Kitabı oku: «Eskoria», sayfa 2

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Tendría que recobrar la libertad para volver a ser él mismo y para mostrarse como tal a los demás. Pero recobrarla le parecía tarea imposible. No vislumbraba un camino, un resquicio, una pequeña luz… ¡Nada! Ninguna posibilidad. Estaba dentro de un callejón sin salida en el que quizá él mismo se había dejado meter por haber cometido un delito tan grave como ser uno mismo. A un lado, un muro muy alto, de ladrillo, macizo, infranqueable; al otro lado, otro muro, compacto, formado por un grupo de muchachos de su edad, también infranqueable. ¿Qué hacer? ¿Contra qué muro prefería golpearse? ¿O sería mejor permanecer inmóvil, sentarse en el suelo, doblar las piernas y enterrar la cabeza entre las rodillas?

También podía gritar desesperadamente. Pedir socorro, ayuda, auxilio. Alguien tendría que oírle. ¿Los profesores? ¿Sus padres? ¿Incluso la policía? Pero quizá eso era lo que los otros estaban esperando de él para de esta forma redoblar sus ataques. Sabía que si buscaba ayuda iba a proporcionarles más motivos para que siguieran martirizándolo sin piedad. Desde entonces lo harían pensando que estaban cargados de razón y que su víctima era solo un ser vil digno de todo desprecio, alguien que no había dudado en traicionarlos, en delatarlos, en descubrirlos. Se convertiría de este modo en un maldito chivato y eso podría justificar las mayores atrocidades.

Un callejón sin salida, sí, pero además estaba atado de pies y manos y con una fuerte mordaza en la boca. ¿Qué hacer? Solo cerrar los ojos y esperar.

Recordó que era viernes por la tarde y que tenía un largo fin de semana por delante. Una tregua. Eso sí, no debía leer los mensajes que llegasen a su teléfono móvil ni tampoco abrir los correos electrónicos. Podría encontrase con sorpresas muy desagradables. También tendría que vigilar el buzón de correos. No quería que sus padres descubriesen una de esas cartas sin remite que le llegaban. Por lo demás, un largo fin de semana. Una tregua.

Respiró hondo y recorrió con la mirada las cuatro paredes de su habitación. Se detuvo en un panel de corcho que tenía lleno de recortes y fotografías pinchadas con alfileres. Se acercó a él y releyó una frase escrita en un folio con letras grandes y negras. La había copiado él mismo, con un rotulador de trazo grueso, poco después del incidente con la motocicleta de Mario. En aquel momento había asegurado en público que le gustaba el silencio. Curiosamente, al volver a casa y hojear un libro, descubrió aquellas palabras, escritas hace siglos por los constructores de la Alhambra de Granada:

Después del silencio, el correr del agua es la música más bella que existe.

Pensó que aquellos constructores tenían razón y que nadie podía impedirle a él pensar lo mismo.

Dijo en voz alta:

–Primero, el silencio. Después, el correr del agua. Y luego, el jazz. Charlie Parker. Bird.

Trató de sonreír, pero no lo consiguió.

Capítulo 3
Gloria

Afortunadamente, le quedaba Gloria.

A Gloria la conoció el segundo año en el instituto. Hubo un reajuste de alumnos y ella, junto con alguno más, fue trasladada a su clase. Durante el curso escolar apenas hablaron, y cuando lo hicieron fue sobre temas cotidianos de asignaturas, exámenes y cosas por el estilo. Desde el principio le pareció una chica muy despierta y, por las notas que sacaba, bastante inteligente. Era de las que se tomaban en serio los estudios, pues tenía la seguridad de que quería hacer una carrera universitaria. Aunque en eso coincidían claramente, ella no tenía la fama de empollona que le habían adjudicado a él. Estudiaba mucho y sacaba buenas notas sin que apenas se notase. Y eso, a sus ojos, la hacía más lista todavía El, aunque se empeñase en pasar desapercibido, nunca lo conseguía. En parte, la culpa la tenían los profesores, que siempre le ponían como ejemplo. Si hacían un examen, nunca faltaba el dichoso comentario del profesor de turno que le felicitaba en público y alababa sus méritos; si hacían un trabajo, lo mismo. ¿Por qué no se limitaban a calificarle sus exámenes y a cerrar la boca? El resultado no podía ser otro: era el empollón oficial de la clase, y un empollón siempre ha sido visto con un poco de recelo por los compañeros, dados a pensar que solo existe un paso entre empollón y pelota–lameculos, y otro paso para convertirse en chivato de mierda. Diego tenía que repetirse a diario que no era un pelota–lameculos ni un chivato de mierda. Nunca lo había sido.

Se relacionó más con Gloria durante las vacaciones de verano. Como no vivían lejos, un día se encontraron en una calle del barrio. Charlaron un buen rato y quedaron para verse en otro momento. Fue entonces cuando ella empezó a gustarle, quizá porque al sentirse fuera del recinto escolar la miró con otros ojos. Junto a lo que ya sabía de ella, descubrió un cuerpo y un rostro, y ambas cosas le agradaron mucho.

Gloria tenía unos ojos y unos labios grandes, y era lo que más destacaba de su cara, redondeada y graciosa. Los ojos eran de un color difícil de definir, pues tenían algo de gris, de azul, de verde. Eran muy claros y cuando te miraban fijamente daba la sensación de que te envolvían con un halo mágico. El color de los labios, marcados por una línea perfecta, era casi rojo, a pesar de que no se daba carmín. Diego no había besado a ninguna chica cuando la conoció y, desde el primer momento, pensó que aquellos labios tan seductores serían los primeros que besaría.

Hablaron mucho de jazz en la primera cita. Ella aún estaba impresionada por la charla que él había dado sobre Charlie Parker.

–Me encantó –le dijo.

–¿De verdad? –se sorprendió él–. Yo pensé que no había interesado a nadie.

–Hasta entonces apenas había oído hablar de jazz y no tenía ni idea de quién era Charlie Parker. El otro día pusieron una película en la tele sobre su vida. La vi entera.

–Yo también, aunque ya la había visto.

–¡Menudo tipo!

–¡Sí, menudo tipo!

–Pero su vida fue muy dura y muy triste. Además, murió tan joven…

–La vida de casi todos los genios es muy dura y muy triste. Debe de ser que la felicidad atrofia los sentidos.

–Pues si tuviera que elegir… –Gloria arrugó la frente y la nariz y se quedó unos instantes pensativa–. Creo que preferiría ser feliz y vivir muchos años. ¿Y tú?

–No sé –Diego se sintió desconcertado y no halló una respuesta.

Hablaron de otras músicas, de sus gustos, del instituto, de sus familias, del barrio… Y así se les pasó la tarde entera. Y como a los dos les apetecía, decidieron quedar otro día, y después otro más, y otro…

Y finalmente, una tarde, sentados en una pradera del parque, a la sombra de un enorme y frondoso castaño, se besaron. Sus labios, indecisos y vergonzosos, se buscaron con deseo y, cuando torpemente se encontraron, mil sensaciones ocultas y maravillosas descendieron sobre ellos, los envolvieron y los transportaron a lugares tan anhelados como desconocidos.

Regresaron tarde a casa, pues el tiempo había dejado de transcurrir para ellos, y antes de despedirse él le confesó:

–Es la primera vez que beso a una chica.

–Yo… es la segunda –titubeó ella–. Pero la primera no me gustó nada.

–¿Hoy te ha gustado?

–Mucho.

–A mí también.

Durante el curso actual mantenían una relación muy extraña, sobre todo por culpa de él, que de lunes a viernes prefería ignorarla. En el instituto nunca se acercaba a ella. La evitaba, se escabullía, se alejaba premeditadamente de los lugares que frecuentaba. Pensaba que era mejor que ellos no los viesen mucho tiempo juntos, pues de lo contrario podría comenzar para Gloria el mismo suplicio.

Así pues –se lo repetía una y otra vez, como si no estuviera muy seguro–, lo que pretendía con esta actitud era protegerla de esa pandilla de descerebrados que parecía haberse adueñado del instituto entero. Pero en otros momentos, quizá con mayor lucidez, llegaba a la conclusión de que lo hacía para intentar por todos los medios que las vejaciones no se produjesen delante de ella, lo cual le resultaría doblemente humillante.

Prefería aguantarlo todo solo, a ser posible sin testigos. A la entrada y a la salida del centro, evitaba cualquier compañía y procuraba adelantarse o rezagarse con premeditación; también durante los recreos buscaba los sitios menos concurridos o se encerraba a cal y canto en la biblioteca. Y así ocurría los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y los viernes. Soportaba insultos y amenazas sin ton ni son, insultos y amenazas que, lejos de mitigarse con el tiempo, cada vez subían más de tono y ponían los pelos de punta al más valiente. Desmoralizado, comprobaba cómo los empujones premeditados sustituían a las zancadillas, los escupitajos a los amagos y los puñetazos a los pescozones.

La rabia contenida y las ganas de echarse a llorar eran una constante en su vida, lo mismo que una pregunta elemental y, quizá por eso mismo, sin respuesta posible: ¿por qué? Muchas veces se preguntaba también si los que lo maltrataban de aquel modo sabrían responder a esa pregunta. Estaba convencido de que no.

Solo los sábados y los domingos quedaba con Gloria. Entonces cogían el autobús o el metro y se alejaban del barrio, a lugares de la ciudad que no conocían de nada pero en los que él se sentía más seguro. Ella siempre trataba de oponerse y le repetía hasta cansarse que prefería no salir de las inmediaciones del barrio, que allí también podían divertirse, y que además a sus padres no les hacía gracia que anduviera de un lado a otro de la ciudad sin motivo.

Pero Diego había empezado a sentir miedo del propio barrio, de las calles por las que siempre se había movido a sus anchas, del parque donde, como la mayoría de los niños, había echado las primeras carreras. Sabía que ellos, los que se habían empeñado en no dejarle vivir en paz, andaban por allí y podían aparecer en cualquier momento. Ya no se limitaban al recinto del instituto. Bastaría con que los viese uno de ellos. Avisaría a los demás y en unos minutos todos estarían rodeándolos, vociferando insultos, riéndose descaradamente ante sus propias narices. No podría soportar que Gloria lo viese convertido en una especie de piltrafa humana, aterrorizado, sin capacidad ni posibilidad de reacción.

Gloria no era ajena a su situación. En realidad, todos los alumnos de su clase lo sabían. Esas cosas nunca pasan desapercibidas. Y había opiniones para todos los gustos, desde los que pensaban que se estaban pasando con él y estaban llegando demasiado lejos, hasta los que afirmaban que era un engreído y se lo tenía bien merecido, pasando, naturalmente, por los que solo eran capaces de mostrar indiferencia. En estos últimos –la mayoría– la indiferencia ya empezaba a convertirse en el norte de sus vidas. Y la propia indiferencia, el despecho o el miedo hacían que nadie moviese un dedo para ayudar a Diego.

En el mundo escolar estas cosas se saben siempre, se conocen, se comentan… Y el caso de Diego no era ninguna excepción. Se sabe quiénes son los que agreden y quiénes son los agredidos. ¡Es tan evidente! Son cosas que se asumen como parte de la historia de cualquier instituto y, utilizando un símil deportivo, se repite casi como consigna que son asuntos que no deben salir de los vestuarios. Por eso, si son preguntados, los alumnos procurarán evadirse o lo negarán con rotundidad. Predomina la ley del más fuerte y, por consiguiente, la ley del silencio. Es mejor estar callado a que te rompan la nariz en el momento más inesperado.

Gloria, por supuesto, conocía la situación, aunque, como el resto, también ignoraba hasta qué punto podía estar sufriendo Diego, porque él jamás hacía comentarios. Ni con ella ni con nadie. En algunas ocasiones había tratado de sacar el tema en medio de una conversación, incluso de manera indirecta, dando un rodeo. Pero él nunca le había permitido ir más allá y había cambiado bruscamente de rumbo, dando un violento golpe de timón, como el navio que vislumbra una tempestad y decide esquivarla.

Afortunadamente comenzaba un fin de semana.

Afortunadamente le quedaba Gloria.

Desde su habitación escuchó los timbrazos del teléfono y al momento sintió que su madre abría la puerta. Llevaba el inalámbrico en la mano.

–Es para ti –le dijo.

–¿Para mí? –se extrañó Diego.

–Sí, para ti.

–¿Quién es?

–Esa chica…

Solo entonces reaccionó y agarró el teléfono que su madre le ofrecía desde que había entrado en la habitación. Cerró la puerta y se tumbó en la cama.

–¿Gloria? –preguntó.

–¿Por qué tienes el móvil apagado?

–Es que… me quedé sin batería –mintió.

Enseguida, la voz de Gloria le resultó extraña y distante.

–Quiero que nos veamos esta tarde.

–¿Esta tarde? –Diego se sintió confundido–. Pensaba que esta tarde estudiaríamos y que mañana sábado, como otras veces…

–Quiero hablar contigo. No puedo esperar.

–¿No puedes decírmelo por teléfono?

–No.

–Entonces podemos quedar en…

–En el parque, a la entrada, junto al quiosco de bebidas –le cortó ella con decisión.

Aquel lugar le parecía a Diego el más inoportuno. El parque un viernes por la tarde era un lugar peligroso para él. Allí estaría seguramente medio instituto y muy probablemente los que se regodeaban martirizándolo.

–Será mejor que quedemos en…

–En el parque, a la entrada, junto al quiosco de bebidas. En media hora –Diego no tuvo tiempo de replicar, pues Gloria cortó la comunicación.

El primer impulso de Diego fue devolverle la llamada, intentar hablar más tiempo con ella, descubrir los motivos de su reacción y de sus prisas, buscar otro sitio para quedar, sonsacarle alguna cosa… Comenzó a marcar varias veces su número, pero ninguna terminó. Al final, desistió y decidió acudir a la cita.

Desde que puso los pies en la calle, intuyó que algo no iba bien. Se sentía muy nervioso, alterado. Aunque intentaba caminar deprisa, no lo conseguía, pues el miedo le hacía titubear constantemente. Acortaba sus pasos sin proponérselo, se detenía ante cada esquina, contenía la respiración, volvía incesantemente la cabeza como si presintiese que un monstruo despiadado lo estaba persiguiendo. Se juntaban a la vez varios temores e inquietudes: el habitual, el que llevaba tiempo causándole estragos, y otro muy diferente producido por las palabras que Gloria le había dicho por teléfono. Por eso, su ansiedad le producía un estado de tremenda agitación y de zozobra.

Evitó no obstante la calle más transitada, la que más directamente conducía hasta el parque, y dio un pequeño rodeo por calles más estrechas. Cuando vislumbró los primeros árboles, se detuvo y observó de lejos. Veía perfectamente el quiosco de bebidas, pintado todo de blanco, rodeado de mesas y sillas. Entonces vio cómo Gloria se acercaba al lugar desde la otra calle, la misma que él había preferido evitar; miraba a un lado y a otro, como si lo estuviera buscando, y finalmente se detuvo junto a un árbol y se apoyó sobre el tronco.

Él contuvo la respiración, apretó los puños y echó a andar. En unos segundos estaba a su lado.

–Hola –la saludó fríamente, sin atreverse a darle un beso, como hacía en otras ocasiones.

–Hola.

–¿Quieres que vayamos a…?

–No, mejor nos quedamos por aquí.

Al menos consiguió llevarla a una de las zonas del parque menos transitadas. Hizo ademán de sentarse en la hierba, pero como Gloria no lo imitó, permaneció de pie. La miró a los ojos y ella esquivó la mirada. Entonces comprendió que algo serio estaba ocurriendo, algo que él aún no sabía, pero que estaba a punto de conocer.

–No quiero que sigamos saliendo –le dijo la muchacha de sopetón.

Diego percibió aquellas palabras como una sacudida violenta que le zarandeó de pies a cabeza.

–¿Qué…? –fue lo único que acertó a decir.

–No quiero que sigamos saliendo –repitió ella, aunque sabía que él la había oído perfectamente.

En su mente, Diego se repitió una y otra vez aquellas palabras, como si necesitase de este acto para poder asimilarlas, para poder entenderlas, para poder aceptarlas.

–¿Te gusta otro? –preguntó de pronto.

–No –respondió ella con seguridad.

–Entonces… ¿qué ha pasado?

–No lo sé.

–¿No lo sabes?

–Solo sé que desde que salgo contigo me estoy volviendo tan rara como tú. Y yo no quiero ser rara.

–¿Yo te parezco raro?

–Todo el mundo lo dice, lo comenta…

–Pero tú ¿qué piensas?

–Yo sé que me gustas, pero no eres como los otros. Te empeñas en hacer cosas distintas a las que hace el resto de la gente de nuestra edad.

–¿Te refieres a que me gusta la música de jazz, a que me aburre el fútbol, a que prefiero el silencio…?

–Me refiero a eso y a mucho más. Me refiero a todo. A tu forma de ser y de comportarte.

–Tú sabes lo que me está pasando. Lo saben todos. Algunos se empeñan en no dejarme ser de otra manera.

–Eso tampoco lo entiendo. No sé cómo puedes aguantarlo, no sé cómo puedes seguir así, sin hacer nada.

–Entonces… ¿tú crees que tengo la culpa de las cosas que me pasan?

–No he dicho eso. Solo he dicho que eres raro y que me estás contagiando tu rareza.

–Ponte un instante en mi lugar…

–No, no –Gloria negó repetidas veces con la cabeza, dando a entender que no quería seguir hablando. Su decisión no era un acto caprichoso, sino algo seriamente meditado.

–Trata de comprender mis motivos.

–Me advirtieron mis amigas de que si salía contigo me volvería tan rara como tú. No les hice caso. Pero ahora empiezo a notarlo. Yo también me siento rara, distinta… Noto que me miran, que comentan cosas de mí, que me señalan.

–No hagas caso.

–¿Por qué no debo hacer caso? ¿Para llegar entonces a tu situación? ¡No, no! Yo no estoy dispuesta a que se rían de mí. Si algo tengo claro es que no quiero ser ningún bicho raro.

–Yo no pretendo ser un bicho raro.

–Quiero ser como las demás chicas: vestir como ellas, hablar como ellas, compartir sus gustos… Quizá cuando sea más mayor me apetezca ser un bicho raro, pero ahora no. Ahora sería muy infeliz.

Mil razones y argumentos se agolpaban en la mente de Diego, pero no fue capaz de pronunciar ninguno. Ella, además, no estaba dispuesta a prolongar aquella última cita y, nada más terminar de decirle estas cosas, y como si estuviera temiendo arrepentirse, se marchó a toda prisa.

Él observó como se alejaba y, a medida que desaparecía entre los árboles, sintió crecer un vacío dentro de su cuerpo: era como una extraña burbuja que se hinchaba sin parar y que contraía sus visceras, sus músculos, sus huesos, sus tendones… Pensó que esa burbuja acabaría matándolo. En cierto modo no le importó y aceptó de buen grado aquella forma de abandonar el mundo de los vivos.

Pero la burbuja no completó su amenaza y Diego comprendió que seguiría vivo y que la vida desde ese momento le iba a resultar aún más dura y más triste.

Ya ni siquiera le quedaba Gloria.

Echó a andar en dirección a su casa, abatido, atormentado, completamente abstraído en su pena. Quizá por ese motivo no escuchó unas burdas imitaciones de pájaros que provenían del otro lado de un seto de aligustre. Eran varias voces y entre los pío–pío se distinguían con claridad algunas risas.

De repente, una piedra voló por los aires y se estrelló contra uno de los hombros de Diego. Solo en ese instante salió de su ensimismamiento. Aterrorizado, miró a un lado y a otro. Las voces se oían muy cerca:

–¡Creo que le he dado al pájaro!

–¡Bird, bírd, bird! –las risas no cesaban.

–¡Vamos a salir de caza!

–¡Vamos a acabar con los pajarracos!

–¡Bird, bird, bird!

–¡Vamos a por ti!

Diego se llevó la mano al hombro, al lugar donde había impactado la piedra. Le dolía mucho. Miró hacia el seto de aligustre y temió que los que se escondían tras él cumpliesen su palabra y lo matasen. Por un instante llegó a pensar que no le importaba y que, puesto que la burbuja de su interior no acababa con él, que lo hicieran ellos. Que lo matasen de una vez y que de esta forma cesasen sus sufrimientos. Que lo matasen a pedradas, a puñetazos, a patadas…

Pero dentro de su ser algo se rebeló contra la posibilidad de la muerte y del sufrimiento. Echó a correr. Mientras se alejaba oía sus risas, sus insultos, sus amenazas.

–¡¡¡Escoria!!!

Eskoria, eskoria, eskoria…

Cada latido de su corazón parecía repetir la palabra. Cuanto más corría, cuanto más se aceleraba, más y más tenía que soportarla. Recorría todas sus venas y se iba repartiendo por todo su cuerpo.

Eskoria. Con k de kilo.

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Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
23 nisan 2025
Hacim:
140 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788467549324
Telif hakkı:
Bookwire
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