Kitabı oku: «El conde de montecristo», sayfa 2
Capítulo 2 El padre y el hijo
Y dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada, sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebière en toda su longitud, se dirigió a la calle de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los cuatro tramos de una escalera oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su corazón se detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo de aquella estancia; allí era donde vivía el padre de Dantés.
La noticia de la arribada de El Faraón no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que trepaban hasta la ventana.
De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba:
-¡Padre! … , ¡padre mío!
El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y tembloroso.
-¿Qué tienes, padre? -exclamó el joven lleno de inquietud-. ¿Te encuentras mal?
-No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría… la alegría de verte así… , tan de repente… ¡Dios mío!, me parece que voy a morir…
-Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, porque dicen que la alegría no mata. Ea, sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser felices.
-¡Ah!, ¿conque es verdad? -replicó el anciano-: ¿conque vamos a ser muy felices? ¿Conque no me dejarás otra vez? Cuéntamelo todo.
-Dios me perdone -dijo el joven-, si me alegro de una desgracia que ha llenado de luto a una familia, pues el mismo Dios sabe que nunca anhelé esta clase de felicidad; pero sucedió, y confieso que no lo lamento. El capitán Leclerc ha muerto, y es probable que, con la protección del señor Morrel, ocupe yo su plaza… ¡Capitán a los veinte años, con cien luises de sueldo y una parte en las ganancias! ¿No es mucho más de lo que podía esperar yo, un pobre marinero?
-Sí, hijo mío, sí -dijo el anciano-, ¡eso es una gran felicidad!
-Así pues, quiero, padre, que del primer dinero que gane alquiles una casa con jardín, para que puedas plantar tus propias enredaderas y tus capuchinas… , pero ¿qué tienes, padre? parece que te encuentras mal.
-No, no, hijo mío, no es nada.
Las fuerzas faltaron al anciano, que cayó hacia atrás.
-Vamos, vamos -dijo el joven-, un vaso de vino te reanimará. ¿Dónde lo tienes?
-No, gracias, no tengo necesidad de nada -dijo el anciano procurando detener a su hijo.
-Sí, padre, sí, es necesario; dime dónde está.
Y abrió dos o tres armarios.
-No te molestes -dijo el anciano-, no hay vino en casa.
-¡Cómo! ¿No tienes vino? -exclamó Dantés palideciendo a su vez y mirando alternativamente las mejillas flacas y descarnadas del viejo-. ¿Y por qué no tienes? ¿Por ventura te ha hecho falta dinero, padre mío?
-Nada me ha hecho falta, pues ya te veo -dijo el anciano.
-No obstante -replicó Dantés limpiándose el sudor que corría por su frente-, yo le dejé doscientos francos… hace tres meses, al partir.
-Sí, sí, Edmundo, es verdad. Pero olvidaste cierta deudilla que tenías con nuestro vecino Caderousse; me lo recordó, diciéndome que si no se la pagaba iría a casa del señor Morrel… y yo, temiendo que esto te perjudicase, ¿qué debía hacer? Le pagué.
-Pero eran ciento cuarenta francos los que yo debía a Caderousse… -exclamó Dantés-. ¿Se los pagaste de los doscientos que yo te dejé?
El anciano hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
-De modo que has vivido tres meses con sesenta francos… -murmuró el joven.
-Ya sabes que con poco me basta -dijo su padre.
-¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Perdonadme! -exclamó Edmundo arrodillándose ante aquel buen anciano.
-¿Qué haces?
-Me desgarraste el corazón.
-¡Bah!, puesto que ya estás aquí -dijo el anciano sonriendo-, todo lo olvido.
-Sí, aquí estoy -dijo el joven-, soy rico de porvenir y rico un tanto de dinero. Toma, toma, padre, y envía al instante por cualquier cosa.
Y vació sobre la mesa sus bolsillos, que contenían una docena de monedas de oro, cinco o seis escudos de cinco francos cada uno y varias monedas pequeñas.
El viejo Dantés se quedó asombrado.
-¿Para quién es esto? -preguntole.
-Para mí, para ti, para nosotros. Toma, compra provisiones, sé feliz; mañana, Dios dirá.
-Despacio, despacito -dijo sonriendo el anciano-; con tu permiso lo gastaré, pero con moderación, pues creerían al verme comprar muchas cosas que me he visto obligado a esperar tu vuelta para tener dinero.
-Puedes hacer lo que quieras. Pero, ante todo, toma una criada, padre mío. No quiero que lo quedes solo. Traigo café de contrabando y buen tabaco en un cofrecito; mañana estará aquí. Pero, silencio, que viene gente.
-Será Caderousse, que sabiendo tu llegada vendrá a felicitarte.
-Bueno, siempre labios que dicen lo que el corazón no siente -murmuró Edmundo-; pero no importa, al fin es un vecino y nos ha hecho un favor.
En efecto, cuando Edmundo decía esta frase en voz baja, se vio asomar en la puerta de la escalera la cabeza negra y barbuda de Caderousse. Era un hombre de veinticinco a veintiséis años, y llevaba en la mano un trozo de paño, que en su calidad de sastre se disponía a convertir en forro de un traje.
-¡Hola, bien venido, Edmundo! -dijo con un acento marsellés de los más pronunciados, y con una sonrisa que descubría unos dientes blanquísimos.
-Tan bueno como de costumbre, vecino Caderousse, y siempre dispuesto a serviros en lo que os plazca -respondió Dantés disimulando su frialdad con aquella oferta servicial.
-Gracias, gracias; afortunadamente yo no necesito de nada, sino que por el contrario, los demás son los que necesitan algunas veces de mí (Dantés hizo un movimiento). No digo esto por ti, muchacho: te he prestado dinero, pero me lo has devuelto, eso es cosa corriente entre buenos vecinos, y estamos en paz.
-Nunca se está en paz con los que nos hacen un favor -dijo Dantés-, porque aunque se pague el dinero, se debe la gratitud.
-¿A qué hablar de eso? Lo pasado, pasado; hablemos de tu feliz llegada, muchacho. Iba hacia el puerto a comprar paño, cuando me encontré con el amigo Danglars. « ¿Tú en Marsella? », le dije. « ¿No lo ves? », me respondió. « ¡Pues yo te creía en Esmirna! » «¡Toma! , si ahora he vuelto de allá.» « ¿Y sabes dónde está Edmundo? » « En casa de su padre, sin duda », respondió Danglars. Entonces vine presuroso -continuó Caderousse-, para estrechar la mano a un amigo.
-¡Qué bueno es este Caderousse! -dijo el anciano-. ¡Cuánto nos ama!
-Ciertamente que os amo y os estimo, porque sois muy honrados, y esta clase de hombres no abunda… Pero a lo que veo vienes rico, muchacho -añadió el sastre reparando en el montón de oro y plata que Dantés había dejado sobre la mesa.
El joven observó el rayo de codicia que iluminaba los ojos de su vecino.
-¡Bah! -dijo con sencillez-, ese dinero no es mío. Manifesté a mi padre temor de que hubiera necesitado algo durante mi ausencia, y para tranquilizarme vació su bolsa aquí. Vamos, padre -siguió diciendo Dantés-, guarda ese dinero, si es que a su vez no lo necesita el vecino Caderousse, en cuyo caso lo tiene a su disposición.
-No, muchacho -dijo Caderousse-, nada necesito, que a Dios gracias el oficio alimenta al hombre. Guarda tu dinero, y Dios te dé mucho más; eso no impide que yo deje de agradecértelo como si me hubiera aprovechado de él.
-Yo lo ofrezco de buena voluntad -dijo Dantés.
-No lo dudo. A otra cosa. ¿Conque eres ya el favorito de Morrel? ¡Picaruelo!
-El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo -respondió Dantés.
-En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.
-¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? -exclamó el viejo Dantés-. ¿Te ha convidado a comer?
-Sí, padre mío -replicó Edmundo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.
-¿Y por qué has rehusado, hijo? -preguntó el anciano.
-Para abrazaros antes, padre mío -respondió el joven-; ¡tenía tantas ganas de veros!
-Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel -replicó Caderousse-, que el que desea ser capitán, no debe desairar a su naviero.
-Ya le expliqué la causa de mi negativa -replicó Dantés-, y espero que lo haya comprendido.
-Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los patrones.
-Espero ser capitán sin necesidad de eso -respondió Dantés.
-Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la Ciudadela de San Nicolás.
-¿Mercedes? -dijo el anciano.
-Sí, padre mío -replicó Dantés-; y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.
-Ve, hijo mío, ve -dijo el viejo Dantés-, ¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi hijo!
-¡Su mujer! -dijo Caderousse-; si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.
-No; pero según todas las probabilidades -respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.
-No importa, no importa -dijo Caderousse-, has hecho bien en apresurarte a venir, muchacho.
-¿Por qué? -preguntole.
-Porque Mercedes es una buena moza, y a las buenas mozas nunca les faltan pretendientes, a ésa sobre todo. La persiguen a docenas.
-¿De veras? -dijo Edmundo con una sonrisa que revelaba inquietud, aunque leve.
-¡Oh! ¡Sí! -replicó Caderousse-, y se le presentan también buenos partidos, pero no temas, como vas a ser capitán, no hay miedo de que te dé calabazas.
-Eso quiere decir -replicó Dantés, con sonrisa que disfrazaba mal su inquietud-, que si no fuese capitán…
-Hem… -balbució Caderousse.
-Vamos, vamos -dijo el joven-, yo tengo mejor opinión que vos de las mujeres en general, y de Mercedes en particular, y estoy convencido de que, capitán o no, siempre me será fiel.
-Tanto mejor -dijo el sastre-, siempre es bueno tener fe, cuando uno va a casarse; ¡pero no importa!, créeme, muchacho, no pierdas tiempo en irle a anunciar tu llegada y en participarle tus esperanzas.
-Allá voy -dijo Edmundo, y abrazó a su padre, saludó a Caderousse y salió.
Al poco rato, Caderousse se despidió del viejo Dantés, bajó a su vez la escalera y fue a reunirse conDanglars, que le estaba esperando al extremo de la calle de Senac.
-Conque -dijo Danglars-, ¿le has visto?
-Acabo de separarme de él -contestó Caderousse.
-¿Y te ha hablado de sus esperanzas de ser capitán?
-Ya lo da por seguro.
-¡Paciencia! -dijo Danglars-; va muy de prisa, según creo.
-¡Diantre!, no parece sino que le haya dado palabra formal el señor Morrel.
-¿Estará muy contento?
-Está más que contento, está insolente. Ya me ha ofrecido sus servicios, como si fuese un gran señor, y dinero como si fuese un capitalista.
-Por supuesto que habrás rehusado, ¿no?
-Sí, aunque bastantes motivos tenía para aceptar, puesto que yo fui el que le prestó el primer dinero que tuvo en su vida; pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.
-Pero aún no lo es -observó Danglars.
-Mejor que no lo fuese -dijo Caderousse-, porque entonces, ¿quién lo toleraba?
-De nosotros depende -dijo Danglars- que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.
-¿Qué dices?
-Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?
-Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.
-Explícate.
-¿Para qué?
-Es mucho más importante de lo que tú te imaginas.
-Tú no le quieres bien, ¿es verdad?
-No me gustan los orgullosos.
-Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.
-Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como te dije, que esperaba al futuro capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles-Infirmeries.
-¿Qué has visto? Vamos, di.
-Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros, de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.
-¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?
-A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven de diecisiete?
-¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?
-Ha salido de su casa antes que yo.
-Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias…
-¿Y quién nos las dará?
-Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado.
-Vamos allá -dijo Caderousse-, pero ¿pagas tú?
-Pues claro -respondió Danglars.
Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera.
Capítulo 3 Los Catalanes
A cien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y el oído atento, paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio desnudo y agostado por el sol y por el viento nordeste, se encontraba el modesto barrio de los Catalanes.
Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, yendo a establecerse en la lengua de tierra en que permanece aún. Nadie supo de dónde venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus jefes, el único que se hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella que les concediese aquel árido promontorio, en el coal, a fuer de marinos antiguos, acababan de dejar sus barcos. Su petición les fue aceptada, y tres meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un pueblecito en torno a sus quince o veinte barcas.
Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio árabe, medio española, es el mismo que se ve hoy habitado por los descendientes de aquellos hombres que hasta conservan el idioma de sus padres. Tres o cuatro siglos han pasado, y aún permanecen fieles al promontorio en que se dejaron caer como una bandada de aves marinas. No sólo no se mezclan con la población de Marsella, sino que se casan entre sí, conservando los hábitos y costumbres de la madre patria, del mismo modo que su idioma.
Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de este pueblecito, y entren con nosotros en una de aquellas casas, a cuyo exterior ha dado el sol el bello colorido de las hojas secas, común a todos los edificios del país, y cuyo interior pule una capa de cal, esa tinta blanca, único adorno de las posadas españolas.
Una bella joven de pelo negro como el ébano y ojos dulcísimos como los de la gacela, estaba de pie, apoyada en una silla, oprimiendo entre sus dedos afilados una inocente rosa cuyas hojas arrancaba, y los pedazos se veían ya esparcidos por el suelo. Sus brazos desnudos hasta el codo, brazos árabes, pero que parecían modelados por los de la Venus de Arlés, temblaban con impaciencia febril, y golpeaba de tal modo la tierra con su diminuto pie, que se entreveían las formas puras de su pierna, ceñida por una media de algodón encarnado a cuadros azules.
A tres pasos de ella, sentado en una silla, balanceándose a compás y apoyando su codo en un mueble antiguo, hallábase un mocetón de veinte a veintidós años que la miraba con un aire en que se traslucía inquietud y despecho: sus miradas parecían interrogadoras; pero la mirada firme y fija de la joven le dominaba enteramente.
-Vamos, Mercedes -decía el joven-, las pascuas se acercan, es el tiempo mejor para casarse. ¿No lo crees?
-Ya te dije cien veces lo que pensaba, Fernando, y en poco lo estimas, pues aún sigues preguntándome.
-Repítemelo, te lo suplico, repítemelo por centésima vez para que yo pueda creerlo. Dime que desprecias mi amor, el amor que aprobaba tu madre. Haz que comprenda que te burlas de mi felicidad; que mi vida o mi muerte no son nada para ti… ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, haber soñado diez años con la dicha de ser tu esposo, y perder esta esperanza, la única de mi vida.
-No soy yo por cierto quien ha alimentado en ti esa esperanza con mis coqueterías, Fernando -respondió Mercedes-. Siempre te he dicho: «Te amo como hermano; pero no exijas de mí otra cosa, porque mi corazón pertenece a otro. ¿No te he dicho siempre esto?
-Sí, ya lo sé, Mercedes -respondió Fernando-; hasta el horrible atractivo de la franqueza tienes conmigo. Pero ¿olvidas que es ley sagrada entre los nuestros el casarse catalanes con catalanes?
-Te equivocas, Fernando, no es una ley, sino una costumbre; y, créeme, no debes de invocar esta costumbre en tu favor. Has entrado en quintas. La libertad de que gozas la debes únicamente a la tolerancia. De un momento a otro pueden reclamarte tus banderas, y una vez seas soldado, ¿qué harías de mí, pobre huérfana, sin otra fortuna que una mísera cabaña casi arruinada y unas malas redes, herencia única de mis padres? Hace un año que murió mi madre, y desde entonces, bien lo sabes, vivo casi a expensas de la caridad pública. Tal vez me dices que te soy útil, para partir conmigo tu pesca, y yo la acepto, Fernando, porque eres hijo del hermano de mi padre, porque nos hemos criado juntos, y porque además sé que te disgustarías si la rehusase. Pero sé muy bien que ese pescado que yo vendo, y ese dinero que me dan por él, y con el cual compro el estambre que luego hilo, no es más que una limosna, y como tal la recibo.
-¿Y eso qué importa, Mercedes? Pobre y sola como vives, me convienes más que la hija del naviero más rico de Marsella. Yo quiero una mujer honrada y hacendosa, y ninguna como tú posee esas cualidades.
-Fernando -respondió Mercedes con un movimiento de cabeza-, no puede responder de ser siempre honrada y hacendosa, la que ama a otro hombre que no sea su marido. Confórmate con mi amistad, porque te repito que esto es todo lo que yo puedo prometerte. Yo no ofrezco sino lo que estoy segura de poder dar.
-Sí, sí, ya lo comprendo -dijo Fernando-; soportas con resignación tu miseria, pero te asusta la mía. Pero, oye, Mercedes, si me amas probaré fortuna y llegaré a ser rico. Puedo dejar el oficio de pescador; puedo entrar de dependiente en alguna casa de comercio, y llegar a ser comerciante.
-Tú no puedes hacer nada de eso, Fernando. Eres soldado, y si permaneces en los Catalanes todavía es porque no hay guerra; sigue con tu oficio de pescador, no hagas castillos en el aire, y confórmate con mi amistad, pues no puedo dar otra cosa.
-Pues bien, tienes razón, Mercedes, me haré marinero, dejaré el trabajo de nuestros padres que tú tanto desprecias, y me pondré un sombrero de suela, una camisa rayada y una chaqueta azul con anclas en los botones. ¿No es así como hay que vestirse para agradarte?
-¿Qué quieres decir con eso? No lo comprendo…
-Quiero decir que no serías tan cruel conmigo, si no esperaras a uno que usa el traje consabido. Pero quizás él no te es fiel, y aunque lo fuera, el mar no lo habrá sido con él.
-¡Fernando! -exclamó Mercedes-, ¡te creía bueno, pero me engañaba! Eso es prueba de mal corazón. Sí, no te lo oculto, espero y amo a ese que dices, y si no volviese, en lugar de acusarle de inconstancia, creería que ha muerto adorándome.
Fernando hizo un gesto de rabia.
-Adivino tus pensamientos, Fernando, querrás vengar en él los desdenes míos… querrás desafiarle… Pero ¿qué conseguirás con esto? Perder mi amistad si eres vencido, ganar mi odio si vencedor. Créeme, Fernando: no es batirse con un hombre el medio de agradar a la mujer que le ama. Convencido de que te es imposible tenerme por esposa, no, Fernando, no lo harás, te contentarás con que sea tu amiga y tu hermana. Por otra parte -añadió con los ojos preñados de lágrimas-, tú lo has dicho hace poco, el mar es pérfido: espera, Fernando, espera. Han pasado cuatro meses desde que partió… ¡cuatro meses, y durante ellos he contado tantas tempestades!…
Permaneció Fernando impasible sin cuidarse de enjugar las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Mercedes, aunque a decir verdad, por cada una de aquellas lágrimas hubiera dado mil gotas de su sangre… , pero aquellas lágrimas las derramaba por otro. Púsose en pie, dio una vuelta por la cabaña, volvió, detúvose delante de Mercedes, y con una mirada sombría y los puños crispados exclamó:
-Mercedes, te lo repito, responde, ¿estás resuelta?
-¡Amo a Edmundo Dantés -dijo fríamente Mercedes-, y ningún otro que Edmundo será mi esposo!
-¿Y le amarás siempre?
-Hasta la muerte.
Fernando bajó la cabeza desalentado; exhaló un suspiro que más bien parecía un gemido, y levantando de repente la cabeza y rechinando los dientes de cólera exclamó:
-Pero, ¿y si hubiese muerto?
-Si hubiese muerto… ¡Entonces yo también me moriría!
-¿Y si te olvidase?
-¡Mercedes! -gritó una voz jovial y sonora desde fuera-. ¡Mercedes!
-¡Ah! -exclamó la joven sonrojándose de alegría y de amor-; bien ves que no me ha olvidado, pues ya ha llegado.
Y lanzándose a la puerta la abrió exclamando:
-¡Aquí, Edmundo, aquí estoy!
Fernando, lívido y furioso, retrocedió como un caminante al ver una serpiente, cayendo anonadado sobre una silla, mientras que Edmundo y Mercedes se abrazaban. El ardiente sol de Marsella penetrando a través de la puerta, los inundaba de sus dorados reflejos. Nada veían en torno suyo: una inmensa felicidad los separaba del mundo y solamente pronunciaban palabras entrecortadas que revelaban la alegría de su corazón.
De pronto Edmundo vislumbró la cara sombría de Fernando, que se dibujaba en la sombra, pálida y amenazadora, y quizá, sin que él mismo comprendiese la razón, el joven catalán tenía apoyada la mano sobre el cuchillo que llevaba en la cintura.
-¡Ah! -dijo Edmundo frunciendo las cejas a su vez-; no había reparado en que somos tres.
Volviéndose en seguida a Mercedes:
-¿Quién es ese hombre? -le preguntó.
-Un hombre que será de aquí en adelante tu mejor amigo, Dantés, porque lo es mío, es mi primo, mi hermano Fernando, es decir, el hombre a quien después de ti amo más en la tierra.
-Está bien -respondió Edmundo.
Y sin soltar a Mercedes, cuyas manos estrechaba con la izquierda, presentó con un movimiento cordialísimo la diestra al catalán. Pero lejos de responder Fernando a este ademán amistoso, permaneció mudo a inmóvil como una estatua. Entonces dirigió Edmundo miradas interrogadoras a Mercedes, que estaba temblando, y al sombrío y amenazador catalán alternativamente. Estas miradas le revelaron todo el misterio, y la cólera se apoderó de su corazón.
-Al darme tanta prisa en venir a vuestra casa, no creía encontrar en ella un enemigo.
-¡Un enemigo! -exclamó Mercedes dirigiendo una mirada de odio a su primo-; ¿un enemigo en mi casa? A ser cierto, yo te cogería del brazo y me iría a Marsella, abandonando esta casa para no volver a pisar sus umbrales.
La mirada de Fernando centelleó.
-Y si te sucediese alguna desgracia, Edmundo mío -continuó con aquella calma implacable que daba a conocer a Fernando cuán bien leía en su siniestra mente-, si te aconteciese alguna desgracia, treparía al cabo del Morgión para arrojarme de cabeza contra las rocas. Fernando se puso lívido.
-Pero te engañas, Edmundo -prosiguió Mercedes-. Aquí no hay enemigo alguno, sino mi primo Fernando, que va a darte la mano como a su más íntimo amigo.
Y la joven fijó, al decir estas palabras, su imperiosa mirada en el catalán, quien, como fascinado por ella, se acercó lentamente a Edmundo y le tendió la mano.
Su odio desaparecía ante el ascendiente de Mercedes. Pero apenas hubo tocado la mano de Edmundo, conoció que había ya hecho todo lo que podía hacer, y se lanzó fuera de la casa.
-¡Oh! -exclamaba corriendo como un insensato, y mesándose los cabellos-. ¡Oh! ¿Quién me librará de ese hombre? ¡Desgraciado de mí!
-¡Eh!, catalán, ¡eh! ¡Fernando! ¿Adónde vas? -dijo una voz.
El joven se detuvo para mirar en torno y vio a Caderousse sentado con Danglars bajo el emparrado.
-¡Eh! -le dijo Caderousse-. ¿Por qué no te acercas? ¿Tanta prisa tienes que no te queda tiempo para dar los buenos días a tus amigos?
-Especialmente cuando tienen delante una botella casi llena -añadió Danglars.
Fernando miró a los dos hombres como atontado y sin responderles.
-Afligido parece -dijo Danglars tocando a Caderousse con la rodilla-. ¿Nos habremos engañado, y se saldrá Dantés con su tema contra todas nuestras previsiones?
-¡Diantre! Es preciso averiguar esto -contestó Caderousse; y volviéndose hacia el joven le gritó-: Catalán, ¿te decides?
Fernando enjugóse el sudor que corría por su frente, y entró a paso lento bajo el emparrado, cuya sombra puso un tanto de calma en sus sentidos, y la frescura, vigor en sus cansados miembros.
-Buenos días: me habéis llamado, ¿verdad? -dijo desplomándose sobre uno de los bancos que rodeaban la mesa.
-Corrías como loco, y temí que te arrojases al mar -respondió Caderousse riendo-. ¡Qué demonio! A los amigos no solamente se les debe ofrecer un vaso de vino, sino también impedirles que se beban tres o cuatro vasos de agua.
Fernando exhaló un suspiro que pareció un sollozo, y hundió la cabeza entre las manos.
-¡Hum! ¿Quieres que te hable con franqueza, Fernando? -dijo Caderousse, entablando la conversación con esa brutalidad grosera de la gente del pueblo, que con la curiosidad olvidan toda clase de diplomacia-, pues tienes todo el aire de un amante desdeñado.
Y acompañó esta broma con una estrepitosa carcajada.
-¡Bah! -replicó Danglars-; un muchacho como éste no ha nacido para ser desgraciado en amores: tú te burlas, Caderousse.
-No-replicó éste-, fíjate, ¡qué suspiros!… Vamos, vamos, Fernando, levanta la cabeza y respóndenos. No está bien que calles a las preguntas de quien se interesa por tu salud.
-Estoy bien -murmuró Fernando apretando los puños, aunque sin levantar la cabeza.
-¡Ah!, ya lo ves, Danglars -repuso Caderousse guiñando el ojo a su amigo-. Lo que pasa es esto: que Fernando, catalán valiente, como todos los catalanes, y uno de los mejores pescadores de Marsella, está enamorado de una linda muchacha llamada Mercedes; pero desgraciadamente, a lo que creo, la muchacha ama por su parte al segundo de El Faraón; y como El Faraón ha entrado hoy mismo en el puerto… ¿Me comprendes?
-Que me muera, si lo entiendo -respondió Danglars: -El pobre Fernando habrá recibido el pasaporte.
-¡Y bien! ¿Qué más? -dijo Fernando levantando la cabeza y mirando a Caderousse como aquel que busca en quién descargar su cólera-. Mercedes no depende de nadie, ¿no es así? ¿No puede amar a quien se le antoje?
—¡Ah!, ¡si lo tomas de ese modo -dijo Caderousse-, eso es otra cosa! Yo te tenía por catalán. Me han dicho que los catalanes no son hombres para dejarse vencer por un rival, y también me han asegurado que Fernando, sobre todo, es temible en la venganza.
-Un enamorado nunca es temible -repuso Fernando sonriendo.
-¡Pobre muchacho! -replicó Danglars fingiendo compadecer al joven-. ¿Qué quieres? No esperaba, sin duda, que volviese Dantés tan pronto. Quizá le creería muerto, quizás infiel, ¡quién sabe! Esas cosas son tanto más sensibles cuanto que nos están sucediendo a cada paso.
-Seguramente que no dices más que la verdad -respondió Caderousse, que bebía al compás que hablaba, y a quien el espumoso vino de Lamalgue comenzaba a hacer efecto-. Fernando no es el único que siente la llegada de Dantés, ¿no es así, Danglars?
-Sí, y casi puedo asegurarte que eso le ha de traer alguna desgracia.
-Pero no importa -añadió Caderousse llenando un vaso de vino para el joven, y haciendo lo mismo por duodécima vez con el suyo-; no importa, mientras tanto se casa con Mercedes, con la bella Mercedes… se sale con la suya.
Durante este coloquio, Danglars observaba con mirada escudriñadora al joven. Las palabras de Caderousse caían como plomo derretido sobre su corazón.
-¿Y cuándo es la boda? -preguntó.
-¡Oh!, todavía no ha sido fijada -murmuró Fernando.
-No, pero lo será -dijo Caderousse-; lo será tan cierto como que Dantés será capitán de El Faraón: ¿no opinas tú lo mismo, Danglars?
Danglars se estremeció al oír esta salida inesperada, volviéndose a Caderousse, en cuya fisonomía estudió a su vez si el golpe estaba premeditado; pero sólo leyó la envidia en aquel rostro casi trastornado por la borrachera.
-¡Ea! -dijo llenando los vasos-. ¡Bebamos a la salud del capitán Edmundo Dantés, marido de la bella catalana!
Caderousse llevó el vaso a sus labios con mano temblorosa, y lo apuró de un sorbo. Fernando tomó el suyo y lo arrojó con furia al suelo.
-¡Vaya! -exclamó Caderousse-. ¿Qué es lo que veo allá abajo en dirección a los Catalanes? Mira, Fernando, tú tienes mejores ojos que yo: me parece que empiezo a ver demasiado, y bien sabes que el vino engaña mucho… Diríase que se trata de dos amantes que van agarrados de la mano… ¡Dios me perdone! ¡No presumen que les estamos viendo, y mira cómo se abrazan!
Danglars no dejaba de observar a Fernando, cuyo rostro se contraía horriblemente.
-¡Calle! ¿Los conocéis, señor Fernando? -dijo.
-Sí -respondió éste con voz sorda-. ¡Son Edmundo y Mercedes!
-¡Digo! -exclamó Caderousse-. ¡Y yo no los conocía! ¡Dantés! ¡Muchacha! Venid aquí, y decidnos cuándo es la boda, porque el testarudo de Fernando no nos lo quiere decir.
-¿Quieres callarte? —dijo Danglars, fingiendo detener a Caderousse, que tenaz como todos los que han bebido mucho se disponía a interrumpirles-. Haz por tenerte en pie, y deja tranquilos a los enamorados. Mira, mira a Fernando, y toma ejemplo de él.