Kitabı oku: «No lo sé, no recuerdo, no me consta»
NO LO SÉ, NO RECUERDO,
NO ME CONSTA
Alfonso Pérez Medina
NO LO SÉ, NO RECUERDO,
NO ME CONSTA
© del texto: Alfonso Pérez Medina, 2021
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: julio de 2021
ISBN: 978-84-18741-06-7
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Maquetación: Nèlia Creixell
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
A mis padres —y a mis abuelos, que ya no están— porque todos sus sacrificios merecieron la pena.
A Cristina, Paula y Patricia por todo lo demás.
SUMARIO
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE. LOS AÑOS LOCOS
CAPÍTULO 1
El día que se jodió Madrid
CAPÍTULO 2
El gobierno de los mejores... abogados
CAPÍTULO 3
El legado de Aguirre: la Lezo y la Púnica
CAPÍTULO 4
La España de los volquetes
CAPÍTULO 5
Pacto de silencio alrededor de una tarjeta black
CAPÍTULO 6
El asalto de las cajas de ahorro
CAPÍTULO 7
El urbanismo desbocado: de Malaya al Pocero
CAPÍTULO 8
Todo el pueblo, de viaje al Caribe
CAPÍTULO 9
Gürtel, el imperio de Don Vito Correa
CAPÍTULO 10
El lujo suizo de Bárcenas
CAPÍTULO 11
Excusas para imbéciles
SEGUNDA PARTE. TODO POR EL PARTIDO
CAPÍTULO 12
Con Filesa empezó todo
CAPÍTULO 13
El «requerigistro» de Génova
CAPÍTULO 14
La caja b del PP que le quisieron endiñar a Bárcenas
CAPÍTULO 15
Operación Kitchen: salvar los secretos del PP
CAPÍTULO 16
El 1 % madrileño
CAPÍTULO 17
El tres per cent catalán
CAPÍTULO 18
Podemos y otros partidos
CAPÍTULO 19
La complicada relación entre políticos y jueces
TERCERA PARTE. REYES Y CACIQUES
CAPÍTULO 20
Iñaki Urdangarin, el yerno ideal
CAPÍTULO 21
El rey de las comisiones
CAPÍTULO 22
La herencia del abuelo Florenci
CAPÍTULO 23
No pagar a hacienda también es corrupción
CAPÍTULO 24
Los ERE, clientelismo a la andaluza
CAPÍTULO 25
Galicia: barra libre de caciques
CAPÍTULO 26
Carlos Fabra, un tipo con suerte
CUARTA PARTE. CORRUPCIÓN TRANSVERSAL
CAPÍTULO 27
«Las putas reglas del juego»
CAPÍTULO 28
Todo está conectado: Juan Miguel Villar Mir
CAPÍTULO 29
Villarejo: las cloacas del establishment
CAPÍTULO 30
Un problema de la política
CAPÍTULO 31
¿España, paraíso de la corrupción?
EPÍLOGO
NOTAS
INTRODUCCIÓN
Cuando en el invierno de 2021 la infanta Elena tuvo que explicar por qué había aprovechado una visita a su padre, el rey Juan Carlos, en Emiratos Árabes Unidos para vacunarse contra la covid-19, saltándose el turno que le correspondía en España, soltó una frase que sintetiza a la perfección en qué consisten los privilegios de la monarquía y también, de paso, por qué se produjeron muchos de los escándalos de corrupción que el país vivió durante las dos primeras décadas del siglo. «Se nos ofreció y accedimos», argumentó la infanta.
Este es un libro sobre ofrecimientos y accesos. Sobre corruptores y corruptos. Sobre personas que no supieron o no quisieron decir que no. La crónica de cómo la burbuja inmobiliaria hizo que un país entero se volviera loco en una espiral de crecimiento desbocado y cómo la corrupción política anegó la vida pública y la convirtió en una inmensa cloaca de casos judiciales de la que muy pocos actores del régimen del 78 salieron indemnes.
Durante quince años trabajé en la agencia de noticias Europa Press, primero en la sección de Local de la Comunidad de Madrid y después en la de Nacional, especializándome en la información de Justicia y Tribunales. En los últimos cinco años, lo he hecho en la cadena de televisión La Sexta, ocupándome también de esta parcela. Durante estas dos décadas he conocido a muchos de los protagonistas de «la cloaca», políticos, empresarios y funcionarios que se encontraban en la cima de sus carreras y con los que volví a cruzarme, pasados los años, en los tribunales, ya en plena caída a los infiernos judiciales. Hablamos de Rodrigo Rato, Luis Bárcenas, Esperanza Aguirre, Ignacio González, Francisco Granados, Francisco Correa, Gerardo Díaz Ferrán o Arturo Fernández. Pero sus historias son solo un gancho para analizar los grandes casos de corrupción que se han producido en España en los últimos veinte años y algunas de las causas que los han provocado. Desde la traición del «Tamayazo», que abrió la puerta a la corrupción en la Comunidad de Madrid, hasta la investigación sobre los paraísos fiscales del rey emérito. Del caso Gürtel a la operación Kitchen.
No voy a abordar todos los casos judiciales que se han instruido por corrupción en España en los últimos años porque se cuentan por miles, pero sí los más relevantes, los más mediáticos y los que mejor ayudan a construir el retrato de una época, la estampa de un país cuyo devenir político se vio sometido al ritmo que iban marcando los tribunales. Tampoco pretendo presentar un ensayo analítico concienzudo sobre las causas profundas de la corrupción y los mecanismos que sería necesario corregir en el futuro. Más bien quiero ofrecer un recorrido ameno, contextualizado y comprensible alrededor de los acontecimientos más relevantes que se han producido en las dos últimas décadas, y describir cómo se las gastaba una buena parte de la clase dirigente que mandaba en España.
El relato está basado, fundamentalmente, en las decenas de sumarios judiciales, sentencias, autos, providencias, informes policiales o comisiones rogatorias que he tenido que leer en estos últimos veinte años, así como en las informaciones que he elaborado —calculo que más de 30.000 teletipos, casi 8.000 directos de televisión y decenas de artículos y reportajes—, las noticias que han conseguido otros compañeros y la infinidad de anécdotas que he vivido o me han contado. El relato comienza el 10 de junio de 2003, el día que se jodió Madrid. En aquella fecha se produjo el «Tamayazo», la traición de los diputados socialistas Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez que impidió a la izquierda romper las décadas de Gobiernos consecutivos del Partido Popular (PP) en la Comunidad, propiciando que se repitieran las elecciones y que Esperanza Aguirre accediera al poder. El día del «Tamayazo» me encontraba cubriendo la sesión constitutiva de la Asamblea y me crucé en el pasillo con el protagonista de esos hechos en el momento en el que se marchaba del parlamento y provocaba uno de los escándalos mayúsculos que ha vivido la democracia española. Con esa maniobra, nunca investigada por la Justicia, se abrió una puerta por la que se coló la corrupción desaforada del Gobierno de Aguirre, como demuestran los sumarios de los casos Gürtel, Púnica o Lezo.
La experiencia madrileña —sustentada en el ladrillo sin límites, en la falta de escrúpulos de muchos de sus dirigentes políticos y en el deterioro progresivo de los servicios públicos— es muy similar a la que se vivió en otros muchos lugares de España durante esos años, en los que, de forma repetida, se saquearon administraciones, empresas públicas y cajas de ahorro. Los escándalos se sucedieron en la Cataluña del pujolismo, en la Andalucía de los ERE, en la Galicia de los caciques o en la Comunidad Valenciana de los pelotazos urbanísticos. La corrupción se convirtió en un fenómeno transversal del sistema que nació en 1978 —el mismo año que yo— y su máximo exponente, el rey Juan Carlos, con el que toda mi generación creció pensando que era un jefe de Estado ejemplar, moderno y campechano, acabó ahogado bajo un manto de sospecha, merced a la investigación de un fiscal suizo que le presenta como un auténtico «rey de las comisiones»: no solo capaz de cobrar, presuntamente, a los adjudicatarios de la construcción del AVE a La Meca por conseguirles un contrato, sino también a los adjudicadores por lograr una rebaja del precio. Todo un hito.
Los grandes casos judiciales también ponen de manifiesto que la corrupción responde a causas profundas que se reflejan de forma sistemática en todos los sumarios y que se podrían sintetizar en tres grandes ámbitos: la financiación de los partidos políticos —desde la Filesa del PSOE hasta la caja B del PP, pasando por el tres per cent de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC)—, el establecimiento de estructuras clientelares y caciquiles que buscan perpetuar a un determinado grupo en el poder, y la codicia individual de sus protagonistas.
La corrupción de estas últimas décadas ha revelado historias que demuestran la extravagancia, mezquindad y miseria en la que se movía una buena parte de la cúpula política que gobernaba en todas las administraciones. Presidentes autonómicos que se creían protegidos por la providencia, responsables de diputación que amenazaban con orinar en las sedes de los partidos rivales, alcaldes que reconocían que estaban en política para «tocarse los huevos»… Era «la España de los volquetes de putas», un país donde las adjudicaciones de contratos públicos se decidían en cacerías, bares o discotecas a golpe de cubata, y en el que los presuntos corruptos salían de la cárcel crecidos y desafiantes para argüir excusas solo aptas para imbéciles cuando tenían que explicarse ante los tribunales.
Este también es un libro de entrevistas en el que toman la palabra no solo corruptores y corruptos, sino también quienes luchan contra ellos desde las instituciones judiciales y policiales para que acaben pagando por sus actos. Si algunas investigaciones llegan a buen puerto es gracias a la colaboración de quienes, sabiéndose cazados, se arrepienten y deciden tirar de la manta, y también del trabajo ímprobo de los verdaderos «héroes de la Justicia»: un puñado de magistrados, fiscales, agentes de la UDEF o de la UCO, o técnicos de la administración tributaria que, con sus modestos sueldos de funcionarios, se tienen que enfrentar con el batallón de abogados excepcionalmente bien pagados que suelen defender a los corruptos.
Manuel García-Castellón, que instruye los casos más importantes de corrupción que están abiertos en la Audiencia Nacional, explica en el libro qué falla en la Justicia para que los procedimientos se eternicen en el tiempo y, a menudo, triunfen las estrategias dilatorias que diseñan las defensas de los corruptos. Alejandro Luzón, fiscal jefe de Anticorrupción, analiza las dificultades a las que se enfrentan las investigaciones de su departamento, y relata cómo los delincuentes son unos adelantados a su tiempo y siempre cambian sus estratagemas para que no les pillen la próxima vez. Esperanza Aguirre y Rafael Simancas reflexionan sobre el «Tamayazo» y los años de la corrupción en Madrid, que la primera niega con vehemencia y que el segundo sitúa como el origen de todos los males. Otros dos magistrados opinan, al cabo de los años, sobre dos investigaciones judiciales que dirigieron y que cambiaron la historia de España. Baltasar Garzón habla del caso Gürtel, que acabó provocando la primera moción de censura exitosa de la democracia y que destapó el escándalo de financiación irregular de un partido más importante investigado nunca: los papeles de Bárcenas. José Castro analiza la investigación al rey emérito y el caso Nóos, que acabó con la impunidad de la monarquía y sentó en el banquillo de los acusados a una integrante de la Casa Real, la infanta Cristina, absuelta no obstante a base de repetir en el juicio expresiones como «No lo sé», «No recuerdo», «No me consta». Su hermana Elena, sin pretenderlo, lo resumió mucho mejor a principios de este año: «Se nos ofreció y accedimos». Esa frase explica mucho de lo ocurrido en este país en los últimos treinta años.
PRIMERA PARTE
LOS AÑOS LOCOS
«Cuando fuimos los mejores el dinero se gastaba, se podía comprar todo, incluso vuestras almas»
JOSÉ MARÍA SANZ, LOQUILLO,
«Cuando fuimos los mejores»
CAPÍTULO 1
EL DÍA QUE SE JODIÓ MADRID
Nunca he sido demasiado bueno haciendo pronósticos, así que el día que se jodió Madrid, aquel inolvidable 10 de junio de 2003, le dije a mi jefe de sección en Europa Press, la agencia de noticias en la que trabajaba, que podía apañármelas solo para cubrir la sesión constitutiva de la Asamblea autonómica. No esperaba nada distinto a lo de siempre: unos saludos protocolarios, especialmente sonrientes en la bancada izquierda, ya que el PSOE e Izquierda Unida diseccionaban en aquel momento el Gobierno de la Comunidad para repartírselo. También, quizá, unas aburridas votaciones para elegir los órganos parlamentarios y, como mucho, alguna declaración a los medios de usar y tirar.
El Parlamento regional, que los políticos madrileños construyeron en el barrio de Entrevías para que nadie les pudiera decir que nunca pisaban los barrios humildes del sur, tiene una particularidad que lo diferencia de cualquier otro: su hemiciclo se sitúa en un lateral, con un pasillo central que lo atraviesa y que desemboca en el verdadero lugar de encuentro de todos los diputados: el bar. Aquel día que se jodió Madrid, de camino al centro neurálgico de la política regional —insistiré, el bar—, me crucé con Eduardo Tamayo Barrena. Al verle, recordé la pésima impresión que me había producido unas semanas antes, durante un acto electoral, cuando había adulado hasta la náusea al candidato socialista Rafael Simancas mientras explicaba las carencias que arrastraban los juzgados de plaza de Castilla. Los mismos juzgados en los que Tamayo nunca llegó a declarar por lo que, justo ese día, se disponía a hacer.
La historia es conocida: el adulador se tornó traicionero. El 10 de junio, Tamayo enfiló el mencionado pasillo, se llevó a su compañera María Teresa Sáez de la mano y ambos salieron por la puerta del Parlamento situada frente al supermercado Eroski —el mismo supermercado donde, años después, unos guardias de seguridad trincaron a la presidenta Cristina Cifuentes intentando mangar dos botes de crema cosmética—. Con su ausencia repentina, Tamayo y Sáez, diputados electos, se saltaron la disciplina de voto sin habérselo comunicado a sus compañeros de partido, se negaron a participar en las votaciones para elegir los órganos de gobierno de la Asamblea de Madrid y alteraron la mayoría elegida en las urnas, que pasó, de repente, a caer del lado de la candidata del PP, Esperanza Aguirre. Aquellas elecciones en la Comunidad habían abierto, por primera vez en doce años, la posibilidad de que se configurara un Gobierno de izquierdas presidido por Rafael Simancas, secretario general de los socialistas madrileños. Aguirre, exministra de Educación y expresidenta del Senado, y especialmente famosa por sus continuas apariciones en el programa de televisión Caiga quien caiga, había ganado los comicios de forma ajustada, por apenas 200.000 votos. Un margen insuficiente, sin embargo, frente a la suma de diputados de PSOE e IU, que dejó al PP a un escaño de la mayoría absoluta. Con la jugada de Tamayo y Sáez, sin embargo, se dio la vuelta a la tortilla.
Ese 2003 era el penúltimo año de Gobierno de José María Aznar, quien había desalojado a Felipe González de La Moncloa y acuñado el lema «España va bien» para resumir el «milagro económico» atribuido a su vicepresidente Rodrigo Rato. Desde 1996, cuando Aznar llegó al poder, la tasa de paro se había reducido en ocho puntos, con crecimientos del producto interior bruto (PIB) superiores al 3 %. La bonanza económica, no obstante, no consiguió frenar el desgaste político que habían sufrido los populares por las protestas educativas, por la catástrofe ecológica del Prestige y por la guerra de Irak. Y por algún asunto más. Porque si Madrid se jodió el día del «Tamayazo», es probable que España se hubiera jodido unos meses antes —no muy lejos de la Asamblea— en la faraónica boda de Ana Aznar Botella. La hija del presidente se casó con Alejandro Agag en el monasterio de El Escorial por todo lo alto, con una celebración que parecía un acontecimiento de Estado y que fue organizada, en parte, por la red de corrupción Gürtel. Al enlace, oficiado por el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, asistieron los reyes de España, mandatarios extranjeros como Silvio Berlusconi o Tony Blair, y una pléyade de políticos, banqueros y empresarios que, años después, protagonizaron algunos de los episodios más bochornosos de la historia de España. En la boda, esos invitados desfilaban estirados, sonrientes, orgullosos de haberse conocido a sí mismos; la viva imagen del triunfo, la fotografía de una época. De Miguel Blesa a Rodrigo Rato, de Francisco Correa a Luis Bárcenas, de Francisco Camps a Jaume Matas. Todos, manchados por la corrupción. Aunque ninguno de sus tejemanejes era todavía público.
Bodas aparte, la primera cita importante con las urnas de la legislatura 2000-2004 se centró en lo que se denominó «La batalla por Madrid». Aznar quiso proteger la Alcaldía de la capital, por la que pugnaban Alberto Ruiz-Gallardón, que llevaba ocho años presidiendo la Comunidad, y Trinidad Jiménez, quien mostraba el cambio de imagen del nuevo PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero. La dirección federal socialista se volcó con su candidata, presentándola en chupa de cuero y con un aluvión de actos denominado «Trinimaratón». Pero Ruiz-Gallardón la derrotó con claridad, haciendo buena la apuesta de Aznar. Sin embargo, el presidente desguarneció la contienda autonómica, en la que Aguirre obtuvo una victoria pírrica frente a la alianza de Simancas con IU. Todo un triunfo para el hijo de un matrimonio emigrado a Alemania y retornado en la década de los setenta a Leganés, que se había convertido en concejal de Cultura de Madrid y cuya habilidad para gestionar los equilibrios y las traiciones internas en la Federación Socialista Madrileña (FSM) le permitió convertirse en el líder regional del partido. Desde esa atalaya, concurrió como candidato a la Comunidad tras el nombramiento de Jiménez para la Alcaldía. A pesar de que muchos madrileños no le conocían, el nuevo mirlo blanco del PSOE, una vez acabado el escrutinio, estaba a un paso de dirigir una administración con un presupuesto total de 14.000 millones de euros; de gestionar la sanidad o la educación de uno de los motores del país.
Las elecciones habían estado marcadas por las multitudinarias movilizaciones contra el entusiasta apoyo de Aznar a la invasión de Irak, ejecutada por una coalición encabezada por tropas de Estados Unidos y Reino Unido. El «No a la guerra» era tan generalizado que en las riadas que recorrieron Madrid aquellos días te podías encontrar —doy fe— a personas que trabajaban para el propio PP. Aguirre hizo una buena campaña y consiguió remontar posiciones, pero se quedó a 30.000 votos de la mayoría absoluta. El recuento de los comicios autonómicos se retrasó por problemas técnicos, por lo que la mayoría de los madrileños se fueron a la cama sin saber que el Gobierno de la Comunidad había cambiado de signo hacia la izquierda. En la habitual imagen de celebración en la sede del PP, Ruiz-Gallardón exhibía una amplia sonrisa, mientras que Aguirre, mucho más seria, comenzaba a encajar la derrota. Estuve aquella noche en el Círculo de Bellas Artes, cuartel general de los socialistas, y recuerdo a Simancas salir del edificio a las seis de la mañana mascullando: «¡Qué trabajito nos ha costado!». Se veía presidente y empezó a actuar como tal. Craso error: un runrún comenzó de inmediato a extenderse entre las élites políticas y empresariales de la sociedad madrileña, rechazando un Gobierno en el que IU pudiera asumir tres consejerías y manejar la política de vivienda. Los periódicos de la derecha alertaban de los riesgos de una alianza «socialcomunista» —tal y como lo hacen hoy, veinte años después, sobre los peligros del Gobierno nacional de coalición puesto en marcha por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.
Y entonces apareció Tamayo. O más bien, desapareció. El fugado, al que los periodistas no teníamos muy claro si definir como «díscolo», «traidor», «tránsfuga» o incluso «felón» —calificativos que se iban sucediendo en cascada en las crónicas—, justificó su deserción y su negativa a participar en las votaciones parlamentarias por el descontento que decía sentir con las negociaciones que Simancas había entablado con los «comunistas». Como si hubiera descubierto en aquel momento que en Izquierda Unida, tercer partido del Parlamento, había comunistas. Tamayo también se quejaba de que Renovadores por la Base, su corriente dentro de la siempre convulsa Federación Socialista Madrileña, no había recibido suficiente parte del pastel. El líder de este grupo, José Luis Balbás, no atesoraba otro mérito que presumir en sus intervenciones de haber elegido el bando ganador en el doloroso Congreso del PSOE de 2000, al apoyar la candidatura de Zapatero a la Secretaría General frente a la de José Bono. Un mérito del que se enorgullecía paseándose por las tertulias de la cadena conservadora Intereconomía.
Simancas se negó a pactar con Renovadores por la Base y luego pasó lo que pasó. Tras el «Tamayazo», se embarcó en la denuncia de una «trama inmobiliaria corrupta» vinculada al PP, que supuestamente había desbaratado el primer Gobierno progresista en Madrid desde los años ochenta para proteger los intereses de especuladores y grandes empresarios. Uno de los culpables a los que señalaba Simancas era Francisco Bravo, dueño de una empresa de autobuses y militante del PP, quien alquiló dos habitaciones y una sala de conferencias en las que se alojaron los tránsfugas justo después de su deserción1. Aquel 10 de junio, por la mañana, Bravo tenía una cita en la sede del PP de Madrid, en la calle Génova, con el entonces secretario general del partido, Ricardo Romero de Tejada, quien le recibió para tratar un asunto sobre el municipio de Sevilla la Nueva, según declaró después en la comisión de investigación parlamentaria que se organizó para esclarecer los hechos: «Hablé entre uno y tres minutos con él. Lo conocí hace un año más o menos y lo he visto en dos o tres ocasiones. No sabía que era promotor inmobiliario y tampoco que era afiliado al PP», añadió2.
El segundo indicio que vinculaba a los desertores socialistas con el PP eran las llamadas que, el día antes del golpe de mano, se intercambiaron Romero de Tejada y el abogado José Esteban Verdes, también afiliado al PP, quien a su vez estaba en contacto con Tamayo. Ambas sospechas fueron recogidas en una denuncia escrita por el catedrático de Filosofía del Derecho Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución, que el PSOE presentó ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM). Y que tardó cinco minutos en ser archivada. Los magistrados argumentaron que los socialistas presentaban como pruebas meras «conjeturas inconexas y sujetas a interpretación múltiple», y que no existían indicios de que los diputados hubieran sido comprados y, por lo tanto, incurrido en un delito de cohecho.
En 2003, la burbuja inmobiliaria crecía a un ritmo nada desdeñable, espoleada por la liberalización que permitió la reforma de la Ley del Suelo de 1998. Esta norma consideraba urbanizable todo el suelo que no fuera urbano ni protegido, bajo la sacrosanta convicción liberal de que, al poner en el mercado una gran cantidad de terreno disponible para construir, su precio bajaría. Los grandes proyectos urbanísticos encontraban financiación pública y privada sin demasiados problemas. En ese ambiente de efervescencia del ladrillo, Simancas comenzó a oficiar en aquellos días previos al «Tamayazo» como presidente in pectore. En una entrevista con el entonces periodista de la Cadena Ser Miguel Ángel Oliver, secretario de Estado de Comunicación del Gobierno de Pedro Sánchez, Simancas aseguró que tenía previsto trasladar la nueva mayoría progresista que existía en la Asamblea hasta el Consejo de Administración de Caja Madrid, en el que, bajo la presidencia de Miguel Blesa, ya circulaban alegremente las tarjetas black desde hacía varios años.
El candidato socialista se presentó a la investidura y la perdió a causa de la abstención de los dos díscolos felones. Sin embargo, la crisis política e institucional posterior, la más grave en la historia de la Comunidad, se saldó con una comisión de investigación esperpéntica que perjudicó sobremanera a la FSM, pues salieron a relucir todos sus trapos sucios, los follones recurrentes por los que la dirección federal del PSOE consideraba a la federación madrileña «una jaula de grillos». El PP, desplegando una estrategia magistral que ha ido perfeccionando con los años, consiguió que calara en la opinión pública un relato que explicaba el transfuguismo no por la intervención de los populares, sino como consecuencia de la actuación de los propios protagonistas; en este caso, por las disputas urbanísticas entre Tamayo y Enrique Benedicto Mamblona, marido de la número dos de Simancas en la Asamblea, Ruth Porta, quien trabajó para una fundación que participaba en la construcción de viviendas protegidas.
De aquel escándalo mayúsculo para la democracia, que nos tuvo todo el verano encerrados en un edificio inteligente —el de la Asamblea— en el que era posible morirse de frío en Madrid en pleno mes de agosto, me quedan básicamente dos recuerdos, y los dos son frívolos, lo que demuestra que la estrategia con la que el PP afrontó aquella comisión de investigación fue todo un éxito. El primero es el ciclópeo «embolicamiento» que la compañera de fuga de Tamayo, María Teresa Sáez, sufrió durante su comparecencia parlamentaria. Abrumada por las preguntas, perdió los nervios y acabó zanjando el asunto con un concluyente «No a todo». Lejos de beneficiar al PSOE, su nula capacidad argumentativa puso de manifiesto la falta de exigencia que el partido tenía a la hora de confeccionar sus listas, con candidatos y candidatas de escasa preparación hasta para hablar en público. El segundo recuerdo que guardo es el denominado «Rap de Tamayo», que Pablo Motos y Raquel Martos cantaron en la Cadena Ser para describir las decenas de llamadas que el tránsfuga se intercambió, el día antes de su deserción, con José Esteban Verdes —pareja de la viceconsejera de Presidencia de la Comunidad, Paloma García Romero, próxima a Ruiz-Gallardón— y con el número dos de los populares madrileños, Ricardo Romero de Tejada: «Vaya trasiego de llamadas. Tamayo llama a Verdes y Verdes a Tejada, Tejada a Verdes vuelve a llamar, van acumulando puntos Movistar»3, decía el rap. Nunca se supo con certeza de qué hablaron los tres en aquellas horas cruciales.
Al cabo de los años, resulta tragicómico que el único condenado por el «Tamayazo» sea Alberto Moreno de Lucas, el extrabajador de Telefónica que sustrajo los datos de las llamadas y que los filtró a la prensa. En una entrevista concedida en 20184, Moreno juró «por la vida» de sus padres que no había filtrado las comunicaciones, y denunció que la investigación, que llevó a cabo el juez de Plaza de Castilla Adolfo Carretero, se había prolongado demasiados años. «Mi padre me ha cogido por las solapas en tres ocasiones en estos quince años: “¡Dime que has sido tú. Si has sido tú, dímelo!”. Y siempre le he dicho lo mismo: “Padre, le juro por madre que yo no he sido”», relató.
El periodista Felipe Serrano, quien mejor ha contado el «Tamayazo» y sus angostos recovecos, sostiene en su libro sobre el escándalo5 que el PP no estaba interesado en investigar el caso por razones obvias, y que, cuando Zapatero llegó a La Moncloa en el año 2004, también se desentendió del asunto. Ni siquiera el PSOE ahondó. Un confuso episodio señala que el expresidente de la Junta de Castilla-La Mancha José Bono, siendo ya ministro de Defensa, confió a Simancas que tenía «pillados» a quienes estaban detrás de la deserción, pero que no había encontrado en Zapatero «una actitud muy positiva para mover el asunto»6.
Que el «Tamayazo» es una historia inconclusa lo demuestra también la escena que se produjo el 18 de marzo de 2010 en la Real Casa de Correos, sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, siete años después del escándalo. El exdiputado socialista se presentó en la puerta del edificio y, tras enseñar su carné de identidad, apuntó que tenía una cita con la presidenta, Esperanza Aguirre. Cuando los empleados de seguridad comprobaron que no aparecía en la agenda de reuniones, le invitaron a marcharse, pero Tamayo aprovechó la presencia de algunos informadores para adelantar que quería entregar a la jefa del Ejecutivo regional «cierta información relacionada con el exdiputado Ricardo Romero de Tejada» y con la parlamentaria Carmen Rodríguez Flores. «Algo tienen que ver con lo ocurrido en 2003», deslizó, enigmáticamente7. La mencionada diputada era amiga íntima del extesorero del PP Álvaro Lapuerta, quien supervisó durante veinte años la contabilidad B de la formación junto a Luis Bárcenas. Esa caja B se nutría de las donaciones ilegales que abonaban —en metálico— grandes constructoras, que posteriormente resultaban adjudicatarias de concursos públicos, según quedó acreditado en la sentencia de la Audiencia Nacional sobre la primera época de actividades de la trama Gürtel —sentencia ratificada después por el Tribunal Supremo8—. En 2013, la tránsfuga María Teresa Sáez indicó que la popular Carmen Rodríguez Flores se puso en contacto con ella para confesarle que «Tamayo cobró mucho dinero», y para reprocharle que no tenía que haber dejado «pasar tanto tiempo para reclamar su situación»9. Sobre esa extraña visita de Tamayo a Aguirre dio más detalles el ex secretario general del PP madrileño Francisco Granados, número 3 del partido y del Gobierno, cuando salió en junio de 2017 de la cárcel de Estremera. Nada más dejar la prisión, Granados concedió una entrevista a Eduardo Inda en Ok Diario10 en la que reveló que Tamayo le había reconocido, siete años antes, cómo pactó el Gobierno de la Comunidad. Estas fueron sus palabras: