Kitabı oku: «O sea que el amor era esto», sayfa 2
Acaricié el volcancito de tu pecho
Acaricié el volcancito de tu pecho
y sorbí la miel de tus pezones,
creé la música de miles de canciones
y resumí mil versos en un verso,
y resumí mil cuerpos en tu cuerpo.
Todo el amor del mundo se juntaba
en el cuartito mísero y estrecho
donde yo torpemente te robaba
pizcas de amor del desolado pecho,
y donde te decía
todo lo que mi tonta cabeza discurría.
Todo estaba sembrado con amor:
desde el corcho hasta la última baldosa,
la luz de la bombilla temblorosa
y la oscuridad de la tímida ventana,
mas sobre todo tú, pequeña Ana,
acostada a mi lado,
recogiendo calor del cuerpo mío,
acariciando mi pelo, mi costado,
y de punta a punta mi cuerpo enamorado.
Tú eras el alma de la tarde, amada,
eras tú quien movía mi sangre enamorada.

Si hubiera que dar un nombre a lo de esta noche
Si hubiera que dar un nombre a lo de esta noche
yo elegiría uno robusto y femenino:
robusto como el loco sexo de medianoche,
tierno como el amor del lecho matutino.
¡Vaya desinhibida y loca madrugada,
sorprendente, renacida, enamorada!.
Sorprendente y renacida me amaste ayer,
me devolviste la alegría de vivir, mujer.
Fue una noche de esas inolvidables, tiernas,
de las que te enloquecen de puro inesperadas,
el rito de un altar de interminables piernas,
de esquizofrénicas frases musitadas.
Noche de acariciar lo plano y lo convexo,
noche de morder lo blandísimo y lo duro,
de decir tonterías al calor de tu sexo,
de amar tu pecho blando, de amar tu vientre oscuro.
Noche mojigata,
noche de vela en la ciudad dormida,
en esta ciudad anacrónica y beata,
la de la ingenuidad de la niñez perdida.
En ella resucitamos nuestros amores pequeños,
esos que nunca pudimos confesarnos,
y entre risas, locuras, recuerdos y sueños
pudimos al fin amarnos.
Toda la noche brilló la luz de una bombilla
en la oscuridad de la villa provinciana,
la que alumbró tu joven desnudez, chiquilla:
la única cosa viva de la noche holgazana.
La que no trascendió de la ventana,
la que alumbró el despertar del sexo renacido,
la que me vio besar tu pecho desvalido,
¡hermosa redondez de porcelana!
¡Cuánto amé, cuánto amé tu desnudez enflaquecida,
cuánto amé tu larga historia desgraciada,
cuánto amé tu osadía enamorada
al derrotar mi timidez rendida!
¡Cuánto amé tus pechitos ateridos,
cuánto amé tus caricias escogidas,
cuánto amé tus mordiscos contenidos
y tus sonrisas locas y partidas!
Nunca olvidaré tus dedos en la boca,
tu forma de besar con la lengua y los dientes,
y nunca olvidaré las frases sorprendentes
que me dijiste en esa noche loca
de Los Inocentes.
No olvidaré esta continuación de nuestra historia
aunque otras cosas más sabias y prudentes
se me puedan borrar de la memoria.
Siempre recordaré esta noche tan bonita,
esa sorpresa inesperada, esa faldita.

Te fuiste en un tren pequeñito, como tú
Te fuiste en un tren pequeñito, como tú,
como tu nombre corto, austero,
pero pesado, potente y duro
como el amor enfebrecido y puro
con que te quiero.
Compré tus cigarrillos al salir de la estación,
mi amor, aunque ya no ibas a fumarlos,
y los puse en la mesa del salón
para acordarme de ti al mirarlos;
Y ahí los tendré, con polvo y solitarios,
como tendré la casa: como tú la dejaste,
cada mueble, cada adorno, cada rincón.
Incluso yo, como cuando te marchaste,
dejando a la vida torpemente pasar,
quieto y petrificado estaré en el balcón,
frente al mar.
Y te echaré de menos
en esta temporada macilenta,
compañera sencillísima y sana,
hasta que vuelvan los momentos buenos
a despolvar mi vida polvorienta
cuando tú vuelvas, Ana.
Y dejaré la cama revuelta
conservando tu olor y tu ternura,
hasta tu vuelta.

Poema 300
Este poema que hace el número trescientos
va a ser de los más tristes y bochornosos;
no va a ser como aquellos vivos y cariñosos
que escribía de joven sin un desliz,
ni como aquellos otros de Madrid,
los de los dulcísimos momentos.
Este nace marcado por un matiz:
que me falta la niña que me hacía feliz.
No quisiera escribir el poema trescientos
porque va a despertar antiguos sentimientos;
algunos que ya estaban olvidados
(penas hondísimas de la niñez)
y otros tramposamente recordados,
penas soportables de la madurez.
No quisiera escribir el poema trescientos,
va a desempolvar recuerdos polvorientos.
Ya me está trayendo a Gloria de la mano.
Veo la puerta de su casa de verano,
aquel oscuro y señorial portón,
y el banco donde nos dábamos la mano,
bajo el sauce llorón.
Veo un niño vestido de huertano
y en un árbol grabado un corazón.
Ahora le veo solo sobre la nieve
explicándole a un perro su dicha breve.
No quisiera escribir el poema trescientos.
Ahora me está trayendo a Inmaculada:
la veo en el altar de la misa del colegio,
guapa, desaliñada,
coqueteando con el privilegio
de ser la catequista más deseada.
La veo en la película que hicimos,
inexperta, bienintencionada y sana.
Ahora la veo mucho más cercana:
la reciente noche que nos descubrimos.
Mas después de la noche vino la alborada
y por segunda vez vi partir a Inmaculada.
No quisiera escribir el poema trescientos.
¿Qué es aquella muñeca angelical,
aquella carita enigmática y rolliza?
Una brisa me alegra el corazón:
es Myriam cuando la conocí en Suiza.
En una sala ruidosa y musical
ella, sola y callada, en un rincón.
Después un verano lleno de ilusión,
inseguro, insensato, pero bonito.
Y al final como siempre: una estación.
¡Ya dije que este verso nació maldito!
Hubiera preferido no comenzar,
el poema trescientos me está haciendo llorar.
Una lágrima salada por la mejilla
me ha hecho acordarme de otra chiquilla
con gafitas doradas, intelectual, italiana.
Veo el cuerpo de espiga de Susanna,
sus gestos y sus frases de anarquista,
su sensualidad perfeccionada de artista,
sus pechitos y sus dientes de porcelana.
Nos veo tumbados en la playa con desgana,
orgullosos de ese amor o esa conquista.
Pero veo detrás una ausencia muy larga,
una inmensa pena profundísima y amarga.
No quisiera escribir más, no quisiera...
Ahora veo a quien llamé “mujer obrera”,
aquel extraño afecto de la Universidad,
veo a Yolanda con toda claridad,
nuestro cariño y nuestra indiferencia.
Veo su durísima sinceridad
y su recién descubierta concupiscencia.
Veo la tarde que rompimos nuestro amor
sentados en un banco del lago del Retiro.
Ahora la veo casada con un señor
y lloro por ella cada vez que la miro.
No quisiera escribir el poema trescientos,
me está poniendo triste por momentos.
Debo recordar a una camarada
no porque la quisiera, que no lo sé,
sino porque con su inocencia fue,
en aquella tarde inesperada,
la primera chica que exploré
con mi sexualidad atolondrada.
Como quien quita el corazón a una manzana
Mária ridiculizaba mi timidez
bajo la tenue luz de la ventana:
fue nuestra primera vez.
Luego me dijo cosas muy duras por escrito
en treinta y cinco cartas, dolor en grito,
pero no quiero olvidar lo que tuvo de bonito.
Y quiero recordar también a Lola,
ella sí que fue una amable compañera:
la aprecié por frágil y por sola,
y por hacerse la fuerte a su manera.
La aprecié por ella y por su hijo,
y por las sinceridades que me dijo.
Yo nunca le dije que la quería,
ni en las tardes calientes del verano
cuando después del trabajo la veía,
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