Kitabı oku: «El conde de montecristo», sayfa 13

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-Veamos -dijo Dantés-. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.

-Todo -contestó el abate.

En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente se puso en práctica. Tenía Dantés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del cálculo, al paso que el instinto poético del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y un poco del romanico o griego moderno, aprendido en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el español, el inglés y el alemán.

Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro hombre.

En cuanto al abate Faria, reparaba Dantés que, a pesar de la distracción que en su cautividad le había proporcionado su compañía, cada día se iba poniendo más taciturno. Como si le dominase un pensamiento persistente e incesante, caía en profundas abstracciones, suspiraba involuntariamente, se incorporaba de súbito, y cruzando los brazos se ponía muy meditabundo a dar vueltas por su calabozo.

Cierto día se paró de repente en medio de uno de esos círculos que sin tregua trazaba en derredor de la estancia, y exclamó:

-¡Ah! ¡Si no hubiera centinela!

-Si vos queréis, no lo habrá -dijo Dantés, que había seguido el curso de su pensamiento a través de las arrugas de su frente, como a través de un cristal.

-Ya os dije que el crimen me repugna -repuso el abate.

-Y, sin embargo, si cometiéramos ese crimen, sería por instinto de conservación, por un sentimiento de defensa personal.

-No importa, yo sería incapaz de…

-Pero ¿pensáis en ello?

-A todas horas, a todas horas -murmuró el abate.

-Y habéis encontrado algún medio, ¿no es así? -dijo Edmundo.

-Sí, como pusieran en la galería un centinela ciego y sordo.

-Será ciego y sordo -respondió Dantés con una resolución que asustaba al abate.

-¡No!, ¡no!, ¡imposible! -exclamó éste.

Dantés quiso seguir hablando de aquello, pero Faria movió la cabeza y se negó a decir nada más. Pasaron tres meses.

-¿Tenéis fuerza? -le preguntó el abate un día.

Dantés, sin responderle, cogió el escoplo, lo dobló como un cayado, y lo volvió a su forma primitiva.

-¿Me prometéis no matar al centinela, sino en el último extremo?

-Bajo palabra de honor.

-Entonces podemos ejecutar nuestro plan -dijo el abate.

-¿Cuánto tiempo necesitaremos?

-Un año, por lo menos.

-Pero ¿cuándo podemos empezar nuestros trabajos?

-Al instante.

-Ya lo veis, hemos perdido un año -exclamó Dantés.

-¿Creéis que lo hayamos perdido? -le replicó el abate.

-¡Oh! ¡Perdonadme! -dijo Edmundo sonrojándose.

-¡Callad! El hombre siempre es hombre, y vos uno de los mejores que yo haya conocido. Oíd mi plan.

El abate mostró entonces a Dantés un plano que había trazado, conteniendo su calabozo, el de Dantés y la excavación que juntaba uno con otro. En medio de este corredor estableció un ramal semejante a los que se abren en las minas; por él llegaban a la galería del centinela, y una vez allí desprendían del suelo una baldosa, que en un momento dado se hundiría bajo el peso del centinela, que desaparecería en la excavación. Edmundo se abalanzaba entonces a él, cuando aturdido por el golpe de la caída no pudiera defenderse, le sujetaba, le ataba, y luego, saliendo por una de las ventanas de aquella galería, se descolgaban ambos por la muralla exterior, para lo cual les serviría la escala del abate.

Este plan era tan sencillo, que no podía menos de salir bien, y Dantés lo aplaudió con entusiasmo. Desde aquel instante se pusieron a trabajar los mineros con tanto más ardor cuanto que habían descansado mucho tiempo, y aquel trabajo, según todas las probabilidades, no era sino continuación del pensamiento íntimo y secreto de cada uno de ellos.

Sólo lo interrumpían en la hora en que se veían obligados a estar en su calabozo para recibir cada uno la visita de su carcelero. Se habían además acostumbrado tanto a distinguir el rumor imperceptible de los pasos de aquel hombre cuando bajaba la escalera, que nunca los sorprendió de improviso. La tierra que sacaban de la nueva mina, que habría llenado sin duda la cavidad antigua, la arrojaban puñado a puñado con precauciones inauditas por una u otra ventana, así del calabozo de Dantés como del abate, pulverizándola con mucho esmero, y el viento de la noche se la llevaba sin dejar la menor huella.

Más de un año se pasó en este trabajo, ejecutado con un escoplo, un cuchillo y una palanca de madera. En este período, y al mismo tiempo que trabajaban, el abate seguía instruyendo a Dantés, hablándole ora en una lengua, ora en otra, enseñándole la historia de los pueblos y la de los grandes hombres que dejan en pos de sí de siglo en siglo una de esas estelas brillantes que llaman la gloria. Hombre de mundo, Faria, y del gran mundo, tenía además en sus maneras una como grandeza melancólica que Dantés, gracias al espíritu de asimilación de que le había dotado la naturaleza, supo convertir en la finura elegante que le faltaba, y en esas maneras aristocráticas que no se adquieren sino con las costumbres y el continuo trato de las clases elevadas o de los hombres distinguidos.

Al cabo de quince meses, la excavación estaba terminada debajo de la galería. Oíanse los pasos del centinela, y los dos obreros, precisados a esperar una noche sin luna para que su evasión tuviese más probabilidades aún de buen éxito, tenían sólo un temor, y era que el suelo, falto de su base, se hundiera por sí mismo bajo los pies del soldado. Este inconveniente se remedió un tanto, colocando una especie de puntal que habían encontrado en sus excavaciones. Ocupado en asegurarlo estaba Dantés, cuando de pronto oyó al abate Faria, que se había quedado en el calabozo del joven aguzando una clavija para asegurar la escala, oyó, repetimos, que lo llamaba con acento de dolorosa angustia. Acudió Dantés al punto y encontró al abate de pie en medio de la estancia, pálido, con las manos crispadas, e inundada la frente de sudor.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó Dantés-, ¿qué sucede? ¿Qué tenéis?

-¡Pronto! ¡Pronto! -respondió el abate-, escuchadme.

Fijóse Dantés en su rostro lívido, sus ojos rodeados de una aureola negruzca, sus labios blancos, sus cabellos erizados, y lleno de terror dejó caer al suelo el escoplo que tenía en la mano.

-Pero ¿qué sucede?

-¡Estoy perdido! -dijo el abate-, escuchadme. Una enfermedad horrible y acaso mortal, va a acometerme, ya la siento llegar, ya la siento. El año antes de mi prisión me acometió también. Sólo tiene un remedio y os lo voy a decir: corred a mi calabozo, levantad el pie de mi cama, que está hueco, y allí encontraréis un frasquito de cristal medio lleno de un líquido rojo, traédmelo… O si no… antes… es verdad, podrían sorprenderme fuera de mi calabozo… ayudadme a volver, ahora que tengo algunas fuerzas todavía. ¿Quién sabe lo que va a suceder y el tiempo que durará el acceso?

Sin aturdirse Dantés, aunque aquella desdicha fue inmensa, bajó a la excavación remolcando, por decirlo así, a su desventurado compañero, y con muchísimo trabajo pudo llegar al calabozo del abate, al cual depositó en su lecho.

-Gracias -dijo el anciano, estremeciéndose-. Siento que la enfermedad se acerca, voy a caer en un estado de catalepsia, acaso no haré ni un movimiento siquiera, acaso no podré tampoco quejarme, pero acaso también echaré espuma por la boca, y gritaré y batallaré en extremo. Procurad que no oigan mis gritos, que es lo más importante, porque tal vez me trasladarían a otro calabozo, separándonos para siempre. Cuando me veáis inmóvil, frío y como muerto, sólo entonces, tenedlo bien entendido, me separaréis los dientes con el cuchillo, me echaréis en la boca ocho o diez gotas de ese licor, y acaso volveré a la vida.

-¿Acaso? -exclamó Dantés, suspirando.

-¡Acudid… ! ya… ahora -exclamó el abate-, yo… me… mue…

El acceso fue tan súbito y violento, que ni aun pudo el desgraciado preso terminar la frase, una nube envolvió su frente, rápida y sombría como las tempestades del mar, la crisis hízole abrir desmesuradamente los ojos, torció su boca y coloreó sus mejillas, rugió, forcejeó, vomitó espuma, pero Dantés ahogó sus gritos con la ropa de la cama, tal como se lo había pedido. El ataque duró dos horas. Después, inerte, más pálido y más frío que el mármol, y más destrozado que una caña que se pisotea, se agitó violentamente en una postrera convulsión, y se puso lívido.

Esto era lo único que esperaba Edmundo, a que aquella muerte aparente se hubiese apoderado de todo el cuerpo y helado el corazón. Cogió entonces el cuchillo, introdujo la punta entre los dientes, separó con muchísimo trabajo las mandíbulas contraídas, le echó, contándolas con exactitud, diez gotas de aquel licor rojo y esperó.

Dos horas pasaron sin que el viejo hiciera movimiento alguno. Temió Dantés haber acudido demasiado tarde, y le contemplaba fijamente con las manos puestas en la cabeza. Al fin sus mejillas se colorearon un poco, sus ojos constantemente abiertos e inmóviles volvieron a mirar, un débil suspiro salió de su boca, y por último hizo un movimiento.

-¡Se ha salvado! ¡Se ha salvado! -exclamó Dantés.

El enfermo, que no podía hablar aún, extendió con ansiedad visible la mano hacia la puerta. Púsose Dantés a escuchar, y oyó en efecto los pasos del carcelero. Iban a dar las siete; Dantés no había podido ocuparse en calcular el tiempo.

Al punto se precipitó por el agujero, volvió a colocar la baldosa sobre su cabeza y pasó a su calabozo.

Un instante después se abrió la puerta, y el carcelero, como siempre, encontró al joven sentado en su cama.

No bien había vuelto la espalda, apenas se perdió en el corredor el ruido de sus pasos, cuando Dantés, lleno de inquietud, sin pensar en la comida, tomó otra vez el camino que siguiera antes, y levantando la baldosa con su cabeza, entró en el calabozo del abate.

Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.

-Ya creía no volveros a ver -dijo a Edmundo.

-¿Por qué? -le preguntó el joven-. ¿Pensabais morir?

-No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os escaparíais.

La indignación se pintó en el rostro de Dantés.

-¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? -exclamó.

-Ya veo que estaba equivocado -dijo el enfermo-. ¡Qué débil y qué rendido estoy!

-¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas -le dijo Edmundo sentándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.

El abate Faria movió la cabeza:

-La otra vez -le dijo- el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.

-No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.

-Amigo mío -le contestó el anciano-, no os engañéis a vos mismo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.

-Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es necesario. En ese intervalo recobraréis vuestras fuerzas. Todo está preparado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.

-Yo jamás podré nadar -dijo Faria-, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.

El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso. Edmundo suspiró.

-Ya estáis convencido, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo esperaba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ataque, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.

-¡El médico se engaña! -exclamó Dantés-. Y tocante a la parálisis, no me importa. Cargaré con vos y nadaré llevándoos a la espalda.

-Joven -repuso el abate-, sois marino y nadador, y debéis saber por consiguiente que con tal peso ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Dejad de alucinaros con quimeras, que no puede creer ni vuestro mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que será la de la muerte. Vos huid, huid. Sois joven, diestro y fuerte, no os cuidéis de mí, os devuelvo vuestra palabra.

-¡Oh! Entonces -dijo Edmundo-, también yo permaneceré aquí.

Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:

-Por la sangre de Cristo, juro no abandonaros hasta la muerte.

El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.

-Lo acepto -contestó-. Gracias.

Y tendiéndole la mano añadió:

-Quizá seréis recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y vos no queréis, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El soldado puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían. Id, pues, a cegarlo vos, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudaros. Emplead toda la noche si es preciso, y no volváis a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces acaso tendré que deciros alguna cosa importante.

Dantés estrechó la mano del abate, que el pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y respetuoso, como era en todas ocasiones con su anciano amigo.

Capítulo 18 El tesoro

Cuando Dantés entró a la mañana siguiente en el calabozo de su compañero, le encontró sentado y tranquilo. Iluminándole el único rayo de luz que penetraba por su angosta ventana, tenía en su mano derecha, única de que ya podía servirse, un pedazo de papel, que por haber estado arrollado mucho tiempo conservaba la forma cilíndrica, que sería muy difícil quitarle. El abate se lo enseñó a Dantés, sin decir una palabra.

-¿Qué es esto? -le preguntó el joven.

-Miradlo bien -repuso el abate sonriendo.

-Por más que miro -dijo Dantés-, no veo sino un papel medio quemado, que contiene algunas letras góticas, escritas con una tinta muy extraña.

-Este papel, amigo mío, ya puedo decíroslo todo, puesto que os he probado, este papel es mi tesoro; la mitad os pertenece desde hoy.

Un sudor frío corrió por la frente de Dantés. Hasta entonces, ¡y ya hemos visto cuánto tiempo había transcurrido entonces!, evitó cuidadosamente el hablar a Faria de aquel tesoro, ocasión de su pretendida locura. Con su instintiva delicadeza, no había querido Edmundo herir esta fibra dolorosa; y por su parte Faria también calló, haciéndole tomar aquel silencio por el recobro de la razón, pero ahora sus palabras, justamente después de una enfermedad tan grave, anunciaban que recaía en la locura.

-¿Vuestro tesoro? -balbuceó Dantés.

-El abate se sonrió.

-Sí -le dijo-. Vuestro corazón, Edmundo, es noble en todo y de vuestra palidez y vuestro temblor infiero lo que os sucede en este instante. Pero tranquilizaos, que no estoy loco. Este tesoro existe, Dantés, y ya que no he podido poseerlo, vos lo poseeréis. Nadie quiso escucharme ni creerme, teniéndome por loco, pero vos que debéis saber que no lo soy, me creeréis después de lo que voy a deciros. Escuchadme.

-¡Ay! -murmuró Edmundo para sí. Ha vuelto a recaer; esa desgracia me faltaba únicamente.

Luego añadió en alta voz:

-Amigo mío, vuestra enfermedad os habrá fatigado, tal vez. ¿No queréis descansar? Mañana, si os place, me contaréis vuestra historia, pero hoy quiero cuidaros. Además -prosiguió sonriéndose-, un tesoro, ¿qué prisa nos corre?

-¡Mucha! ¡Mucha, Edmundo! -prosiguió el viejo-. ¿Quién sabe si mañana o pasado me dará el tercer ataque? Reflexionad que entonces todo se perdería. Sí, muchas veces he recordado con amargo placer esas riquezas, que harían la felicidad de diez familias, perdidas para esos hombres que no han querido atenderme. Esta idea me servía de venganza, y la saboreaba deliciosamente en la noche de mi calabozo y en la desesperación de mi estado. Mas ahora que por vuestro cariño perdono al mundo, ahora que os veo joven y rico de porvenir, ahora que pienso en la fortuna que puedo proporcionaros con esta revelación, me asusta la tardanza, y temo no dejar seguras en manos de un propietario tan digno como vos, tantas riquezas sepultadas.

Edmundo volvió la cabeza suspirando.

-Persistís en vuestra incredulidad, Edmundo -prosiguió Faria- mi voz no os ha convencido. Veo que necesitáis pruebas. Pues bien, leed ese papel que a nadie he mostrado aún.

-Mañana, amigo mío -respondió Dantés, rehusando acceder a lo que él creía locura del anciano-. Creí que estaba ya convencido que no hablaríamos de esto hasta mañana.

-No hablaremos hasta mañana, pero leed hoy este papel.

«No lo exasperemos», díjose Dantés.

Y tomando aquel papel, cuya mitad faltaba sin duda por haber sido consumida por algún accidente, leyó:

que puede ascender a dos manos con corta diferenci tando la roca vigésima, a c Este en linea recta. Dos grutas: el tesoro yace en segunda. Como a mi úni clusiva propiedad el refe 25 de abril de 14

-¡Y bien! -dijo Faria cuando el joven acabó su lectura.

-Yo aquí no encuentro -respondió Dantés- sino renglones cortados, palabras sin sentido. El fuego, además, ha puesto ininteligibles las letras.

-Para vos, amigo mío, que las leéis por primera vez, pero no para mí, que he pasado leyéndolas muchas noches de claro en claro, reconstruyendo a mi modo cada frase, y completando cada pensamiento.

-¿Y creéis haber encontrado ese sentido interrumpido?

-Estoy seguro, y vos mismo lo conoceréis, pero ahora escuchad la historia de ese papel.

-¡Silencio! -exclamó Dantés-, oigo pasos… se acercan… me voy… Adiós.

Y Dantés, feliz por haberse librado de la historia y de la explicación que esperaba le confirmasen la desgracia de su amigo, deslizóse ágilmente por el estrecho subterráneo, mientras Faria, con una especie de actividad producida por el terror, colocaba en su sitio la baldosa, dándole con el pie, y cubriéndola con un pedazo de estera, para que no se advirtiese la solución de continuidad que no había podido evitar con la prisa.

Era el gobernador, quien, informado por el carcelero de la enfermedad del abate, venía por sí mismo a asegurarse de su gravedad.

Recibióle Faria sentado, y evitando todo movimiento que pudiera comprometerle, logró ocultar al gobernador la parálisis que había invadido la mitad del cuerpo. Y lo hizo porque temía que el gobernador, compadecido de él, quisiese trasladarle a un calabozo más saludable, separándole de su joven compañero, pero no sucedió así por fortuna, y el gobernador se retiró convencido de que su pobre loco, por quien sentía cierta simpatía en el fondo de su corazón, no tenía más que una ligera indisposición.

En este intervalo, Edmundo, sentado en su cama, con la cabeza entre las manos, procuraba coordinar sus ideas. Todo lo que había visto en Faria desde que le conoció, era tan razonable, tan lógico y tan sublime, que no podía comprender tanta cordura en tantas cosas y la demencia en una sola. ¿Sería que Faria se engañase con esto de su tesoro, o que todo el mundo se equivocase al juzgar a Faria?

Dantés permaneció todo el día en su calabozo sin atreverse a volver al de su amigo. Por este medio esperaba retardar la hora en que adquiriese la certidumbre de la locura del abate. Esta creencia iba a serle muy dolorosa.

Pero, por la noche, después de la visita ordinaria, viendo el anciano que Edmundo no venía, intentó salvar el espacio que los separaba. Edmundo tembló de pies a cabeza al oír los dolorosos esfuerzos que hacía para arrastrarse, porque una de sus piernas estaba paralítica, y el brazo no podía servirle de nada.

Edmundo, pues, viose precisado a ayudarle, porque de lo contrario nunca hubiera podido salir por la estrecha boca del subterráneo que daba a su calabozo.

-Aquí me tenéis, persiguiéndoos con tenacidad -díjole con una sonrisa muy benévola-. Sin duda creísteis poder libraros de mi munificencia, pero no será así. Escuchadme, pues.

Edmundo comprendió que ya no le era posible retroceder. Hizo sentar al viejo en su cama, y se colocó a su lado en el banquillo.

-Ya sabéis -dijo el abate- que yo era secretario, familiar y amigo del cardenal Spada, último de los príncipes de este nombre. A aquel prelado dignísimo debo cuanta felicidad haya gozado en mi vida. A pesar de que las riquezas de su familia eran proverbiales, y muchas veces oí decir: “Rico como un Spada”, no era rico, pero vivía a costa de esta reputación de riquezas. Así viven de sí mismas casi todas las reputaciones populares. Su palacio fue mi paraíso. Eduqué yo a sus sobrinos, que ya han muerto, y apenas se quedó él solo en el mundo, le pagué en adhesión cuanto había hecho por mí durante diez años.

La casa del Cardenal no tuvo ya secretos de ninguna especie para mí. Muchas veces había yo visto ocupado a monseñor en compulsar los libros antiguos y hojear ávidamente los manuscritos, olvidados entre el polvo del archivo de la familia. Un día que yo le hice ver la inutilidad de sus afanes, pues no conseguía como premio de ellos más que quedarse muy abatido, me miró sonriendo con amargura, y por respuesta abrió un libro, que es la historia de la ciudad de Roma. En el capítulo XX de la vida del papa Alejandro VI, leí las siguientes líneas, que desde entonces no pude olvidar:

«Terminadas las tremendas guerras de la Romaña, César Borgia, su conquistador, necesitaba dinero para comprar el resto de Italia, y el Papa por su parte necesitaba también dinero para acabar con Luis XII, rey de Francia, que a pesar de sus últimos reveses era un enemigo poderoso todavía. Resolvieron, pues, de común acuerdo, hacer un buen negocio, lo que era muy difícil en aquella pobre Italia, exhausta de recursos.

»Su Santidad concibió una idea muy feliz. Determinó crear dos cardenales.»

Al nombrar dos grandes personajes en Roma, es decir, a dos de los más ricos, hacía a la vez Su Santidad dos buenos negocios: primeramente podía vender los altos cargos y los magníficos empleos que aquellos dos cardenales poseían, y podía aprovecharse, en segundo lugar, del subido precio a que los dos capelos se venderían. Otra tercera especulación resultaba de esto, que podremos conocer muy pronto.

Al momento encontraron el Papa y César Borgia Bus futuros cardenales. Uno era Juan Rospigliosi, que ostentaba las más altas dignidades de la Santa Sede, y el otro César Spada, uno de los romanos más notables y más ricos. Uno y otro podían apreciar en su verdadero valor el precio de semejante favor papal. Los dos eran ambiciosos.

En cuanto ellos aceptaron, encontró César Borgia compradores para sus empleos. La consecuencia de esto fue que Rospigliosi y Spada pagaron por ser cardenales, y otros ocho pagaron también por ser lo que eran los cardenales antes de su creación. Ochocientos mil escudos ingresaron en las arcas papales.

Finalmente, ya es tiempo que pasemos a la última parte de la especulación. Rospigliosi y Spada se vieron colmados de halagos por el Papa, que habiéndoles conferido por sí mismo las insignias del cardenalato, estaba seguro de que ellos, por demostrar dignamente su gratitud, realizarían toda su fortuna para fijar en Roma su residencia. Así en efecto sucedió, y el Papa y César Borgia los convidaron a comer.

Este convite dio ocasión a una grave disputa entre el Santo Padre y su hijo. César opinaba que se debía recurrir a uno de esos medios que él solía emplear con sus amigos íntimos, a saber: la famosa llave con que se rogaba a ciertas personas que abriesen cierto armario. Esta llave, sin duda por un olvido inocente del cerrajero tenía una especie de púa pequeña de hierro, que al hacer fuerza la persona que abría el armario, que era difícil de abrir, se clavaba en la mano, ocasionando la muerte al otro día. Había también la sortija de cabeza de león: César se la ponía para dar la mano a ciertas personas, el león las mordía imperceptiblemente, y a las veinticuatro horas… ,requiescant in pace.

César propuso pues a su padre mandar abrir el armario a Rospigliosi y a Spada, o darles un cordial apretón de manos, pero Alejandro VI le respondió:

-Tratándose de esos excelentes cardenales Spada y Rospigliosi, paréceme que no debemos rehuir los gastos de un gran banquete, porque un presentimiento me dice que hemos de quedarnos con ese dinero. Sin duda olvidáis, César, además, que una indigestión hace su efecto en el acto, mientras un mordisco o una picadura tardan uno o dos días.

César se rindió a ese razonamiento y he aquí que los dos cardenales fueron invitados a comer. El banquete se debía efectuar cerca de San Pedro ad Vincula, en una hermosa posesión del Papa, muy conocida de los cardenales por su celebridad.

Envanecido Rospigliosi con su nueva dignidad, preparó su estómago para el banquete, pero Spada, hombre prudentísimo y que amaba con extremo a su sobrino, un capitán joven de mucho porvenir, tomó papel y pluma e hizo testamento.

En seguida envió un recado a su sobrino encargándole que le esperase por los alrededores de San Pedro, pero, según parece, el mensajero no le encontró. Spada conocía la costumbre de aquellos convites. Desde que el cristianismo, eminentemente civilizador, introdujo el progreso en Roma, no era un centurión el que venía de parte del tirano a deciros: “César quiere que mueras”, sino que era un legado ad latere, que con la sonrisa en los labios venía a deciros de parte del Papa: «Su Santidad quiere que comáis en su compañía.»

Spada se dirigió a las dos a San Pedro ad Vincula; ya le estaba esperando el Papa allí. La primera persona que vieron sus ojos fue a su sobrino el capitán, muy ataviado y muy tranquilo. César Borgia le colmaba de halagos y caricias. Spada palideció, porque César, con una mirada irónica, le daba a entender que todo lo había previsto y que estaba bien tendido el lazo. En el transcurso de la comida, el cardenal no pudo hacer otra cosa que preguntar a su sobrino:

-¿Recibisteis mi recado?

El capitán respondió que no, pero había comprendido la pregunta. Sin embargo, ya era tarde, porque acababa de beber un vaso de excelente vino, escanciado ex profeso para él por el copero del Papa. En el mismo instante ofrecían liberalmente a Spada vino de otra botella. Una hora después un médico declaró que ambos estaban envenenados con setas. Spada murió allí mismo, y el capitán a la puerta de su casa, haciendo una seña a su mujer, que no pudo comprenderle.

César Borgia y el Papa se apresuraron al punto a apoderarse de la herencia, a pretexto de registrar los papeles de los difuntos, pero todo el caudal de Spada consistía en un pedazo de papel en que había escrito él mismo:

«Lego a mi muy amado sobrino mis baúles y mis libros, entre los cuales se halla mi hermoso breviario con cantos de oro, que deseo conserve en memoria de su querido tío.»

Sorprendidos los herederos de que Spada, el hombre poderoso, fuese en efecto, el más pobre de los tíos, lo registraron todo, revolvieron los muebles, y admiraron el breviario. Ningún tesoro apareció, como no se cuenten los tesoros científicos encerrados en la biblioteca y en los laboratorios. Esto fue todo. Las pesquisas de César y de su padre fueron inútiles.

Nada se encontró, o a lo menos, poquísimo, es decir, unos mil escudos en alhajas, y otro tanto en dinero. Su sobrino, sin embargo, había vivido bastante tiempo para decir a su mujer:

-Buscad entre los papeles de mi tío, porque sé que existe un testamento real y verdadero.

Con esto se hicieron más diligencias aún que las que habían hecho los augustos herederos; pero todo en vano. Los dos palacios de Spada y la posesión que tenía detrás del Palatino, como los bienes inmuebles en aquella época valían poco, quedaron a favor de la familia, por indignos de la rapacidad del Papa y de su hijo.

Los meses y los años fueron transcurriendo. Alejandro VI, como sabéis, murió envenenado por una equivocación: César, envenenado también, se salvó, cambiando de piel como las culebras. En su nueva piel el veneno había dejado unas manchas semejantes a las del tigre. Por último, obligado a abandonar Roma, fue a hacerse matar oscuramente en una escaramuza nocturna, casi olvidada por la historia.

Tras la muerte del Papa y el destierro de su hijo César, todo el mundo esperaba que la familia volviera al fausto que tenía en los tiempos del cardenal Spada; pero no fue así. Los Spada siguieron viviendo en una dudosa medianía, un misterio eterno envolvió este asunto lúgubre. La opinión general fue que César, mejor político que su padre, le había robado la fortuna de los dos cardenales, y digo los dos, porque Rospigliosi, que no había tomado precaución alguna, fue despojado del todo.

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