Kitabı oku: «Los caballeros del sol negro»
© del texto: Álvaro Pérez Capiello
© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas
© corrección del texto: Equipo Mirahadas
© de esta edición:
Editorial Mirahadas, 2021
Fernández de Ribera 32, 2°D
41005 - Sevilla
Tlfns: 912.665.684
Producción del ePub: booqlab
Primera edición: mayo, 2021
ISBN: 978-84-18789-82-3
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Índice
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
En memoria de Henryk y Mina Nath, abuelos de mi gran amigo Ricardo Arias Nath. Sirvan estas líneas como tributo a sus relatos sobre la Segunda Guerra Mundial. Al inmenso amor que los mantuvo juntos durante esos años de feroces tormentas. Cuando todavía, en pleno siglo XXI, proliferan evidentes signos de intolerancia y el mundo transita senderos egoístas que resucitan ideas xenófobas justificando el homicidio en masa o la pérdida de las libertades de un grupo de individuos en favor de otros; los intelectuales apelamos por la memoria como alternativa para que las atrocidades cometidas por el nazismo y otros regímenes totalitarios jamás se repitan. Al valeroso pueblo de Israel, a los sobrevivientes del Holocausto y sus descendientes, nuestro agradecimiento por enseñarnos que la vida es un don precioso.
A.P.C.
I
Llovía, y pequeñas gotas golpeaban los muros de piedra antes de descansar sobre las aceras. Tal vez, un observador minucioso pudiese inventariar la ciudad contemplando las grietas y los restos de vegetación que convivían tranquilamente entre los paredones. Sin embargo, en la mente de Judith solo andaba la idea fija de llegar a su destino, aquel trabajo afortunado en una peluquería del centro. Había desayunado al igual que cada mañana en el pequeño pantry de su departamento localizado en el modesto barrio de Bello Campo. Como el miércoles, y el martes que lo precedía, comió solo dos rebanadas de pan de centeno untadas con una conveniente porción de mermelada de fresas, acaso el único lujo que le permitía cubrir su modesto presupuesto. La familia de Judith se reducía exclusivamente a su hermana mayor, Andrea, quien, tras la muerte de su madre, se había encargado de su cuidado y educación.
En el barrio corrían muchas noticias acerca de Timothy O´Brien, un escocés oriundo de la ciudad de Edimburgo quien sería el padre de ambas mujeres. Al parecer, había llegado al país hacía unos treinta años, para ocupar el cargo de gerente en una sucursal del Bank of Scotland. De carácter áspero y robusto de carnes, su presencia resultaba un poco intimidante para quienes tenían el infortunio de conocerle. Estos rasgos se veían acentuados a medida que transcurrían los primeros minutos en su compañía, pero, como ocurre con aquellas combinaciones de elementos muy poco diferenciados entre sí, bastaba una mínima alteración en alguno de ellos para dar al traste con cualquier apreciación inicial que se tuviera. En su mirada, se advertía el brillo de la nostalgia por la patria lejana, junto a una curvatura bastante inusual de las cejas que otorgaba a su fisonomía un aire de misterio. En ello, quizá residía ese magnetismo particular que lo unía con las representantes del sexo opuesto. No fue difícil para una sencilla chica del campo que se ganaba la vida como ayudante de mantenimiento de las oficinas del Bank of Scotland entablar conversación con uno de sus altos ejecutivos. Al principio, fue solo un golpe de vista lanzado en dirección a su rostro mientras sacudía el polvo de su escritorio y amontonaba algunos papeles dispersos sobre la cubierta de madera de un archivador, a eso le siguió una sonrisa y la invitación para tomar una taza de café en una panadería cercana. En menos de tres meses compartían un departamento y, un año después, ya Andrea venía en camino.
Lo cierto es que la relación entre ambos se fue desgastando tras el nacimiento de la menor de las hijas. Los vecinos dieron cuenta de discusiones feroces causadas por las frecuentes borracheras de O´Brien y de su gusto por apostar en el hipódromo altas sumas de dinero en perjuicio de la economía familiar. Así que, un buen día, nadie volvió a ver a Timothy por aquel lugar y los rumores acerca de una posible separación de la pareja acabaron adquiriendo visos de certeza. Si se fue, o terminó siendo expulsado del domicilio por su mujer, es algo que carece de toda importancia en una ciudad donde los resultados pesan más que las motivaciones y las formalidades para llegar a ellos. Clara resultó una madre abnegada que limpiaba oficinas, lavaba ropa por encargo y cosía delantales para una fábrica de uniformes del vecindario, intentando, por cualquier medio a su alcance, cubrir los gastos del mes… En más de una ocasión se acostó sin cenar y, puede decirse, que no dudó en liquidar hasta el último de sus recuerdos preciados buscando traer el pan a su mesa y llenar los estómagos de sus pequeñas.
El tiempo transcurrió, y las niñas crecieron… Andrea estudió arquitectura y consiguió un puesto de trabajo en una reconocida firma de construcción. Colaboró en proyectos muy diversos, desde diseño de casas hasta gigantescas torres de oficinas que representaban verdaderos hitos en el paisaje urbano. Su estatura no sobrepasaba el metro setenta, aunque la cabellera marrón y los tacones tipo agujas que se contaban entre sus calzados predilectos, la hacían ver un poco más alta y representar una edad que estaba lejos de corresponderle. Judith, por su parte, nunca fue muy aplicada… Lo suyo eran las reuniones con los amigos, el maquillaje y deleitarse ante la contemplación de los aparadores que poblaban los centros comerciales. Eso, en el «argot» juvenil, se conocía como «vitrinear». No le fue difícil acabar, pues, desempeñándose en algo que siempre quiso hacer: pasar las horas más productivas del día en una peluquería. Así, cuando había clientas, metía sus manos en las cabelleras ajenas, bien para derrochar su creatividad peinando melenas y moños de última moda, o simplemente para aplicarles tinte, lavado y secado con todo lo que ello implicaba. Sus ratos libres, los desquitaba pasando la vista por los envases de los esmaltes de uñas o leyendo las revistas de farándula depositadas en la diminuta salita de espera ubicada al frente de los lavacabezas. Fue allí, precisamente, donde se enteró de un lugar paradisíaco ubicado a decenas de kilómetros de la capital. Se trataba de un spa que ofrecía diversos tipos de masajes, terapias florales y tratamientos que aprovechaban las propiedades medicinales de las aguas termales presentes en el lugar. Estaba regentado por una doctora: Helen Anderson, quien había reclutado un equipo de profesionales formados en Europa para brindar salud, descanso y esparcimiento a sus clientes.
Llegar allí no revestía ningún problema, pues una línea férrea conectaba a la ciudad con un pequeño enclave de las montañas, donde un transporte del propio spa prestaba el servicio de recoger a los huéspedes cada semana. El otro tema era el precio, pero, para cubrir este minúsculo detalle, Judith disponía del apoyo económico de un benefactor. Él estaba decidido a no negarle nada a su hermana Andrea, claro, siempre y cuando Judith fuese capaz de manejar la discreción en aras de no estropear la sorpresa.
El viernes de esa semana, se encontró con Andrea en la Feria de Comida de un centro comercial tapizado íntegramente por paneles de vidrio templado, como suelen ser estas catedrales del merchandising. Para nadie era un secreto que su trabajo en la peluquería dependía de la llegada de los clientes y, en esta particular época del año, los negocios habían disminuido las ventas debido a la contracción de la actividad económica general. Es más, el acuerdo que mantenía Judith con sus jefes le permitía ausentarse del lugar por unas horas, siempre y cuando estuviese disponible alguien para reemplazarla con el secador de pelo y las tijeras. Esa tarde, le pediría el favor a su amiga Karla, quien se alegró ante la posibilidad de beneficiarse con alguna propina adicional.
Lo cierto es que, a la una en punto, las hermanas se reunieron con la simple excusa de almorzar fuera de casa. A Judith le apetecía una hamburguesa con queso derretido y lonjas de tocineta servida entre dos panes enriquecidos con semillas de ajonjolí. Como aderezo, un chorro de salsa de tomate y algunos puntos de mostaza de Dijon. Andrea, por su parte, optó por una combinación más saludable… En un autoservicio, eligió una pechuga de pollo a la plancha, acompañada con puré de patatas y vegetales cocinados al vapor a los cuales se les había añadido un toque muy bajo de sal. El menú no estaría completo sin dos vasos de refresco repletos de hielo picado y, como la tradicional guinda del pastel, una porción de Charlotte de frutos rojos para compartir.
—Deberíamos hacer esto más a menudo… —admitió Andrea deslizando un trozo de pollo por el puré de patatas.
—Es cierto y, la próxima semana, procuraré fastidiarte cada día siempre que no esté en la sala de masajes o relajándome en la piscina, ja, ja, ja.
—Deja de fumar cosas extrañas, la locura hay que mantenerla a raya pues, de lo contrario, acabará dominando cada aspecto de tu vida —habló Andrea mostrando un cierto aire de extrañeza.
—¡Ay, hermanita! Esos eventos peculiares son los que hacen a la vida tan atrayente. ¡Qué me dirías si te enteraras hoy que sales de viaje en… digamos cuarenta y ocho horas!
—Diría, simplemente, que tus desvaríos mentales han llegado al extremo de ser peligrosos.
—Ja, ja, ja. —Rio Judith mientras bebía de su refresco y se reclinaba sobre la silla—. Pues, todo está decidido y… tenemos una semana pagada en un reconocido y costosísimo spa que ofrece los beneficios de sus aguas termales para disminuir el estrés, relajar los músculos, retrasar el envejecimiento y oxigenar la sangre.
—¿Cómo piensas que podremos pagarlo? Tal vez, reuniendo cupones de descuento de las cajas de cereal o, mejor, peinando a celebridades que desfilan en la alfombra roja de los Premios de Cine de la Academia.
—Deja la ironía, Andrea, un importante patrocinador quiere que hagamos este viaje y, después de almorzar, iremos por abrigos nuevos.
—Entonces va en serio la cosa.
—Totalmente.
—Pero… mi trabajo, mi novio, mis… —balbuceó Andrea antes de ser interrumpida por Judith.
—Todo arreglado, hermanita, no puedo dar más detalles, pues he prometido guardar silencio, hasta que… —Judith calló por un segundo aspirando el aire exterior— llegue el momento.
Las hermanas terminaron su comida y, acto seguido, descendieron al piso inferior usando las escaleras mecánicas. A esta hora, el centro comercial se hallaba abarrotado de personas que, tras el almuerzo, retornaban a toda prisa a sus trabajos. Ellas entraron a una tienda por departamentos localizada al final de un ancho pasillo, justo entre los sanitarios y una librería. Los exhibidores metálicos, repletos de ganchos de ropa, parecían osamentas en las que se bamboleaban: vestidos, camisas y abrigos de lana. Las chicas querían verlo todo de golpe, descolgando cada prenda para revisar su composición, talla y recomendaciones de lavado. Parecía que nada pasaba inadvertido para estas hermanas, concentradas en elegir la mejor opción, siempre al menor precio. Ellas, iban y venían, llevando fardos de prendas a los probadores y contemplando su imagen reflejada en los espejos. Ser coqueta no era un pecado, más cuando les esperaba una aventura singular en las montañas. Andrea terminó eligiendo una gabardina, un par de pantuflas decoradas con corazones bordados, y una blusa blanca elegante de seda natural, provista de botones dorados y un lazo en cinta de raso negra rematando el cuello. Judith, en cambio, se inclinó por los pantalones vaqueros, las franelas y las medias tobilleras. Como podría refrescar el clima durante las noches debido a la altura, incluyó entre sus preferencias un suéter con el tradicional «cuello de cisne», es decir: bastante ceñido, redondo y alto que, por sus características, se podía doblar para cubrirlo en las prendas de este tipo. Los colores de la temporada eran oscuros, pues todavía no salían al mercado las novedades que traía la primavera. En pocos minutos, Andrea y Judith reconocieron las bondades de usar el nuevo límite que el banco le había aprobado a su tarjeta de crédito. Así que, no dejaron ni un solo centavo congelado, repitiendo, casi al unísono, una frase que más se equiparaba a un eslogan publicitario que a una simple exposición de motivos: ¡a gastar que el mundo se va a acabar!
II
El tren llegó a la pequeña estación, después de sortear algunos túneles excavados entre las montañas. La estampa de los rieles de acero y sus durmientes excitó la imaginación de Judith, quien no deseaba perder ni un segundo para remontar los escalones que separaban al vagón del andén. Usando ambas manos se acomodó las gafas que destacaban su montura de carey mientras, con un giro de la muñeca izquierda, rodó la maleta de tela sobre el alfombrado suelo hasta su asiento, el número treinta y cuatro, a un costado de la ventanilla. Andrea la seguía a corta distancia, repasando con la vista los números de las butacas a fin de cotejarlos con aquel impreso en los boletos. Poca atención le prestó al grupo bastante heterogéneo de personas que permanecían en el interior del vagón a la espera de continuar su viaje. En su mayoría, se trataba de obreros que acudían a sus trabajos en las fábricas vecinas y de comerciantes con sus bultos de ropa y telas destinadas al mercado local. Después de todo, era época de estrenos tras las festividades decembrinas, y cada cual procuraba hacerse con una ganga a comienzos del nuevo año. Andrea y Judith no dudaron entonces en su elección, pues era tiempo de adelgazar los kilos de más ganados durante el asueto.
El vagón estaba dividido en compartimientos, de cuatro butacas cada uno. Andrea y Judith ocupaban asientos contiguos enfocados directamente hacia la locomotora, mientras que una curiosa pareja les daba el frente como en actitud de compartir una amena sobremesa. De hecho, entre las hermanas y sus compañeros de viaje tan solo se disponía un tablón adherido al suelo del vagón mediante un tubo de metal cromado. Judith fue la primera en presentarse, cuestión que no era de causar ninguna sorpresa dado su temperamento guiado más a la acción que a la reflexión. Andrea, por su parte, se dejó caer en la butaca con enorme estruendo como si se tratase de un pesado fardo de leña que se precipitaba sobre la mullida tapicería desde una gran altura. Definitivamente no tenía ganas de hablar más allá de lo necesario. La pareja que les acompañaría durante todo el recorrido sobrepasaría los setenta años y, por su aspecto, podría deducirse que provenían del sur del continente. Exhibían un refinamiento muy demodé en este nuevo siglo con la atención siempre puesta en los detalles.
Sonia se había casado con Héctor tras el final de la Segunda Guerra Mundial. De contextura menuda, su rostro exhibía unos expresivos ojos de un negro intenso. La nariz poseía la particularidad de no sobresalir demasiado del rostro mientras que la boca parecía calcada de un cuadro antiguo, formada por desleídos trazos de un pincel. Vestía para la ocasión un traje enterizo de color rosa y un suéter tejido a mano que evocaba la piel de un ratón. Por debajo de su asiento reposaba una maleta de tela guarnecida por bisagras doradas y un cerrojo con combinación de tres dígitos. Héctor, por su parte, exhibía un sombrero tirolés, de característica forma «trilby», confeccionado en fieltro y adornado con una pluma. Sus facciones eran más bien toscas y la característica sobresaliente de su indumentaria parecía ser el simple descuido empeñado en la propia elección de cada prenda, siendo una mezcla bastante dispar de elementos que dejaba en claro un rasgo de su carácter, la rudeza propia de un hombre del campo.
Era una pareja peculiar, que hablaba mucho sobre su gusto por los paseos al aire libre y las especialidades gastronómicas que incorporaban la carne de cerdo y las aves de corral.
—¿Te acuerdas Sonia de aquel Steckrϋbeneintopf que comimos en Bremen? —habló Héctor empleando un indiscutible acento alemán.
—¡Ja, se me hace agua la boca, sobre todo por el nabicol! —Sin duda, Sonia se refería al ingrediente principal de aquel platillo, una especie de nabo muy usado en la cocina bávara que, junto a las zanahorias y las bolas de pan servían de acompañamiento perfecto a la carne de cerdo ahumada.
—¿Apetecen nuestras amigas una buena cerveza? —preguntó Héctor a las chicas en un intento por romper el hielo y sentar las bases de una conversación—. Una Altbier, o quizás una Weissbier, je, je, je…
—No le hagan mucho caso a mi marido, es un bromista inconfesable, resulta difícil creer que en este tren existan inventarios de cerveza negra de Colonia o de aquella blanca proveniente de la región de Baviera.
—Descuide, apreciamos el gesto de cualquier forma… El cansancio de los días previos a este viaje nos ha hecho olvidarnos por completo de los modales. Somos Judith y Andrea O´Brien —habló Judith extendiéndoles su brazo, al tiempo que Andrea bostezaba y se limitaba a elevar la mano derecha a nivel del cuello en señal de aprobación—. Mi hermana es la que más ha trabajado de las dos.
—Pobre chica, lo indicado para ella sería un tratamiento con la doctora Magda Schmidt en su clínica. Los jóvenes no parecen darle la importancia debida a la salud en estos días, siempre están pendientes de sus artilugios modernos y de la vida agitada de las ciudades a la caza de oportunidades. Después de todo, Mit speck fängt man Mäuse — habló Sonia haciendo uso de cierta teatralidad.
—Disculpe… Yo no… —prosiguió Judith un poco desconcertada.
—¡Ah, querida! Es un viejo dicho alemán, cuya traducción quiere significar que «con tocino se cazan ratones», o lo que es lo mismo, que se puede ganar a cualquiera con un buen negocio teniendo cuidado de las trampas.
En este preciso instante, el tren inició el movimiento. Un chirrido metálico siguió al clásico bamboleo del suelo del vagón a medida que las ruedas se deslizaban sobre los rieles. El vapor se apoderaba de cada resquicio de la madera, mientras el silbato del maquinista anunciaba la partida inexorable de la estación. Sin duda, la experiencia de subirse a un viejo tren de comienzos del siglo xx desafiaba la imaginación de los viajeros y en ello radicaba el éxito de la compañía ferroviaria para mantener viva aquella ruta turística que, de lo contrario, habría sucumbido muchos años atrás. El trayecto significaba un retroceso, una vuelta al pasado a través de gargantas rocosas que rodeaban el cauce de los arroyos y los ríos poco caudalosos del occidente del país. Las nubes matutinas se habían disipado, aunque todavía flotaban en el ambiente rastros de humedad unidos al aroma inconfundible de los lirios que hablaban de la vitalidad de la primavera. Andrea prefirió cerrar sus ojos y entregarse a las bondades de un sueño reparador apoyándose en la esquina que formaba la pared interior del vagón y el respaldar de su propia butaca. Tal vez el sonido de la caldera usada como medio de tracción en este caballo de hierro era una melodía agradable que favorecía el descanso y la meditación.