Kitabı oku: «Memoria de la escritura»
Pineda Botero, Álvaro
Memoria de la escritura / Álvaro Pineda Botero. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2018
406 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)
ISBN: 978-958-720-515-2
1. Novela colombiana. 2. Novela autobiográfica. 3. Autores en literatura. I. Tít. II. Serie
C863 cd 23 ed.
P649
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
Memoria de la escritura
Primera edición: agosto de 2018
© Álvaro Pineda Botero
© Editorial EAFIT
Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-515-2
Editor: Juan Felipe Restrepo David
Diseño: Alina Giraldo Yepes
Diagramación: Editorial Artes y Letras S.A.S.
Ilustración de carátula: Isabel Cristina Castaño
Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Arena la tierra más anónima,hechas de arena las columnas del desparaíso “De la arena”, Bernardo Atxaga
El hombre se borraría,como en los límites del marun rostro de arenaLas palabras y las cosas, Michel Foucault
A la memoria de mis padres.
A mis hermanos por su compañía y comprensión.
A Margarita, mi esposa, lectora incansable y paciente de estas páginas,
por sus comentarios alentadores, por su confianza y sostén.
A mis hijos Martín y Sergio, con amor
Índice
Prefacio
LIBRO PRIMERO. LA HUIDA (1942-1977)
La Segunda Guerra Mundial
Años de penuria
El refugio del arte
El momento de las decisiones
El nadaísmo
La Universidad EAFIT
Los años sesenta
Coltejer: austeridad y progreso
Syracuse University
El tío Adán en Nueva York
Coltejer: años de esplendor
Burguesía paisa
La tormenta
La huida
LIBRO SEGUNDO. MORADA AL NORTE (1978-1985)
Síndrome de la edad madura
¿Qué es una casualidad? Stony Brook
Vida universitaria
La labor del novelista
Madurez intelectual
Macondo ingresa al canon mundial
El yo, último reducto de la incertidumbre
Nostalgia de patria
LIBRO TERCERO. A LA SALIDA DEL GOLFO (1986-2018)
Regreso a Bogotá
Novela colombiana
La Eneida
Teoría de la novela
Novela y poder en Colombia
El patrimonio familiar
La Fundación Pluma
Cárcel por amor
Bolívar, el insondable
El Encuentro de la Palabra
Un testamento literario
Rapsodia en Samaniego
Santuario tántrico
El encuentro de Berlín
Viena, Praga y Budapest
129, Angell Street, Providence
Lavigny: una novela fallida
El regreso
La vida continúa
PREFACIO
1
Es usual que las memorias se escriban en primera persona del singular y que se ciñan a la vida de quien las escribe y a lo sucedido. Este texto se acomoda parcialmente a tal género porque, además de recuerdos personales, contiene crónica histórica, novela de formación y artificio literario. Está escrito en segunda persona creando una tensión entre quien lleva la voz narrativa y quien vivió. La vida se vive en presente, en forma secuencial, cada instante una sola vez, siempre hacia delante y no se puede modificar lo ya vivido. Quien lleva la voz narrativa y es responsable de la escritura, por el contrario, siempre puede corregir y organizar secuencias buscando efectos estéticos o intereses particulares. Puede, además, callar, sobrepujar, seleccionar o complementar. Por eso, más que el relato de una vida, ofrecemos aquí una reflexión sobre los procesos de escritura y sobre la profesión de escritor. En el trasfondo, como elemento imprescindible de la vida de las personas, esbozamos la realidad histórica colombiana de buena parte del siglo XX y algunos años del XXI.
2
Este texto es producto de otros textos. Cada uno ha servido de inspiración al siguiente en un proceso de maduración, diríamos de sublimación, eliminando detalles, fechas, historias intercaladas. Apreciaciones que fueron evidentes resultan equivocadas a la luz de hechos posteriores y requieren corrección. Nunca es posible decirlo todo respecto de una persona; hay que seleccionar. Los seres humanos carecemos de unidad; solo la comportan los de ficción.
3
Este texto se justifica, también, como mecanismo para recordar y comprender. En un poema de juventud, Jorge Luis Borges dijo: “Es triste que el recuerdo incluya todo / Y más aún si es bochornoso el recuerdo” (“Los Llanos”, 1925).
4
Por los años de la Segunda Guerra Mundial, Medellín era una ciudad de provincia de costumbres pacíficas, aferrada a principios morales excluyentes y represivos y bastante incomunicada del resto del país y del mundo. Una burguesía emprendedora, sin embargo, se esmeraba por mantenerla conectada con lo que sucedía en el exterior. Las fuerzas tradicionales se oponían a las del progreso y la evolución era lenta. Siete décadas después, el país había ingresado plenamente a la modernidad y a la globalización, pero por la vía más cruenta, la del nacotráfico y el terrorismo.
5
Para facilitar la lectura hemos dividido el material en tres bloques o “libros”: “La Huida” cubre, aproximadamente, de 1942 a 1977; “Morada al norte”, de 1978 a 1985; “A la salida del Golfo”, de 1986 al presente.
LIBRO PRIMERO LA HUIDA (1942-1977)
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. El receptor Philips de onda corta tenía incorporado un tocadiscos eléctrico “de alta fidelidad”. Jorge escuchaba las noticias de la BBC de Londres y también discos de música clásica. Lo encendía al llegar del club y recuerdas los campanazos de aquel acorde famoso que identifica la emisora, porque en ese momento querías que tu padre te cargara y te brindara una caricia.
Tal es el recuerdo más antiguo que puedes evocar.
Poca atención te ofrecía ya que estaba pendiente del locutor que desgranaba en español el balance diario de la guerra: muertos, heridos y desaparecidos; ejércitos que chocaban, avanzaban o retrocedían; puentes, carreteras y torres de energía averiadas; buques hundidos, aviones derribados, cuarteles y hospitales arrasados; civiles masacrados. No perdía la esperanza: si la guerra terminase, él se creía capaz de rehacer la droguería, de evitar la quiebra, de conservar el patrimonio que había logrado con tanto esfuerzo.
Pero la tempestad inflamó Europa y se extendió por el norte de África, el Oriente, el Pacífico Sur; en cualquier momento encendería el Canal de Panamá y la propia Colombia. La destrucción de tantas ciudades (todavía faltaba lo de Hiroshima y Nagasaki), no era otra cosa que el signo del Apocalipsis. Al terminar la emisión, Jorge se levantaba exclamando en tono de angustia y desconcierto: ¡la guerra! Un tono y un gesto que, además, eran una invocación a un poder superior y un veredicto sobre los días oscuros que faltaban por llegar.
Nada, o casi nada comprendías de aquellas trasmisiones y aquellos gestos, solo percibías la tensión y la angustia de tu padre y, al evocarlas, resuenan en tu memoria palabras como guerra y desaparecidos, que fueron, si no las primeras, unas de las primeras que aprendiste del idioma.
Cuando Jorge se percataba de tu presencia, te alzaba y se iba contigo en brazos en busca de alguno de sus discos. Era un melómano, poseía sinfonías y sonatas –Beethoven era su preferido–, estudiaba con rigor académico la Histoire de la Musique, de J. Combarieu y asistía a los conciertos de cámara que se ofrecían en la ciudad. Tú seguías allí, a su lado, tal vez sentado en sus rodillas, sintiendo su respiración y su calor, y escuchando la música que comenzaba a sonar. Un día dijo: “los compases con los que se abre la Quinta son el llamado del destino”. Pronto fueron familiares para ti, y los escuchabas también como un llamado, al igual que los campanazos de la BBC.
Estas asociaciones se hicieron más complejas. Escuchabas la música imitando la devoción de tu padre, como si estuvieras a punto de oír una palabra superior, una revelación, como si fuera la vía segura hacia lo absoluto. Solo sentías aprehensión y temor. Muchas veces has meditado sobre aquellas impresiones. ¿Por qué te impactaban tanto? ¿Por qué aún hoy las consideras como determinantes en tu vida? La sesión de música era un rito diario en la penumbra, solemne, trascendental, cargado de amenazas y malos presagios.
Habías nacido sesenta y seis días después de Pearl Harbor, el 11 de febrero de 1942 –poco antes de las seis de la tarde–, en el Hospital de San Vicente de Paúl en Medellín. Según el registro que dejó mamá, medías veintiún pulgadas y tres cuartos y pesaste siete libras y seis octavos. El parto lo atendieron el doctor Miguel M. Calle y la hermana Lucrecia de La Merced. Fuiste bautizado en la capilla del hospital por el padre Manuel José Villegas. El evento lo reseñó el periódico local al lado de otras dos noticias: la primera informaba que los cruceros alemanes Gneisenau, Scharnhorst y Prinz Eugen, apoyados por destructores y escuadrones de aviación, zarparon ese 11 de febrero de Brest hacia el canal de la Mancha buscando la salida del mar del Norte. Al tratar de detenerlos, los ingleses perdieron cuarenta y dos aviones en seis horas. Y la segunda, que Borges acababa de publicar Funes el memorioso en Buenos Aires y que la crítica se mostraba desconcertada por no encontrarle significado. Seis meses más tarde, los alemanes ponían en funcionamiento la “solución final” de Treblinka.
Jorge nació en Santo Domingo en 1906. Fue el mayor del matrimonio de Francisco Pineda y Rita López. Vivieron en distintos pueblos porque Francisco trabajaba con las Rentas Departamentales. Cuando la familia se asentó en La Ceja, Jorge ingresó al colegio de los Hermanos Cristianos. Los viejos analfabetas que se reunían en la botica para comentar las noticias, lo llamaban para que les leyera en voz alta artículos de periódicos y revistas. El Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, acababa de ser asesinado y se desencadenaba la gran confrontación de 1914. Aquellas lecturas de horror, sin duda mal asimiladas, anidaron en su subconsciente y determinaron su temperamento nervioso y su fascinación y temor por los acontecimientos políticos y militares que ocurrían en el mundo.
Luego, para que adelantara el bachillerato, Francisco lo envió al Liceo de la Universidad de Antioquia en Medellín, que funcionaba en una casona cerca de la Plaza de Flórez. El choque cultural del joven debió ser traumático. Había crecido en los pueblos donde regía la cultura tradicional, donde nada o casi nada sucedía. Ahora los medellinenses estaban preocupados con el progreso, discutían el primer “Plan de Desarrollo” y las controversias eran violentas: para unos, el progreso era lo peor: producía insomnio, trastornos cerebrales, los autos confundían al peatón con sus bocinas y los suicidios iban en aumento. Para otros, era el valor más elevado; decían que ya era incontenible y que quienes no se acomodaran quedarían marginados.
La ciudad se trasformaba. Ya contaba con una clase empresarial que desde comienzos del siglo era reconocida a nivel nacional. Funcionaban muchas empresas, entre ellas Coltejer, Argos, Tejidos de Bello y el Banco Alemán Antioqueño. Jorge venía ajustándose a este entorno. Ya cursaba el quinto año de bachillerato y, animado por los consejos de su padre, se disponía a escoger carrera. Pero sus aspiraciones quedaron truncas cuando recibió la noticia de su muerte. Nunca supimos la causa. Tengo la sospecha de que fue un hecho de violencia; tal vez un atraco o un accidente. El único recuerdo que nos queda es un dibujo a plumilla de un cuarto de pliego, copiado, sin duda, de una fotografía. Está fechado en 1945, es decir, unos veinte años después de su muerte, y la firma del dibujante es ilegible. Representa a un hombre blanco, de treinta y cinco años, más bien delgado, de frente amplia, la mirada serena, el cabello corto y negro, la nariz larga y fina, los labios también finos y el mentón delgado. Luce un bigote negro, espeso y terminado en puntas. Viste con naturalidad saco elegante de paño, chaleco y corbata. Estos rasgos y posturas los he visto reproducidos en sus descendientes y, sin duda, los ojos verdes o azulosos de algunos provienen por esta línea.
Al perder la única fuente de sustento, Jorge comprendió que, por ser el hijo mayor, debía suspender estudios y hacerse cargo de nuevas responsabilidades. Entonces salió en busca de un puesto de trabajo que le permitiera enviarles fondos a Rita y a sus hermanos menores. Con una nómina tan nutrida de industrias en la ciudad, no necesitó buscar por mucho tiempo. Su presencia era elegante y el trato educado y comedido. Su letra manuscrita era hermosa, tenía facilidad para la ortografía, la redacción y las matemáticas. Encontró una posición de aprendiz en el departamento de contabilidad de la empresa de energía. Se trataba, sin duda, de la mejor opción, ya que era el sector de mayor crecimiento: a finales del siglo anterior, inversionistas particulares habían puesto a funcionar un acueducto en la quebrada Piedras Blancas, una rueda Pelton en la Santa Elena capaz de generar energía para el alumbrado público, y un número de líneas telefónicas. Ahora la municipalidad se hacía cargo de estos negocios organizándolos bajo una sola razón social que denominaron “Empresas Públicas Municipales”. Allí trabajó por más de diez años y vivió de cerca la construcción de la primera etapa de la Central de Guadalupe. Se generó tanta energía que las autoridades construyeron un sistema de tranvías eléctricos para comunicar los distintos barrios, con lo cual la ciudad se puso a la altura de las más desarrolladas del planeta.
La suspensión temprana de sus estudios formales no le impidió continuarlos como autodidacta y desde joven se propuso conformar su propia biblioteca. Alcanzó un buen conocimiento del francés y del inglés y se aficionó a la música y a la historia. Se interesaba por lo que llamaba “la actualidad” y era un obsesivo lector de periódicos y revistas.
Al avanzar su juventud, sus gustos se refinaron. La ciudad se daba ínfulas de cosmopolitismo. Llegaban artistas internacionales y compañías de ópera y zarzuela españolas, italianas y francesas. Estaban los teatros Bolívar y Junín. El Circo España era una construcción cubierta para siete mil espectadores donde se llevaban a cabo fiestas bailables, representaciones teatrales, opera, cine y hasta corridas de toros. Existían salones de té, entre ellos el Astor –especializado en pastelería suiza– y los muchachos y muchachas salían a pasear en auto por los pueblos vecinos. Había exposiciones de pintura y era abundante la producción de Horacio Longas, Ignacio Gómez Jaramillo, Eladio Vélez, Pedro Nel Gómez y otros artistas contagiados por el impresionismo y demás corrientes de moda. Florecían las librerías y las tertulias. La gente aprendía de memoria y recitaba poemas de Rubén Darío, Guillermo Valencia y José Asunción Silva y, unos años después, los de Barba Jacob y Alberto Ángel Montoya. La novela La Vorágine, de José Eustasio Rivera, causó agitadas polémicas ideológicas. Las de José María Vargas Vila estaban condenadas por la Iglesia y prohibidas por las autoridades, pero circulaban profusamente, en especial entre obreros y otras gentes del pueblo y eran la delicia de sus furtivos lectores.
Jorge profesaba ideas liberales. ¿De dónde le venía el liberalismo? Como sus parientes del Santuario y Santo Domingo eran en su mayoría conservadores, no lo llevaba en la sangre; lo llevaba en el cerebro, por convicción: desconfiaba de los curas; pensaba que los individuos pueden forjar sus propios destinos, que la ciencia y el progreso mejoran el mundo; creía en el esfuerzo individual, en la iniciativa privada y estaba convencido de que la industria y el comercio eran herramientas poderosas para superar la pobreza ancestral del país. Luchó por esos ideales, pero fracasó. Las circunstancias no le fueron propicias, como veremos en estas páginas.
Jorge se retiró de las Empresas Públicas Municipales para fundar, a mediados de la década de 1930, la Droguería Americana, que fue exitosa desde sus comienzos. Era un negocio competido. Estaban los Laboratorios LUA, Droguerías Aliadas, Droguería Andina y otras. Importaban productos de farmacia y una larga lista de bienes de consumo, como licores, vinos, cerveza, rancho, perfumes, cremas y tapices. Más que una miscelánea como las de sus competidores, Jorge orientó su negocio a la importación, procesamiento y re-empaque de productos químicos y farmacéuticos. Su cultura general y sus conocimientos de francés e inglés le permitían mantener correspondencia con fabricantes y distribuidores. Poseía bodegas y promovía marcas propias a través de farmacias y boticas de la ciudad y el departamento. Tres de sus productos principales eran Efedrol (para la tos), Dinamol (reconstituyente) y M3 (pastillas para la fiebre). Dirigía una buena nómina de agentes viajeros y las ventas se hacían a crédito. Además, vendía al menudeo en la Botica la Playa, de su propiedad. Sus empleados de confianza eran dos de sus hermanos menores, Libardo en la contabilidad y Francisco en la bodega, y Manuel Mejía, quien ejercía como farmaceuta. El grueso de las importaciones provenía de Europa. (En 1936, Colombia importaba el ochenta por ciento de países europeos y menos del veinte por ciento de Estados Unidos. Después de la guerra, la relación quedó invertida.)
Los antibióticos habían sido descubiertos pocos años antes y apenas empezaba su comercialización. A la penicilina la calificaban de “milagrosa” en el control de enfermedades epidémicas como la sífilis y la tuberculosis. Cundía un aire de optimismo y médicos y pacientes esperaban desarrollos farmacéuticos maravillosos.
Jorge conoció a Regina, tu madre, a finales de los años treinta. Frecuentaban grupos sociales similares, asistían a las “funciones” en los teatros Bolívar y Junín y a los eventos del Circo España. Salían en auto por los pueblos acompañados por otras parejas de jóvenes. Los padres de Regina eran José A. Botero y Clementina Uribe. Venían de Sonsón. Regina era la cuarta de seis hermanos. Todos habían nacido en ese pueblo y se trasladaron a Medellín en la segunda década del siglo.
Fue un éxodo general. A la ciudad estaban llegando gentes de todos los pueblos. Eran familias que se habían enriquecido con la minería, la arriería y el café. Los apellidos son conocidos: Echavarría, Sierra, Jaramillo, Ángel, Botero, Olano, Villegas, Vallejo, Peláez, Bernal, Arango, Moreno, Rendón, Carrasquilla, López y Aristizábal. Las cifras muestran un crecimiento acelerado. En 1900 Medellín tenía 32.000 habitantes. En 1922 llegaban a 75.000; a 120.000 en 1928 y a 150.000 en 1935.
Recuerdas a tu abuelo materno. Vivían en una casona de la calle Ayacucho, a poca distancia del parque de Berrío e ibas a saludarlo llevado por mamá. Estaba anciano. Era alto y grueso. El rostro blanco, redondo, la cabeza totalmente calva. Se movía con dificultad, apoyado en un bastón, por causa de un derrame cerebral. Pero aun así, salía solo a departir con amigos en los cafés y cantinas del barrio. Nació en 1882 y murió en 1946. Había sido el onceno de una familia de catorce hijos. Sus hermanos mayores se fueron para la colonización buscando tierras de labranza y guacas indígenas en las últimas décadas del siglo XIX, por los territorios de los actuales departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda. De niño arriaba mulas, encerraba terneros, cortaba leña y solo tuvo uno o dos años de escuela primaria. Un día, con motivo de la guerra de los Mil Días, llegaron funcionarios de reclutamiento del bando conservador. Como sus hermanos y primos habían partido para la colonización, él también quería irse del pueblo. No había cumplido los diez y seis años y mintió respecto de su edad para ser aceptado como recluta. Pasó a Panamá donde peleó contra las tropas liberales. Estuvo preso en la iglesia de Aguas Claras, en la provincia de Coclé, de donde fue liberado cuando terminó la contienda. La anécdota la conociste por boca de mamá y dio pie para uno de tus primeros cuentos, “La guerra civil”. José A. regresó con el título de capitán; traía un sable de asalto que sus hijos veneraron como reliquia. Como soldado recorrió buena parte del país a pie. Al terminar la guerra se casó con Clementina –en 1905– y siguió recorriendo los caminos ahora como arriero, trayendo a Medellín mercancías de Bogotá y Boyacá. Llegó a ser rico. Tenía fincas en Sonsón y en el suroeste antioqueño, propiedades urbanas y un establecimiento de comercio en Medellín con el pomposo nombre de Almacén José A. Botero, que se especializaba en artículos de lana.
De la calle Ayacucho se mudaron para Monte Blanco, un palacete a la entrada de Envigado, construido en la década de los treinta, con cuatro enormes e imponentes columnas neoclásicas en el pórtico que remedan las de la Casa Blanca, rodeado de rosales, con naranjal y potrero (hoy convertido en colegio y residencia de una comunidad religiosa). Lindaba con la finca “El jardín del Alemán” (conocida después como “Otraparte”) del escritor Fernando González. Hizo amistad con su vecino y departían cuando esperaban el bus de escalera que los llevaba a la ciudad. Reía de las ocurrencias de González y decía que andaba “deschavetado”. Nunca aprendió a conducir un automóvil, pero le regaló a tu tía Julia un flamante Ford Coupe negro modelo 1938, con radio y cojines forrados en cuero, que permaneció en la familia por más de una década. Cuando tenías pocos años te sacaban a pasear en él y guardas nítidas las sensaciones del aire entrando por la ventanilla, la tersura del cuero, su color oscuro y el sonido de la radio.
La abuela Clementina era la cuarta de una familia de diez hijos. Nació en Sonsón hacia 1887 y murió en 1949. Sus padres fueron José María Uribe Botero y María Pastora Botero Botero. José María, quien en la familia se conoció como don Marita, o Papá Marita, dejó fama de rico y en Sonsón lo recuerdan porque donó los altares de mármol de Carrara para la catedral. Se inició como arriero y llegó a tener centenares de mulas y bueyes cargueros, organizados por recuas con sus capataces, recorriendo las trochas del país. Daniel, el único hijo varón, estudió abogacía en Bogotá, donde se destacó como profesional, tan refinado que lo llamaban El Conde y tan afortunado que heredó el grueso de la fortuna de don Marita.
A la abuela Clementina la recuerdas de rostro adusto, tez trigueña y movimientos lentos. Lucía el cabello entrecano y largo hasta la cintura y las hijas ayudaban a peinarlo. Su cuarto parecía una capilla, porque los objetos más visibles eran un crucifijo de un metro con cincuenta, de una desnudez deslumbrante, exaltada por grandes y sangrantes heridas; una vistosa camándula de cuentas de cristal pulido como diamantes que colgaba de uno de los brazos del crucifijo, y que había sido encargada a Roma; una “bendición” con la fotografía del pontífice Pío XI dirigida a “José A. Botero, señora y familia”, también traída de Roma, y uno o dos cirios encendidos. Tenía un reclinatorio tapizado en tela roja, y un número de taburetes, porque la abuela convocaba allí a la familia y a la servidumbre para rezar el rosario. Presidía desde el reclinatorio o sentada en la cama, que estaba en el rincón más oscuro. Algunas veces debiste asistir al rezo y lo recuerdas como un castigo. La voz de la anciana, entrecortada y cavernosa, repetía las palabras, siempre las mismas, de todo lo cual te quedó una extraña sensación: había que invocar a Dios, un ser lejano, omnipotente y cruel, que nos castiga por un pecado que no hemos cometido.
La Exposición Mundial –The New York World’s Fair (1939-1940)– fue uno de los acontecimientos más importantes ocurridos en los años previos a tu nacimiento. Su eslogan fue: Dawn of a New Day (“El amanecer de un nuevo día”). Fue la primera en centrar el interés en el futuro: ideas, materiales, procesos, máquinas, fuerzas que estaban en desarrollo y que apuntaban hacia la construcción de un mundo mejor. Nunca antes los seres humanos habían depositado mayor confianza en la ciencia y la tecnología. El ícono central eran dos edificios: el Trylon y la Perisphere; el primero, una torre piramidal de 210 metros de alto y el segundo, una esfera a la cual se ingresaba por una escalera eléctrica denominada Helicline. El interior de la Perisphere contenía a escala la ciudad del futuro. (Hoy podemos recordar lo esencial de aquel símbolo en el logo de la empresa de Cementos Argos en Colombia.)
Se trataba, pues, de un evento que ningún burgués acomodado podía dejar pasar, y muchos antioqueños hicieron el esfuerzo de viajar. José A. organizó su viaje y partió con Clementina y Regina en el mes de abril de 1939. Fueron en buque a Nueva York desde Barranquilla con escala en La Habana. Trajeron innumerables anécdotas, regalos, ropas, enseres. Recuerdas particularmente un grabado a plumilla del castillo El Morro que por décadas estuvo colgado en las paredes de tu casa.
Entretanto, Jorge pasaba por su mejor época: la droguería parecía pujante y las perspectivas eran buenas. Pertenecía al círculo social más exclusivo: el que se reunía en los clubes Unión y Campestre (donde practicaba el golf). Estaba suscrito a L’Illustration que recibía de París y a National Geographic y Life que le llegaban de Estados Unidos. Su automóvil causaba sensación: un Lincoln Continental. También era propietario de un lote campestre por San Antonio, cerca de Rionegro, donde se proponía sembrar manzanos, montar una lechería de ganado Holstein y construir a su gusto una casa de recreo. Ya había escogido el nombre: “Georgia”. Uno de sus mejores amigos era el pintor Eladio Vélez. (Por esa época dirigía el Instituto de Bellas Artes. Esta amistad duró hasta la muerte del artista, en 1967) Varias acuarelas, de las más bellas, estuvieron colgadas en tu casa, siempre en un lugar de privilegio. Un cuadro de gran formato –en óleo sobre tela–, pintado en París en 1930, que representa una barcaza amarrada a uno de los muelles del Sena, fue considerado por tu padre como su joya más preciada y por décadas lo viste exhibido en la sala principal.
Para completar la lista de realizaciones solo le faltaba visitar la Feria Mundial, y las circunstancias se lo estaban exigiendo. Con la confrontación de las potencias en Europa, los proveedores tradicionales suspendían despachos y escaseaban los productos. Como Estados Unidos se resistía a entrar a la contienda, quedaba la opción de cambiar de proveedores. Pensó que con unos cuantos contactos en Nueva York la Droguería seguiría operando eficientemente.
Jorge prefirió viajar por mar. (Existía un servicio aéreo eficaz para el correo pero precario y peligroso para pasajeros, y la gente mantenía vivo el recuerdo del accidente que le costó la vida a Gardel en 1935 en el aeropuerto de Medellín) Pero la situación era cada vez más tensa. Se hablaba de espías en los puertos, estaciones clandestinas de radio, submarinos en el Caribe que se abastecían de agua en la Guajira y se temía que Alemania atacara el Canal de Panamá.
Es fácil seguir el itinerario por la información que contienen las cartas que Jorge le envió a Regina (y que se conservan en el archivo familiar). Fueron escritas entre abril y junio de 1940 en la papelería que ofrecían buques y hoteles. Jorge fue en tren a Berrío y de allí por el río a Barranquilla, donde se hospedó en el Hotel el Prado. Luego se embarcó en el Quirigua, un buque de la Great White Fleet (subsidiaria de la United Fruit Co.) con destino a Nueva York, con escalas en Cartagena, Colón y Kingston. El temor era que en cualquier momento fuera atacado por los alemanes, ya que tales empresas eran símbolos del poderío yanqui. En Kingston, el ambiente de guerra estaba al rojo vivo. Los viajeros quisieron visitar la ciudad y el capitán les retuvo las cámaras fotográficas a bordo, pues estaba prohibido tomar fotografías. Allí Jorge entregó al correo una carta para Regina, que esta recibió y se conserva con el sello: Opened by Censor.
En Nueva York se registró en el hotel Chesterfield –130 West, 49 Street, en Times Square– un hotel de 600 habitaciones, “tan lujoso que todas tenían baño privado”. Una de sus primeras gestiones fue entrevistarse con Jaime Vélez Pérez, un amigo de Medellín para quien traía una encomienda de su familia. Había sido cónsul del gobierno de López Pumarejo y ahora regentaba una oficina de negocios en sociedad con López. Se daba la gran vida en el Metropolitan Club y el Waldorf Astoria adonde invitó a Jorge. Estas atenciones no habrían tenido mayor resonancia a no ser porque pocos meses después, Jaime se lanzó de su oficina en el piso 38 en Wall Street y fue a estrellarse en la extensión del piso quinto. El New York Times y El Tiempo publicaron la noticia el 19 de enero de 1941 y las causas siempre fueron motivo de especulación. Jaime Vélez y la ciudad de Nueva York quedaron unidos en forma imperecedera en la mente de Jorge.