Kitabı oku: «El conde de montecristo», sayfa 7

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Capítulo 9 La noche de bodas

Como hemos dicho, Villefort tomó el camino de la plaza del GrandCours, y de la casa de la marquesa de Saint-Meran, donde encontró a los convidados tomando café en el salón, después de los postres.

Renata le aguardaba con una impaciencia de que participaban todos, por lo que la acogida que tuvo fue una exclamación general.

-¡Hola, señor corta-cabezas, columna del Estado, moderno Bruto realista! -exclamó uno de los presentes-; ¿qué hay de nuevo?

-¿Nos amenaza quizás otro régimen del Terror? -preguntó otro.

-¿Ha salido de su caverna el ogro de Córcega? -añadió un tercero.

-Señora marquesa -dijo Villefort acercándose a su futura suegra-, vengo a suplicaros que me perdonéis. La necesidad me obliga a dejaros… ¿Tendré el honor, señor marqués, de hablaros un instante en secreto?

-¿Tan grave es el asunto… ? -murmuró la marquesa al notar la nube que ensombrecía el rostro de Villefort.

-Tan grave que me obliga a despedirme de vos para una corta ausencia. ¡Mirad si será grave! -añadió volviéndose a Renata.

-¿Vais a partir? -exclamó Renata, sin poder ocultar la emoción que le causaba esta noticia inesperada.

-¡Ay, señorita!, es necesario- respondió Villefort.

-¿Adónde vais? -preguntó la marquesa.

-Es un secreto, señora; sin embargo, si alguno de estos señores tiene algo que mandar para París, sepa que un amigo mío, que está a sus órdenes, partirá esta misma noche.

Todos se miraron unos a otros.

-¿No me habéis pedido una entrevista? -preguntó el marqués.

-Sí, pasemos, si os place, a vuestro gabinete.

El marqués cogió del brazo a Villefort y salió con él.

-Vamos, hablad, ¿qué es lo que ocurre? -exclamó el marqués cuando llegaron al gabinete.

-Cosas que creo de alta importancia, y que exigen que me traslade a París inmediatamente. Ante todo, marqués, y perdonadme lo indiscreto de la pregunta que os hago, ¿tenéis papel del Estado?

-Tengo en papel toda mi fortuna. Unos seiscientos o setecientos mil francos.

-Pues vendedlo, vendedlo en seguida, o de lo contrario os vais a ver arruinado.

-¿Cómo queréis que desde aquí lo venda?

-¿Verdad que tenéis un corresponsal banquero?

-Sí.

-Dadme una carta para él, encargándole que venda esos créditos sin perder tiempo. Quizá llegaré tarde.

-¡Diablo! -exclamó el marqués-; entonces no perdamos ni un minuto.

Y sentándose a la mesa se puso a escribir a su banquero una carta, encargándole que vendiera a cualquier precio.

-Ahora que tengo esta carta -dijo Villefort guardándola cuidadosamente en su camera-, necesito otra.

-¿Para quién?

-Para el rey.

-¿Para el rey?

-Sí.

-Pero yo no me atrevo a escribir directamente a Su Majestad.

-Tampoco os la pido a vos, sino que os encargo que se la pidáis al señor de Salvieux. Es necesario que me dé una carta que me ayude a llegar hasta el rey sin las formalidades y etiquetas que me harían perder un tiempo precioso.

-Pero ¿no podría serviros el guardasellos de intermediario? Tiene entrada en las Tullerías a todas horas.

-Sí, mas no quiero partir con otro el mérito de la nueva de que soy portador. ¿Comprendéis? El guardasellos se lo apropiaría todo, hasta mi parte en los beneficios. Baste, marqués, con esto que digo. Mi fortuna está asegurada si llego antes que nadie a las Tullerías, porque voy a prestar al rey un servicio que jamás podrá olvidar.

-En ese caso, amigo mío, id a hacer vuestros preparativos, mientras hago yo que Salvieux escriba esa carta.

-No perdáis tiempo. Dentro de un cuarto de hora tengo que estar en la silla de postas.

-Haced parar el carruaje en la puerta.

-Me disculparéis, ¿no es verdad?, con la señora marquesa y con Renata, a quien dejo en ocasión tan grata con el más profundo sentimiento.

-En mi gabinete las encontraréis a la hora de vuestra partida.

-Gracias mil veces. No olvidéis la carta.

El marqués llamó y poco después se presentó un lacayo.

-Decid al conde de Salvieux que le espero aquí. Ya podéis iros -continuó el marqués dirigiéndose a Villefort.

-Bueno; al instante estoy de regreso.

Y Villefort salió de la estancia apresuradamente; pero ocurriósele al llegar a la calle que un sustituto del procurador del rey podría ocasionar la alarma de un pueblo con que se le viese andar muy de prisa.

Volvió, pues, a su paso ordinario, que era en verdad, digno de un juez.

Junto a la puerta de su casa parecióle distinguir una cosa como un fantasma blanco que le esperaba inmóvil.

Era la linda catalana, que al no tener noticias de Edmundo, iba a enterarse por sí misma de la causa del arresto de su amante.

Al acercarse Villefort salióle al paso, destacándose de la pared en que se apoyaba. Como Dantés le había hablado ya de su novia, nada tuvo que hacer Mercedes para que la reconociera. Villefort, sorprendido de la belleza y dignidad de aquella mujer, y cuando le preguntó el paradero de su amado, le pareció que él era el acusado y ella el juez.

-El hombre de quien habláis -dijo Villefort- es un gran criminal, y en nada puedo favorecerle, señorita.

Mercedes lanzó un gemido, y detuvo a Villefort al ver que éste intentaba proseguir su camino.

-Pero decidme al menos dónde está, para que pueda siquiera informarme de si vive aún o ha muerto.

-Ni lo sé, ni eso me atañe a mí -respondió Villefort.

Y molestado por aquellos ojos penetrantes y aquel ademán de súplica, rechazó Villefort a Mercedes, y entró en su casa cerrando apresuradamente la puerta y dejando a la joven entregada al dolor y a la desesperación.

Pero el dolor no se deja rechazar tan fácilmente. Parecido a la flecha mortal de que habla Virgilio, el hombre herido por él lo lleva siempre consigo.

Aunque había cerrado la puerta, al llegar Villefort a su gabinete sintió que sus piernas flaqueaban, y lanzando, más que un suspiro, un sollozo, dejóse caer en un sillón.

Entonces brotó en el fondo de aquel pecho enfermo el primer germen de una úlcera mortal. Aquel hombre sacrificado a su ambición, aquel inocente que pagaba culpas de su propio padre, apareciósele pálido y amenazador, acompañado de su novia, pálida como él, y seguido del remordimiento, no del remordimiento que hace enloquecer al que lo sufre como en los antiguos sistemas fatalistas, sino de ese sordo y doloroso golpear sobre el corazón, que a veces nos hiere como el recuerdo de un crimen casi olvidado, herida cuyos dolores ahondan la llaga que nos conduce a la muerte.

El alma de Villefort todavía vaciló un instante. Había pronunciado muchas sentencias de muerte sin otra emoción que la de la lucha moral del juez con los reos; y aquellos reos ajusticiados gracias a su terrible elocuencia, que convenció al jurado y a los jueces, no puso en su frente una sola arruga, porque aquellos hombres eran criminales, por lo menos en la opinión del sustituto. Mas ahora variaba la cuestión; acababa de aplicar la reclusión perpetua a un inocente que iba a ser feliz, arrebatándole la felicidad y además la libertad; ya no era juez, era verdugo. Y al pensar en esto empezaba a sentir ese sordo golpear que hemos descrito, desconocido de él hasta entonces; oído en el fondo de su corazón, llenando su mente de quimeras. De este modo un dolor instintivo y violento notifica a los que sufren que no deben sin temblar poner el dedo en sus llagas antes que se cicatricen.

Pero la de Villefort era de esas que no se cicatrizan nunca, o que se cierran aparentemente para volver a abrirse más enconadas y dolorosas.

Si en esta situación la dulce voz de Renata le hubiera recomendado clemencia; si entrara la bella Mercedes a decirle: “En nombre de Dios que nos ve y nos juzga, devolvedme a mi prometido” ¡Oh!, sí, aquella voluntad doblegada al cálculo hubiese cedido, y sin duda con sus manos frías, a riesgo de perderlo todo, hubiera firmado inmediatamente la orden de poner a Dantés en libertad; sin embargo, ninguna voz le habló al oído, ni se abrió la puerta sino para el criado que vino a anunciarle que los caballos estaban ya enganchados a la silla de posta.

El sustituto se levantó, o mejor dicho, saltó de la silla como aquel que triunfa de una lucha secreta, y corriendo a su bufete puso en sus bolsillos todo el oro que encerraban sus cajones. Luego dio por la estancia dos o tres vueltas con las manos en la frente, articulando palabras sin sentido, hasta que los pasos del ayuda de cámara que venía a ponerle la capa, le sacaron de su éxtasis, y lanzándose al carruaje ordenó lacónicamente que parara en la calle de Grand-Cours, en casa del marqués de Saint-Meran.

El infortunado Dantés estaba condenado.

Como le había prometido el señor de Saint-Meran, Renata y la marquesa estaban en su gabinete. Al ver a la joven tembló el sustituto: porque pensaba que le pediría de nuevo la libertad del preso; pero, ¡ay!, que es forzoso decirlo para afrenta de nuestro egoísmo, la linda joven sólo pensaba en una cosa: en el viaje que Villefort iba a emprender.

Le amaba, y Villefort iba a partir en el mismo instante en que habían de enlazarse para siempre, y sin anunciar cuándo volvería. En vez de compadecer a Edmundo, Renata maldijo al hombre que con su crimen la separaba de su amado. ¿Qué era entretanto de Mercedes?

La pobre había encontrado a Fernando en la esquina de la calle de la Logia, a Fernando, que había seguido sus huellas, y volviendo a los Catalanes se arrojó en su lecho moribunda y desesperada. De rodillas y acariciando una de sus heladas manos, que Mercedes no pensaba en retirar, Fernando la cubría de ardientes besos, ni siquiera sentidos de ella.

Así transcurrió la noche. Cuando no tuvo aceite se apagó la lámpara; pero Mercedes no advirtió la oscuridad, como no había advertido la luz. Hasta la aurora vino sin que ella la advirtiese.

El dolor había puesto en sus ojos una venda que no la dejaba ver más que a Edmundo.

-¡Ah! ¿Estáis aquí? -exclamó al fin volviéndose a Fernando.

-Desde ayer no os he abandonado un momento -respondió éste lanzando un suspiro.

El señor Morrel, por su parte, no se había desanimado: supo que Dantés, después de su interrogatorio, fue conducido a una prisión, y entonces corrió a casa de todos sus amigos, y con todas aquellas personas de Marsella que gozaban de alguna influencia; pero ya corría el rumor de que Dantés había sido preso por agente bonapartista, y como en esa época hasta los visionarios tenían por insensatez cualquier tentativa de Napoleón para recobrar su trono, el buen Morrel, acogido con frialdad de todos, regresó a su casa desesperado, aunque confesando que el lance era crítico, y que nadie podría disminuir su gravedad.

Caderousse también se había inquietado mucho por su parte. En lugar de revolver el mundo como Morrel, en vez de hacer algo por Edmundo, encerróse con dos botellas en su cuarto, a intentó ahogar su inquietud por medio de la embriaguez.

Pero en la situación moral en que se hallaba era poco dos botellas para hacerle perder el juicio. Lo perdió, sin embargo, lo suficiente para impedirle que fuese a buscar más vino, y demasiado poco para borrar sus recuerdos; con lo que, puesta la cabeza entre las manos sobre la mesa coja, y al lado de sus dos botellas, se quedó como si dijéramos entre dos luces, viendo danzar a la de su candil aquellos espectros de que ha henchido Hoffman sus libros empapados en ron.

Danglars era el único que no estaba inquieto ni atormentado, sino más bien alegre, por haberse vengado de un enemigo, asegurando en El Faraón su empleo que temía perder. Danglars era uno de esos hombres calculistas que nacen con una pluma detrás de la oreja y un tintero por corazón. Para él todas las cosas del mundo eran sumas o restas, y un número de más importancia que un hombre, cuando el número podía aumentar la suma que el hombre podía disminuir.

Danglars se había acostado a la hora de costumbre y durmió tranquilamente.

Después de recibir Villefort la carta del señor Salvieux, y besado a Renata en las dos mejillas y en la mano a la marquesa de Saint-Meran, y de despedirse del marqués con un apretón de manos, corría la posta por el camino de Aix.

El padre de Dantés se moría de dolor y de inquietud.

En cuanto a Edmundo, ya sabemos cuál era su suerte.

Capítulo 10 El gabinete de las Tullerías

Dejemos entretanto a Villefort camino de París, gracias a ir derramando dinero, y atravesando los dos o tres salones que le preceden, penetremos en aquel gabinetito ovalado de las Tullerías, famoso por haber sido la estancia favorita de Napoleón, de Luis XVIII y de Luis Felipe.

Sentado a una mesa, que procedía de Hartwel, y que por una de esas manías comunes a los altos personajes tenía en particular estimación, el rey Luis XVIII escuchaba distraído a un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años, cabello cano y continente aristocrático y pulcro.

Sin dejar de escucharle iba haciendo anotaciones en el margen de un volumen de Horacio, de la edición de Griphins, que aunque incorrecta es la más estimada, y que se prestaba mucho a las sagaces observaciones filosóficas del rey.

-¿Decíais, pues, caballero… ? -murmuró el rey.

-Que estoy muy inquieto, señor.

-¿De veras? ¿Habéis visto acaso en sueños siete vacas gordas y siete flacas?

-No, señor, pues esto anunciaría solamente siete años de abundancia y otros siete de hambre, que con un rey tan previsor como Vuestra Majestad no se deben de temer.

-Pues ¿qué otros cuidados os apenan, mi querido Blacas?

-Creo, señor, y lo creo fundamentalmente, que se va formando una tempestad hacia el lado del Mediodía.

-Y bien, mí querido conde -respondió Luis XVIII-; os creo mal informado, y sé positivamente que hace muy buen tiempo allá abajo.

Aunque hombre de talento, Luis XVIII gustaba a veces de burlarse.

-Señor -dijo el señor de Blacas-, aunque no fuese sino para tranquilizar a un fiel servidor, ¿no podría Vuestra Majestad enviar al Languedoc, a la Provenza y al Delfinado hombres fieles que informaran sobre la situación política de aquellas tres provincias?

-Canimus surdis -respondió el rey, prosiguiendo en sus notas a Horacio.

-Señor -repuso el cortesano, sonriéndose para dar a entender que comprendía el hemistiquio del poeta de Venusa-; señor, Vuestra Majestad puede confiar en el espíritu público reinante en Francia; pero yo creo tener también mis razones para temer alguna tentativa desesperada.

-¿De quién?

-De Bonaparte, o por lo menos, de sus partidarios.

-Mí querido Blacas -dijo el rey-, vuestros temores no me dejan trabajar.

-Y vos, señor, con vivir tan tranquilo, me quitáis el sueño.

-Esperad, esperad. Se me ocurre una excelente nota acerca de aquello del Pastor cum traheret. Ya continuaréis luego.

Hubo un momento de silencio, durante el cual Luis XVIII escribió con una letra todo lo microscópica que pudo, una nota nueva al margen de su Horacio, y dijo luego, levantándose con la satisfacción del que se imagina haber concebido una idea, cuando no ha hecho sino comentar las de otro:

-Proseguid, querido conde, proseguid.

-Señor -dijo Blacas, que por un momento abrigó la esperanza de explotar a Villefort en su favor-, obligado me veo a deciros que no son simples rumores lo que sin fundamento me inquieta. Un hombre merecedor de mi confianza, un hombre de saber, a quien he dado el encargo de vigilar el Mediodía (el conde vaciló al pronunciar estas palabras), llega en posta en este mismo instante a decirme: «El rey está amenazado de un gran peligro.» Por eso he venido a advertiros, señor.

-Mala ducis avi domum -continuó anotando Luis XVIII.

-¿Me ordena Vuestra Majestad que no insista en eso otra vez?

-No, mi querido conde, pero alargad la mano.

-¿Cuál?

-La que queráis… , ahí a la izquierda…

-¿Aquí, señor?

-Dígoos que a la izquierda y buscáis a la derecha… guise decir a mi izquierda. Hallaréis ahí un informe del ministro de policía con fecha de ayer. Pero, ¡calla!, aquí aparece en persona el señor Dandré… ¿No habéis dicho que era el señor Dandré? —exclamó Luis XVIII dirigiéndose al ujier, que en efecto acababa de anunciar al ministro de la policía.

-Sí, señor, el barón de Dandré -repuso el ujier.

-Justamente -repuso Luis XVIII con imperceptible sonrisa-. Entrad, barón, entrad, y decid al duque lo que sepáis más reáente del señor de Bonaparte. No disimuléis la gravedad de la situación, si la tiene, sea lo que fuere… Veamos: ¿es en efecto la isla de Elba un volcán pronto a vomitar sobre nosotros las llamas de la guerra: bella, horrida bella?

El señor Dandré pavoneóse con gracia, apoyando las manos en el respaldo de un sillón, y contestó:

-¿Se ha dignado Vuestra Majestad pasar los ojos por mi informe de ayer?

-Sí, sí, pero decídselo al conde, decidle lo que reza este informe, que no puede encontrar. Explicadle lo que hace el usurpador en su isla.

-Señor -dijo el barón al conde-, todos los vasallos de Su Majestad deben de regocijarse con las noticias que tenemos de la isla de Elba. Bonaparte…

Y el señor Dandré fijó los ojos en Luis XVIII, que, ocupado en escribir una nota, no levantó la cabeza.

-Bonaparte -continuó el barón- se aburre mucho, y pasa los días de sol a sol viendo trabajar a los mineros de Porto-Longonne.

-Y se rasca para distraerse -añadió el monarca.

-¿Se rasca? -preguntó el conde-; ¿qué quiere decir Vuestra Majestad?

-¿Olvidáis, mi querido conde, que ese coloso, ese héroe, ese semidiós sufre de una enfermedad cutánea que le consume?

-Y hay más, señor conde -continuó el ministro de policía-: estamos casi seguros de que dentro de poco tiempo estará loco,

-¿Loco?

-De remate: su cabeza se debilita. Tan pronto llora a mares como ríe a carcajadas. Otras veces se pasa las horas muertas arrojando al agua piedrecitas, y al verlas rebotar en la superficie se queda tan satisfecho como si hubiera ganado otro Marengo a otro Austerlitz. No me negaréis que éstos son síntomas de locura.

-O de sobrado juicio, señor barón -dijo Luis XVIII riendo-; arrojando piedrecitas a la mar se solazaban los grandes capitanes del tiempo antiguo. Leed si no en Plutarco la vida de Escipión el Africano.

A la vista de estos dos hombres tan tranquilos, el señor de Blacas vaciló unos instantes; porque Villefort no había querido decirle todo lo que sabía, sino lo que bastaba a alarmarle, para no perder todo el valor de su secreto.

-Vamos, vamos, Dandré -dijo Luis XVIII-, Blacas aún no está convencido. Contadle la conversión del usurpador.

El ministro de policía se inclinó.

-¿Conversión del usurpador? -murmuró el conde mirando al rey y a Dandré-. ¿El usurpador se ha convertido?

-Del todo, querido conde.

-Pero ¿a qué?

-A los buenos principios. Vamos, explicádselo, barón.

-Escuchad, pues… -dijo el ministro con mucha gravedad-. Hace unos días, ha pasado Napoleón una revista, en que dos o tres de sus viejos gruñones, como él los llama, manifestaron deseos de volver a Francia, en lo que consintió exhortándoles a servir a su buen rey. Tales fueron sus propias palabras, señor conde, lo sé de buena tinta.

-Y ahora, Blacas, ¿qué diréis? -exclamó el triunfante monarca dejando de compulsar el volumen que tenía abierto delante de él.

-Digo, señor, que o el ministro de policía o yo nos equivocamos; pero como es imposible que el equivocado sea él, que tiene el cargo de velar por Vuestra Majestad, es más probable que yo lo sea. No obstante, señor, yo en lugar vuestro interrogaría por mí mismo a la persona que aludo; y por mi parte insistiré en que siga Vuestra Majestad este consejo.

-Enhorabuena, conde. Presentádmelo y lo recibiré; pero con las armas en la mano. Señor ministro, ¿tenéis algún parte de fecha más moderna que éste, que es del 20 de febrero y estamos a 3 de marzo?

-No, señor; pero lo estaba esperando de un momento a otro, cuando salí esta mañana, y es posible que haya llegado durante mi ausencia.

-Id, pues, a la prefectura, y si no ha llegado… , ejem… , ejem… -dijo riendo Luis XVIII-, inventad uno. ¿Sería la primera vez… ? ¿Eh?

-¡Oh, señor! —dijo el ministro-, a Dios gracias, nada hay que inventar en cuanto a eso; porque todos los días nos llueven denuncias, y muy detalladas, de infelices que creen hacer un servicio y esperan que se les pague. La mayor parte ven visiones; pero esperan que la casualidad las convierta hoy o mañana en realidad.

-Está bien, id, y tened en cuenta que os espero -dijo el rey Luis XVIII.

-No haré sino ir y volver. Antes de diez minutos estoy de vuelta.

-Yo, señor, voy en busca de mi mensajero -dijo el señor de Blacas.

-Aguardad, aguardad un instante -respondió Luis XVIII-. A decir verdad, conde, debo cambiaros las armas del escudo: pondréis desde ahora un águila volando con una presa entre sus garras que pugna en vano por escapársele, y esta divisa: Tenax.

-Ya escucho, señor-dijo impaciente el señor de Blacas.

-Quería consultaros sobre este pasaje: Molli fugies anhelitu… , ya sabéis… , se trata del ciervo que huye del lobo. ¿No sois cazador, y de lobos? Entonces, ¿qué os parece el molli anhelitu?

-¡Admirable, señor!, pero mi hombre es como el ciervo de que habláis. En tres días escasos ha recorrido doscientas veinte leguas, en silla de posta.

-Buena tontería, cuando el telégrafo sin cansarse nada gasta tres o cuatro horas solamente.

-¡Ah, señor!, qué mal pagáis a ese pobre joven, que viene tan apresurado a dar a Vuestra Majestad un aviso útil. Aunque no sea sino por el señor de Salvieux que me lo recomienda, os ruego que le recibáis bien.

-¿El señor de Salvieux, el chambelán de mi hermano?

-El mismo.

-Está efectivamente en Marsella.

-Desde allí me ha escrito,

-¿Os habla también de esa conspiración?

-No; pero me recomienda al señor de Villefort, encargándome que le traiga a la presencia de Vuestra Majestad.

-¡El señor de Villefort! -exclamó el rey-. ¿Ese mensajero es el señor de Villefort?

-Sí, señor.

-¿Y es el que viene de Marsella?

-En persona.

-¿Por qué no me dijisteis su nombre desde un principio? -exclamó el rey, cuyo semblante reflejó de repente cierto aire de inquietud.

-Creía que os era desconocido.

-No, no, Blacas; es un hombre de talento, de miras elevadas y sobre todo ambicioso. Me parece que vos conocéis de nombre a su padre.

-¿A su padre?

-Sí, a Noirtier.

-¿Noirtier, el girondino? ¿Noirtier, el senador?

-Exacto.

-¡Y Vuestra Majestad emplea al hijo de semejante hombre!

-Blacas, amigo mío, vos no sabéis vivir. ¿No os dije que Villefort es ambicioso? Por medrar sacrificará hasta a su padre.

-Conque ¿le traigo?

-En seguida, en seguida… ¿Dónde está?

-Debe de esperarme abajo, en su carruaje.

-Id a buscarle.

-Voy en seguida.

El conde salió de la cámara con la rapidez de un joven, porque su sincero realismo le prestaba el ardor propio de los veinte años, y se quedó Luis XVIII solo, volviendo a hojear el libro entreabierto y murmurando: Justum et tenacem propositi virum.

Con la misma rapidez volvió el señor de Blacas; pero en la antecámara se vio obligado a invocar la autoridad del rey, porque el traje empolvado y no conforme a la etiqueta de Villefort alarmó al señor de Brezé, que no comprendía cómo un hombre pudiera atreverse a presentarse al rey de aquella manera.

Pero el conde allanó todos los obstáculos con esta sola frase: Por orden de Su Majestad; y a pesar de cuantas reflexiones hizo el maestro de ceremonias, penetró Villefort en la cámara regia.

El rey se hallaba sentado donde le dejara Blacas, por lo que al abrir la puerta Villefort hallóse frente a frente del monarca. En el primer momento, el joven magistrado se detuvo, titubeando.

-Entrad, señor de Villefort -le dijo el rey-, entrad.

Saludó el sustituto adelantándose algunos pasos y esperando que le interrogaran.

-Señor de Villefort -continuó Luis XVIII-, asegura el señor de Blacas que tenéis que hacernos importantes revelaciones.

-Señor, el conde tiene razón, y espero que Vuestra Majestad se la dará también por su parte.

-Pero, ante todo, decidme, ¿es en vuestra opinión el mal tan grave como me lo quieren hacer creer?

-Señor, yo lo creo gravísimo, pero no irreparable, merced a mis precauciones. Así lo espero.

-Hablad, hablad todo lo que queráis, caballero -dijo el rey, que empezaba a contagiarse del temor del señor Blacas y del que revelaba también la voz de Villefort-; hablad y, sobre todo, comenzad por el principio, porque me gusta el orden en todas las cosas.

-Señor -dijo Villefort-, haré a Vuestra Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación.

Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con benevolencia.

-Señor -continuó-, he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Vuestra Majestad que en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares a insignificantes, como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Vuestra Majestad. Señor, el usurpador se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En estos momentos debe de haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Vuestra Majestad no ignora que el soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia.

-Sí, lo sé, caballero -dijo el rey muy conmovido-, y hace poco nos avisaron de que en la calle de Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continuad, os lo ruego. ¿Cómo obtuvisteis esas noticias?

-Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás vigilaba. Le hice prender el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tened presente, señor, que copio el interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima.

-¿Y qué ha sido de ese hombre? -preguntó Luis XVIII.

-Está preso, señor.

-Así, pues, ¿os parece tan grave el asunto?

-Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi boda, y lo he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Vuestra Majestad mis temores y mi adhesión.

-Es cierto -dijo Luis XVIII-. ¿No existía un proyecto de matrimonio entre vos y la señorita de Saint-Meran?

-Hija de uno de los más fieles servidores de Vuestra Majestad.

-Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort.

-Temo que sea más que un complot, una conspiración.

-Una conspiración en estos tiempos -repuso sonriendo Luis XVIII-, es cosa muy fácil de proyectar, pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono de nuestros abuelos, estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilizaos pues, caballero; mas no por eso estéis menos seguro de nuestra real gratitud.

-Aquí está el señor barón de Dandré -exclamó en esto el conde de Blacas.

En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.

Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas.

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