos salirnos de lo que comúnmente pensamos y hacemos, nos hemos quedado en la zona de confort.

Cada persona que habita este sistema-mundo, lo hace desde la mecanicidad que el mismo sistema le imprime, es decir, es envolvente, no posibilita que desde el mismo ser, cada quien se cuestione, porque está tan imbricado en todos los procesos productivos, laborales, económicos, políticos, educativos, que no hay lugar para reflexionar sobre tales procesos, porque, “El opresor está dentro del oprimido […]” (Walsh, 2005, p. 237).

La colonialidad está tan dentro de uno, de cada individuo, que no diferencia si en realidad está siendo oprimido o es opresor, si hay algo que lo subalterniza o es quien subalterniza, o si es que existe tal subalternidad dentro de la pretendida “libertad” que nos ofrece el sistema capitalista moderno, donde supuestamente todo lo podemos tener para ser felices, pero a costa ¿de qué?, ¿de quiénes?, y cuando se llega a una concienciación de estos cuestionamientos, caemos en cuenta que vivimos, somos, sentimos y hacemos la autocolonialidad.

En la revisión de la historia que nuestros pueblos han experimentado, podemos notar cómo la supremacía de la palabra y la escritura se ha mantenido en primer plano, orientando y construyendo el discurso que desde sus objetivos históricos y desde su visión han contribuido a la construcción de un discurso, que en el fondo justifica, fundamenta las acciones que han realizado, estos hechos configuran la matriz cultural bajo la cual, el presente y el futuro ha venido desenvolviéndose (Walsh, ٢٠٠٥, p. ٢٥١).

Y esto, precisamente, genera esa mentalidad de la autocolonialidad, vivida a través de la historia de nuestros pueblos y que ha sido desconfigurada, transformada, no visibilizada, es decir, ha sido autocolonizada por nosotros mismos, por nuestra propia ignorancia, o porque siempre hemos creído en el discurso histórico de los europeos, de la ciencia impuesta, de lo “único válido”.

La autocolonialidad se vivencia en cualquier proceso de la vida cotidiana, desde la casa, cuando con nuestros actos irreflexivos cercenamos los derechos de nuestros hijos, y los actos propios, negándonos en nuestro ser cualquier posibilidad de emancipación, respeto y reconocimiento del otro, de la otra y del otro yo que llevamos dentro. En la escuela también es una práctica común para muchos de los maestros; nuestros actos están inmersos en la autocolonialidad, la del saber y el ser, porque ponemos por encima de nosotros, de nuestros estudiantes, entes y saberes que creemos magnánimos, superiores y lo único que hacen es desconocernos o excluirnos. Así mismo, es lo que producen nuestros estudiantes, en muchos casos, los disminuimos, no le damos validez porque no creemos en lo que ellos aportan desde su cotidianidad, desde su hacer como personas que contribuyen con el bienestar del colectivo institucional, llamado escuela, colegio, institución, entre otros.

La autocolonialidad es tan antigua como la misma colonialidad, una explicación de esta la podemos encontrar cuando Guerrero y Weisner (2011) afirman; “[…] los españoles y los criollos enriquecidos a lo largo de la vida colonial, buscaban afanosamente la adquisición de distinciones honoríficas, que patentizaron su condición de propietarios e institucionalizarán frente a los demás hombres, un rango y una consideración social superior” (p. 231). Esto nos permite reflexionar en como la necesidad imperiosa de sentirnos más poderosos y “mejores” que los demás, nos hace vivir en la autocolonialidad que, según la descripción de estos autores, viene desde la sociedad colonial.

Otro ejemplo de autocolonialidad la podemos encontrar: “[…] a través de la educación colonial, los barbadenses aprendían a respetar y amar a la metrópoli, cuya historia y naturaleza llegaban a conocer mejor que la de su propia isla” (Pizarro y Benavente, 2014, pp. 177-178). La educación es un factor determinante de la autocolonialidad porque lleva a las personas a desvincularse de lo propio, de su territorio, de su historia, de lo natural, para sentirse de otro lugar, desconocer la pertenencia, la identidad y asumir otra totalmente ajena, es decir, en el hecho de asumir esa otra identidad es donde se da la autocolonialidad.

Con la ontología moderna, se han vuelto preponderantes ciertos constructos y prácticas, como la primacía de los humanos sobre los no humanos (separación de naturaleza y cultura) y de ciertos humanos sobre otros (la separación colonial entre «nosotros» y «ellos»); la idea del individuo separado de la comunidad (Quintero, ٢٠١٤, p. ٦٠).

Esto nos adentra a la reflexión aún más profunda de la autocolonialidad, es decir, en el cómo nos superiorizamos por encima de la naturaleza, por encima de las tradiciones, la cultura, el cómo nos queremos endiosar por encima de los otros seres humanos, a un punto tal que solo nos importa el yo y no nos duele ni nos mueve la comunidad.

Es importante hacer la reflexión sobre la autocolonialidad vista desde la óptica de nuestras comunidades afrocolombianas, que aunque poseen una conciencia clara de sus intereses de liberación, en realidad no lo viven, siguen atados a ese lastre del pasado desde su individualidad, desde su colectividad, porque sigue existiendo dentro de su ser, esa negación de lo que son como personas, de lo que pueden aportar y lograr para transformar sus vidas. Por tanto, sigue existiendo esa minimización de todo lo que hacen y esa subvaloración de sus tradiciones y expresiones, que, de un modo u otro, se ve reflejado en los estudiantes, en las estudiantes, en los jóvenes, en las jóvenes que no desean mejorar sus condiciones de vida, que no poseen un buen vivir, que no tienen expectativas frente a su propia educación, como base de su emancipación, esto se refleja claramente en la bio-praxis de muchos de nuestros estudiantes de la IED.

Cuando la colonialidad es más que una imposición, en cualquier nivel, sea político, administrativo, militar, traspasa las raíces profundas de las culturas, de las sociedades, de los grupos y continúa viva, solapada, camuflada, envolvente, a pesar de la decolonialidad (Walsh, 2013). Esto es una muestra fehaciente de la autocolonialidad que pervive en nuestras prácticas, en todo lo que hacemos, vivimos y sentimos, que posibilita el tránsito de estar en una y otra posición, asumir y olvidar para luego concienciar nuestra propia dominación a partir de la costumbre, de la inconciencia.

La autocolonialidad es el tránsito de la colonialidad desde el exterior al interior de cada persona, cuando ella misma aplica y practica acciones de dominio hacia sus semejantes y a sí misma, cuando de forma inconsciente, queremos subalternizar y subalternizarnos, cuando buscamos un principio liberador pero terminamos subyugados a nuestros lastres, a nuestras taras existenciales, racionales o praxiológicas, y que determinan la colonialidad como elemento cotidiano propio, no reconocido, invisibilizado, llevado a su máxima expresión dentro del ser, dentro de la conciencia, con verdadera intención o sin ella, pero excluyendo, discriminando, irrespetando, vulnerando a otros que están allí o a sí mismos.

La interculturalidad decolonial: modo “otro” de ser. La interculturalidad es un proyecto/proceso que hace un llamado a todos los seres humanos marcados o movilizados por las configuraciones de poder que conservan y reproducen la deshumanización, la racialización, la subalternización de formas de vivir, formas de ser y de conocer, el racismo y la exclusión, así como la súper y sobrehumanización de algunos.

La interculturalidad está llamada a transformar la sociedad profundamente en sus configuraciones políticas y sociales, transformar las configuraciones de pensamiento y acción para crear nuevas y diversas formas de amar, estar, ser, soñar y vivir. Para Walsh (2009) la interculturalidad no es un nuevo paradigma hegemónico, totalizante y homogeneizante, es más bien un proyecto de vida que se está configurando de manera permanente, una perspectiva, un proceso y no una meta que hay que cumplir.

Catherine Walsh (2009) no concibe la interculturalidad como un concepto académico, o proveniente de la academia, sino como un proceso/principio/proyecto epistémico, ético, ideológico, político y social, generado por/en/desde el movimiento indígena de Ecuador, y desde esta mirada, la interculturalidad contribuye a la configuración de nuevas y diversas posibilidades y condiciones para enfrentar el colonialismo vigente.

Ahora bien, los pueblos y nacionalidades indígenas no comparten solo una diferencia cultural sino esencialmente económica, política, histórica y colonial, de manera que la interculturalidad no es una necesidad solo para los grupos indígenas o poblaciones afro. Albán (2008) señala que la interculturalidad crítica no es solo un proyecto o un proceso étnicos, o de las diferencias entre las culturas, sino que es más bien un proyecto de vida y de re-existencia, un camino hacia el buen vivir y el bienestar colectivo.

La interculturalidad implica que todos los seres humanos seamos interculturales, todos seamos versátiles y plurales. Es decir, en un mundo intercultural la definición de la identidad sería un proceso autoconfigurativo, esto significa que seré afro no por el color de mi piel, sino porque asumo y aplico la cultura afro, seré mujer porque me gusta vivir en el matriarcado, y no porque haya nacido mujer y para ser proletario no necesariamente tengo que ser obrero, de lo contrario nosotros, académicos intelectuales, no lo seríamos, sin embargo, nosotros nos sentimos y nos asumimos proletarios. La identidad no es una condición ontológica sino epistemológica, ética, política e ideológica.

La identidad, es pues, un fenómeno psicosocial, en este sentido, proporciona explicaciones apropiadas para la red de interacciones de los grupos humanos en sociedades plurales, en las cuales la apariencia, la etnicidad y el status fuera del grupo social de pertenencia tienen un singular impacto en el proceso de desarrollo de la identidad personal (Esmeral y Sánchez, ٢٠١٦, p. ٦٦).

La interculturalidad se traduce en un proceso/lucha/acción/proyecto liberador que sueña una nueva sociedad sin subalternos. Este proyecto se sustenta en nuevas condiciones/criterios/principios sobre el saber, poder, ser y vivir; los cuales se convierten en ejes orientadores y cimientos praxiológicos para el diseño de estrategias, mecanismos y dispositivos de la configuración sociocultural “otra”. La interculturalidad lucha contra las formas estructurales de exclusión, es una lucha que propende por la configuración de un proyecto de autoridad política, un proyecto social y de vida digna, con equidad, justicia y solidaridad, que abandone el legado colonial (Walsh, 2009).

La interculturalidad también indica la necesidad de trabajar en contra de la colonialidad, es decir, a favor/desde/por/para la decolonialidad. Esto significa que la interculturalidad no es un estado final sino una afluencia, una configuración de operaciones y acciones siempre en curso y en continuo despliegue.

Sánchez (2013) aborda la noción de interculturalidad vestida de multiculturalismo, por cuanto, lo que necesitamos en el Abya Yala no son Estados multiculturales sino interculturales, ya que la multiculturalidad es una condición ontológica de nuestros países, aunque un Estado determinado lo reconozca o no. De esta manera, urge la configuración de un Estado no solo intercultural sino además decolonial y es, precisamente allí, donde entraría la interculturalidad decolonial, porque esta impediría que los gobiernos de turno, o las administraciones politizadas estatales, manosearan y subvirtieran el sentido y significado de la interculturalidad solo para utilizarlas como banderas programáticas o de acciones disfrazadas de inclusión.

Teniendo en cuenta que el contenido y esencia de la palabra decolonial imposibilitaría que su opuesto, la colonialidad del poder, en manos de los gobernantes, la permeen, la expresen. ¿Cómo un ente que genera colonialidad expresaría la palabra decolonialidad?, esto generaría contradicción y su discurso perdería cohesión y coherencia frente a los principios de modernidad y de desarrollo capitalista. En cambio, las comunidades diversas si podrían utilizar y accionar el término y esencia a través de la promoción del diálogo, la interacción cultural y el hacer desde sus propias miradas, en pos del buen vivir autónomo.

No puede quedarse como una utopía el hecho de fundamentar las relaciones que se vivencian con otras personas de otras comunidades, de otras creencias, culturas, procederes, o simplemente de otros pensares y haceres, en un diálogo, en una conversación donde exista: el fluir, el ir y venir de/en/ y con el “otro”, en el consenso y en el disenso, dentro de las diferencias de los “unos” y de los “otros”. Como lo afirman Esmeral y González (2015), “[…] asumir la interculturalidad como un criterio de diálogo” (p. 177).

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