Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri

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Y así llegamos a la conclusión, al fragmento decisivo, a la afirmación extraordinaria, que cierra la Vida Nueva y que, en mi opinión, custodia el gran secreto de Dante.

Después de este soneto se me apareció una maravillosa visión, en la cual vi cosas que me indujeron a no hablar más de aquella bendita mujer hasta tanto que pudiese tratar de ella más dignamente. Y en conseguirlo me esfuerzo cuanto puedo, como ella en verdad sabe. Así, pues, si le place a aquel por quien toda cosa vive que mi vida dure algunos años, espero decir de ella lo que nunca de nadie se ha dicho.36

Aquí Dante tiene otra visión. Y yo aprovecho la ocasión para hacer un paréntesis muy personal. En mi opinión, Dante era un místico, alguien que realmente tenía el don de ver lo que va más allá del conocimiento humano. Las visiones de las que habla no son la consecuencia de una copa de más o, como querrían algunos críticos, de un género literario que entonces estaba en boga y al que él se adaptó. No. Yo creo que Dante veía, ¡vaya si veía!

¿Y qué es lo que vio? No lo sabemos, él no lo dice, pero podemos tratar de ponernos en su lugar. Lleva dentro de sí este grito, el mismo de Leopardi, el mismo de los antiguos: «De ninguna manera, no sería justo, no puede terminar así». Pero, a diferencia de los antiguos, para los que inevitablemente todo terminaba en la muerte, Dante se revuelve, es como si dijera: «Hay algo que no entiendo, pero no puede terminar así. ¿Por qué ha pasado esto? ¿Por qué se ha muerto? Hay algo en esta mujer, en este encuentro luminoso que se me escapa. Tengo que entenderlo, tengo que descubrirlo cueste lo que cueste. Entonces dice: «Juro que no escribiré nada más, que no diré una palabra más sobre esta mujer hasta que no entienda lo que hoy no entiendo». «Espero decir de ella lo que nunca de nadie se ha dicho».

Diez años antes de escribir la Comedia, Dante tiene una visión y se atreve a profetizar: «Si las cosas son como creo que son, si el Padre Eterno me deja vivir lo suficiente, espero poder decir de Beatriz lo que nunca —ni en religión, ni en literatura, ni en filosofía…— se ha dicho de ninguna mujer».

Por eso me pregunto cómo es posible empezar a leer la Comedia sin tener esta afirmación de Dante en los ojos y el corazón. Porque solo así se entiende que haga todo el recorrido con Beatriz. Al principio de la Comedia, el Dante autor finge que el Dante personaje no lo sabe; pero cuando Virgilio le va a rescatar —como veremos leyendo el primer canto— es enviado por Beatriz; y, después, Beatriz está ahí esperándole para acompañarle en el último tramo de camino, entonces el mensaje se vuelve palmario: el objetivo de la vida, el sentido y la meta de su travesía humana es la de ver a su Beatriz en la gloria de Dios, es contemplarla en su plena verdad.

Es cierto que también hay que trabajar, hay que esforzarse con paciencia a lo largo del tiempo, porque no se crece sin esfuerzo; se crece mediante un camino fatigoso, haciendo todo un recorrido personal. Por eso mismo pasarán diez años antes de que Dante empuñe su pluma para contar lo que ha descubierto.

«Espero decir de ella lo que nunca de nadie se ha dicho». Dante entiende que ha recibido tal gracia que puede esperar decir de esa mujer lo que nunca se ha dicho de ninguna en toda la historia universal, ni tampoco se dirá en el mundo entero. O mejor, se dirá siempre allá donde haya un cristiano. En la experiencia cristiana una mujer —o un hombre, un amigo, una compañía de amigos— es signo del Misterio, de esa presencia que nos acompaña en la vida incluso cuando el signo cambia o desaparece. Esta es la grandeza de la vida cristiana, la salvación que se anticipa en el tiempo.

Salvación: la vida está salvada porque la muerte no es la última palabra. Pero hace falta recorrer todo el camino, sin atajos, como veremos en el maravilloso primer canto.

Pensad en la definición que da del paraíso: cuando por fin haya dicho de ella «lo que nunca de nadie se ha dicho», cuando haya escrito la Divina comedia,

[…] quiera aquel que es señor de toda cortesía que mi alma pueda irse a ver la gloria de su señora, esto es, de la bienaventurada Beatriz, la cual gloriosamente contempla el rostro de aquel qui est per omnia saecula benedictus.

¿Qué será el paraíso? ¿Mirar a Dios sin ver la cara de los que hemos amado en la tierra? No, no me interesaría un paraíso donde no estuviera mi amada. Si existe un paraíso, tienen que estar allí también mi mujer, mi padre, mi madre, mis hijos, mis amigos y las cosas que he amado en esta tierra, hoy, ayer, mañana, y la estima que tengo por determinadas cosas, incluso la poesía. Hasta la hierba, diría san Francisco, y las nubes y la lluvia y el agua y la tierra y el cielo, y «un farol pintado de un típico verde amarillento, y un buzón rojo»,37diría Chesterton. Todo esto tiene que estar en el paraíso porque, si no, ¿qué clase de paraíso sería?

Esta es la promesa que hace Dante ante la muerte de Beatriz: si Dios me asiste, quiero comprobar cómo son las cosas de verdad, qué significa que nuestra vida está redimida, quiero ver mi vida salvada, quiero ver el rostro de Beatriz resplandeciente de la gloria de Dios, es decir, en toda su plenitud, en todo el esplendor de su verdad.

Recapitulemos sintetizando el camino de Dante en la Vida Nueva, la que nace para él en el encuentro con Beatriz.

Preguntémonos: ¿qué es lo más increíble que le puede pasar a un hombre de carne y hueso, a uno de nosotros? Si fuéramos realmente conscientes del deseo de verdad, bien y belleza que nos constituye; si entendiéramos que ese bien, verdad y belleza coinciden con algo infinito que llamamos Dios; y al mismo tiempo viviésemos el atractivo por una mujer de modo tan natural, tan verdadero, tenaz y fuerte, ¿qué tendría mayor capacidad de sorprendernos y dar un vuelco a nuestra vida? Descubrir o intuir repentinamente que podemos mirar a esa mujer a la luz de la encarnación —utilizo esta palabra porque no hay otra que sea adecuada— de Dios. Es decir, descubrir que amar a esa chica es amar al misterio del Dios que la crea; que hablar con Dios, estar con Dios, sentir a Dios como compañero de la vida, podría coincidir con el verdadero afecto a esa chica, con la relación que vives con ella. Entonces esa chica podría ser beatriz, es decir, portadora de la beatitud, de la verdad y del bien tan esperados y que parecían imposibles de encontrar en la historia.

Dante cuenta que vio por primera vez a esta chica con nueve años; y, desde entonces, es como si todo el atractivo del mundo —el sol, el mar, el cielo, comer, beber, dormir, el estudio, la política, las amistades…— se iluminara a la luz de ese acontecimiento. Porque estamos hechos así. Cuando venimos al mundo, experimentamos un atractivo infinito, que nos desborda el corazón, advertimos que estamos destinados a Dios, lo infinito y lo eterno; además, hay un asunto —la atracción por la mujer o por el hombre— que se percibe como determinante respecto a todo lo demás.

Toda la aventura de Dante y la razón de la Divina comedia arrancan de ahí, de un acontecimiento que se percibe como decisivo. Porque, al ir creciendo, es como si Dante con el rabillo del ojo custodiase ese acontecimiento, ese encuentro, que aún no sabe descifrar, pero que está, que es un hecho y en cuanto tal permanece para siempre. Hasta que, justo en su dieciocho cumpleaños, Dante ve otra vez a Beatriz; entonces tiene lugar el acontecimiento definitivo; según el relato de Dante, ella no le dirige una sola palabra, pero sí una mirada, un gesto de saludo, una sonrisa. Pero Dante se toma esa sonrisa totalmente en serio, la siente y la vive como una declaración, como si Beatriz le dijera: «Sí, tenías razón. Desde que viniste al mundo, tenías el presentimiento de que una mujer podría ser el cauce en el que se cumple la promesa de bien que es la vida. Muy bien, lo has adivinado, hiciste bien al esperarme; ahora puedes vivir todo el alcance de tu deseo».

Pero esa chica que le ha prometido la felicidad muere. Y aquí empieza a nacer la Divina comedia. En mi opinión, si no se entiende esta dinámica, no se entiende nada de la poesía de Dante: la Divina comedia brota de esta herida, de la ira de Dante ante semejante injusticia.

Esa ira que en nuestra literatura probablemente tenga su ápice en Leopardi. Leopardi tiene el mismo problema, el mismo que tenemos todos: ¿es posible que la vida sea un fraude, un engaño escandaloso por el que vengo al mundo deseando, sintiendo lo infinito y lo eterno, casi saboreando con antelación un encuentro decisivo que me cambia la vida, y que luego todo acabe en nada? «¡Oh natura, oh natura! / ¿por qué no cumples luego / lo que ayer prometías?, ¿por qué tanto / a tus hijos engañas?», grita Leopardi.38 No es cuestión de ser creyente o no, bautizado o no, es el reto que tienen que afrontar todos los hombres. La Divina comedia es la respuesta de Dante a este desafío.

1 Vida Nueva I, p. 537.

2 Vida Nueva II, p. 537.

3 Cfr. Romano Guardini, La esencia del cristianismo, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2006, p. 17.

4 Vida Nueva II, p. 537.

5 Infierno V, v. 39.

6 Vida Nueva III, pp. 537-538.

7 Vida Nueva III, p. 538.

8 Ibidem, p. 532.

9 Rimas IX, p. 842.

10 Liberazione n. 2, letra y música de Claudio Chieffo, en Cancionero de Comunión y Liberación, Madrid, 2004, p. 342.

11 Vida Nueva V, p. 539.

12 Vida Nueva X, pp. 541-542.

 

13 Vida Nueva XI, p. 542.

14 Vida Nueva XXI, p. 549.

15 Ibidem.

16 Vida Nueva XXIII, p. 551.

17 Ibid.

18 Infierno III v. 64.

19 Vida Nueva XXIII, pp. 551-552.

20 Ibid.

21 Ibid.

22 Ibid.

23 Vida Nueva XXVI, p. 556.

24 Vida Nueva XXVIII, p. 557.

25 Lam 1,1.

26 Vida Nueva XXVIII, p. 557.

27 Vida Nueva XXVIII-XXIX, pp. 557-558.

28 William Shakespeare, Hamlet, acto I, escena V.

29 Vida Nueva XXX, p. 558.

30 Citado en Romano Scalfi, «Passione ecumenica e missionaria», en L’altra Europa, 3/2003, ahora disponible en italiano en la página web http://www.russiacristiana.org/ne3_2003/scalfi309.htm; traducción nuestra.

31 Vida Nueva XL, p. 564.

32 Ibid.

33 Nota del traductor: en el original «beatriz» está escrito en minúscula.

34 G. Leopardi, «A Silvia», vv. 36-39; en op. cit., p. 327.

35 G. Leopardi, «Pensamientos» LXVIII; en op. cit., pp. 465-466.

36 Vida Nueva XLII, p. 564.

37 G. K. Chesterton, El hombre vivo, Valdemar, Madrid, 2010, pp. 201-231.

38 Ver aquí nota XXXIV.

CANTO I

Te conviene seguir otro camino si quieres huir de este lugar salvaje, replicó al verme llorar. (I, vv. 91-93)


Dante se encuentra perdido en una «selva oscura» (vv. 1-12) y busca salir de ella subiendo por la ladera de una colina (vv. 13-30), pero le salen al encuentro tres fieras que le empujan de nuevo hacia dentro (vv. 31-60). En ese momento, se encuentra con Virgilio que, después de presentarse y escuchar su petición de auxilio (vv. 61-90), le propone salir de la selva por otro camino, atravesando todo el más allá (vv. 91-136).

El primer canto sirve como introducción a toda la obra. Como es sabido, la Divina comedia está compuesta por cien cantos: 33 en Paraíso y Purgatorio respectivamente, y 34 en el Infierno. El canto de más del Infierno es el primero y tiene un objetivo muy preciso: ayudar al lector a entender cuáles son las condiciones previas para emprender el viaje. De hecho, con los primeros versos Dante declara directa y abiertamente el origen y el propósito de la obra (vv. 1-3).

A la mitad del camino de nuestra vida me encontré en una selva oscura, porque había perdido la buena senda.

«A la mitad del camino de nuestra vida me encontré». Con esta aparente falta de concordancia, este aparente error gramatical, es como si Dante dijera: «Estoy hablando de mí, pero hablo también de la vida de todos. Las cosas que he visto son una respuesta al deseo de mi corazón; pero mi corazón es igual que el de cualquier otro hombre, por lo que esas cosas pueden ser de interés para todos, describen de alguna manera la experiencia que tenemos todos». Así que, ante este nuestra vida imperioso y potente, cada cual debe tomar una decisión. Porque, si el lector no elige, si no decide aceptar la invitación a reconocer que lo que se cuenta en la Divina comedia también es para él, es inútil que la lea, ya que no le sacaría ningún provecho. Es una verdadera responsabilidad que el lector tiene que asumir. Dante la definirá con el precioso término «piedad» (Inf. II v. 5),1 una tierna devoción hacia sí mismo: «Tened piedad de vosotros mismos, tened un momento de ternura verdadera hacia vosotros mismos, una estima sincera por vosotros mismos. Hace falta quererse bien, hace falta tener algo de estima por la propia humanidad para poder comenzar a caminar en la vida. Este es el punto de partida».

La expresión «a la mitad del camino de nuestra vida» conlleva otros significados.

Dante sitúa su viaje en la Semana Santa de 1300, año del primer jubileo de la historia cristiana, convocado por el papa Bonifacio VIII. Dante, que había nacido en 1256, tiene 35 años. Esta decisión tiene un valor simbólico evidente, dado que, como el salmo dice que «aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta…» (Sal 90,10), 35 años serían la mitad de la vida de un hombre, según la Biblia.

Pero hay más. En 1300, Dante es elegido uno de los priores de Florencia, momento en el que alcanza el culmen del éxito y se encuentra en la cumbre de su carrera política; y, sin embargo, es justo entonces cuando se extravía en la «selva oscura». Viene a decir que, aunque a primera vista todo va bien y podría hacer un balance positivo de su vida, se da cuenta de que, en cambio, todo lo que ha conseguido (éxito, fortuna, satisfacciones) no es nada. Como me dijo un alumno hace unos años: «Profesor, todo me va bien. No me puedo quejar de nada, todo va bien. ¡El problema es que no sucede nada!». Es decir, no hay nada verdaderamente nuevo. Y no hay vida de verdad sin novedad, sin asombro ni conmoción.

Podríamos decir lo mismo desde otro punto de vista. Toda la Divina comedia se juega en el binomio luz/tiniebla. La Comedia es el poema de la luz porque la experiencia humana —y el canto I del Infierno la describe de forma despiadada— es una inevitable experiencia de tiniebla, de ceguera. El comienzo es la selva oscura, es decir, cuando el hombre no ve las cosas a causa de la oscuridad. Y no ver las cosas quiere decir que no puede conocerlas y, por lo tanto, no puede amarlas por lo que son. Y esto es un infierno, la experiencia de una muerte. Es como si Dante nos dijera: «El punto de partida es que estamos todos ciegos, por lo que nuestro problema es la luz. El problema es que llegue algo que ilumine la existencia y, por consiguiente, nos capacite para conocer de verdad».

Conocer de verdad significa comprender el significado que tienen los amigos, los hijos, la mujer, el marido, el trabajo, la fatiga, el dolor, la carne y la sangre de la vida. Por paradójico que pueda parecer, el tema de la Divina comedia no es el más allá o el problema de Dios. El problema inicial de Dante no es una pregunta sobre qué hay después de la muerte, sino cuál es la verdad de la vida.

Porque cuando el hombre llega al mundo no se plantea el problema de Dios. Desde que sale del vientre de su madre, el hombre se encuentra con las cosas, la realidad le atrae y de ahí nace el problema de cómo tratar las cosas adecuadamente. Más tarde, emerge el problema de que las cosas terminan, se desvanecen, mueren. El problema de Dante —y de cada uno de nosotros— es querer bien a su amada, saber qué quiere decir tener amigos y ser fiel a ellos; saber el porqué del comer y del beber, de la verdad y la mentira, del bien y del mal; saber por qué morimos y por qué hay tanto dolor. De ahí que surge la pregunta: «¿Habrá algo que resista al embate del tiempo? ¿Algo que sea capaz de salvar toda la realidad aparentemente abocada a la muerte? ¿Habrá Alguien?». Y así nace el problema religioso como búsqueda de una posible respuesta al interrogante que plantea inexorablemente la vida. El problema de Dante y de cada uno de nosotros es, ante todo, cómo vivir en esta tierra.

La problemática de la Divina comedia es si existe una luz que pueda iluminar la vida y que, por tanto, le permita al hombre conocer lo verdadero, practicar el bien y construir con esperanza. El paraíso resplandece, pero la cuestión de la luz ya se plantea desde estos primeros versos. Si el hombre es leal consigo mismo, debe decir: «Necesito la luz, necesito algo que ilumine la vida; necesito que las cosas tengan un sentido, un sentido que no sé encontrar yo solo». Ese es el camino que nos propone la Divina comedia.

En este sentido, no es casual que los términos más recurrentes en la obra sean los relacionados con la acción de ver. Ver, poder ver es la salvación. La vida depende de lo que miramos, hacia dónde dirigimos la mirada, porque muchas veces la luz está, pero nosotros vivimos con los ojos cerrados. La condición necesaria para empezar a leer el texto, así como para empezar a vivir de verdad, es abrir los ojos, alzar la mirada. La condición humana es como la de un ciego, un ciego apoyado en una pared, como el del Evangelio (Lc 18,35-34). Siendo leales y sinceros, ¿qué es lo que podemos decir de nosotros mismos? Solo que tenemos una necesidad extrema de ver y que somos incapaces de ello (vv. 7-9).

Pavor tan amargo, que dista poco de la muerte; mas, para tratar del bien que encontré en ella, contaré otras cosas de las que en ella vi.

Vivir así, a oscuras, sin una luz que aclare el camino, hace que la vida se amargue; la oscuridad nos entristece y la tristeza nos hace malos. Entonces domina la muerte, todo termina en la nada. Vivir así es como estar muerto, porque ¿qué clase de vida es la que no goza de ninguna esperanza?

Pero enseguida cambia de tercio: «mas, para tratar del bien que encontré en ella, contaré otras cosas de las que en ella vi». Esta ceguera vivida en serio puede dar lugar al descubrimiento de un bien. El papa Francisco lo dice con una expresión impresionante: «El receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado».2 Si reconocemos nuestro pecado, empieza el camino hacia el rescate, porque entonces la exigencia de salvación emerge sola. Nuestra debilidad, nuestra fragilidad y pobreza pueden ser nuestra fuerza.

Como veremos en algunos versos, nuestra dificultad debe convertirse en petición, en oración, en invocación, pero la conciencia de nuestro límite es justamente lo que nos impulsa a buscar la salvación. Dichosos los pobres, dichosos los humildes, porque los que parten de ahí, los que solo han podido decir: «Soy una prostituta, soy un ladrón, soy un desgraciado, pero entiendo que la vida contiene una promesa grande y misteriosa» han reconocido a Jesús; podríamos decir que han hecho todo el recorrido que se describe en la Comedia. El primer paso de la gran aventura que es la vida, el primer paso hacia la salvación es reconocer con humildad y rectitud la propia ceguera y la propia necesidad. Con una aclaración importante (vv. 10-12).

No sabría explicar ahora cómo entré. De tal modo me dominaba el sueño cuando abandoné el buen camino.

Dante dice: no recuerdo cómo acabé en esta selva oscura, no hubo un desencadenante, un hecho grave o llamativo. No es necesario que nos pase algo sorprendente para darnos cuenta de la necesidad que tenemos, ya que todos venimos al mundo con esta debilidad, con la fragilidad debida al pecado original.

Después, Dante consigue llegar al margen de la selva, a los pies de una colina, levanta la cabeza y ve el sol (vv. 13-18). La dignidad humana se refleja en este gesto de levantar la mirada. Todos estamos ciegos, presos de un mal que parece invencible, pero quien levanta la cabeza y busca con la mirada intuye que hay un bien posible. El problema es levantar la cabeza.

Levantar la mirada es un desafío. De hecho, ¿qué es lo que nos sugiere el mundo? «Quédate quieto, con la cabeza agachada, no levantes los ojos al cielo porque, a lo mejor, mirando las estrellas, te vienen extraños deseos de lo eterno y lo infinito, mejor déjalo estar…». Pero, aunque estemos en un mundo en el que todo nos dice «vuela bajo», debemos tener la valentía de vivir a la altura de nuestros deseos, porque nuestros deseos están hechos de tal forma que no podemos contentarnos (Dante también nos enseñará la diferencia entre contentarse y estar contento) con menos que con el cielo, con menos que con el infinito y lo eterno.

Levantar la cabeza significa usar la razón. ¿Qué es lo que me lleva a decir «la razón»? O, lo que es lo mismo, ¿qué me hace decir el corazón? Porque el corazón de la persona no es la sede de la emoción, sino el nudo esencial, el núcleo duro, el conjunto de las exigencias de bien, verdad, belleza, amor y justicia que el Padre Eterno pone en cada hijo de hombre. Pues bien, ¿qué dice el corazón? Dice que el sol existe, que está en alguna parte, aunque yo no lo vea todavía. Puesto que yo existo y tengo deseos infinitos, aquello hacia lo que tiendo tiene que estar en alguna parte; porque, de lo contrario, ¿cómo se explicaría la tensión que experimento? Como escribe Cesare Pavese: «¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Y entonces, ¿por qué esperamos?».3 Si todos esperamos algo, si de algún modo esperamos siempre, es porque en el origen hay una promesa. Entonces, al reflexionar sobre mi experiencia, me doy cuenta de que el objeto que suscita este deseo infinito también tiene que existir, el sol tiene que estar en alguna parte.

 

En todas las culturas y tradiciones, en toda la historia de la humanidad, el sol es imagen de Dios, del Ser, del Misterio que hace todas las cosas. Y el corazón del hombre, la razón del hombre llega a decir esto: «No lo conozco, no sé quién es, pero tiene que haber un dios en alguna parte, un sol a cuya luz podamos caminar todos y sería precioso alcanzarlo». De ahí nacen las religiones. Y entonces hay quien esculpe un trozo de madera, quien adora al sol… todos intentan alcanzarlo. La clave de la vida es descubrir ese sol capaz de salvarlo todo.

Así que Dante, cuando ve el sol, recobra el aliento y empieza a subir a buen ritmo, y todo parece fácil (vv. 19-30). Sin embargo, esa misma colina, que parecía el lugar de la salvación, le vuelve a echar encima el mal, el Mal con mayúscula: una tras otra, se le plantan delante tres fieras —una pantera (un leopardo o puede que un lince), un león y, por último, una loba (vv. 31-54)—, ante las cuales Dante se hunde: «perdí la esperanza de alcanzar la cima».

Ha habido diferentes interpretaciones de las figuras de la pantera, el león y la loba. A mí me encantan los términos que utiliza el gran poeta inglés Thomas Stearns Eliot: «la usura, la lujuria y el poder».4 Es verdad que sexo, dinero y poder —puede que el poder por encima de los otros dos— son los aspectos de la vida que más fácilmente se convierten en tentaciones que impiden a los hombres ascender hacia Dios. Independientemente de cómo se interpreten, con las tres fieras Dante quiere sintetizar todo el mal, todos los pecados del hombre; y, por tanto, reflejar de alguna manera las consecuencias del pecado original, la debilidad originaria que marca la historia humana y la vida de cada uno.

En este trance, es como si uno dijera: puedo creerme que Dios existe, también puedo creerme que la vida sería bonita si Dios existiera, pero el problema es que es inalcanzable. Puede que exista la salvación, pero no sé cómo alcanzarla, no puedo. Según la genial observación de Kafka, cuando escribe: «Existe una meta, pero ningún camino».5 No me salvo por mí mismo. Una debilidad estructural, original, me impide acceder a la salvación y fracaso míseramente en mis intentos.

Lo muestra a todas luces uno de los mitos griegos más célebres, el mito de Ícaro, la imagen potentemente sintética de la mentalidad del mundo antiguo, la vida es una parábola que intenta alcanzar lo alto, pero que después fracasa y acaba precipitándose míseramente al suelo.

Como todos saben, a Ícaro le encierran junto a su padre Dédalo en el laberinto construido en la isla de Creta. El laberinto es una imagen de la vida; la vida es un laberinto, un enredo sin salida. En el fondo, una locura porque una vida que se contradice así, que te hace sentir lo eterno, te hace desear un «para siempre» y después te lo niega, es de locos. Hace falta encontrar una salida, para que la vida pueda ser salvada. Y esa salvación se identifica con el punto más luminoso que tenemos en nuestra experiencia, el sol.

Así que los griegos imaginaron este intento supremo, heroico y nobilísimo de esta manera: si la vida es un laberinto, ¡hay que salir de él! Dédalo e Ícaro, que eran hombres ingeniosos, se construyen alas con plumas de pájaro pegadas con cera e intentan salir del laberinto levantando el vuelo. Al principio, parece que lo consiguen, pero el sueño se convierte en tragedia, ya que precisamente ese sol que debía ser la salvación es la causa de su tragedia. Cuanto más se acerca Ícaro al sol, más se va derritiendo la cera por el calor, hasta que las alas se deshacen y él se precipita al vacío. No es casualidad que la literatura griega haya dado lo mejor de sí en la tragedia, ya que los griegos sentían agudamente el drama de la vida, un deseo de bien que está destinado a estrellarse contra un destino inexorable. Y Dante recorre los mismos pasos: el laberinto de la vida, un bien encontrado y experimentado, y al final la muerte. La selva oscura, la colina iluminada por el sol y las fieras. La misma parábola que Ícaro.

Entonces, como alguien que reúne una gran fortuna y, de repente, la pierde (vv. 55-60), Dante siente toda la tristeza de su miseria y se hunde de nuevo en la selva. Pero, en ese momento, sucede algo del todo imprevisto (vv. 61-55).

Mientras me deslizaba hacia el fondo oscuro, se me ofreció a los ojos alguien que, por el largo silencio que guardaba, parecía sin voz. Cuando lo vi en el vasto desierto, le grité: «¡Ten piedad de mí, quienquiera que seas, hombre o sombra!».

De repente, aparece una sombra misteriosa, una presencia evanescente pero real. Y, frente a esa presencia imprevista, Dante grita toda su necesidad. La primera palabra de Dante como personaje de la Comedia —hasta ahora solo ha hecho de narrador, pero ahora habla como personaje— es «Miserere», ten piedad. Que alguien tenga piedad de mi miseria, porque yo solo no puedo. «Ten piedad de mí», seas quien seas. No sé quién eres, no sé ni siquiera si eres un hombre o un fantasma, pero no me importa, ¡ten piedad de mí!

Dante puede lanzar un grito de ayuda porque se encuentra ante alguien. Alguien que «se me ofreció a los ojos», siempre es un problema de ojos, de poder ver, de mirada. Con el término «ofreció» quiere decir que es un encuentro imprevisible, que no se puede programar, gratuito. ¿Quién podía imaginarse que ahí, en lo profundo de la selva oscura, cuando se estaba jugando el pellejo, se iba a topar con una presencia repentina a la que, por fin, podía gritarle «ten piedad de mí»? Un encuentro inesperado, inmerecido, que, por fin, permite expresar toda la necesidad, todo el deseo.

La cosa es que, entre Ícaro y Dante, aconteció el cristianismo. Vino a nuestra tierra un hombre que se identificó a sí mismo con el sol, con esa meta deseada e imposible, con el Misterio que hace todas las cosas; y este Hombre nos dijo: «Seguidme. Si me seguís, podéis llegar al lugar del que provengo». Es decir, de alguna manera, podréis experimentar la felicidad, podréis tocar a Dios en la tierra. Análogamente, en el camino de Dante aparece una figura inesperada que, como veremos en el canto II, es una forma de la Gracia que sale a su encuentro.

En ese momento (vv. 67-75), la figura se presenta como Virgilio, el célebre poeta latino, el autor de la Eneida, el escritor preferido de Dante. Y Virgilio le hace una pregunta a Dante que de primeras parece superflua (vv. 76-78).

Pero tú ¿por qué vuelves a tanta pena? ¿Por qué no subes al deleitoso monte que es causa y principio de toda alegría?

¿Por qué superflua? Porque Virgilio sabe perfectamente por qué Dante se encuentra en esa situación. Como veremos en el canto II, no pasaba por allí por casualidad. Por otro lado, el apuro de Dante es evidente. ¿Y entonces por qué le pregunta lo que ya sabe?

Porque así empieza la gran pedagogía de Virgilio, maestro y guía. Como todo maestro y guía sabe que «nada hay tan poco creíble como la respuesta a una pregunta que no se ha planteado».6 Los que dan clase y los que educan lo saben: no se dan respuestas a preguntas que no se plantean. Sería inútil. La ayuda que puedes darle a tus alumnos, a alguien a quien quieres ayudar, no es ofrecer respuestas de antemano, sino ayudarle a aclarar su pregunta para que, cuando aparezca, pueda reconocer la respuesta que buscaba. De esta manera, preguntándole a Dante por qué no sube al «deleitoso monte», Virgilio le obliga a comunicarse con alguien y, en consecuencia, a aclararse, a aclarar la pregunta y la necesidad que tiene.

Por otra parte, también Jesús hacía eso. Volvamos al episodio del ciego del Evangelio. Cuando este empieza a llamarle a voces, Jesús, en primer lugar, le pregunta: «¿Qué quieres?». Y el ciego responde: «¡Recuperar la vista!» (Lc 18, 35-43). Jesús sabe perfectamente qué es lo que necesita el ciego, pero le llama a decirlo de forma explícita.

Cuántos encuentros en la vida suscitan un presentimiento de bien, de grandeza, no tanto por la respuesta que ofrecen, sino porque aclaran la pregunta que tenemos, porque nos ayudan a aclarar lo que antes estábamos buscando de una forma confusa y, en consecuencia, nos preparan para descifrar la respuesta. Eso también lo hace Virgilio.

Pues bien, Dante, después de homenajear al gran poeta, le pide ayuda (vv. 79-90). Y Virgilio le explica que salir de la selva oscura solo con la fuerza humana es imposible, pero que existe una alternativa (vv. 91-93).