Kitabı oku: «Fuga y retorno de Teresa»

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Fuga y retorno de Teresa

La secreta seducción de Teresa de Ávila

Alonso Crespo Hidalgo


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A los que buscan a Dios.

Para que, como Teresa,

«se dejen encontrar por Él».

Introducción

Mi curiosidad por Teresa de Ávila es una rica herencia recibida de una profunda amistad. Cuando Martín me hablada de la Santa, notaba que se le encendían los ojos de admiración. En nuestros encuentros esporádicos, por la distancia y la tiranía de las ocupaciones, siempre, antes o después, surgía el nombre de Teresa. Nuestros diálogos, con frecuencia, se sellaban con una cita, un pensamiento, una experiencia que nos remitían a un nombre evocador: Teresa de Jesús.

No me extrañó que en su estancia en Roma, Martín escogiese la Facultad del Teresianum como lugar de reflexión y a Teresa de Ávila, en su momento, como objetivo primordial de su estudio. Como consecuencia, nuestros encuentros y diálogos sobre la reformadora del Carmelo se hicieron aún más recurrentes. Hasta que en un momento, una tarde en el monasterio del Parral en Segovia, decidimos convertir a Teresa en objeto de un diálogo más sistemático y creativo: ambos leeríamos sus obras y las comentaríamos, a lo largo de los próximos años. Pero, ¿por dónde comenzar?

Yo no había leído, con detenimiento y en su totalidad, ninguna obra completa de santa Teresa; solo alguna poesía suelta, algún dicho, su definición de oración. Era pues obligado comenzar nuestra lectura por el libro que podía darnos más datos sobre su autora y, a su vez, el más popular: el Libro de la vida. Es extenso... y decidimos, por método, poner como objeto de nuestra lectura y motivo de diálogo un solo tema. Pero la dificultad aumentaba: ¿qué tema escoger en una obra tan rica y sugerente?

Desde hacía años mis ocupaciones pastorales me habían hecho adquirir una costumbre. Para conocer y situar el estado espiritual de algunas personas, solía hacerles una pregunta: ¿qué es Dios para ti? Pretendidamente, era una pregunta genérica, pero que podía delatar la calidad de la propia experiencia espiritual: hablar de personas es más exigente que tratar de ideas o responder con acierto a preguntas arrancadas a cualquier catecismo que aún perdure en nuestra memoria infantil. Las contestaciones siempre eran orientadoras del estado espiritual del alma que respondía y, en muchos casos, lamentablemente decepcionantes: ¡qué imagen tan pobre tenemos de Dios!; incluso, con frecuencia, ¡expresamos solo una caricatura!

No es esta una pedagogía original o una pregunta generada por mí. La fuente y la sugerencia están en el mismo evangelio (cf Mc 8,27-30). El Maestro, camino de Cesarea de Filipo, pregunta a los discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Y ellos contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas». Jesús tiene el resultado de una encuesta de opinión, más bien anónima. Pero su pregunta adquiere una velada intención cuando se personaliza y se hace directa: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Ahora se trata de responder no con generalidades, sino de implicarme en la respuesta. Lanzar al viento la pregunta «¿qué dice la gente de mí?» no es lo mismo que mirar a los ojos a alguien y espetarle en la cara: ¿quién soy yo para ti? Pedro responde, más desde el anhelo que desde el convencimiento: «Tú eres el Mesías». Y el Maestro, conociendo la calidad de la respuesta, débil y marcada no por la experiencia sino simplemente por un vago sentimiento, y viendo al grupo aún inmaduro en su fe, «les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto». Faltaba aún un conocimiento más íntimo de la personalidad de Jesús; todavía no habían hecho experiencia del encuentro con el Señor. Qué distinta será la respuesta de Pedro cuando, invitado tres veces a declarar su amor al Maestro, exclama desde su propia experiencia y bajando la cabeza ante el Resucitado: «¡Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero!» (cf Jn 21,15-19).

Tomamos una decisión: leeríamos el Libro de la vida, entablando un diálogo de ilusión con Teresa y preguntándole quién era Dios para ella. Haríamos hablar al Libro para que nos muestre la imagen de Dios que la Santa había grabado en su corazón con la fuerza de la oración e impreso en un haz de folios escritos de su puño y letra.

En Segovia, en el claustro de la portería del Parral, al amanecer, el sol lucha con la fortaleza del Alcázar y la vence con su luz, vistiendo los picos de sus torres de pizarra en una simulada armadura de guerrero. El astro se asoma victorioso a la siempre enigmática soledad del valle de los conventos. Y se divisa un panorama impresionante: el río Eresma, bajo la mirada imponente del Alcázar, recibe las aguas del río Clamores, que generosamente pierde su nombre. El Eresma da nombre a este valle sorteado, en la margen derecha del río, de conventos y monasterios: Santa María del Parral, con sus frailes jerónimos; la iglesia de San Marcos, parroquia inmemorial del barrio de Zamarramala; la iglesia de la Vera Cruz, misterio por desvelar unido a la Orden del Temple; el Convento de Carmelitas Descalzos, fundado por san Juan de la Cruz; hasta llegar al Santuario de Nuestra Señora de la Fuencisla, patrona de la ciudad. Todo lo envuelve una enorme alameda que apunta al cielo, recreando un valle cargado de espiritualidad. Y aunque parece que todos miran con envidia la fortaleza del Alcázar, en realidad es a esta a la que le gustaría, en un vuelo imaginario, arrastrada por sus banderas convertidas en velas, atracar en el remanso de paz de esta orilla.

Retiré mi mirada del paisaje y la centré en el Libro, recordando las palabras de Machado, grabadas en piedra: «En Segovia, una tarde de paseo por la alameda que el Eresma baña, para leer mi Biblia eché mano del estuche de las gafas, ese andamio de mis ojos, mi volado balcón de la mirada». Pero, aún, alargué la vista por el valle, inundado de claridad y colorido arrancado a la misma naturaleza, hasta el convento donde reposan, ¡por fin!, los restos de san Juan de la Cruz. En silencio le supliqué que abriera mi mente para adentrarme en ese paisaje interior que es toda biografía y entender y orar con la lectura del Libro de su amiga de andanzas y reformas.

Imaginariamente hice el camino que tantas veces recorría el santo y maestro de la mística: desde el convento de los Carmelitas de extramuros, por él fundado, le acompañé hasta el que fundara la Santa en 1574, el convento de las Descalzas de San José, situado en el barrio de las «Canonjías» y mirando –coincidencias del callejero– a la plaza de la Merced. Quedé en suspenso, imaginando qué conversaciones se traerían aquellas dos almas de oro, doctores ambos en santidad y en belleza de escritura.

Reposando a mitad de camino, como lo hacía Juan de la Cruz, le pedí prestadas al Santo unas palabras que puse en los labios de su amiga Teresa:

«¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido»[1].

Y resonaron, como un eco de cortesía, palabras que la Santa oye de «su Dios» y que bien podríamos poner en boca del místico Juan de la Cruz:

«Y si acaso no supieres dónde me hallarás a Mí, no andes de aquí para allí, sino, si hallarme quisieres, a Mí buscarme has en ti»[2].

Hoy te ofrezco, posible lector, con cierto pudor, estas reflexiones. No son todas mías. Muchas son fruto de diálogos de amistad y eco de preciosas clases con grandes maestros del Teresianum, en Roma. Aunque mejor que de reflexiones podríamos hablar de coloquios: hemos hecho hablar a Teresa, hemos dialogado con Teresa y con Teresa hemos hablado a Dios. Y a Dios hemos oído hablar desde la experiencia de Teresa. De toda esta conversación te ofrezco un resultado en forma de sinfonía literaria, con un leit motiv de fondo: Dios en la vida de Teresa.

Comenzamos con un Preludio, en el que nos acercamos a su biografía, plasmada en el Libro de la vida, a la que la Santa llamaba «Mi alma». Sigue un Primer Movimiento, que expone, al hilo de los cuatro primeros capítulos del Libro, las andanzas de Teresa, toda una aventura que culmina con la entrada de «una soñadora en el convento». Un Segundo Movimiento, que abarca los siguientes cinco capítulos del Libro, nos adentra en el interior más denso de Teresa, en su profunda crisis, que culminará en una huida de la Santa y la ardua y dulce tarea de Dios de volver a enamorarla: la «fuga y retorno de Teresa». Y un epílogo en forma de Apoteosis final: «Vida de todas las vidas» es, ahora, Dios para Teresa.

Desearía, querido lector, que este libro no solo te llevara a conocer algo más de esta insigne Santa, maestra del espíritu y de las letras. Teresa, contando su propia vida, quiere ejemplarizar para que todos aprendamos el camino y los recovecos por los que dejar a Dios entrar en nuestras vidas, eliminando escollos y trampas.

Te invito a leer estas páginas releyendo tu vida y dialogando con el Dios de Teresa, «el Dios que nos busca». Abriendo la puerta de la oración, ayudado con la lectura de este Libro, estás invitado a contarle a Dios tu propia vida y cantar, también, las «mercedes que Dios ha hecho en ti».

Preludio: Teresa y el Libro de la vida. «Mi alma»

El inicio de una amistad siempre encierra una secreta seducción. El atractivo de la persona que concita nuestra empatía activa el deseo de conocerla. El conocimiento acrecienta el trato y surge, a veces, un deseo desbordado de querer desvelar lo más íntimo de la otra persona. Y no me basta lo que me dicen de ella. En lo profundo del corazón vibra el deseo de hacer experiencia propia.

«Maestro, ¿dónde vives?». Fue la pregunta de aquellos discípulos de Juan que, ante la indicación del Bautista, dejaron a su primer maestro y dirigieron sus pasos, y después toda su vida, tras el Maestro de Nazaret (cf Jn 1,35-39). El relato evangélico nos narra cómo la mirada de Jesús se posó en ellos y les interrogó, no solo con palabras: «¿Qué buscáis?». No era una pregunta banal para romper una situación embarazosa: era un interrogante que ponía en cuestión toda una vida. La respuesta de los dos primeros discípulos, Andrés y «otro» discípulo, que oculta su nombre con humilde pudor, también desborda la limitación de una respuesta de compromiso: «Maestro, ¿dónde vives?».

La secreta seducción de la mirada del nuevo Maestro provocó en los aprendices de discípulos una curiosidad desbordante: no se limitan a decir: ¿quién eres? ¿A qué te dedicas? ¿Cuál es tu programa? De lo íntimo de su corazón surge un anhelo más profundo: ¿dónde vives? O sea, cuál es tu mundo, tu tiempo, tu espacio, tu ocupación y tu vocación más íntima. Quiero saberlo todo de ti. La respuesta del Maestro de Nazaret fue contundente: «Venid y lo veréis».

No ha habido un discurso que, con menos palabras, haya provocado un cambio tan radical de vida: Andrés y Juan, amigo fiel y futuro evangelista, «se quedaron con Él». No se trató solo de una visita de cortesía: se quedaron a vivir con él, haciendo un traslado no solo de casa sino de vida. La experiencia de aquel día fue tal que, curiosamente, uno de los protagonistas data la hora exacta de aquel encuentro: «Eran las cuatro de la tarde». La complicidad de este encuentro fue el inicio de una intensa amistad entre el Maestro y aquellos dos primeros discípulos que, desbordantes de entusiasmo, dijeron a sus amigos, y entre ellos a un tal Simón Pedro: «¡Hemos encontrado al Mesías!». El resto de esta historia la conocemos: la leemos con frecuencia en el Evangelio de cada día.

El Evangelio no es solo historia de salvación; es, también, la historia de amistad entre el Maestro de Nazaret y sus discípulos: Juan, Pedro, Santiago, Andrés... Pero no es una historia de amistad acabada y cerrada en tiempo concluso y en círculo cerrado de protagonistas. Es una historia interminable de relaciones que se prolongan en el tiempo y el espacio. Y que contiene, a veces, páginas ejemplares cuando la mirada del Maestro se posa en un alma con tal profundidad que provoca que la amistad entre el Maestro y el nuevo discípulo llegue a cotas inefables: así ocurrió con Pablo de Tarso, a quien Jesús de Nazaret asaltó en el camino de su vida para convertirlo en apóstol tardío... dejándonos una rica literatura epistolar, en la que podemos desvelar cómo el Maestro se fue apoderando del discípulo hasta hacerle exclamar: «¡Para mí la vida es Cristo!» (cf Flp 1,21). Y con otros grandes santos que, a lo largo de los siglos, nos dejaron a su modo y a su estilo un testimonio escrito del nacimiento, el desarrollo, la crisis y la ascensión hasta la cúspide de este amor enardecido que provoca el Maestro en quien siente sobre sí su mirada divina.

Uno de los más bellos relatos de esta experiencia de amistad entre Maestro y discípulo es el Libro de la vida de Teresa de Cepeda y Ahumada, la Santa de Ávila.

Recordé unas palabras oídas en una conferencia sobre mística: «La obra genial de santa Teresa es teología narrativa, es decir, habla de Dios al hilo de unos hechos y no tanto según un esquema doctrinal. En la narración adquiere un puesto señero el acontecimiento de su conversión, que origina un nuevo comienzo en su trayectoria vital y una existencia nueva como monja». Me interesaba buscar este hecho en la vida de la Santa. Me preguntaba: ¿cuál fue el punto de inflexión, el momento decisivo del inicio de esta historia de íntima amistad entre Dios y Teresa? ¿Cuándo sintió Teresa de Ávila posarse sobre su vida la mirada del Maestro, esa mirada que la enamoró hasta hacerla suya? ¿Cómo vivió la Santa este encuentro que la cautivó? Y me atreví a preguntar a la protagonista: ¿cuál fue tu hora, Teresa?

El Libro de la vida, como dice mi profesor, el P. Tomás Álvarez, «arranca de dos datos fundamentales: un testimonio personal y una tesis. La autora refiere su propio caso, para elevarse desde él a una lección universal». Este particular ensamblaje de «testimonio de la propia experiencia» y «doctrina y magisterio» caracteriza todos los escritos teresianos e impone a la autora un especial cuidado pedagógico: quiere decir lo que ella ha vivido; y, desde su propia experiencia, ejemplarizar en un apostolado suave de elevar el deseo de amar más en aquellos que la leyeren.

Esta reflexión daba pleno sentido a mi búsqueda. Leyendo a Teresa no solo podría conocer mejor la propia experiencia de la Santa, sino que podría encontrar un modelo de cómo alentar, primero en mí y también en las personas que acompaño, el deseo del encuentro con Dios –en clave teresiana: «Dejarme encontrar» por Él–; y posibilitar la experiencia de sentir su mirada sobre mí, en mi hora decisiva, e iniciar una nueva vida, aspirando a decir: «¡También para mí la vida es Cristo!».

Nos puede ayudar a abrir con devoción las páginas del Libro una consideración sobre el título del mismo: La vida o el Libro de la vida o La vida de la madre Teresa de Jesús y algunas de las mercedes que Dios le hizo, escritas por ella misma por mandato de su confesor, a quien lo envía o dirige. Todos estos títulos podemos encontrar en sus diversas ediciones. Pero la Santa no dio título alguno al libro. Lo llamaba: «Mi alma», para indicar la relación honda y entrañable entre el escrito y la autora. Teresa, en el Libro que escribió por mandato, había volcado su alma: alma fría y titubeante, calculadora en la entrega, en los comienzos y que terminó siendo alma ardientemente enamorada. Esta mujer austera no se quiso embellecer por otro adorno que por su propia obra, a la que con afecto cómplice llamaba «su joya».

La «microhistoria» del Libro

La historia, maestra de vida, también puede ayudarnos a entusiasmarnos con la lectura del Libro de la vida. La intrahistoria de este libro nos puede parecer novelesca o fantasiosa. Tomemos el Libro en nuestras manos: es un humilde cuaderno, modestísimo en todo, menos en su contenido. Escrito en tamaño parecido a nuestro DIN A4, contiene un total de 225 folios, siendo los folios autógrafos 205; los otros son añadidos, como el voto de censura del P. Báñez y varios folios en blanco.

Los primeros años del Libro no fueron fáciles. Lo escribió, en su segunda redacción, en el convento recién fundado de San José de Ávila, en torno a 1565. La Santa tenía 50 años. El manuscrito estuvo diez años en manos de su autora (1565-1575); luego es secuestrado por la Inquisición y permanece doce años prisionero, hasta 1587. Un teólogo de prestigio, el P. Domingo Báñez, en 1575, avalaría la catolicidad del Libro, denunciando con unas palabras proféticas que no es bueno el miedo como reacción ni la sospecha constante ante lo que se sale del «camino llano y común y carretero». Aunque el experto teólogo no se siente a gusto con las «visiones y revelaciones» que narra el libro (cosa que ocurría a la misma Santa), acredita a la autora como mujer «no engañadora». E insiste: «Tengo grande experiencia de su verdad, obediencia, penitencia, paciencia y caridad con los que la persiguen... Y esto es lo que se puede apreciar como más cierta señal del verdadero amor de Dios que las visiones y revelaciones»[3].

Será Fray Luis de León quien, en 1588 y en Salamanca, ciudad de letras por antonomasia, presentaría a la luz pública el Libro, introduciéndolo en sociedad. Cuatro años después, el manuscrito será llevado a la biblioteca real de El Escorial a requerimiento de Felipe II (1592). Forma parte ya del Patrimonio Nacional[4]. Toma pleno sentido la famosa sentencia de la Santa en su carta a las monjas de Sevilla, en 1579: «La verdad padece, pero no perece». El Espíritu Santo es provocador y sopla cuando quiere y su presencia en sus fieles abre a novedades insospechadas que con frecuencia son difíciles de atar o catalogar (cf Jn 3,1-8).

Pero quedan aún unos episodios curiosos, alguno cargado de intrigas, en las andanzas del manuscrito. Señalamos dos: a principios del siglo XIX, el rey impuesto, José Bonaparte, quiso llevar en su equipaje de latrocinio, cuando huía a Francia, la «joya» de Teresa y piedra preciosa de nuestra literatura. No lo consiguió. Una mano anónima hizo que el manuscrito se quedara oculto en Madrid y devuelto a El Escorial. Y un segundo viaje frustrado: en la huida de nuestro patrimonio hacia Ginebra, con motivo de la contienda civil, en 1939, el manuscrito emigró junto a un buen elenco de nuestra mejor pintura con destino a Ginebra, pero tampoco atravesó la frontera. Quedó depositado en el Castillo de Perelada en Gerona, y terminada la guerra, regresó felizmente a su estante sereno de El Escorial. Recientemente sí ha salido, pero no ya a hurtadillas, a su ciudad natal de Ávila, como estímulo para preparar la celebración del Centenario de su Vida[5].

El contenido del Libro

Abramos el Libro y hojeemos con una primera mirada de curiosidad: contiene diversas partes, diferentes entre sí pero unificadas por la intención que nos anuncia en el prólogo y nos recuerda en el epílogo: «Los primeros capítulos hablan del hogar, de la vocación religiosa, de su enfermedad, de sus deseos de oración, de sus distracciones e insatisfacciones. Percibe Teresa la llamada de Dios a ir al fondo, pero se entretiene en mediocridades que no llenan su corazón. La conversión referida en el capítulo 9 a los treinta y nueve años de edad cambia su vida; es un hito fundamental. En el capítulo 11 pasa en parte del plano narrativo al doctrinal, escribiendo sobre los grados de la oración con bellas y familiares comparaciones. Desde el capítulo 23 nos abre su historia más profunda. Escribe sobre la experiencia de la acción de Dios y de su presencia, en una graduatoria de vivencias que culminan por un lado en la unión de su alma con el protagonista divino, y por otra en su misión de fundadora, que la hará líder de un grupo selecto (capítulos 23-31). En los cinco capítulos siguientes (32-36) narra la fundación del Convento de San José de Ávila. Los últimos capítulos nos cuentan cómo vive entonces y cómo contempla el horizonte escatológico de su vida. Ansía la unión consumada con el Señor, pero sabe esperar»[6].

Con unción, pues, comenzamos la lectura del Libro de la vida, iniciando una auténtica peregrinación por las honduras del alma de Teresa de Ávila, profundamente enamorada, seducida hasta tal punto que, como expropiándose de sí misma, hizo depender su propio nombre del nombre del Amado: Teresa de Jesús. La Santa describe su vida, examina su conciencia, analiza su alma, en un supremo esfuerzo de sencillez y de verdad hasta hacer de su obra una confesión. Otro libro que influyó grandemente en la Santa lleva este nombre: Confesiones; su autor es otro apasionado de Dios: san Agustín de Hipona.

Santa Teresa tuvo algunos referentes mayores que le ofrecen modelo y paradigma para interpretar y narrar su trayectoria: san Pablo y san Agustín. Se siente espiritualmente cercana al Apóstol de las gentes, que una vez «alcanzado por el Señor» depositó enteramente su amor y confianza en Él, deseó vivir unido cada vez más a Jesucristo, lo dio a conocer día y noche, con persecuciones por fuera y sufrimientos por dentro, suspiró por participar en su destino cuanto antes para estar siempre con el Señor, supremo bien. De él decía Teresa: «San Pablo no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón» (Vida, 22,7). Del libro de las Confesiones comenta: «Como comencé a leer las Confesiones, paréceme que me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón» (Vida, 9,8)[7].

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
160 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788428565080
Telif hakkı:
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