Kitabı oku: «Cuánto pesa una cabeza humana», sayfa 2
Día 5, jueves 19
No sólo de palabras vive el hombre,
por eso salgo a la calle
con el salvoconducto de mi carrito de la compra
para buscar provisiones
y explorar el estado de las cosas.
La primera evidencia es la soledad
de las calles
de los que caminan:
solos.
Nos hemos convertido en islas a la deriva,
aunque parezca que tenemos un objeto
que esgrimir ante la policía
y ante nosotros mismos.
En la estafeta de correos
nada es como era.
Todos los empleados lucen guantes y mascarillas
como si fueran a operar
al que sólo pretende
enviar un libro a su hermano
cerca del mar
que ayer cumplió
más de cincuenta años:
Del Trastévere al Paraíso,
sobre los crímenes que algunos cometieron
para traer la felicidad a la Tierra.
Hay una marca en el suelo
que prescribe una distancia saludable
entre el mostrador de mármol
el cartero inmóvil
y nosotros.
Lo que está prohibido es tocarse.
Ante el cierre de loterías
ha quebrado el pensamiento mágico,
aunque soñamos que mañana
al despertar
el estado de sitio se habrá desvanecido.
De momento,
todos despertamos con algo de Gregorio Samsa.
Ahora tratamos de adivinar
cuántos viajeros lleva cada autobús:
la mayoría son carrozas vacías,
y conductores afantasmados.
El Circular que me rebasa
por si no hubiera bastantes paradojas
anuncia como herida
un musical en el costado:
Ghost!
La vida se ha vuelto redundante.
Demasiado extraña.
Todo está cerrado,
salvo los supermercados
las panaderías
las fruterías
los bancos
las funerarias
y las farmacias
(una boticaria me regala una caja de guantes violetas).
En los recintos
la distancia es ley.
Todavía se acepta dinero contante y sonante,
pero como el contacto personal
parece un vestigio del siglo xx.
Vislumbro el parque también sitiado
cerrado a cal y canto
e imagino las hierbas felices
creciendo lejos
de nuestra insaciable
necesidad de ser.
En mi ayuda vuelve Louise Glück y sus «Ecos»:
«Cuando aún era niña
mis padres se mudaron a un pequeño
valle, rodeado de montañas
en lo que se llamaba región de los lagos.
Desde el jardín de la cocina
se veían las cumbres
cubiertas de nieve hasta en verano.
Recuerdo un tipo de paz
que no volví a conocer nunca
[…].
Unos pocos años de fluidez
seguidos de un silencio largo como el silencio en el valle
antes de que las montañas te devolviesen
tu propia voz transformada en la voz de la naturaleza.
Ahora ese silencio me hace compañía.
Pregunto: ¿de qué murió mi alma?
y el silencio responde:
si tu alma murió ¿de quién
es la vida que vives y cuándo
te volviste esa persona?».
Yo también llevaba mucho tiempo en dique seco
sin la menor necesidad de escribir poemas
tal vez porque mi alma estaba muerta
y soterrada.
¿Amor?
Gracias a Basho sé
que el poeta chino Chuang Tzu
que vivió en el siglo iv antes de nuestra era
como las secuoyas
escribió preguntándose
si había soñado con una mariposa
o si fue la mariposa la que lo soñó.
¿Soñamos nosotros
o estamos siendo soñados?
La iglesia,
frente al parque
también estaba cerrada a cal y canto.
Nadie se salva del miedo.
Anota Basho:
«Bajo las mantas
sueño un país lejano.
Ya cae la nieve».
Y cuando la desesperación muestra los dientes
yo sueño con haberme ido
a un país cerca del mar,
como si fuera posible
alejarnos de lo que somos
de lo que hemos hecho
con el huerto y con nosotros
con los animales
y nuestra alma.
En un puesto de libros «a la ribera del Sena, en una caja llena de novelas policiacas inglesas» Cioran encuentra «¡un San Juan de la Cruz en formato de bolsillo! Se debe, creo, al título: The Dark Night of The Soul».
¿Acaso no buscaba
denodadamente
Juan
a Jesús
como un detective
del alma y del cuerpo?
¿Acaso no estamos ahora todos nosotros
sumidos en una nueva interminable
oscura noche del alma?
Alguien en La Vanguardia
evoca las palabras que Josep Pla
en el Cuaderno gris
dedicó a la insaciable gripe
que tantas vidas se llevó por delante
en 1918.
Busco mi precioso ejemplar negro
para retomar una lectura interrumpida
hace demasiado tiempo.
Lo abro donde lo dejé:
18 de octubre.
Lo juro.
No me hago trampas al solitario.
No fuerzo la suerte.
Es lo que C llamaría un fractal
y Jung un sincronismo.
Anoto:
«La gripe hace terribles estragos […]. Desde la calle se oían los llantos. Llantos en la casa y en la escalera del piso. Espectáculo impresionante, que contrasta con el aire vestido de la gente […]. Cuando se oye llorar, se toma un aire de buena persona […]. Cuando uno llora, ¿sufre? La que no llora, ¿sufre menos? […]. El entierro del señor Linares ha sido muy sentido. Por la noche, el tren pequeño nos lleva a casa, dentro de la luz incierta, pobre, de los vagones […]. El tren va lleno. Todos se sientan en un silencio agobiante. Los que vienen del mercado imitan a los que venimos del entierro. Si fuese posible imaginar un tren de pensadores, tendría el mismo aspecto […]. ¿En qué pensamos? Quizá en nada. El drama es que haya tantas cosas ante las cuales no se puede pensar en nada –tantas cosas ante las cuales el mecanismo mental es estéril».
Pla parece estar parado ahí
bajo las acacias espantosamente mutiladas de la calle del
[Doce de Octubre
que tan arbitrariamente me recuerda a Giorgio Morandi.
¿En qué pensamos?
Nos devanamos los sesos.
Nos entristecemos.
Nos indignamos.
Buscamos chivos expiatorios.
Nos resignamos.
Tratamos de vivir como vivíamos.
«Éramos tan felices», dice Íñigo Domínguez en el periódico.
No, no sólo de palabras vive el hombre,
pero miro alrededor
y miro adentro,
y vuelvo a encontrarme con Paul Celan que
en «Habla tú también»
escribe:
«Mira alrededor:
mira cómo en torno todo deviene vivo –
¡Por la muerte! ¡Vivo!
Verdad dice quien sombra dice».
Día 6, viernes 20
Han sido tan salvajes
los podadores
como forenses.
La acacia
que se timaba con la farola
y que en noches de verano y de otoño
se dejaba mecer
y jugaba al escondite
con las hojas
ahora no es más que un muñón
metafórico
y real:
para salvarla
la han matado.
Sus hermanas de la calle rectilínea
que lleva al horizonte
ya han empezado a brotar.
Ella está muda
como un grito
que se ha quedado congelado en la boca
como un Munch cortado de cuajo.
La veo
como una hermana
con los labios sellados
pero sin líquenes
condenada
por una buena acción.
Nunca quedan sin castigo.
Así me voy preguntando
por los muertos
que no son más que un contador:
por cada sudario
un dígito que cae como una piedra
en un pozo negro.
Pero no hay ni rastro
de nombres
de vidas
de ataúdes
de velatorios
de cortejos fúnebres.
¿No tendrían que estar aquí
los trombonistas de Nueva Orleans
los saxofonistas de Kiev
pasando por nuestras calles
con crisantemos blancos en los ojales
para rendir tributo
a cada uno
a lo que se nos va
con cada aliento usurpado
por el virus
otro muerto que añadir
al calendario de los espantos?
Un adviento contra natura.
«nada cambia nada»,
anota Louise Glück en su Averno
mientras todo cambia
ante nuestros ojos
entrecerrados
abiertos con lejía
cerrados con planchas de plomo
un eyeline cobalto
un lagar lleno de uranio.
Nada cambia nunca
y sin embargo
aquí estamos
como estatuas de sal
contemplando el porvenir
con temor a ver aparecer
nuestro nombre en la subasta.
Vuelvo a Louise Glück
como si fuera un salvoconducto
para salir de uno mismo
como salen los que tienen perro
y entrar más adentro
en la espesura:
«Tuve un sueño: mi madre caía de un árbol.
Después de su caída murió el árbol:
ya había cumplido su misión.
Mi madre salió ilesa: sus flechas desaparecieron».
¿Para qué sirven los árboles?
Depende
si hablamos de la vida
o estamos en un sueño.
Día 7, sábado 21
Hacia la isla, junto a los muertos
[…]
¡Mañana nuestro mar habrá sido vapor
PAUL CELAN, Hacia la isla
Sé que si tardo así será.
A mí, que no me gusta emplear la palabra esperanza en vano,
es decir,
no me gusta emplear la palabra esperanza.
Prefiero pensar
entre deseo y voluntad
que el mar seguirá estando ahí
el tiempo necesario
y que lo veré
antes de que la muerte
–«azul tiburón», como escribe Celan–
me cierre los ojos,
me los coma.
Día 8, domingo 22
Algunas máscaras
las más picudas
vienen de Venecia
de la necesidad de que el virus
la muerte
no nos reconozca.
Son los que mueren solos
con su conciencia
en las angarillas de la razón
carne sin misterio
sombra inerte
y la pregunta
como una ráfaga de viento
que golpea
y hace añicos
lo que parecía a salvo.
Pero hay manos
que salvan ese abismo.
Los hospitales
ya eran estaciones.
Pero ahora están bajo custodia.
Que canten los pájaros no nos alarma
que rompan el estado de sitio
no son los tambores de una guerra
la de nuestra generación
son heraldos amables
de lo que Wislawa decía
que nos estábamos perdiendo
«sus buenas 24 horas
1440 minutos de ocasiones
86 400 segundos que mirar».
Nuestra amiga lleva siete años
–multiplicad esta noche
aprovechando el ábaco del pánico–
encerrada en sí misma.
Ella es un estado de sitio.
Ella es Orán y todas las ciudades.
Ella es un centinela.
Ella sí está confinada
y desde el panóptico de su azotea
nos observa:
escribe con los iris
y tiene servidores mecánicos
que la mantienen de este lado
donde la realidad
reparte ortigas y mascarillas
guantes e hidroalcohol
arrebatos de ira y oxígeno silencioso
estados de ánimo y trenes latentes
cuarzo, feldespato, mica y glicerina
armarios rotos
y hogueras en algún lugar del tiempo
señales para los barcos
y un morse de tinta china y temblor
manos bañadas en añil
niños disfrazados de azul cobalto.
En «La estrella vespertina»
Louise Glück
que se ha instalado en nuestra casa
sin saberlo
enciende un candil
que alumbra toda la noche:
luz de posición:
«Por primera vez en muchos años, esta noche
apareció ante mí
una visión del resplandor de la tierra:
en el cielo vespertino
la primera estrella
se hacía más y más brillante
a medida que la tierra se iba oscureciendo
hasta que ya no pudo oscurecerse más.
Y la luz, que era la luz de la muerte,
parecía devolver a la tierra
su poder de consolar».
Día 9, lunes 23
La lluvia ha venido a entristecerlo todo
con su minio
su capa de mercurio herrumbroso
armiño de los pobres
que iguala mate los tocados
pone una vela a los inocentes
y proporciona pluma
mojada
a los poetas
que piensan con un hacha de juguete
que basta con cortar las líneas
como ramas secas
para que el poema
como un Saturno domesticado
no nos devore
nos salga por la boca.
A la lluvia le gustan los cargueros
la obra muerta
las vías declinadas de los astilleros
los trenes de pasajeros
y los de ganado.
A la lluvia le gustan los andenes
los cementerios
las siemprevivas
los amantes cuando se aman y se destrozan
los detectives
la soledad la náusea
los hoteles de París
y los de Bujumbura.
A la lluvia le traen sin cuidado las estadísticas
las goteras
las riadas
los hospitales
las comisarías
las avenidas arboladas
la taiga siberiana
los descampados
y la melancolía.
Stefan Zweig se pregunta
cuántas clases de piedad existen:
«la débil y sentimental»,
que «no es más que impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que padece ante la desgracia ajena»,
y dispara:
«esa compasión no es compasión»,
y nos sigue
como una cucaracha
que se nos ha metido en la oreja mientras dormíamos:
«la única que cuenta…
la compasión no sentimental […] sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente, hasta sus últimas fuerzas, e incluso más allá».
¿Cuál es la tuya?
¿Cuál es la mía?
¿Cuál es la nuestra?
La lluvia deshace
«la huella del trineo de lo perdido»
que trazó Paul Celan en alemán
con todo su dolor
y una piedra
la del cantero del lenguaje
que no duerme
con su martillo de goma
y su martillito de acero
la chispa es hermosa
menos cuando te quema la córnea:
«tu ojo, tan ciego como la piedra».
Para tiempos de penumbra
estamos hechos.
Pero nos hemos afiliado al olvido.
Por eso no queremos creer en nada
como si eso nos pusiera
a recaudo de los virus
sólo en la esperanza
sólo en Dios
como los náufragos.
«Un desconocido ata su montura a un castaño desnudo.
El caballo, tranquilo, vuelve de pronto la cabeza
al oír, a lo lejos, el rumor del mar».
(Yo no sabía que Louise Glück
se iba a venir a vivir aquí,
no a dejar
que su caballo metafísico
con cuatro patas reales
y un cuello que seca el horizonte
me iba a mostrar
por dónde se vuelve al mar).
Día 10, martes 24
Por el sentido de la luz
admiras el alma
PAUL CELAN, Reja de lenguaje
¿Cómo no contaminarse de las palabras de Paul Celan cuando el aire que respiramos está tan contaminado de muerte y son nuestros padres y los padres de nuestros padres los que se van en silencio con las manos yertas sobre el azul cobalto del lenguaje?
Día 11, miércoles 25
«La vida de cualquiera es un misterio,
incluso para uno mismo»,
anota Jan Swafford,
que dedicó doce años de su vida
a escribir una biografía de Beethoven.
El sábado eran 1353 las vidas
apagadas en España
por la cuchilla
afilada
y silente
del virus coronado.
Ayer eran 2699.
Pero durante la noche
muchos no conciliaron el sueño
y otros
incrementaron el elenco
de los que van a sumarse
al sueño eterno.
Así van cayendo
bajo el mantillo
sobre el cemento rugoso
sobre el zinc
el aluminio
el mármol
el granito
que la lluvia vuelve más fúnebre.
Se van tantos
y tan de prisa
que han tenido que convertir
un palacio de hielo
en depósito de cadáveres.
Se van tantos
tan de prisa
que no hay estrella ni memoria que valga.
Y es preciso poner nombres
como les ponemos a los vivos
a los que parten.
No todo puede ser noche
y niebla
o comeremos jirones
palabras como piedras
levadura echada a perder
por los gusanos
y nuestra obsequiosa ceguera.
El doctor Rieux lo supo en Orán
y Albert Camus lo escribió a lápiz:
«Puede parecer una idea ridícula
pero la única forma de luchar contra la plaga
es con la decencia».
Virtudes tan olvidadas
en nuestra premiosa fuga.
Instalados en la catástrofe
para qué sirve lo que hacíamos.
Hemos ido cancelando oficios
porque así lo quería el porvenir.
Y ahora resulta
que las manos
las que cogen
las que enseñan
las que abren
las que palpan
las que cuidan
las que atan
las que entierran
las que amasan
las que encienden
son las que habíamos
desechado.
¿Qué sabemos
hacer
con nuestras manos
digitales
de lapislázuli
cableadas
rígidas
manicuradas
manos de acariciar
una pantalla líquida
que nos devolvía
narcisos tan tristes
nuestra cara
ante el fin de la historia
y el silencio de los animales?
Hablan de guerra
como si eso sirviera
para honrar a los muertos
y salvar a los vivos.
Un respeto.
Hablamos de los que están
en primera línea
como un solo hombre
trincheras morales
vencer o morir
–yo también he caído en la trampa–,
pero esto no es una guerra
no nos disparamos
no han sido destruidos
los puentes
las fábricas
las casas
los hospitales
las escuelas.
Esto no es una guerra,
aunque se le parezca.
Piensa. Pensad.
Hablamos de los médicos
de las enfermeras
de los celadores
y de tantos empleados
que ahora son imprescindibles
y hasta ayer eran invisibles
«cajera de supermercado
repartidor a domicilio
basurero
barrendero
camionero
agricultor
limpiador
cuidadora…
y por cierto mal pagados
y además
si te fijas
casi todos extranjeros»,
anota mi amigo Íñigo Domínguez
que también ha leído a Walt Whitman.
En la Sexta sinfonía
la Pastoral
Beethoven menciona
(hablo de la partitura)
al ruiseñor, a la codorniz
y al cuclillo.
Y en la Novena,
«¡Oh, hermanos, abandonad estos sonidos!
Alegres, alegres…
Millones de seres, abrazaos».
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