Kitabı oku: «Fisuras en el firmamento», sayfa 7
Podemos imaginar que, como también sucedería con otras parejas cinematográficas, reales o ficticias, muchos fans proyectarían los romances entre las estrellas fuera de la pantalla, y en este caso con cierta complicidad por parte de los medios. Se trataba de dos de las grandes estrellas españolas. Asisten juntos a actos y estrenos, y sus seguidores pueden albergar la duda de si, más allá de la promoción de la película en que aparecen juntos, mantienen una relación sentimental. Irrumpen como una pareja muy atractiva. La actriz bella y moderna junto al galán más deseado. En las fotos, vestidos él con esmoquin y ella con traje de noche y abrigo de pieles, resultan envidiables.47 La prensa deja entrever que entre ambos existe algo más que amistad y compañerismo, pero sin presentarlos como novios, como sí hace con otras parejas de artistas. En la columna de chismorreos de Primer plano se sugiere que ella no ha asistido a una fiesta porque no iba Mistral.48 Se narran anécdotas entre ambos que a menudo se utilizan como situaciones tópicas entre los enamorados. Por ejemplo, él la espera en un taxi para acudir a un acto, mientras ella se retrasa acicalándose: «Y cuando salió estaba para desmayarse. Jorge dijo: Voy a tener que pegar a alguno. El comentario de Amparito fue este: Hazlo, para eso eres hombre».49
La sensación que el lector puede percibir es que entre Rivelles y Mistral existe una relación sentimental, pero que no se nombra abiertamente. El interrogante que surge es por qué ocurre así, por qué pudiendo ser la pareja más mediática del momento no se pone el foco sobre su relación. Se puede intuir que es difícil enmarcar su relación en un noviazgo convencional. Son una pareja de película en un mundo ajeno al real. Resultan mucho menos tangibles por su condición de estrellas. Además, en 1948, Rivelles vuelve a la compañía de Casanova y firma un contrato en exclusiva con Cifesa, de modo que, como había ocurrido con Mayo, ambos comparten la misma productora, lo que los uniría de nuevo en su siguiente filme.
No obstante, no fueron nunca propuestos como un modelo de noviazgo. Tal vez porque recordaban a esos romances entre estrellas de Hollywood, tan a menudo criticados por inconsistentes, que eran expuestos como ilustración del poder disolvente de la modernidad para la institución familiar. Se podría deducir que, dado que su relación no era oficial, tampoco estaba sujeta a las rígidas normas del noviazgo. Sucedería como en Italia, donde la incidencia de la moral católica en la vida diaria dificultó la libre circulación de noticias relacionadas con las estrellas. Se ocultaba al público, por ejemplo, algunos de los romances de Marcello Mastroianni. No así de Ingrid Bergman o Sofía Loren, que recibieron críticas, alentadas por la Iglesia, debido a sus respectivas relaciones extramaritales y premaritales.50
Aunque no sea una cuestión recurrente, no era tampoco inusual que las revistas se hicieran eco de los noviazgos de los actores y las actrices, sobre todo, si ambos pertenecían al mundo del cine. Si la pareja llega a contraer matrimonio, a menudo se convierten en modelos familiares. Es el caso ya comentado de Seoane y Yarza, pero también de Francisco Rabal y Asunción Balaguer, o de Marta Santaolalla y Carlos Muñoz, entre otros.
En cambio, la vida sentimental de Amparo Rivelles no parece ajustarse adecuadamente a los códigos de un noviazgo decente. A partir de un determinado momento, se le deja de preguntar por sus pretendientes y menos aún por si tiene intenciones de casarse. Quienes la conocieron dicen que «no le gustaba hablar de amores y desamores y se cuidaba muy mucho de dar los nombres de sus pocos novios y de sus muchos amantes».51 Cabe suponer entonces que Rivelles tuvo la oportunidad de disfrutar de manera más o menos libre de su vida sentimental y sexual, si bien bajo la condición de conducirse siempre de manera discreta. De ahí puede derivarse que el hipotético idilio entre Rivelles y Mistral tan solo fuera reflejado en las revistas cinematográficas como una continuación del juego romántico y de seducción que las dos estrellas representaban en la pantalla. Ninguno de los dos da pie a que sus seguidores puedan formular más que conjeturas sobre su romance en sus apariciones en los medios, y tampoco hacen ningún tipo de insinuación al respecto.
La duquesa de Benamejí (Luis Lucia, 1949), basada en la obra de Antonio y Manuel Machado, escrita en 1931, es la primera de las cuatro películas de su nueva etapa en Cifesa. En esta ocasión, Rivelles asume el reto de encarnar dos papeles: el de la aristócrata de la que se enamora el bandolero a quien interpreta Jorge Mistral, y el de la gitana que convive con los bandidos. La película no alcanzó el récord de público que Cifesa había conseguido el año anterior con Locura de amor (Juan de Orduña, 1948), pero se convirtió en el mayor éxito de la temporada 1949-50.52 La presencia en cartel de las dos estrellas españolas del momento contribuiría a atraer el público a las salas. Lorenzo (Jorge Mistral) es el jefe de una partida de bandoleros de Sierra Morena a quien el pueblo adora por su generosidad. Secuestra a la duquesa de Benamejí (Amparo Rivelles) y la lleva a su refugio en las montañas. Entre ambos prenderá una pasión imposible dadas sus diferencias sociales, pero que desencadenará la rivalidad y los celos de Rocío (Amparo Rivelles), una gitana físicamente idéntica a la duquesa.
El filme ofrece una multiplicidad de lecturas alternativas, si se analiza a partir de conceptos como raza, clase y género. Para Jo Labanyi, La duquesa de Benamejí es un exponente de que el cine histórico del primer franquismo no propone un regreso al pasado sino una modernidad conservadora con la que se establece un proceso de negociación.53 Así, la película pone en evidencia las diferencias sociales y propaga que en el fondo todos somos iguales, pero también sanciona las fronteras y los prejuicios raciales y de clase, al convertir en imposible el amor entre la aristócrata y galán de origen humilde, y a la gitana, en traidora y asesina.
El hecho de que Rivelles encarnara a dos personajes antagónicos, no solo desde el punto de vista dramático sino en cuanto a posición social y pertenencia a una etnia distinta, también alienta valoraciones diferentes. Se ha destacado que, al ser interpretada la gitana por una actriz tan admirada, se facilitaría que el público se compadeciera de su sufrimiento y de su final dramático, mientras que por otra parte se mantiene la práctica muy extendida de que actores blancos se maquillen para caracterizarse de otra etnia, lo que podía ser también entendido como una afrenta a la raza, ya que subyace la idea de que la industria considera que una gitana auténtica no sería capaz de despertar las mismas simpatías por sí misma.54

Fotogramas de la película La duquesa de Benamejí.
Con todo, para la construcción de la imagen estelar de Amparo Rivelles, resulta muy significativa la representación de la feminidad a través de los personajes de la duquesa y de la gitana. Ambas comparten rasgos comunes, como la fortaleza de su carácter, su independencia y, por supuesto, su belleza y sensualidad. Aunque las dos contienen una fuerte carga erótica, su plasmación es diferente, en este y en otros aspectos. La duquesa es inteligente, elegante y sofisticada. Altiva, como corresponde a su condición, pero sin que su arrogancia le impida empatizar con los plebeyos, pues es noble tanto de cuna como de corazón. A diferencia de la gitana, que lleva en casi toda la película la misma indumentaria, ella se cambia continuamente de vestido. El vestuario de época le permite lucir trajes entallados y con escotes abiertos, que a menudo desnudan sus hombros. Se resalta su cuello con joyas, y porta peinados elaborados y sombreros elegantes. Transmite un moderno mensaje consumista, en un mundo de suntuosidad y confort, idílico en su cortijo, donde ella es la dueña de sus decisiones, donde puede elegir libremente entre la vida cortesana que le ofrece su pretendiente el marqués, el romance con el bandolero o, por qué no, seguir disfrutando de su independencia en su universo propio. Pero ni siquiera adopta una actitud pasiva a la espera de propuestas. Ella misma toma riesgos e iniciativas, mueve influencias, y consigue el perdón de su amado, aunque realmente se le conceda como un intento de debilitar a la banda de bandidos, al privarlos de su jefe.
Por su parte, la gitana es también muy atractiva, pero frente a la pasión contenida de la duquesa Rocío es una pasión terrenal e incontrolada, que perdida por los celos actúa compulsivamente. Ella misma dice que «una está muy pegada a la tierra y cría espinas para librarse de los pisotones». De una sexualidad más explícita, aunque más vulgar, su blusa ajustada y con transparencias deja adivinar sus formas y no tiene reparos en ofrecerse a su amado, pero en cambio no participa del atractivo juego de seducción en el que sus rivales se han visto atrapados. Con su traje de campesina y el pelo suelto y arremolinado, en contraposición a los peinados recogidos y cuidados de la otra, recuerda a la caracterización de la actriz en Fuenteovejuna, pero aquí es salvaje y en cierta manera embrutecida.
Al fin y al cabo, Laurencia era la hija del alcalde y no una burda labradora. Pero Rocío es una gitana sin familia, que se ha criado en tabernas, bailando, y es fácil suponer que dedicándose a la prostitución, y que hasta que conoció a Lorenzo no había dado con un hombre bueno. Su caso provoca conmiseración, pues es incluso una paria entre los pobres. Una gitanilla a la que desprecian los miembros de la partida y le espetan que era una ilusa si pensaba que era merecedora de su líder. La llaman «princesa de las sartenes», «reina de la cocina», mientras que la duquesa es vitoreada como «la capitana», como «la reina de Sierra Morena». Resulta paradójico que los insultos que se vierten para humillar a la gitana estén relacionados con la domesticidad, con su papel subalterno, mientras que a la duquesa se la elogia por su presencia en el espacio público, por su diligencia en el liderazgo.
En esencia, la historia puede ser reducida a un drama pasional, al estallido provocado por un triángulo amoroso inestable e irresoluble, pero en el que no todos los vértices tienen el mismo peso. Sin duda, sobre la duquesa, que da título al filme, gravita la acción y todo gira en torno a ella como objeto de deseo. En buena medida es el personaje que más fácilmente parece acoplarse a las características de Rivelles y en el que resulta más creíble. La belleza sofisticada frente a la belleza natural. La aristócrata fuerte y autosuficiente en un mundo de hombres frente a la gitana cuya vida desgraciada la ha conducido, como horizonte de felicidad, a servir a los hombres y a encargarse de las tareas domésticas.
El filme no solo sublima la erotización de los personajes femeninos, sino también el de su protagonista masculino. La cámara se aplica a destacar su apostura, con un vestuario de camisas desbotonadas que dejan ver su torso velludo o pantalones de perneras ajustadas, que también serían fuente de placer visual para ambos sexos, aunque en diferente sentido.55 Lorenzo es un héroe viril, pero a la vez pasional, tierno y sensible, que llora cuando la duquesa huye de su lado. Hasta el punto de que ante esas mujeres fuertes y, en este sentido, masculinizadas, cuya erotización coincide con su agencia narrativa, hallamos un héroe feminizado, que es también objeto de deseo, y que, por tanto, difumina las categorías de género.56
La película plantea también una vía de ascenso social entre amantes de diferente clase social, pero que es el contrario a los musicales folclóricos en el que una mujer de clase baja, a veces gitana, contrae matrimonio con un varón de una posición social superior, lo que podría ofrecer recompensas emocionales a las espectadoras. Aquí, que el conveniente asesinato de la duquesa frustre un enlace inadecuado tampoco es irrelevante.57
En cualquier caso, hay que insistir en que los dos rasgos más sobresalientes que se pueden atribuir a la figura de Rivelles tras el visionado de la película son su empoderamiento y erotización, si bien ambos bajo el tamiz de la censura y del contexto cultural franquista. Las apariciones de Rivelles en los medios especializados en los últimos meses de la década y primeros de la siguiente así lo atestiguan. Por ejemplo, ocupa dos portadas de los doce números de la revista Radiocinema en 1949 y, al año siguiente, también dos de Imágenes y otras dos de Primer plano (siendo, junto a Aurora Bautista, la única actriz española que repite en 1950 en la primera página del semanario, dominada por las extranjeras), además de varias fotografías a una plana en páginas interiores de diversas revistas, que estaban destinadas a ser desgajadas para servir como pósteres o fotos de un álbum. Es decir, los retratos no son entendidos simplemente como una imagen, sino que funcionarían como artefactos y toman cuerpo en objetos y en prácticas de producción y de uso.58 Se convierten en un ente de veneración que, salvando las distancias, y en línea con la «liturgia estelar» que describe Edgar Morin,59 recuerdan a las estampas de vírgenes y santas, puesto que en cierta manera ambos proponen modelos de feminidad que contribuyen a la formación de identidades personales.
Una notable presencia en los medios que sin duda responde a la alta cota de popularidad que ha alcanzado, pero en la que es fácil barruntar que se encuentra la labor de mercadotecnia de Cifesa, que facilitaría los materiales gráficos promocionales. Junto a estos, se publican un buen número de fotografías de estudio, la mayoría realizadas por Juan Gyenes. Por el estudio del fotógrafo húngaro, instalado en España desde 1940, paradigma de retratista que se afanaba por embellecer al máximo el rostro de sus modelos, pasaron personalidades del espectáculo, la política y la sociedad de la época.60
Las instantáneas, además de resaltar su belleza, elegancia y sensualidad, la dotan de una sensación de seguridad personal, con un cierto aire de estrella de Hollywood, ora con guantes largos, ora con un gracioso sombrero. Siempre a la moda y ofreciendo una imagen moderna e interesante, sofisticada y un tanto inaccesible. Ojos y cejas con un maquillaje muy marcado y labios retocados de un color rojo intenso, como era frecuente en muchos retratos. Una imagen lógicamente preparada, pero que tampoco resulta impostada, pues está acorde con sus apariciones públicas en estrenos u otros actos. En varias, se engalana con alguna joya, como en la foto de una portada en la que ofrece un inusual aire de folclórica y en la que luce una sortija con una gran piedra. La mano perfectamente podría haber quedado fuera de campo, pero su presencia llamativa hace pensar en una deliberada voluntad de ostentación.61

Portada de Primer plano, 1 de octubre de 1950. Filmoteca de Catalunya.
EL JUEGO DE LA SEDUCCIÓN
Estamos en el momento de mayor atractivo físico de Rivelles, cuando ella se ha convertido en objeto de deseo. Un buen testimonio de ello son las dos portadas a color en un solo año que, como decía, le dedica Imágenes, sin que exista ningún reportaje sobre una película suya que lo justifique. Especialmente la segunda, firmada también por Gyenes, en la que parece envolverse desnuda con abrigo de pieles, dejando su hombro a la vista, el pelo suelto, muy maquillada, mirando a cámara. En la mano que cierra el abrigo sobre su pecho, luce un espléndido anillo de oro con brillantes.62 Una foto captada para alimentar la fantasía erótica. Es quizá el cénit de su reivindicación como mujer sexualizada. Sujeto sexual y no solo objeto, puesto que en su actitud no parece perder agencia, sino que transmite una imagen de empoderamiento. No es ya tampoco una jovencita. Representa no solo una idea de glamour en torno a la apariencia, sino también una feminidad madura, que podría ser una fuente de fascinación para las jóvenes espectadoras.

Portada de Imágenes, noviembre de 1950. Foto: © Gyenes (VEGAP).
Como las estrellas de Hollywood, sería envidiada por su físico y por las capacidades que desplegaba. Es vista no como un simple modelo de atractivo sexual, sino como una fuente de poder y confianza en sí misma.63 Y así lo capta la prensa: «Amparito Rivelles prefiere la ferocidad» es el titular que antecede a otra foto en blanco y negro de la misma serie de la portada anterior. En la sección de miscelánea «Moviola», se anuncia que rodará La leona de Castilla, y a la pregunta de si le gusta su papel, responde con una autosuficiencia extraordinaria: «Sí, pero me gustará más todavía cuando Orduña trabaje un poco en el guión (sic) y dé a mi personaje más vigor. Como estaba al principio, más que una leona de Castilla parecía una humilde corderilla».64
Aurora Bautista, también en la nómina de Cifesa, es en estos momentos otra de las grandes estrellas españolas, y de quien se pone en valor frecuentemente su talento artístico y procedencia teatral. ¡Pero cuán distinta es la imagen que se proyecta de cada una en la prensa! Mientras que a la sofisticada Rivelles no se la tiene en absoluto por una mujer doméstica y hacendosa, Bautista no pone inconvenientes a ser retratada en la cocina de su casa, guisando, con ropa sencilla y delantal. En el pie de foto, se insiste en la idea: «Y pueden creer que Aurora es una perfecta ama de casa, que a la hora de cocinar no se acuerda del arte dramático».65 Unos meses más tarde se vuelve a publicar la misma foto para comentar que en la película Pequeñeces, que protagonizará, el presupuesto en vestuario es de un cuarto de millón de pesetas: «Aurorita, a la que vemos aquí, en la cocina de su casa, con un sencillo traje, va, sin embargo, a exhibir en su máxima película, un vestuario fabuloso».66 Es decir, Bautista es una mujer ordinaria que se transforma en el plató. Por el contrario, Rivelles, en estos momentos de esplendor, parece querer fundir en un solo ser persona y personaje. O tal vez sea que haya decidido no quitarse la máscara del personaje ni cuando sale del estudio.
Es ahora cuando se estrena en Madrid Si te hubieses casado conmigo (Viktor Tourjansky, 1948), un título menor en su filmografía, pero que ilustra bien el estadio en el que se encuentra la actriz. Realmente, la cinta se había rodado casi dos años atrás, antes de la firma de su contrato con Cifesa, y prácticamente pasó desapercibida en los medios. Solo se ha localizado alguna noticia sobre el rodaje, escasa publicidad y sobre todo las críticas, no especialmente positivas. Todo ello a pesar de ser una producción de Suevia y Campa; con un elenco en el que, junto a Rivelles, figuraban Adriano Rimoldi y un Fernando Rey que acababa de triunfar con Locura de amor; y de tratarse de una comedia romántica dirigida a priori a un público amplio. En contra, probablemente pesara, además de que pudiera resultar un intento de originalidad pretencioso, que estuviera realizada por un director de origen ucraniano, inédito en España.
Estamos ante una comedia de enredo con toques de sofisticación, inspirada en el modelo clásico de Hollywood, pero en el que se introducen elementos que pretenden romper la narrativa convencional, como el recurso a la autorreflexividad o la interpelación directa de los personajes al espectador dirigiéndose a cámara, para crear la ficción de que es él quien decide el desenlace de la historia. Una propuesta en la línea de La vida en un hilo (Edgar Neville, 1945), que abordaremos en profundidad en el apartado dedicado a Conchita Montes, que al ofrecer a la protagonista segundas oportunidades en el amor permiten ser leídas como una evocación al divorcio. No casualmente, en una de las escasas informaciones publicadas sobre el filme, con motivo de su rodaje, se habla de «esponsales reversibles» y de que retrata un «ambiente muy americano».67
Una película que también podemos emparentar con las comedias de teléfonos blancos que triunfaban al principio de los años cuarenta, por cuanto que está ambientada en viviendas burguesas y salas de fiesta, donde pululan personajes excéntricos y despreocupados, para quienes la vida es sobre todo ocio y diversión.
Al igual que en La duquesa de Benamejí, nuevamente nos encontramos ante un triángulo amoroso. En esta ocasión, Rivelles es el objeto de la disputa, y no acaba de decidir qué pretendiente escoger, a pesar de que desde el principio el personaje interpretado por Adriano Rimoldi resulta mucho menos agradable que el de Fernando Rey. Sin embargo, ambos no compiten solo por conquistar el corazón de la chica, sino que de manera manifiesta buscan intimar físicamente con ella. Aquí radica el interés por la película como colofón de esa identidad sexuada que ha ido adquiriendo la imagen de Amparo Rivelles dentro y fuera de la pantalla. Por un lado, se recalca su sensualidad en un sentido más carnal, a través de un vestuario cada vez más sugerente y liviano y de sus actitudes más atrevidas. Por otro lado, sus relaciones sentimentales podríamos decir que se naturalizan, se liberan de algunos corsés y formalidades que se supone deberían observar y tampoco se oculta que el sexo forma parte de ellas de una manera natural. Si su personaje fuera el de una fresca o una frívola, se estaría aleccionando a las espectadoras sobre lo equivocado de su comportamiento, que seguramente tendría consecuencias negativas o que de alguna manera sería reprendido. Pero la comedia, con su final feliz, no deja aquí lugar a castigos y escarmientos, ni siquiera a reproches morales. Con todo, en sentido estricto no se llegan a cometer transgresiones a los códigos normativos, aunque se facilitan lecturas no ortodoxas y se atribuye al personaje unas actitudes liberadas que tampoco resultan extrañas en la persona de Rivelles.
En primer lugar, la propia caracterización del personaje como una joven que vive sola, sin parientes, que disfruta de independencia económica, puesto que era dueña de una casa de modas que acaba de vender. Su nivel de consumo es muy elevado, y se hace patente, en su vivienda lujosa y sobre todo en sus continuos cambios de vestuario, que podría recordar a una pasarela de modelos. Aspira al matrimonio, pero nada parece más envidiable que esa vida de soltera, dedicada al ocio y a dejarse agasajar por sus dos pretendientes. De hecho, en la primera parte de la película, en la que se representa cómo sería su vida si se casara con Carlos (Adriano Rimoldi), es una mujer desdichada, ya que su marido no le presta la atención que ella desearía y finalmente descubre que le es infiel con su secretaria. Es cierto que esa es la visión maledicente que dibuja el escritor Enrique (Fernando Rey), quien a su vez se presenta como el reverso de su antagonista. Pero la lectura evidente es que para la mujer la elección de un marido es una apuesta de enorme riesgo. Una moneda lanzada al aire en la que se juega ser feliz o desgraciada. En cambio, ella no parece tener ninguna prisa por escoger entre los candidatos y dice querer a los dos, mientras que son ellos quienes la presionan para que les dé un sí. Pero mientras tanto tampoco se conforman con esperar el veredicto y ni siquiera parecen dispuestos a transigir con un noviazgo protocolario de simples caricias y besos castos. Se comportan como hombres que acechan la virtud de su amada, y ambos tratan de lograr un contacto físico más allá de los tímidos acercamientos estipulados.
Victoria (Amparo Rivelles) no es casquivana, pero tampoco una mojigata. Da a entender que es dueña de su cuerpo, que no es una mujer inaccesible y que el sexo, en un sentido amplio, es un elemento del cortejo. Así, no se ofende, sino que se divierte cuando, aprovechando un apagón, uno de los pretendientes le da un beso furtivo en los labios. Se deja acariciar en el palco de un teatro, y si le para los pies a su pareja es porque le advierte de que no están en un cine. En otra ocasión, acepta ir a ver una colección de sellos a casa de Enrique, aunque se sabe que se trata de una excusa para mantener allí un encuentro amoroso, que si no llega a producirse es porque Carlos, conocedor de la situación, lo desbarata provocando un accidente de tráfico. Pero durante el trayecto Enrique canta eufórico anticipando ese momento tan esperado y ella ríe con un fingido azoramiento.
Sobre todo, hay una secuencia que en el cine de aquella época resultaría subida de tono. Carlos la ha llevado a cenar al restaurante de un hotel alejado de la ciudad y simula que su coche se ha averiado para que tengan que quedarse a pasar la noche. Solo queda una habitación disponible, que ocupa ella, pero él consigue que le deje entrar. Ella le abre la puerta solo cubierta con la colcha de la cama, para ir corriendo a refugiarse en el baño y volverse a vestir. «No mires», le grita un instante antes, en una súplica que suena a invitación a no perderse la escena tanto al amigo como al espectador.
Cuando regresa al dormitorio con su sugerente vestido de fiesta, asistimos a una situación comprometida para una mujer decente, sola con un hombre en una habitación de hotel, que descaradamente intenta su asedio mientras ella va haciendo concesiones. No hay oportunidad de saber si Carlos conseguirá o no su propósito, porque ahora es Enrique quien se encarga de arruinarle la velada. Ella no ha cedido, pero nuevamente se ha dejado querer.

Fotogramas de la película Si te hubieses casado conmigo.
La película pone, pues, en evidencia que, a pesar de la represión sexual, el discurso sobre el sexo no ha desaparecido completamente, y que junto al discurso oficial hay unas prácticas sociales que son toleradas.68 Asimismo, se percibe que la intimidad de la pareja no se regiría de forma tan generalizada por las restrictivas concepciones sobre la sexualidad expuestas más arriba, como muestran algunos de los escasos estudios de campo sobre las prácticas sexuales femeninas durante el franquismo.
Ya desde la primera secuencia del filme, podemos adivinar que las relaciones sexuales son un elemento central en la trama. En este sentido, se convierte en una excepción respecto a lo que era habitual en las comedias románticas españolas, en las que el amor era despojado de su componente sexual, y solía darse una sublimación espiritual de la pareja, cuyas relaciones sexuales, siempre en el seno del matrimonio, tenían como fin exclusivo la procreación.69
El filme arranca con el matrimonio en la cama a punto de despertarse. Victoria, muy bella, con un hombro al aire, sugiere desnudez bajo las sábanas, aunque realmente lleva un camisón muy escotado y cuyo tirante tiende a caer. Carlos sorprende a un hombre en el baño de la alcoba, que según le cuenta es el amante de la viuda que vive en el piso de arriba y que se ha visto obligado a salir de la casa por la escalera de incendios. Una situación que el marido entiende por camaradería masculina y que luego provoca las risas de la pareja ante el descubrimiento del secreto de la vecina, «la viuda alegre, pero que muy alegre». Victoria no se siente incómoda porque un extraño la vea así; al contrario, en lugar de cubrirse se pinta los labios y se arregla el cabello. Pero cuando se entera de que el hombre ha pasado la noche junto a su dormitorio, ruborizada, pregunta a su marido si los habrá oído, y se puede sospechar que le preocupa no tanto que haya escuchado confidencias entre la pareja como los ecos de un acto sexual. Lícito, en cualquier caso, pues en el matrimonio se admite el goce sexual siempre que no sea un fin en sí mismo, sino orientado a la maternidad.70 Así lo prescribían los manuales de educación sexual conyugal que sobre todo se distribuirán a partir de los años cincuenta, pero que ya antes habían comenzado a circular. A la mujer se le niega toda su autonomía en cuestiones de esta índole respecto al esposo, pero a la vez, como consecuencia de su débito matrimonial, se produce una erotización de la mujer casada frente a la soltera, casta y asexual.71
Una panorámica hacia el despertador nos ha mostrado que junto al tálamo nupcial hay un cuadro de la Virgen de la Concepción, que puede ser metafórico, aunque en ningún momento de la película los personajes hacen alusión a su voluntad de formar una familia y tener hijos, sino al disfrute del amor en sí mismo. Es cierto que tan solo se sugiere que se llega a la intimidad física, en esta secuencia inicial y en la final, cuando el beso entre Enrique y Victoria es la primera aproximación de la noche de bodas.

Fotograma de la película Si te hubieses casado conmigo.
Pero es significativo que, en una misma película, aunque sea en una narración que propone dos líneas temporales paralelas, una hipotética y otra real, el personaje femenino tenga dos amantes. No es promiscua, pero juega con sus dos enamorados. Resulta seductora, pero no al estilo de la mujer fatal que arrastra al hombre a la perdición. Al contrario, hay una cierta concepción hedonista de la vida, en la que como suele ocurrir en las comedias románticas de los cuarenta el disfrute del lujo y del ensueño del amor ofrece a la espectadora vías de evasión. Ahora bien, las relaciones entre hombre y mujer no están dominadas por el recato y la inocencia, sino que se apuntan escenas de pasión y deseo.
Una caracterización del personaje que probablemente no distorsionaría la imagen de la actriz, que al parecer se está instalando en el imaginario popular, de una Rivelles consumista, divertida y desenfada, coqueta y que disfruta de romances. La propia apariencia física que luce en la película no es muy diferente de la sensualidad que transmiten los retratos captados por Gyenes antes mencionados. De igual manera, las referencias al filme aparecidas en la prensa apuntarían hacia ese mismo sentido: «Amparito Rivelles, estilizada, guapa y flexible como nunca, encantada de hacer un poco de fémina frívola después de sus postreros papeles…»,72 y se emplean circunloquios para destacar su presencia en la pantalla: «muy bella, aunque un poco opulenta de líneas pero justa de gestos y actitudes».73 No en vano, Suevia la anuncia como «la película más alegre que se ha producido en el cine español», de modo que su atrevimiento moral se utiliza como gancho comercial.
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