Kitabı oku: «Fuga y retorno de Teresa», sayfa 2

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¿Quién es Dios para ti, Teresa?

Con el Libro de la vida en mis manos, lancé la pregunta: «¿Quién es Dios para ti, Teresa?». Y comencé su lectura, me adentré con pudor en su «alma» en un diálogo abierto, a modo de entrevista virtual, que supera los límites del tiempo y del espacio y que remonta el diálogo al silencio, casi místico, de desvelar el misterio de una persona adentrándonos en su paisaje interior mediante la lectura de su propia biografía.

Azorín, como literato, ha definido este libro: «El más hondo, más denso, más penetrante que exista en ninguna literatura europea». Y Edith Stein, como filósofa, hebrea sedienta de verdad, exclamó tras el encuentro fortuito con estas páginas: «Aquí está la verdad». La lectura provocó su conversión al cristianismo, su profesión en un convento de carmelitas, su entrega hasta la muerte por fidelidad al esposo. Hoy la veneramos como santa Teresa Benedicta de la Cruz.

El Libro de la vida se ofrece, abriendo sus páginas, a todos aquellos que se acercan a Teresa para que les hable, con la fuerza de su sinceridad humana, de su fuerte e insólita experiencia de Dios. Experiencia insólita porque muchas páginas contienen fuertes vivencias del misterio y están impregnadas, y ello es harto difícil, de la facilidad de poderlas comprender y transmitir. Como dice el P. Jesús Castellano, añorado maestro: «Teresa se convierte en testigo del misterio, narradora de historia de salvación, en evangelista del amor misericordioso de Dios. Y al escribir quiere no solo transmitir verdades y vivencias, sino también contagiar, atraer, “engolosinar”, como ella misma dice»[8].

Mi lectura del Libro, al tomarlo de nuevo en mis manos, se impregnó del deseo, entre curiosidad y complacencia, de desnudar la verdad más íntima de la Santa ya admirada pero que de nuevo me iba cautivando. Manifiesto, ya al inicio de estas páginas, que me embelesó la contestación que, con su Vida, Teresa me ofrecía a la pregunta tantas veces lanzada: ¿qué es Dios para ti?

Permitidme compartir una primera sorpresa. Cuando comencé el libro creía, y era lógico, que la protagonista de esta biografía sería Teresa; según fui leyendo, me convencí de que el auténtico protagonista era Dios. Jamás había leído, fuera de la Biblia, una cosa semejante. Quizá en las Confesiones de san Agustín había visto un Dios tan vivo, tan actuante, un Dios del que se huye y que nos busca; un Dios que vence, que enamora, arrebata y desborda... Los textos de literatura consideran esta obra de Teresa como una autobiografía; mucho mejor sería calificarla de Cantar de Gesta: el poema de las gestas de un Dios que traba combate largo y tenso con Teresa; combate que concluye con una victoria feliz que es, al mismo tiempo, marcha nupcial de los dos protagonistas: Dios y Teresa.

Quisiera adelantar algunas primeras conclusiones, que susciten en el lector la sana curiosidad por conocer las entrañas de un desenlace anunciado y conocido. El Dios de Teresa sobresalía en cuatro notas: un Dios dinámico, personalísimo en sus relaciones con ella, celoso y excluyente de todo rival afectivo, y realizante hasta lo insospechado de todas las capacidades de su enamorada.

Confieso con humildad que cuando comencé este trabajo, reflexionando y dialogando sobre la «imagen de Dios» que, a través del Libro, nos presenta Teresa, inicialmente pretendía abarcar toda la obra; pronto me di cuenta de que era una tarea que me sobrepasaba. Además, existen estudios suficientes y por personas más cualificadas. En principio, pensé en detenerme en los cuatro primeros capítulos, que narran la vida de Teresa seglar y que terminan con un «Amén» de asentimiento y nos deja a Teresa en el convento. ¿No es quizás esta etapa la más sorprendente: una chica agraciada y con grandes cualidades y un futuro envidiable entra en un convento? Por un tiempo pensé reducirme a esta etapa.

Pero un cambio imprevisto en la vida de Teresa, que ella misma narra a continuación, ejercía una gran fascinación. En el capítulo quinto, confiesa Teresa: «Aquí comenzó el demonio a descomponer mi alma...» (5,3)[9]. Hasta el capítulo nueve nos encontramos con un relato desconcertante que rompe la línea tan sencilla de la Teresa anterior: la Santa vive una gran crisis que le hace confesar que «le comenzó a faltar el gusto y regalo en las cosas de virtud» (7,1). Crisis que le ayudará a profundizar en una experiencia capital para su vida: si ella se ausenta de Dios, es Dios quien siempre sale a su búsqueda. «Oh, qué buen amigo hacéis, Señor mío» (8,6), exclamará Teresa, que después de una profunda crisis grita: «Sea Dios alabado que me dio vida para salir de muerte tan mortal» (9,6). De esta experiencia brotará la definición más hermosa de oración y la más citada: «No es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (8,5). Y la crisis tendrá un desenlace feliz. Y nos quedará su enseñanza, doctrina ejemplar arrancada a su propia experiencia.

Nuestra curiosidad y nuestro tiempo se detuvieron en estos nueve capítulos. Creíamos que había suficiente material para responder a la pregunta inicial que hacíamos a Teresa de Ávila. Y que ella nos respondía, fiel a su estilo: con su propio testimonio elevado a doctrina universal. Así, quedaron constituidas las dos partes, mejor, dos movimientos de una misma sinfonía, que conforman el núcleo de esta reflexión compartida y que podemos titular: «Fuga y retorno de Teresa al amor de Dios»[10].

Primer movimiento: Los protagonistas: Dios y Teresa. «Una soñadora en el convento»

Los cuatro primeros capítulos del Libro de la vida versan sobre la infancia, adolescencia y primera juventud de Teresa de Cepeda; concluyen en el capítulo cuarto, verdadera charnela vital, que cierra la historia de su vida como seglar y abre la nueva historia de Teresa de Jesús, con la toma de hábito y los primeros tiempos, aún con atmósfera de novedad, en la vida del claustro. Les precede un prólogo, que comentaremos más adelante.

Estos cuatro capítulos constituyen una unidad, completa y diferenciada, dentro del Libro.

Fijemos primero la biografía de la Santa en unas fechas emblemáticas: Teresa de Cepeda y de Ahumada nace en Ávila el 28 de marzo de 1515. Con veinte años (2 de noviembre de 1535) entra en el monasterio carmelita de La Encarnación, fuera de las murallas de la ciudad. Toma el hábito un año después y profesará de carmelita el 3 de noviembre de 1937. En él vivirá 27 años, hasta que en 1562, buscando una nueva forma de vida contemplativa, funda el Convento de San José de Ávila y emprende una larga y fecunda aventura fundacional. De aquí a su muerte (4 de octubre de 1582) transcurren 20 años exactos. Son los más ricos de la vida de Teresa de Jesús, bajo todos los aspectos: fundadora, escritora, años de plenitud y de desbordamiento, de riquísimas experiencias místicas y de extenuante actividad, como escritora y como fundadora[11].

Nos detenemos en algunos detalles sobre la vida de Teresa, de su infancia y adolescencia, hasta que decide huir de la casa paterna camino del monasterio de La Encarnación. Allí ingresa con veinte años.

En el primer capítulo, la Santa traza la semblanza de su hogar: nace de unos padres «virtuosos y temerosos de Dios». De su padre recuerda la afición a los buenos libros. Hombre de caridad y «de gran verdad». Su madre enseña a sus hijos a rezar y «a ser devotos de Nuestra Señora». Mujer de virtudes: «Grandísima honestidad», «muy apacible y de harto entendimiento». Con una nota reivindicativa, señala Tersa que la madre murió joven, treinta y tres años: la enfermedad y «los trabajos» le acortaron la vida.

Eran tres hermanas y siete hermanos. Ella es, sin embargo, «la más querida de su padre». Y una travesura infantil: con siete años huye del hogar, con su hermano Rodrigo, para emular el martirio que leía en las vidas de los santos: «Concertábamos irnos a tierras de moros, pidiendo, por amor de Dios, que allá nos descabezasen» (Vida, 1,4)[12]. Aventura fallida que compensa jugando a ser monja ermitaña. A los 14 años, muere su madre, y ella se confía «con muchas lágrimas» a los cuidados maternos de la Virgen María (1,7).

En estos años comienza a tener trato con parientes ligeros, «de aficiones y niñerías no nada buenas». Hay también unos escarceos sentimentales con un mozo «con quien por vía de casamiento me parecería podía acabar bien» (2,9).

La vida de la joven Teresa llegó a preocupar a su padre. Ella misma confiesa que «su sagacidad para cualquier cosa mala era mucha» (2,4). A sus dieciséis años –¡ay, siempre difícil adolescencia!– es internada en el monasterio agustino de Santa María de Gracia (2,6), una especie de internado para señoritas necesitadas de corrección de conducta. Es curioso el consejo que Teresa da a los padres de hijos adolescentes:

«Si yo hubiese de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque aquí está mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor» (2,2).

Pronto empieza a remontar vuelo: «Comenzó mi alma a tornarse a acostumbrar en el bien de mi primera edad» (2,8). Curiosamente –¡qué bien hacen las compañías a estas edades!– influirá en ella la «buena compañía» de una monja del pensionado; sus conversaciones fueron determinantes en el proceso de recuperación espiritual (cf 3,1). Estuvo allí un año y medio.

En este ambiente comienza Teresa a plantearse su vocación religiosa. Su estado antes de entrar en el pensionado lo define con claridad: «Yo estaba entonces enemiguísima de ser monja» (2,8). Pero comienza su discernimiento, motivado por el testimonio de las monjas que la acompañan. Una de ellas (doña María de Briceño) narra su propia vocación, que tuvo su punto de arranque en la meditación de la frase del evangelio «muchos son los llamados y pocos los escogidos» (3,1; cf Mt 20,16). Plantea sus dudas entre monja y casamiento: ¡a los dos estados temía la voluntariosa Teresa! Poco a poco, va teniendo «más amistad de ser monja, aunque no en aquella casa» (3,2).

Confiesa la Santa que ya en este tiempo «andaba más ganoso el Señor de disponerme para el estado que me era mejor» (3,2). Y, a través de una serie de acontecimientos, Teresa irá viendo cómo Dios le indica el camino. Una nueva enfermedad, «unas calenturas y unos grandes desmayos», la llevan de vuelta a la casa de su hermana mayor, en Castellanos de la Calzada. De camino, se detiene unos días en Hortigosa, con su tío paterno Pedro Sánchez de Cepeda, hombre devoto y culto, con buena biblioteca –¡cómo ayuda un buen libro en momentos de soledad y de dudas!–. Encuentro providencial, pues la inquieta Teresa quedará «amiga de buenos libros».

Leyendo y recordando su niñez feliz vuelve a considerar la vanidad de las cosas y el miedo al infierno:

«Vine a ir entendiendo la verdad del mundo y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno. Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado, y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle» (3,5).

Y, con cierta chispa, puntualiza:

«En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno» (3,5).

Teresa señala muy sincera:

«En este movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil que amor... Pasé hartas tentaciones estos días» (3,6).

La lectura de las Cartas de san Jerónimo le da a la Santa un último empujón: comunicará a su padre el propósito de ingresar en el Convento de La Encarnación. Para la decidida Teresa, esta comunicación a su padre «era ya casi como tomar el hábito» (3,7). Por ello, ante la resistencia del padre, huye de la casa paterna camino del monasterio. Arrastra en su fuga a un hermano suyo «diciéndole la vanidad del mundo» (4,1). Huida dramática, tensa y dolorosa. Después de tantos años todavía permanece nítidamente gravada en la memoria de la Santa:

«Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí» (4,1).

Teresa tiene veinte años. A esta edad, una buena moza como ella habría ya encontrado un buen partido. Sin embargo, Teresa busca esposo de más realeza.

Este capítulo cuarto es una profunda reflexión, mejor, una hermosa oración de diálogo de amistad con Dios, sobre el camino recorrido hasta ahora. Teresa recuerda todas las gracias concedidas por Dios, como dote de bodas, a esta muchacha que entrega su vida al Dios que tanto la ama:

«A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura» (4,2).

Reflexiona sobre la enfermedad, sobre la ayuda de los buenos libros, en esta ocasión el Tercer abecedario de Francisco de Osuna. Pero, también, Teresa insinúa ya que este idilio se puede romper; ella se conoce a sí misma y comienza una estrategia que se continuará a lo largo de su vida: contraponer su debilidad con las mercedes que Dios le hace... juego ventajoso. Bien sabe ella que siempre le ganará su Amado:

«¿En quién, Señor, pueden así resplandecer como en mí, que tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que comenzasteis a hacer?» (4,4).

Con sabor bíblico, reminiscencias del Salmo 50, exclamará:

«Es verdad que muchas veces me templa el sentimiento de mis grandes culpas el contento que da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias» (4,3).

Teresa vive al final de esta etapa un momento de intimidad y amistad con Dios:

«Comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba la unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro» (4,7).

Culmina esta primera etapa de su vida con un auténtico cántico de alabanza, reforzado con un Amén que clausura el capítulo.

Nos adentramos, ahora, en el estudio de la «imagen» de Dios que Teresa nos transmite a través de su obra. No busquemos conceptos ni definiciones. Teresa no escribe un tratado de Teología, sino su propia historia de amor, un capítulo más de la historia de la salvación. Aquí, como en la Biblia, Dios aparece en acción. Y a través de su acción es como vamos a ir conociéndolo.

Así, también, lo conoció Teresa. La Santa descubre la presencia de un Dios que actúa en su vida, en las cosas y vicisitudes normales. Y nos hablará de dos experiencias interesantes, que a lo largo de la narración se hacen destacar: la «espera» y las «intenciones» de Dios sobre Teresa. También nos facilitará, con profunda humildad, el que podamos echar una ojeada a ciertas actitudes teresianas que condicionan la acción de Dios en ella. Todo concluirá, en esta primera etapa de su vida seglar, en un cántico –el Magníficat de Teresa– con el que la propia Santa, como tantos héroes bíblicos, cierra el relato de su aventura.

No dejaremos de lado el Prólogo que Teresa antepone a la obra. En él, concisamente, nos dibuja los rasgos de «su» Dios, «que tanto la esperó» y una mirada sobre ella misma, «que se resistía a las mercedes que su Dios le hacía». Los dos personajes básicos de este relato quedan ya perfectamente caracterizados.

La autora, con instinto literario, implica ya desde el principio al lector en esta historia suscitando una curiosidad que no le dejará ajeno, sino que provocará en él un deseo de respuesta:

«Y por esto pido, por amor del Señor, tenga delante de los ojos quien este discurso de mi vida leyere, que ha sido tan ruin que no he hallado santo de los que se tornaron a Dios con quien consolarme porque considero que después que el Señor los llamaba, no le volvían a ofender. Yo no solo tornaba a ser peor, sino que parece traía estudio a resistir las mercedes que Su Majestad me hacía...» (Pról. 1).

Adentrémonos en el mejor conocimiento de los dos protagonistas, a veces antagonistas: Dios y Teresa. ¿O quizás Teresa y Dios?, pues parece que hasta ahora es la Santa la que lleva la iniciativa: es ella la que se pone a escribir.

1 Dios, protagonista principal

Uno de los datos más impactantes de este Libro es la continua presencia de Dios en él. La primera página, el pequeño Prólogo separado de los capítulos, es un válido testimonio: solo consta de veintinueve líneas en una edición en octavo, y hallamos en ella diez referencias a Dios. Se levanta el telón y encontramos a Dios en escena. Y en acción. Detengámonos en la consideración de esas referencias:

«Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho...» (Pról. 1).

Dios aparece en su primera presentación como «quien hace mercedes». La idea será abundantemente repetida. Sugiere ser la experiencia prevalente en Teresa: Dios es el que da. Pero el que da «mercedes». Es decir, un bien que una persona entrega espontánea y gratuitamente a otra, sin pretender por ello obligar a nada.

Todavía hay algo más sugerido en esa frase. Dios, indudablemente, es el que da mercedes: la creación, la redención, y todas sus consecuencias, son mercedes divinas, comunes a todos los hombres... Pero no son estas mercedes universales a las que se refiere Teresa. Esas mercedes no merecerían la pena de ser escritas por una monja iletrada: ¡doctores tenía la Iglesia! Si Teresa coge la pluma es para escribir las mercedes que Dios le ha hecho concretamente a ella.

El Dios de Teresa no solo actúa dando bienes de un modo universal y colectivo. Es un Dios que se dirige también diferenciadamente al individuo; a Teresa en este caso.

Prosigamos la lectura. Siguen perfilándose más los sujetos:

«... Porque considero que (los santos) después que el Señor los llamaba, no le tornaban a ofender. Yo no solo tornaba a ser peor...» (Pról. 1).

Encontramos ya aquí una especificación de esos bienes particulares que Dios gratuitamente hace. Dios interfiere en la vida de algunos «llamando». Y llamando para algo concreto: un tipo de santidad. Indirectamente Teresa nos deja entender que ella también ha sido «llamada», sin embargo en ella se da una peculiaridad: se resiste a esa llamada:

«Yo no solo tornaba a ser peor, sino que parece traía estudio a resistir las mercedes que Su Majestad me hacía, como quien se veía obligar a servir más, y entendía que si no podía pagar lo menos de lo que debía» (Pról. 1).

Teresa había sido pues llamada. Dios había irrumpido así, activo y convidante, en su vida. Pero la actitud de Teresa es original: se esfuerza, «trae estudio» para resistir las mercedes que Dios le hace... «Resistir a Dios» no es frase nueva en la historia de la salvación. «Resistir los bienes que Dios hace» no es ya frecuente oírlo. Y esforzarse, «traer estudio» para resistir las mercedes que Dios hace ciertamente refleja una experiencia inaudita. Dios concediendo mercedes y ella resistiéndose.

Pero más sorprendentes son todavía las razones para esta actitud, nada superficiales. Teresa piensa que si ella acepta esos bienes que Dios le brinda, se verá en la obligación, «nobleza obliga», de servirle más. Y tiene conciencia de que ni siquiera puede pagar, sirviendo, por lo que ya debe... ¿Cómo ponerse, pues, a aumentar las deudas...? Teresa decide resistir a Dios «por nobleza». No le puede devolver ni una quinta parte de lo que le da. Dios se encuentra, indudablemente, ante un caso extraño... ¿Qué hará? La misma Teresa nos deja una clave de interpretación de la actitud de Dios:

«Sea bendito por siempre, que tanto me esperó...» (Pról. 2).

Nos describe a Dios «esperando». Pero la espera de Dios, ya lo veremos ampliamente, no es nada pasiva. Ya es inaudito que Dios se ponga a esperar. Y, además, en su espera Dios tiene la mente cargada de muy especiales intenciones.

Sin embargo, mientras Dios «espera», Teresa «tornaba a ser peor». Un antagonismo va creciendo entre ambos... Así, se interrumpe esta breve síntesis que, a modo de anticipo de toda su experiencia, nos presenta Teresa.

Concluye el Prólogo con una declaración de intenciones. Le suplica a Dios, «que tanto la esperó», que le ayude, ahora, a poder contar su experiencia. Y comenzará, capítulo tras capítulo, la historia detallada y completa:

«... Con todo mi corazón suplico me dé gracias para que con toda claridad y verdad yo haga esta relación que mis confesores me mandan (y aun el Señor sé yo lo quiere muchos días ha, sino que yo no me he atrevido) y que sea para gloria y alabanza suya y para que de aquí en adelante, conociéndome ellos (los confesores) mejor, ayuden a mi flaqueza para que pueda servir algo de lo que debo al Señor, a quien siempre alaben todas las cosas, amén» (Pról. 2).

De nuevo lo inesperado. Teresa, sabia y astutamente, implica a Dios en su tarea. Sabe ella que lo que le mandan sus confesores y consejeros, el Señor «lo quiere muchos días ha». Y lo que quiere es nada menos que ella escriba su autobiografía, no por pura vanagloria sino «para gloria y alabanza suya y para que de aquí en adelante, conociéndome ellos (los confesores), mejor, ayuden a mi flaqueza para que pueda servir algo de lo que debo al Señor».

El tono del texto y del contexto es ahora de mutua confianza y amistad. El viejo antagonismo ha desaparecido. Las intenciones de Dios esperando han sido eficaces. Una Teresa confiada está dispuesta a abrirnos el corazón sin pudor y mostrarnos esa historia de amistad con Dios, que tanto le costó, porque ella se escondía.

¿Cómo ha actuado el Dios de Teresa? Ella nos lo cuenta.

1. Las mercedes de Dios

«Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho...» (Pról.).

Dios aparece «dando mercedes». Escojo esta palabra, tan grata a Teresa, para indicar todas aquellas mediaciones y actuaciones a través de las cuales Dios ayuda, favorece, «da» gratuitamente a Teresa. Ya dijimos que Dios aparece en el Libro predominantemente «dando». Y no es una expresión rutinaria de la escritora. Más que al estribillo repetidamente idéntico de una poesía o de un responsorio litúrgico, nos recordará el tema musical de una sinfonía: siempre presente, con riqueza de modificaciones, original y contra todo argumento.

Así Teresa nos presenta a Dios, con muy variados modos, siempre dando. Por algo ella llamó a la autobiografía, el libro «de las mercedes de Dios».

1.1. Una infancia alegre

Como prueba de lo dicho podrá bastar que analicemos el capítulo primero; con el mismo ritmo continúan los restantes. Teresa relata un rosario «de mercedes de Dios», auténticos regalos sin pedir nada a cambio:

«En que trata cómo comenzó el Señor a despertar este alma en su niñez a cosas virtuosas...» (1, tít.).

«El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecería, para ser buena» (1,1).

«Éramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos parecieron a sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos» (1,3).

«... Yo he (siento) lástima cuando me acuerdo las buenas inclinaciones que el Señor me había dado y cuán mal me supe aprovechar de ellas» (1,3).

«... Y paréceme que nos daba el Señor ánimo en tan tierna edad...» (1,4).

«... Y ahora me pone devoción ver cómo me daba el Señor tan presto lo que yo perdí por mi culpa» (1,5).

«... Y de hacerme tantas mercedes como me habéis hecho ¿no tuvierais por bien –no por mi ganancia, sino por vuestro acatamiento– que no se ensuciara tanto posada adonde tan continuo habíais de morar? Fatígame, Señor, aun decir esto, porque sé que fue mía toda culpa; porque no me parece os quedó a Vos nada por hacer para que desde esta edad no fuera toda vuestra» (1,8).

Valen estas citas, solo en el primer capítulo. Y he prescindido de alguna como veremos después. Podríamos haber seguido el mismo sistema en cualquier otra parte del libro. Dios se muestra siempre como origen de una actividad generosa, incesante aunque multiforme. Si he escogido este primer capítulo es además porque interesaba observar cómo la Santa ve así a Dios operando ya desde su misma «niñez y tierna edad». Para Teresa, estos recuerdos de la infancia posibilitarán también, como una gracia más, su retorno definitivo a Dios.

La Santa subraya cómo Dios comenzase «tan presto a dar lo que yo perdí por mi culpa». Nos viene a la memoria las vocaciones precoces de profetas como Jeremías, llamado desde el vientre materno (cf Jer 1,4-8); o Samuel, llamado misteriosamente en el silencio del templo desde su primera infancia (cf 1Sam 3,1-10)... Cuando Dios quiere llamar, con frecuencia envía mensajes y mensajeros desde los primeros años. Aunque tenga que esperar, «¡las esperas de Dios!», a que a la gracia de su llamada se una la voluntad del que la escucha.

Muchos de nosotros hemos participado de esta gracia descrita por Teresa: somos testigos de la «merced» de haber nacido en un hogar cristiano en el que, desde nuestra niñez, como la reina Ester (cf Est 4,17ss.), hemos oído hablar de Dios. Hemos sido sellados con la gracia del bautismo y, quizás, estamos haciendo esperar a Dios.

Muchos padres, también, viven con dolor el olvido o la lejanía de alguno de sus hijos de ese amor de Dios. Incluso se autoculpabilizan: ¿qué hemos hecho mal? Nos consuela pensar que Dios quiere a nuestros hijos más que nosotros mismos. Y, a veces con nuestras oraciones, como santa Mónica con su hijo san Agustín, solo podemos ponernos a esperar con Dios.

1.2. Una chica agraciada: «gracias de naturaleza»

Digno de estudio es lo que Teresa llama «gracias de naturaleza». Todas las citas referidas en el apartado anterior hablan exclusivamente de un Dios que prepara e induce a la vida sobrenatural. ¿Y lo meramente natural? ¿Piensa Teresa en Dios como donador de todo eso que a veces calificamos como exclusivamente humano o «natural»? Pues sí; y de un modo que no va a dejar de sorprendernos por lo desusado y curioso:

«Pues pasando de esta edad, que comencé a entender las gracias de naturaleza que el Señor me había dado, que, según decían eran muchas, cuando por ellas le había de dar gracias, de todas me comencé a ayudar para ofenderle...» (1,5).

«... Estaba muy más contenta que en casa de mi padre. Todas lo estaban conmigo, porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento, adondequiera que estuviese, y así era muy querida» (2,8).

«Lleváronme en casa de mi hermana... que era extremo el amor que me tenía... y su marido también me amaba mucho –al menos mostrábame todo regalo–, que aun esto debo más al Señor, que en todas partes siempre le he tenido, y todo se lo servía como la que soy» (3,3).

¡Maravillosa Teresa! Nos dice abierta, sencilla y repetidamente que era una chica simpática. Entre otras «muchas» gracias de la naturaleza, sabemos, lo decía humorísticamente ya de mayor, que era guapa. Nos han hablado de los tres encantadores lunares de su mejilla. Tenemos referencias de su elegante manera de vestir cuando seglar, con gusto refinado en los bordados: «¡Aquel vestido rosa con ribetes negros!».

Cuando ella resaltaba alguna de sus gracias, prefería decir que era simpática. Porque Dios la había hecho así: «Que aun esto debo más al Señor». A ese Dios que para Teresa es también el autor de la simpatía de las muchachas. Y consecuentemente «todo se lo servía como la que soy». Como la que era, naturalmente, sin mojigaterías ni falsas humildades, como una obra, en todas sus características, muy intencionada de Dios. Él la hizo así, ella así se aceptaba. Y así se manifestaba.

Pero hay, también en estos párrafos, una repetida sugerencia que no debe pasarnos inadvertida. A estas «gracias de naturaleza», Teresa pudiera haberlas llamado dones, bienes, cualidades o mercedes. Pero ha preferido, dos veces, llamarlas «gracias». Y Teresa no ignoraba todo el sabor teológico que tiene esta palabra: son puro regalo de Dios y en alabanza de Dios deben ser usadas.

1.3. Y las carencias de Teresa

Otro aspecto interesante es la actitud de Teresa respecto a sus carencias. Porque Dios no solamente da gracias. A veces no las da. Y, con la misma sencillez y naturalidad que le caracterizan, Teresa lo dice:

«... Porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento ni de aprovecharme con la imaginación, que la tengo tan torpe, que aun para pensar y representar en mí –como lo procuraba traer– la humanidad del Señor, nunca acababa» (4,7).

El Dios de Teresa es el que da y el que no da. Y así, un color sí y otro no, va pintando tan diversificadas sus creaturas. Y como ella se aceptaba la simpatía, se aceptaba la falta de capacidad discursiva e imaginativa. Esto le provoca casi una dependencia de los libros para su oración:

«... Si no era acabando de comulgar, jamás osaba tener oración sin un libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración, como si con mucha gente fuera a pelear. Con este remedio (los libros), que era como una compañía o escudo en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos, andaba consolada» (4,9).

Esta dependencia de los libros para su oración la defienden muchas veces de caer, pero también la atan a un «medio» que le impide volar más alto. Es un principio de la teología mística carmelitana: a veces, nos atamos a un medio que nos da seguridad; esclavos de ese medio (mis devociones; mi ratito de oración repetitiva; mi misa del domingo, cuando puedo; no mato ni robo...), nos quedamos con frecuencia en la seguridad de «no ser malos del todo»... Pero puede impedir que «seamos santos». Nos atamos a la mediocridad y no nos caemos al abismo pero nos impide subir por la escalera de la perfección. Así, Teresa hace autocrítica de su dependencia de los libros:

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160 s. 1 illüstrasyon
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9788428565080
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