Kitabı oku: «El Risco», sayfa 2
CAPÍTULO 3
El sueño de un pobre zorullo
Con doce años, este zorullo pensaba que si se ponía a escribir lo que soñaba, podría, algún día, ser escritor. Pero mi realidad diaria me distraía de esos pensamientos, y cuando me acordaba que quería serlo en serio, yo mismo me desanimaba. ¡Escritor!, ¿viviendo en un barrio pobre de una isla que está a casi dos mil kilómetros de la capital del país? ¿Qué puedo contar yo que le interese a alguien? Sin estudios, con una familia rota y lo peor de todo, creciendo y contagiándome, –para el caso es lo mismo–, de la queja permanente de que a uno por ser pobre, nunca le va a pasar nada bueno... La verdad es que odio el conformismo en el que todo el Risco esta envuelto. El dicho “...a perro flaco todo son pulgas” me molesta horrores, debe ser por eso que cuando se hacía de noche, la ilusión por escribir volvía a mis pensamientos, justo en los minutos previos a dormirme y entonces sí, cerraba los ojos y se empezaban a llenar de historias todos mis papeles.
Papeles que cada mañana recordaba. Renglón a renglón, capítulo a capítulo. Eran sueños buenos y malos. Situaciones divertidas, pesadillas, o locuras que no venían a cuento de nada. Eran historias en sí mismas, que seguían un hilo... o no.
Lo que empezaba a soñar una noche, lo continuaba la siguiente en el mismo punto donde lo dejé cuando desperté. Eso me pasaba a menudo, es más, a veces me levantaba a orinar o a beber agua en el medio de un sueño, y mientras iba al baño, éste paraba, como en un intermedio. Y cuando volvía a la cama y me acurrucara en la misma posición de antes, continuaba soñando a partir de dónde lo había dejado. Sé que suena raro y que si les contara de lo que me acabo de acordar, les parecerá que estoy loco de remate, pero muchas veces, estando dormido me escuchaba a mí mismo decir:
–¡Venga chico!, vete a hacer pis, ¡venga mi niño! que aguantándote te mueves mucho en la cama y no se puede soñar tranquilo...
Pero no se crean que todas las noches escribía una novela... sólo era de vez en cuando. La mayoría de las veces, mis sueños empezaban y terminaban sin que entendiera absolutamente nada. Y eso era muy difícil de escribir. Pero eran historias que por la mañana, de verdad te digo, las recordaba de arriba abajo. A esos sueños yo los llamaba cuentos abstractos.
A los doce años, decía, ya había ido algo al colegio. Creo que fui un poco más de tres años en total, y aunque estaba claro que no había aprendido mucho, por lo menos sabía leer y escribir. Saber hacerlo me dio el ánimo para que me decidiera a empezar.
Y un día de Junio, viendo como las olas rompían con fuerza en las rocas de la Punta de Antequera, cerca de Igueste de San Andrés, empecé a escribir despierto mis primeros renglones, aunque ellos ¡pobres!, tuvieran que hacer todo lo posible por no ahogarse en mi mar personal de faltas de ortografía.
CAPÍTULO 4
Mi familia
Pero fue en otro mar, en el de los olvidos y los odios, en el que sí se ahogaron los sueños de mi familia.
De eso les quiero hablar también, de mi familia, que como la de Gara, era rara, o cojeaba de una pata. La mía era una familia a la que le faltaba algo, alguien, y por casualidad, ¿por casualidad?, el padre. Padre al que yo tampoco conocí.
A mi madre la llamaban “La distraída”. En el Risco decían que una noche el marido se le fue de la cama para irse atrás de unas faldas del Muelle y que ella –mi madre– prefirió no darse cuenta. En el Risco eran especialistas en decir chorradas, cuando aburridos de sus propias vidas, dedicaban las tardes a criticar las ajenas. Cuando mi padre se fue, nosotros no vivíamos en Valleseco, sino en una pensión de la zona del puerto de Santa Cruz. Y no se fue atrás de ninguna falda... ojalá hubiera sido eso lo que me lo quitó... A veces me dan ganas de cogerlos del brazo así, sin que se lo esperen, y decirles cuatro cosas. ¿Pero para qué dar explicaciones a gentes dolidas con la vida propia?
Mi madre, Elvira, nació y se crió en el Sur de Tenerife. No sé muy bien dónde, porque nunca fui. Creo que por el Porís de Abona. Pero sí sé que su piel estaba curtida y seca por el sol y por el viento cálido del sur. Y que esa resistencia natural a las inclemencias la hizo más fuerte..., y es probable que eso le sirviera para no hacer caso de las habladurías malignas de los vecinos del barrio. Por lo que sé, la infancia y la adolescencia de mi madre fueron amargas y bien negras. Fueron los maltratos de palabra (que dicen, son los que más perduran) de su padre y de sus hermanos mayores, los que le hicieron a mi madre las peores heridas.
Mamá creció en la endulzada existencia de las fincas de plátanos. Poderío que alimentó y malcrió a los Hernández Montes, desde hacía mas de un siglo.
Nacer en una familia con fincas no era para desmerecer y no debería ser tan malo... Pero en su caso sí lo fue, porque además de haber tenido la desfachatez de haber nacido mujer, tuvo que pasar sus días entre peleas y ambiciones ajenas, convirtiendo su vida en un verdadero suplicio.
Aquella aparente vida cómoda de Elvirita –como la llamaban de chica–, en donde nunca la dejaron opinar, estudiar o aunque sea evadirse con su imaginación, “para que luego no nos salga el tiro por la culata”, como decía su padre con doble sentido y a modo de chiste, digo, aquella vida de apariencia poderosa y fácil, se diluyó entre demasiadas telarañas familiares y mucho mal olor.
Sus hermanos mayores, tres; su padre ya viejo, que vendría a ser mi abuelo, y un tío de mi madre muy buscapleitos, le quitaron porque sí, todo lo que le correspondía de las plataneras. Que aparentemente era mucho. Y después de eso, la empujaron con auténtico realismo a la calle, asegurándose de que se lleve consigo su barriga de cuatro meses (yo), su niño de tres años, mi hermano Enrique, y su marido inútil, mi padre, Salvador. Ese día parece que mi abuela abrió la boca después de muchos años de muda, para defender a su hija. Pero mi tío Ramón, el peor de todos, no la dejó avanzar mucho en su intento de hacer justicia y le gritó con toda su brutalidad:
–¡Cállate tú mamá!, y quítate de en medio muchacha ¿mira? que todavía me olvido que eres mi madre y te levanto la mano... ¿eh? Que se vaya de una vez la guanaja esta, que se vaya con su prole...
¡Ños muchacha!, ¡tanto rollo con la boba esta!
–Pero oye muchacho, ¿qué estás tu diciendo?, ¿eh?, ¿qué manera es esa de hablar de tu hermana? –me contó mamá que dijo entonces mi abuela.
–¿Qué manera dices tú?, pues la única que hay, ¿tú qué te crees?
¡La verdad!, ¡mira tú!, si en tres años lo único que consiguió fue un idiota de marido y dos criaturas... pues medio boba es..., ¿ella no sabe que los plátanos no alcanzan para tanta gente? ¡Pues entonces!, que se busque la vida por ahí, que se las arregle, ¡que más se perdió en la guerra...!
Mi madre me dijo ya de grande que ella y mi abuela –que siempre estuvo desplazada, en silencio y llorando por los rincones de su casa señorial–, eran las únicas mujeres que molestaban en una familia de machos bien machos. Mi abuela Mercedes hacía años que había dejado de opinar. Yo no supe, hasta lo de Enrique, qué había sido de ella, nunca la vi, no sé cómo era, qué cara tenía. Mi madre me contó todo esto un día que la acompañé a llevarle la ropa cosida a la señora Lita, la de los jueves, porque mi madre también trabajaba por horas. Me dijo que ella fue la causante de la ira de las fieras de sus hermanos, cuando cometió el error y la ofensa de casarse con un capitalino “muerto de hambre” –según mis tíos–, mi padre Salvador.
¡Otro más para repartir los plátanos! Dice que le dijeron nada más saber del noviazgo.
Mi madre no hablaba mucho de los trapos sucios de la familia. Pero se ve que a veces no aguantaba las ganas de explicarnos un poco porqué vivíamos así y de dónde salimos todos. Yo la escuchaba como si me contara una película o una historia que leyó en un libro. A veces ella misma se olvidaba que aquel enredo era su pasado, y hasta se reía divertida de las maldades que le hacían los hombres de la finca. A mi madre siempre le quedó la pena y las lágrimas de no volver a ver a su madre. La pena y la culpa, porque sentía que la había dejado sola en aquella jungla. Pero también sabía que mi abuela así y todo lo débil que podía parecer, había sido la única que había levantado el imperio platanero, y que si bien ya no tenía tanto poder como para manejarlo, era una mujer sumamente inteligente para sobrellevar cualquier vendaval de tiempo sur.
CAPÍTULO 5
Gara tenía trece años
Gara tenía trece años cuando le pasó lo peor del mundo. Yo me enteré casi al mismo tiempo, pero aquello que le pasó, lo tuvo que enfrentar sola.
Ocurrió un sábado de verano, por la tarde, más o menos a las cuatro, cuando Gara regresó a su casa en Valleseco. Llegaba muy cansada y resoplando por el calor. Después me contó que había venido caminando desde el mercado de Nuestra Señora de África, una buena tirada, a donde ella iba a coger la fruta y la verdura mas entera, de las cajas que tiraban a la basura. Pero cuando traspasó el umbral de la cueva, con los dedos colorados y estrangulados por el peso de las bolsas, mi Gara se encontró con que su madre estaba tirada en el piso.
Al verla allí no podía entender lo que estaba pasando ¡Pobre!, me dijo que sus hermanos más pequeños estaban sentados en el piso acariciándole el pelo a la madre, y que la miraban a ella suplicándole que la despierte. La niña más chiquita, se acurrucaba como podía al lado del cuerpo de su madre, con los ojitos muy abiertos y chupándose el dedo gordo; eso lo hacía siempre que se iba a poner a llorar como una descosida.
Gara me dijo que sintió que su propio cuerpo se quedó hueco, vacío. Que de repente se le hizo humo lo que tenía adentro. Y que se le aflojaron todos los huesos, del frío que le entró. Del frío, y del miedo, pienso yo.
Lo primero que se le ocurrió hacer fue dejar las bolsas del mercado en el fondo de la cueva, quitar a sus hermanitos de al lado de su madre y mentirles: Les dijo que no se preocupen, que mamá estaba bien. Sólo así consiguió despegarlos del cuerpo ya frío y tieso.
Después, la zarandeó un poco para ver si sólo se trataba de un desmayo, y al comprobar que estaba muerta y era en serio, le puso una almohada debajo de la cabeza y la tapó con la manta de cuadros –porque adentro de la cueva ya empezaba a sentirse la humedad–, con la que Seña Juana arropaba cada noche a los más chiquitos. Y porque le pareció que así se notaba menos que su madre estaba muerta.
Gara me dijo que estaba aterrorizada, que no podía dejar de llorar, y que le dieron ganas de salir corriendo. Pero como no quería asustar más a los niños, trató de pensar qué tenía qué hacer. Pensar qué se hace cuando a una se le muere la madre, sin que esa madre le explique antes qué tiene que hacer, si eso le llegara a pasar. Eso sí que es difícil para una niña de trece años ¿no?
Así que resolvió calzarse en la cadera a su hermanita más pequeña, Candelaria, de dos años, que se le pegó como una lapa al cuello, decidiendo ella solita, que ya era hora de llorar... y cogió a los otros dos, Joaquín, el de siete y Ayoze el de cuatro, uno de cada mano. Los dos muchachotes que obedecieron sin rechistar con el susto en sus caritas –según me contó–, y que no se atrevieron a soltar una lágrima, porque mamaíta les había dicho un día que trataran de no hacerlo nunca...
Seña Juana quería que se hicieran hombres fuertes. Y por ahí, con un poco de suerte, y acostumbrados a no llorar por nada, en el futuro iban a conseguir un buen trabajo.
Fue Don Felipe, el dueño de las cabras viejas, el que al principio ayudó a Gara y a sus tres hermanos. El hombre se puso como un loco cuando Gara fue hasta su casa para decirle que su madre estaba muerta.
–¡Pero muchacha!, ¿qué estas tú diciendo? ¡Con esas cosas no se juega!, ¿tú sabes mi niña?, mira que Dios te va a castigar.
–¡Qué sí Don Felipe, que se murió!, que está tirada en el suelo de mi casa...
–...pero mi niña, ¡eso no puede ser!, ¿pero cómo va a ser eso?,
¿tú estás loca muchacha?, ¿pero tú estás loca? ¡Quita...quítateme de delante! que yo mismo voy a ver...
Y para allá se fueron los dos, Don Felipe, y Gara corriendo por el Risco pa’rriba, con los niños a cuestas, ahora sí, todos llorando, y para colmo de males, con Don Felipe gritando ¡Seña Juana se murió, seña Juanase murió, el Señor nos coja confesados!
Para Gara todo fue un verdadero espanto, porque ni siquiera ella, que estaba segura que su madre estaba muerta, todavía podía creer que lo estuviera.
Cuando Don Felipe vio a su vecina allí tirada, se agarró la cabeza con sus dos manos bien abiertas, y empezó a pegarse golpes en su calva mientras seguía con los alaridos. Entonces sí consiguió asustar a los niños. Me parece que fue más traumático el follón que se montó en aquella cueva, que la muerte en sí de Seña Juana, pobre, que Dios la tenga en su gloria y que en paz descanse...
Los gritos de aquel hombre de guayabera blanca, gafas de cristales verdes, y cuatro pelos largos pegados con brillantina a una calvicie enorme, atrajeron a los demás vecinos y entonces sí, la cueva en lo alto del Risco del barrio de Valleseco, se les llenó de gente y se desbarató todo.
Los niños lloraban, Don Felipe iba de aquí para allí y se entrometía en todo, las comadres del barrio gritaban y zarandeaban a la fallecida... aquel cuidado inocente que tuvo Gara, con su almohada y su mantita a cuadros; con su mentira a los hermanos... Se había desconchado todo, y ante la imposibilidad de frenar la histeria colectiva que se armó en dos minutos, Gara se puso a gritar mi nombre como una desquiciada hasta que oí cómo su desesperación bajaba por la ladera, acompañada de miedo y soledad.
Corrí montaña arriba a tanta velocidad que creo haber volado. Sólo me quedó aire para buscarla entre la gente..., y cuando la vi, acurrucada y sola junto a las bolsas de fruta, empujé a no sé quien que se me puso delante, para llegar a ella y la abracé muy fuerte.
Gara temblaba, lloraba, y como a mí, también a ella le faltaba el aire y no dejaba de pedirme que la despertara de aquella pesadilla. Sus hermanos, al verme, se abalanzaron sobre mí llenos de mocos y lágrimas, y se fueron acurrucando en cuanto recoveco de mi cuerpo les parecía que había un sitio para ellos. No sé lo que pareceríamos aquel manojo de niños tirados en el suelo y muy asustados. No sé cómo se destrabó aquel nudo humano que en realidad fue tan auténtico y verdadero, que todos nosotros, Gara, Joaquín, Ayoze, Candelaria y yo quedamos así de por vida. Pegados.
Al final, Don Felipe y Doña Úrsula, la de la venta de más abajo, consiguieron organizarse y se fueron tranquilizando ellos mismos; hasta le tuvieron que decir a las otras comadres que lloren mas bajito “porque asustaban a los niños con tanto grito”.
Enseguida enviaron a Eleuterio, el hijo de Doña Úrsula, el que es camarero del “Bar El Chicharro”, a llamar por teléfono a la ambulancia, o a la policía, no sé bien, porque llegaron al mismo tiempo.
Yo traté de convencer a Gara que lleváramos a los niños a coger aire afuera, pero ninguno quiso separarse de su madre, así que todas las preguntas de los policías municipales y los preparativos para poner a Seña Juana en la camilla... y bajarla por el Risco, fueron presenciados en primera fila por todos nosotros.
Cuando vi que la policía se había ido no muy convencida que aquellos niños tenían una tía que vivía en el Risco, pensé rápido en que teníamos que conseguirnos una que se hiciera pasar por ella para lograr que no los envíen a todos, Gara incluida, a un centro o instituto de huérfanos. Y la persona indicada era mi madre Elvira, que de la noche a la mañana pasaría a tener seis hijos, en vez de dos.
Cuando se me cruzó este pensamiento por la cabeza, la miré fijo a los ojos a Gara y le pedí que por nada del mundo se separara de sus hermanos. Ni por un segundo.
Mi madre se quedó tiesa con la noticia del fallecimiento de su vecina. No podía reaccionar.
–¿Cómo va a ser eso muchacho?, ¿qué dices tú?, ¿qué Seña Juana se murió?, ¿y los niños? ¡Ay mi madre!, ¿y esos niños ahora?, ¿cómo fue, qué pasó muchacho?
–Sí madre venga corra, y no grite que los niños se asustan, venga, vamos, que la cueva se les llenó de gente... y hay que sacarlos de allí, que se vengan con nosotros...
–¡Ay Dios bendito, Jesús, por Dios! ¿Y a dónde van a ir ahora esas criaturas?
–...con nosotros madre, a casa, ellos no tienen a nadie, los niños lloran mucho, no grite así venga, vamos a buscarlos ¿si madre?, yo les dije que...
–Seña Juana ¡muerta!, yo no me lo puedo creer, ¿pero muchacho?, ¿tú la viste muerta? ¿Y los niños? ¡Ay Dios Santo, qué desgracia tan grande!..., ¿dónde están esos niños ahora, muchacho? ¡Jesús mi niño dime, cuéntame de una vez!
–...en la cueva, se vienen a vivir con nosotros ¿si madre?, están muy asustados...
–Sí m’hiijo vamos, vamos a buscarlos, venga muchacho ¡qué desastre, Jesús, María y José!... ¿a vivir con nosotros? ¡Pues claro m’hijo!, si ellos no tienen a nadie ¡pobres criaturas!, qué necesidad, Señor, qué necesidad de hacerles esto, ¡Jesús, por Dios, digo yo, de quitarles a su madre!... y ¿dónde está ella?
–...Ya la bajaron por el Risco pero no sabemos a donde la llevaron. Don Felipe se fue en la ambulancia, vamos madre corra que los niños lloran.
–¿Y cómo fue, de qué se murió la pobre mujer?
–No sé madre, Gara la encontró muerta y con los niños alrededor de ella.
–¡Ay María y José, mi Dios bendito! Vamos, vamos, ¡pobrecitos!, ¡tan chiquitos!
Mi madre conocía bien a los hijos de nuestra vecina; los había visto crecer y además, con tantos años viviendo en el Risco, se habían hecho muy amigas.
Ambas se encontraban cuando iban a la venta... y se contaban sus ¡ay mi niña!, cuando llegaban o se iban.
Siempre subiendo o bajando por aquel Risco de mierda que les gastaba la vida, y las llenaba de dolores.
Mi madre Elvira sabía, por experiencia, que un drama distrae las lágrimas de otro drama, y que una realidad siempre supera a otra. Lo sabía porque ella misma lo padeció siempre: Su mala vida en la Finca fue tapada por el rechazo de su familia a su esposo. Y esto por el “patitas” a la calle. Después, el abandono de su marido..., así que recoger a Gara y a sus hermanos de la crueldad de sus desgracias no era más que una nueva oportunidad que le daba la vida para seguir adelante.
A lo mejor, y sólo por esta vez –pensó– el futuro podría darles una sorpresa y esperar de él y de la suma de calamidades, una especie de familia nueva con ilusión.
Mi novia con sus recién estrenados 13 años, creció de golpe. Ya era una señora grande. Llegó a la madurez por la vía del sufrimiento, la más rápida. Seña Juana hubiera estado muy orgullosa de ella, si no se hubiera muerto aquella tarde de Junio.
CAPÍTULO 6
La huida hacia una vida bien lejos
Mi padre, Salvador Ramos Sanabria, provenía en realidad de una muy buena familia. Se había criado en la zona de la Plaza del Príncipe, en una Santa Cruz en crecimiento, y agradable; que presumía de sus buenos modales de capital importante. Donde todavía la profesión, el apellido doble y las sanas costumbres, además de la presencia en misa los domingos, eran la mejor tarjeta de presentación entre sus habitantes. Esto lo leí en algún libro de historia local y me copio un poco para que ustedes me entiendan...
El hecho de que mi padre se casara con la hija de una familia con fincas de plátanos en el Sur podría haber estado bien para mis abuelos paternos, si mi padre sólo se hubiera concentrado un poco en elegir a la familia correcta.
Enamorarse de la víctima de sus propias alimañas fue un error. Un error que pagó con el destierro voluntario. La huida hacia una vida bien lejos.
Y para eso también estaba América. Para ir a buscar fortuna (como creía la mayoría de los canarios de aquellos años), y para escapar de la vida anterior e interior, como decidieron otros...
Cuando era chico y pensaba en mi padre, recuerdo que a veces no podía respirar... de las ganas que tenía de que volviera. Me dolía tanto su ausencia, su vacío, me dolía tanto que se hubiera ido.
Después, de mas grandecito, preferí imaginar que se fue porque se hartó de las maldades de mis tíos y de mi abuelo, –a mi madre se le escapaba de vez en cuando una justificación en voz alta– y un día, en un ataque de “no lo soporto más” se subió al maldito barco que lo llevó a la próspera Venezuela.
Fue en aquel país hermano donde nos creímos mi madre, mi hermano y yo, que lo esperaba el futuro que aquí, en su tierra, no pudo encontrar ni darnos.
Enrique, mi hermano, me juraba a veces que papá prometió volver lo más pronto posible. Pero jamás regresó a cumplir con su palabra. Me pasé la vida esperando verlo llegar por este horizonte redondo que rodea la isla.
Me contó mi hermano, cuando ya éramos mayores, que mamá una vez le dijo, que cuando vio que papá se iba caminando solo, de noche, y a paso lento en dirección al Muelle de Santa Cruz, supo que había sido abandonada para siempre. Enrique entendió ese día por qué mamá nunca tuvo la esperanza de volverlo a ver. Ella sabía mucho de humillaciones y comprendió lo que debió sentir mi padre al haber sido expulsado de su cuna de alta clase, y de las plataneras. Sentir, que en el fondo sus padres, sus cuñados y su suegro, tenían razón, con lo de muerto de hambre... era duro para un hombre. Y creo, no lo sé, ni me consta, que ella de algún modo lo perdona por eso. Prefiero pensar que lo quiere todavía. Será por eso que me parece que por afuera no se le nota tanto a mi madre el dolor de la soledad.
Pero sí saltaba como una loca al cuello de cualquiera de nosotros
–¿ves?, en eso se parecía a Seña Juana, con lo de coger a geito lo que tuviera mas cerca– cuando nos escuchaba a Enrique y a mi hablar de “las mentiras de papá”.
Cuando éramos chicos compartíamos odios, enfados, y alguna que otra lágrima de huérfanos porque estábamos seguros que papá nos había olvidado a los tres. Por aquellos años, yo cerraba con fuerza los ojos hasta verlo todo negro y me creía que mi padre iba a desaparecer de los sentimientos. “El día que lo logre, me decía por dentro, lo imagino muerto y ya está. No tengo padre y listo”.
Pero nunca conseguí pasar la etapa de creerme que cerrando los ojos lograba sacarlo de mi corazón.
Mi padre se marchó de casa dos meses antes de que yo naciera.
Él no tiene ni idea de lo que eso me duele ¿Tú te crees que es fácil vivir con la sensación de desprecio que tengo?, esto es horrible muchacho, es que no sé cómo explicarlo. Es que yéndose así, antes de que yo llegara, me quitó la posibilidad de ser hijo, es como un revoltijo por aquí adentro... ni siquiera la ilusión de que yo estaba por nacer pudo mantenerlo a mi lado. ¿Para qué nací entonces, si no me estaba ni esperando?
Siempre pensé en cuando un grande se suicida y deja a sus hijos, a su mujer, a su madre... en este lado de la vida. ¡Es que me cabrea! y no puedo dejar de darme cuenta que a mí me pasa algo parecido. Siento que aquel que se suicida o aquel que se va y no vuelve les está diciendo a sus hijos que no son un motivo suficiente para quedarse y enfrentar lo que sea. Y decirle eso a un hijo...
Mi padre, al irse a Venezuela, tan lejos, no me dio la oportunidad de quererlo, de sonreírle, de jugar con él. Es como si subiéndose a ese barco, hubiera decidido borrarnos de su mundo. No existimos más. No estamos. No somos.
No lo entiendo, no puedo, no sé cómo hizo. No sé cómo en tantos años nunca apareció, o mandó a alguien, una carta, algo, algo de donde cogernos, no sé.
Mira muchacho, ¿sabes qué?, me da lo mismo, ya todo me da igual...
Pero después pienso en Gara y en nuestros hijos y lo único que tengo claro en mi vida, es que ellos son el oxígeno que respiro, lo que tiene sentido, mi prioridad. Lo demás está, vale, pero ¿quieres que te diga la verdad?, la mayoría del tiempo, lo demás... me sobra.
¿Por qué a mi padre no le pasa lo mismo? ¿Por qué yo y mi hermano Enrique, y mi madre no fuimos nunca su prioridad?
Cuando era chico no entendía por qué me sentía tan mal con su partida, si nunca lo había visto, ni lo conocía por fotos. Pero recuerdo que su abandono, su dejarme con las ganas de ser su hijo, me dolió todos los días. A lo mejor por eso prefería matarlo en mis pensamientos más oscuros.
A Enrique no le pasa lo mismo. Sólo espera que vuelva para que cumpla las promesas que le hizo. El tenía casi cuatro años y no sabe si se acuerda mucho de su cara, pero sí de su mirada contenida diciéndole que le iba a traer bonitos juguetes, y comida rica, y que allí donde estuviera, nos iba a cantar, cada noche el Arrorró, para que él y yo lo escuchemos y nos durmamos tranquilos.
Enrique decía que mamá al principio nos contaba aventuras de papá en Venezuela, donde él trabajaba mucho, para traernos algún día un porvenir.
Pero yo no me acuerdo, se ve que ella se cansó de mentirnos antes de que yo me diera cuenta. Por lo menos podría haber esperado un poco hasta que yo me pudiera aprender alguna de sus historias...
La verdad es que no me gusta la sensación de llegar tarde, pero me parece que esa circunstancia me enseñó a esperar poco de los demás.
Quiero decir, esperar sí, pero sin muchas expectativas. Esperar a que algún día mi padre Salvador, simplemente aparezca por el mar. No con reproches, ni como respuesta a promesas viejas. Sólo porque deseo verlo llegar, tenerlo enfrente y recordarle que aquí, en la isla de Tenerife,tiene entre otras cosas, un hijo al que no conoce.
Pero no sé, a lo peor, eso no me pase nunca y estoy perdiendo el tiempo en tonterías y chorradas. Tampoco se por qué les conté todo esto siyo sólo quería que supieran que mi historia de amor con Gara fue, además de común y corriente, la mejor novela romántica que jamás soñé protagonizar.