Kitabı oku: «Un tripulante llamado Murphy », sayfa 2
Fue un día triste, retenidos en el barco por una meteorología bretona, encerrados bajo la lluvia y oyendo silbar la jarcia con furia. Aunque el puerto de Portbou está muy protegido del Sureste, que es de donde soplaba el temporal, las olas, como monumentos a la fuerza de la naturaleza, rebotaban en los acantilados y algunas entraban al puerto y barrían los pantalanes, que son de hormigón y fijos al fondo en vez de flotantes. Por ejemplo la noche anterior yo había ido a la ducha con paraguas. Da risa contarlo, pero desde debajo del chorro veía mi ropa y el paraguas. Cuando volvía al barco una ola a la desbandada barrió el pantalán, y como no la vi venir porque era de noche me mojó hasta las rodillas. Aparte del susto, otro inconveniente fue tener que poner a secar los zapatos en la cabina. Por cierto que para secar tanta ropa mojada se nos ocurrió utilizar el “maridillo”, un calientacamas eléctrico que había llevado a ese viaje escarmentado del frío de Bretaña el año anterior, donde casi terminé con agujetas en los músculos horripiladores, los de la piel de gallina. Pensaba utilizarlo para calentar el saco por lo menos los días que estuviéramos en las marinas y dispusiéramos de electricidad. Para secar lo dejábamos encendido y poníamos la ropa mojada alrededor.
Dedicamos una parte del segundo día a recorrer el pueblo bajo los aguaceros. Queríamos subir a lo alto del espigón para ver el mar que había fuera del puerto y el marinero nos mandó al final de la carretera y nos dijo:
—¿Ven aquélla señal? Por allí se sube.
Y al llegar a la señal y verla de cerca resulta que lo que indicaba era “prohibido pasar peatones”. Estábamos aún en España, qué duda cabe. Seguimos viendo ejemplos de lo que es por allí la tramontana: muelles de amortiguación del amarre reventados, barcos con la regala rota, defensas explotadas, etc. Y también ejemplos de que no era yo el único que tenía desgracias con los apoyos del barco, porque en el varadero había un grandullón de madera al que no solo se le había hundido el casco sino que se le había partido la roda por la mitad. También vimos algún ejemplo de los problemas de la tecnología vélica, concretamente los enrolladores de la vela mayor dentro del palo. Parecen un chollo de comodidad y sin duda funcionan bien en las naves de la velería. Pero en la vida real, y sobre todo con mal tiempo, lo normal es que se atasquen y te dejen, en mitad de la tormenta, con la vela que no puede ni entrar ni salir, una auténtica catástrofe si estás cerca de la costa. En Portbou vimos alguno atascado y daba miedo imaginarse con la vela bloqueada en un temporal como el que teníamos encima.
El pueblo tenía poco más que ver. Llegamos hasta la iglesia, situada en un alto junto a la vía del tren, cuyas torres eléctricas afeaban la fachada con tres arcos góticos del monumento. Y vimos la “playa” de piedras en vez de arena, que ese día daba miedo por las olas grandilocuentes que llegaban a la orilla resollando como un viejo fumador. Aparte de eso dedicamos la mañana a hacer la compra, porque con los líos todavía no la habíamos hecho, y en los ratos en que escampó a instalar la línea de vida sobre la cubierta, porque en cuanto mejorase el tiempo nos planteábamos hacer una etapa nocturna para recuperar el tiempo perdido y es un elemento de seguridad imprescindible por la noche. La electricidad del palo no pude conectarla, aunque también la necesitaría por la noche, porque las conexiones no pueden hacerse con tanta humedad y debí dejarla para mejor ocasión. En caso necesario podíamos navegar con las luces tricolor situadas en la cubierta, que seguían operativas, aunque me gustan menos porque consumen más batería ya que son tres bombillas incandescentes en lugar de una sola, y de diodos, en el tope del palo.
Portbou fue una escala deprimente, y lo siento por sus habitantes pero así lo vivimos. Somos nosotros y nuestras circunstancias. Habíamos llegado a Portbou llenos de ganas de navegar y con la necesidad de recuperar el tiempo perdido, y nos encontramos retenidos en el puerto por el temporal. Además un temporal del Sureste después de que todas nuestras prevenciones eran precisamente contra los vientos del sector contrario, la tramontana del Noroeste. Lluvia, frío, viento de fuerza 8 y olas de dos metros que se subían al muelle, y eso en un lugar inhóspito con los aseos en un prefabricado y lo demás que os he contado. A lo mejor no soy imparcial pero ese es mi recuerdo. Espero volver algún día para coser las heridas.
* La vuelta a España del Corto Maltés. De Santander a Santander en un velero de 6 metros, de la Editorial ExLibric.
** Carpe Diem. Vela solidaria en Santander, de la editorial ExLibric.
*** Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros. Exlibric, 2016.
Capítulo 2
Etapas invernales en Francia flirteando con el mistral
El día siguiente nos levantamos a las 5:45 para ver el panorama. Mis vacaciones tienen la condena de los madrugones. Aunque había unas olas de 1,5 a 2 metros, no rompían, por lo que nos decidimos a salir. Teníamos que recuperar los dos días perdidos, uno por el transporte a Llançá y otro por el temporal en Portbou, y ver si por fin dejaba de aparecérsenos en sueños el apóstol Tomás, el de la poca fe. De madrugada hubo un viento relativamente fuerte que nos entraba por la aleta y nos obligó a tomar un rizo en la mayor. Pero al ir a ponerlo comprobamos que, al instalar la botavara, habíamos dejado al revés (hacia abajo en vez de hacia arriba) el gancho donde se sujeta el ollao de la vela para tomar el rizo, y debimos tomarlo con un cabito. Con las velas así (mayor en primer rizo y génova entero) hacíamos 3,5 nudos hacia el Noroeste, en dirección a Leucate, nuestro puerto de destino inicial. Pero al avanzar el día aquel viento decayó y luego solo hubo una brisa asmática de dirección variable que nos obligó a usar el motor además de las velas. Como el barco se movía poco y había salido un sol improbable, aproveché para algunos bricolajes, como limpiar y guiar el cable de la zona reparada en el mamparo del baño, que había quedado tras la reparación lleno de resina y suelto, y sobre todo conectar los cables eléctricos del palo por si navegábamos de noche.
Pero por la tarde salió por fin el Sureste de fuerza 5-6 que estaba pronosticado, lo que nos permitió ir solo a vela a 6-6,5 nudos, entrar en Francia y cambiar el rumbo hacia Cap d’Agde, nuestro destino más optimista cuando salimos de Portbou. Había bastante ola que nos alcanzaba por la popa, y a eso de las 17:15 h un trozo de Mediterráneo de buen tamaño nos entró por el tambucho, cayó sobre la cama de popa, la radio VHF y el plotter, y a Mario, que iba a la barra, le dejó hecho un eccehomo. Por suerte en la cama había puesto un plástico sobre los cojines, lo que hago siempre que llueve porque allí solemos dejar la ropa de aguas y la cama, si no, acaba empapada. La radio y el plotter los sequé enseguida y no se estropearon. A Cap d’Agde llegamos a las 20:38 h. Había sido un galope de 55 millas en 13 horas. Lo malo es que las 3 últimas volvieron a ser bajo una lluvia horizontal formando una cortina, con un viento de fuerza 5 y rachas de 6 que parecía proceder del Polo Sur, y un maretón de olas que barrían la cubierta, por lo que llegamos empapados y ateridos, casi de noche.
Cap d’Agde (43º 16,09’ N; 3º 30,32’ E) es una marina curiosa y enorme. Es la fachada al mar de la ciudad de Agde, por la que también pasa el canal del Ródano al Canal de Midi que tomaríamos a la vuelta. A 600 metros de la entrada de los rompeolas se encuentra la Isla de Brescou (43º 15,79’ N; 3º 30,09’ E) pequeñita, de unos 80 metros y apenas elevada sobre el mar, con un fuerte amurallado en su interior que ocupa toda su superficie llegando los muros hasta el mar. Desde lejos parece un barco entrando a puerto. Dentro del fuerte está el faro, que es de sectores y tiene un sector rojo que marca la zona peligrosa, entre la orilla Noroeste de la isla y la costa, por donde no se debe navegar. La isla tiene un desembarcadero en su orilla Noroeste, pero eso lo sabíamos por las fotos de Google Earth porque en la cartografía de la Guía Imray no salía, y no nos daba mucha confianza. En efecto, los alrededores están sembrados de rocas que velan a menos de un metro, y en cualquier caso aquel día el oleaje lo imposibilitaba e íbamos muy apresurados de tiempo como para quedarnos a esperar que el mar se calmase. Por desgracia aquella preciosa isla deberíamos dejarla para otro viaje.
El canal de entrada a Cap d’Agde pasa entre la Isla de Brescou y un escollo bien balizado llamado La Lauze, pero todos los alrededores están sembrados de escollos, piedras y bajos fondos que hacen la entrada muy ajustada. La Guía Imray advierte:
“Aunque los barcos locales atajan entre la Isla de Brescou y la costa y entre La Lauze y el rompeolas del Este, los barcos visitantes deben ajustarse al canal de aproximación normal”.
Desde luego ese día la advertencia había que respetarla, porque si no atravesaríamos zonas con dos metros de calado, y con las olas que había en el seno de alguna de ellas habríamos tocado fondo. Daba rabia porque tomar el canal normal suponía dar un rodeo para dejar la isla por babor en lugar de tirar recto, pero no nos quedó más remedio. Respecto a la entrada a la marina, está protegida por dos enormes rompeolas que cierran un antepuerto grandísimo, de medio kilómetro, vacío de pantalanes y de barcos, pero en el que precisamente por su extensión el viento puede levantar olas incluso dentro de los espigones. La Guía Imray advierte:
“Con vientos duros del Sur o del Este hay una mar de fondo confusa en la entrada y, con vientos con fuerza de temporal de esa dirección, la entrada puede ser peligrosa con olas rompientes a través de la entrada. Con tramontana fuerte una considerable mar de fondo se levanta en el amplio antepuerto y se necesita mucho cuidado para entrar”.
Nosotros entramos, en efecto, con vientos del Sureste de fuerza 5-6, y aunque no era un temporal tuvimos que afinar mucho con el timón al embocar el canal de entrada, para ir esquivando cada rompiente y tomando bien las olas desbandadas. Porque a ambos lados de nuestra derrota el mar se rompía en los escollos haciendo, más que salpicaduras, una auténtica batería de géiseres.
La marina de Cap d’Agde está construida en un mar interior, con varias islas, todas las cuales se usan como atraques y tienen urbanizaciones de esas en las que cada casita tiene su embarcadero en la puerta. Aunque la laguna existía previamente, al construir la marina se dragó para aumentar su calado hasta 3 metros en el centro y 1,5-2 metros en las orillas. Una milla y media más al Norte siguiendo la costa se encuentra en puerto de Ambonne, donde hay una ciudad naturista, que también aprovecha una laguna interior pero con un calado de solo un metro, y dos kilómetros tierra adentro el volcán extinguido de Monte Agde, en cuya cima hay una fortaleza construida, como el castillo de la Isla de Brescou y otras fortificaciones que iríamos viendo después, por Richelieu.
Pues a esta marina llegamos Mario y yo, como dije, al anochecer, empapados, ateridos y flojos como si nos hubieran vaciado las rodillas, después de meternos en el cuerpo 55 millas en 13 horas bajo la lluvia. Estábamos ansiosos de un recibimiento cómodo, una ducha caliente y un bareto donde cenar para no tener que cocinar a esas horas. Amarramos en el muelle de la capitanía pero estaba ya cerrada. Así que llamamos por la radio al marinero de guardia que se acercó a recibirnos con el paraguas. Nos señaló el pantalán de visitantes muy cerca de la capitanía, a uno de cuyos lados estaba amarrado un velero enorme atravesado, y nos dijo que nos amarrásemos donde quisiéramos porque estaba todo el otro lado del pantalán casi vacío. Enseguida tuvimos claro dónde colocarnos, que fue a sotavento del velero que acabo de mencionar, que con su masa nos hacía de cortavientos y de rompeolas a la vez, ya que el pantalán de visitantes está muy cerca de la entrada de las escolleras. Las olas del exterior nos alcanzaban en el atraque y lo hacían muy incómodo para dormir. Había allí otros 6 u 8 pequeños barcos que habían tenido la misma idea, pues todos estábamos a sotavento de la fiera.
El marinero nos dijo que él no podía hacernos los papeles de entrada ni cobrarnos la noche por adelantado. A mí me gusta hacerlo así porque el día siguiente puedo marcharme cuando quiera, antes incluso de que abran las oficinas, y me parece más práctico. Tened en cuenta que en mayo amanece a eso de las 6, y las oficinas suelen abrirlas a las 8, y que en el barco te acuestas temprano y te despiertas cuando entra la luz, o sea que madrugar no es un esfuerzo sino casi lo natural. La única solución que me daba el marinero era que le dejase los papeles del barco en la oficina a cambio de la llave de las duchas. Como era nuestra primera noche en Francia y nuestro primer contacto con las costumbres de las marinas francesas tuvimos que aceptar, aunque bien a disgusto porque cualquier emergencia que nos surgiera durante la noche nos obligaría a marcharnos dejando los papeles en la oficina. Tanto me disgustó que en la primera ocasión hice una fotocopia de los papeles y en las siguientes marinas que me los pedían les dejaba tranquilamente la fotocopia, sin que nunca se dieran cuenta de la diferencia.
Las duchas estaban en un edificio un poco apartado, así que tuvimos que ir a ducharnos con los paraguas. Las instalaciones en sí estaban bien, pero el agua no salía caliente y, después del día que llevábamos y la hora que era, tuvimos que ducharnos con agua fría. A mí me sentó fatal y junto a la mojadura de todo el día me hizo acatarrarme y estar los días siguientes con dolor de garganta, síntomas gripales y algo de fiebre. Mario también se acatarró. Murphy: 3, Corto Maltés: 1. La parte buena es que tenían lavadora y secadora, y aunque por falta de tiempo para esperar todo el programa no usamos la lavadora, sí la secadora, donde metimos toda la ropa empapada de los últimos días que tendida en el barco era imposible que secase. Entre unas cosas y otras nos dieron las 22 h y ya no había sitios abiertos para cenar. Entre eso y que no paraba de diluviar tuvimos que hacer la cena a bordo, acabando cerca de la medianoche.
Con el cansancio acumulado y la necesidad de recuperar nuestros papeles, el día siguiente no madrugamos. Al abrir los ojos como quien despierta de una pesadilla estábamos envueltos en humedad por todo lo que metimos mojado a bordo el día anterior, y tuvimos que escurrir las paredes y el interior de las ventanas con la bayeta. El pueblo estaba alejado de la marina 4 o 5 kilómetros y nos limitamos a dar un paseo por el puerto para estirar las piernas, y a hacer la compra. Preguntamos por el wifi de la marina y lo tenía pero con unas tarifas de escándalo. Los primeros 30 minutos eran gratuitos pero luego costaba 3 euros la media hora o 4,5 euros la hora. En muchas marinas de Francia e Italia nos íbamos a encontrar lo mismo. Dicen disponer de wifi gratuito para que conste así en los catálogos y las guías, pero a la hora de la verdad es una gratuidad muy relativa. No creo que se deba tomar la decisión de entrar en una u otra marina por el wifi porque es una información falseada. Y es una pena, porque en las navegaciones actuales el wifi se ha hecho casi más importante que las duchas o las tiendas, debido a la necesidad de comunicarte con tu familia o consultar la meteorología. También encontramos muchas marinas que nos decían que el wifi acababa de estropeárseles poniendo cualquier disculpa (por ejemplo las tormentas) pero claro está, no te reducían la tarifa por el servicio que no te prestaban.
Al ir a cargar el agua resultó que los grifos estaban tan cerca del suelo que no cabía un bidón debajo. En el Corto Maltés no llevamos manguera, para ahorrar peso y espacio, y cargamos el bidón de agua con uno más pequeño en los grifos del pantalán o tomamos prestada alguna manguera de las que suele haber frente a otros barcos. En Cap d’Agde no vimos ninguna disponible y el marinero nos consiguió una. Por cierto hablaba castellano, como muchos por esta costa. Dimos la vuelta al gancho de tomar los rizos, pusimos el pabellón de cortesía francés en el obenque de estribor y continuamos nuestra ruta a las 12:30 h para una etapa intermedia, de unas 30 millas.
La navegación de ese día fue de las de darlo todo, alternando lloviznas con auténticos chubascos, y con horas en las que salía el sol como para pedirnos perdón. Inicialmente fuimos paralelos a la lengua de arena que separa el “Étang de Thau” del Mediterráneo, limitada al Sur por el Monte Agde, un antiguo volcán, y al Norte por el Monte Sète o Monte St-Clair, y luego pasamos frente a la ciudad de Sète. Nada de eso lo conoceríamos a la ida aunque era uno de nuestros destinos preferidos en esa navegación. Mario se los perdería por culpa de las demoras acumuladas, pero Ana y yo los conoceríamos a la vuelta, donde llegaríamos por los canales. Las primeras horas fueron con una brisa suave que no nos daba más de 3 nudos y nos ayudamos con el motor. Fuimos contorneando dos zonas de tiro del ejército francés donde está prohibido entrar, como la de las Landas. ¡Cómo les gusta a los franceses disparar al mar! A la altura de Sète vimos unos ejercicios de salvamento en los que participaba un helicóptero y un barco de rescate. Con una brisa suave del Sureste pusimos el espí, y con el refrescamiento poco a poco del viento llegamos a ir a más de 6 nudos. Lo malo de las empopadas con espí es que el viento aparente es muy escaso y no te das cuenta de lo que sopla de verdad hasta que te atraviesas. Y eso nos pasó con una trasluchada del espí, que nos obligó a bajar todo a la desesperada con un ruido de locomotora mientras el viento abofeteaba las velas, y seguir solo con el génova. Fijaos el viento que haría que solo con el génova hacíamos 4,5 nudos. Lo que quedó de la tarde se la pasó rolando, calmando y refrescando, volvimos a poner la mayor y a ratos íbamos con el viento por la aleta y a ratos ciñendo, entre 4 y 6 nudos. Establecimos nuestro puerto de destino en Port Camargue.
Un poco antes de Port Camargue está La Grande Motte, que se distingue desde el mar por sus bloques de apartamentos como Torremolinos pero con forma de pirámides. Es una visión horrible, que recuerda a las pirámides de Egipto pero en el siglo XXI pues están en mitad de una llanura baja, casi al nivel de mar, y desde la lejanía solo se ven los bloques de apartamentos surgiendo del agua. El típico sitio en que no se nos ocurriría quedarnos. Llegamos con buena nota a Port Camargue a las 20 h, después de hacer 34 millas en 8 horas.
La marina de Port Camargue (43º 31,28’ N; 4º 7,33’ E) es uno de los mayores puertos deportivos del mundo, con 4.000 barcos. Está en la esquina Nordeste del Golfo de Aigues-Mortes, el cual tiene varias comunicaciones, a través de canales estrechos, con las lagunas interiores que ocupan el interior de la costa Sur de Francia, como el Mar Menor en Murcia, por las que navegaríamos a la vuelta. De hecho, una milla más al Sur se encuentra la desembocadura de un pequeño canal, el de l’Espiguette, que conduce a otro pequeño puerto con el mismo nombre que es gestionado por la misma marina. Port Camargue también se reconoce de lejos por los bloques de apartamentos. Aunque en su aproximación hay algunos bancos de arena con fondos de dos metros que se hacen peligrosos cuando hay mar de fondo, el principal problema es esquivar la cantidad de barcos que entran y salen del puerto en verano a través de una bocana relativamente estrecha para los 4.000 barcos que la utilizan. Como llegamos en temporada baja, al anochecer y entre semana no salía ninguno. La capitanía y los atraques de visitantes están en la misma entrada de un “étang” extensísimo (70 hectáreas) que produce una gran corriente de agua cuando se llena con la poca marea del Mediterráneo. Los demás atraques están en el interior de la laguna, en torno a varias islitas con casas al borde del mar y, en este caso, en vez de pequeños atraques privados enormes pantalanes perpendiculares a la orilla. La laguna se dragó hace unos 40 años en unas salinas preexistentes en esta zona del delta del Ródano, y se le dio una profundidad de tres metros para construir la marina. La circulación dentro de la laguna es tan compleja, por lo intrincado de las islas y canales, que la Guía Imray advierte de lo fácil que es perderse en ella, tanto por tierra como por el mar.
Nos amarramos en el muelle de capitanía, uno de hormigón como de treinta metros absolutamente vacío de barcos, pero lleno de pescadores de caña que se tuvieron que apartar al vernos hacer la maniobra. Estaba subiendo la marea y había una corriente entrante que empujaba al barco para pasarse de largo y seguramente es la que aprovechaban ellos para pescar. Lo más curioso es que estaban encima de un enorme letrero pintado el suelo que decía “Pesca prohibida”, y desde el primer piso de la capitanía, donde hacíamos los papeles, se veía una imagen divertidísima con la gente pescando encima del cartel que lo prohibía. Se lo comenté a los de las oficinas pero me dijeron que ellos no podían hacer nada. Por lo menos eran discretos y se apartaban al ver entrar a un barco, para no entorpecerle la maniobra. Nos asignaron un atraque muy cerca de la capitanía y por tanto en plena corriente de entrada y salida del agua del “étang” que nos iba a perjudicar a la salida, con la popa justo hacia el Oeste. La marina tenía muchos servicios, entre otros uno de bicis gratuitas para los amarristas, muy práctico para los que no llevan bicis a bordo pero para el que pedían 250 euros de fianza. La tarifas del wifi eran igual de prohibitivas que en Cap d’Agde. Como ya era de noche cenamos a bordo sin visitar nada. La noche fue heladora como si hubiera témpanos en el aire. Hasta tuvimos que sellar con cinta aislante la rejilla de ventilación del tambucho, para que no se colara la fría cuchilla del viento del Oeste. Además tanto Mario como yo estábamos griposos después de los días que llevábamos mojándonos y de la ducha fría de Cap d´Agde la noche anterior, que más que ducha fue una prolongación de la llovida. Por si fuera poco, y por una extraña razón que no nos aclararon, el entorno estaba plagado de ranas y toda la noche nos amenizaron con su croar. Aquello no parecía el Mediterráneo.
Por la mañana nos limitamos a dar un paseo por los muelles, hacer la compra y buscar una farmacia donde comprar lo que necesitábamos para nuestros síntomas. También fuimos a aclarar en capitanía el parte meteorológico de ese día. La francesita de la oficina, una monada amabilísima, delgada como una vietnamita y con la sonrisa de loza, no conocía por el contrario muy bien su oficio. Había colgado en el tablón de anuncios dedicado a los navegantes una fotocopia con pronóstico de fuerza 7-8 del Oeste y, al hablar con ella, vimos que no era consciente de que acababa de colgar un aviso de temporal. Intentamos que nos aclarase la extensión exacta de la zona de riesgo, porque en esa costa los avisos son para zonas parciales definidas por límites geográficos (dan el nombre de un pueblo, de un cabo, etc.) con los cuales aún no estábamos familiarizados. Nos dijo que no nos preocupáramos, que era para mucho más al Este de donde nosotros pensábamos llegar. Nos dio la impresión de estar en las Batuecas y lo dejamos así.
Al abandonar el atraque la corriente de entrada en el “étang”, que no esperábamos en el Mediterráneo, nos dificultó mucho las maniobras pues tuvimos que salir marcha atrás y hacia estribor, justo el lado malo del Tonic 23 (tiene el fueraborda a estribor y en marcha atrás se va sin remedio hacia babor) contra la fuerza del viento y de la corriente. Sin espacio para girar, al dar avante se puso crudamente de manifiesto que la corriente y el viento nos chocarían con los barcos amarrados a nuestro lado. Después de un paralizador momento comprendimos que lo mejor era dejarse apoyar en ellos, pues eran dos Zodiac enormes y con los motores fueraborda bajados, con lo que quedamos apoyados en la terminación de sus inflables, o sea, unas popas bien blanditas que no dejaron ni marca en nuestro costado. Una vez salidos del atolladero recorrimos gran parte del interior del “étang” para conocer ese mundillo de afortunados que viven al lado del mar modoso con el barco bajo su terraza. Ese mar interior es tan grande y tan curioso que había hasta recorridos turísticos guiados en vedettes para recorrer su interior, y motoras de alquiler sin patrón con el mismo objetivo; ¡para las motoras especificaban que no se necesitaba ningún título! Finalmente salimos a las 12 pidiendo gracia y con la intención de ir a un puerto de la desembocadura del Ródano, la última etapa antes de Marsella, donde debía desembarcar Mario.
Empezamos a navegar con una brisa del Oeste de fuerza 4 o 5 que nos permitía navegar con las velas llenas de viento a más de 6 nudos, y a rumbo directo. Como además después de tantos días de lluvia incesante hacía sol, la más hermosa divinidad del marino, nos las prometíamos tan felices. Primero tuvimos que hacer unas cinco millas hacia el Sur para salir del Golfo de Aigues-Mortes, pero a partir de ahí nos esperaba una larga empopada paralela a la costa del delta del Ródano. Es una costa baja y arenosa, parecida a la del delta del Ebro, de unas 50 millas y muy peligrosa por estar mal cartografiada ya que cambia constantemente con los aportes de sedimentos del río y los efectos de los temporales. Se calcula que crece hacia el mar 10 o 15 metros cada año pero no de una manera uniforme, porque en algunas zonas retrocede. Por ejemplo la ciudad de Saintes-Maries de la Mer, donde terminaríamos ese día la etapa, se calcula que en el siglo XVII estuvo 12 o 15 millas tierra adentro, en el siglo XIX estuvo 1.200 metros tierra adentro, y hoy está al borde del mar y teniendo que proteger sus costas con escolleras y rompeolas para no ser engullida por el mar. Por el contrario Port Saint-Louis du Rhône, el puerto por el que a la vuelta entraríamos al río Ródano, está padeciendo el efecto contrario, y el encenagamiento del Golfo de Fos, donde está situado, hace que cada vez esté más alejado del mar. Para proteger a los navegantes de estas incertidumbres, en el delta del Ródano han situado varias boyas cardinales que se ven desde muy lejos y que teníamos que dejar siempre a babor, es decir, pasar por fuera de ellas para no acercarnos a la costa. Están a una milla más o menos de la orilla y cada una de ellas está bautizada con un nombre propio: “Les Baronnets”, “Beauduc”, “Faraman”, etc. La Guía Imray advierte de que los barcos locales a veces pasan por dentro de estas boyas cardinales pero que no se te ocurra seguirlos, porque esas desviaciones no hay que asumir que se deban al profundo conocimiento de la zona sino a veces a la simple imprudencia.
Lo malo fue que empezaron a emitir un aviso de temporal cada 15 minutos, para ese mismo día, con vientos borrascosos del Suroeste de fuerza 7 y hasta 8 por la tarde en nuestra zona. No entendíamos nada porque esa misma mañana, como dije, habíamos consultado el parte en capitanía y la chica nos aseguró que era para mucho más al Este. O el aviso ampliado se emitió después de hacer público el parte meteorológico estándar y la capitanía no lo había publicitado, o la chica realmente estaba en Babia, o simplemente no nos entendimos bien. Nos parecía increíble que con el día que estábamos disfrutando pudiera venir un temporal, con el cielo totalmente despejado y sin los típicos cirros como hilos de algodón anunciadores de la llegada de un frente. Más adelante nos acostumbraríamos a estos temporales “secos” del mistral, tan diferentes a los del Norte donde además del viento atemporalado tienes que lidiar con la lluvia y los nubarrones negros como murciélagos que le dan un aire aún más deprimente a la situación comprometida. En ellos el barco está resbaladizo por la humedad, y la visibilidad muy disminuida, lo que los hace más peligrosos si cabe. Pero el hecho cierto es que nos avecinábamos a la única zona de la costa mediterránea francesa sin puertos de refugio, por las características que acabo de mencionar el delta del Ródano, de manera que en la etapa de ese día, entre Port Camargue de donde veníamos y el Golfo de Fos, 50 millas más adelante, solo había un posible puerto de refugio, Port Gardian, que estábamos a punto de rebasar cuando escuchamos el aviso de temporal. Si nos pasábamos de largo ya sería difícil retroceder a él ciñendo contra ese viento de fuerza 5 del Oeste, o de fuerza 7-8 por la tarde, y hacia el Este nos quedarían 30 millas de aguantar el temporal. Me sorprendió tanto el aviso con ese cielo raso y sin frentes a la vista que llamé por teléfono a Cross Med, que es como nuestro Salvamento Marítimo, y su confirmación nos sentó como un manoplazo. De común acuerdo Mario y yo decidimos cambiar nuestro destino, y hasta pareció que el barco mismo estuviera totalmente de acuerdo con nosotros. Total, que nos fuimos a ese puerto de refugio, Port Gardian, donde llegamos a las 16:30 h sin comer. No lo hicimos seguros al cien por ciento de acertar porque a los dos nos costaba creer que viniera un temporal, pero no me apodo Juan sin Miedo y optamos por la prudencia, resignados a perder ese round. Murphy: 4, Corto Maltés: 1. La consecuencia era que nos quedaba para el día siguiente una etapa agotadora de 46 millas hasta Marsella, y eso si conseguíamos salir de Port Gardian y el temporal no se prolongaba.
Además del contencioso del aviso de temporal, estuvimos toda la mañana entretenidos con las conversaciones por radio acerca de una explosión controlada en una de las áreas que el ejército francés tiene en esta costa para ejercicios de tiro. Las coordenadas eran 43º 19’ N y 4º 36’ E, es decir, aproximadamente a 9 millas al Este de nuestra posición. Si no hubiéramos cambiado nuestro rumbo a Port Gardian habríamos pasado cerquísima de la zona y posiblemente hubiéramos tenido que maniobrar para alejarnos (estaban definiendo un área de exclusión de un kilómetro). A la hora exacta vimos en la lejanía el efecto de la deflagración, en forma de un géiser de cientos de metros de altura que tardaba algunos minutos en volver a posarse en la superficie del mar. Impresionante pensar que hubiéramos estado más cerca.