Kitabı oku: «Derechos humanos emergentes y justicia constitucional», sayfa 2
El escepticismo frente
a los nuevos derechos
Una vez establecidos y definidos en una declaración, en un pacto, en una constitución, en un tratado o en algún otro documento de carácter jurídico, ya sea a nivel interno o a nivel internacional, el reconocimiento de nuevos derechos siempre ha enfrentado serios obstáculos y resistencias. Sin que ello suponga desconocer algunos antecedentes[5], es posible tomar como punto de referencia la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante resolución 217 A (III) del 10 de diciembre de 1948 (Farías, 2016, p. 2). En la medida en que el preámbulo de esta declaración los proclama como “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse” —y para avanzar en su proceso de positivización—, el 16 de diciembre de 1966 la misma Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (que entró en vigor el 3 de enero de 1976) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (que entró en vigor el 23 de marzo de 1976). A pesar de que “la Declaración Universal, y los convenios y pactos de las Naciones Unidas deben entenderse unitariamente” y que su adopción “muestra la culminación parcial de una tarea que no puede juzgarse sino en su conjunto” (Pérez Luño, 2001, p. 82), Karel Vasak —miembro del Instituto de Derechos Humanos de Estrasburgo— propuso una clasificación, bastante difundida, entre tres generaciones de derechos:
[…] mientras los derechos de la primera generación (civiles y políticos) se basan en el derecho a oponerse al Estado, y los de la segunda generación (económicos, sociales y culturales), en el derecho a exigir al Estado, los derechos humanos de la tercera generación que ahora se proponen a la comunidad internacional son los derechos de la solidaridad. (Vasak, 1977, p. 29)
Ahora bien, como cada uno de los dos pactos internacionales mencionados se refieren a las dos primeras “generaciones” de derechos, parecía que los de “tercera generación” no disponían de un reconocimiento explícito por el régimen jurídico internacional[6] y tenían un carácter indeterminado y heterogéneo, razón por la cual hubo quienes cuestionaron que fueran derechos en sentido estricto[7].
En la actualidad, el debate respecto del carácter jurídico de los “derechos de tercera generación”, en varios de sus componentes, parece presentarse frente a los denominados “derechos humanos emergentes”. Estos derechos han sido formulados en distintas modalidades y contextos, entre los que se destaca la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes, elaborada en el marco del Fórum Universal de las Culturas de Barcelona en septiembre de 2004 y aprobada en el Fórum de Monterrey (México) en noviembre de 2007. De hecho, como si se buscara retomar dicho debate, en un “marco general” de valores y principios que antecede al texto propiamente dicho, esta declaración rechaza de manera explícita la clasificación basada en las generaciones de derechos, porque se considera que con ella se desconoce el “principio de coherencia” que, por su parte, promueve y reivindica la indivisibilidad, la interdependencia y la universalidad de los derechos humanos, así como un enfoque historicista e integral (Institut de Drets Humans de Catalunya, 2009, p. 48). Sin embargo, de alguna manera, esta postura supone que los derechos de tercera generación ya han sido reconocidos en forma plena y se articulan con los demás, olvidando contestar de modo directo los argumentos de quienes los rechazan. Estos no se reducen tan solo a denunciar un abuso en el uso del lenguaje, y tampoco son un simple aspecto de la propaganda que se formula para ciertas coyunturas de la controversia política. Se trata, además, de planteamientos que tratan de configurarse con base en cierta concepción de los derechos, y en ciertas posturas sobre el derecho y las condiciones en las cuales se desenvuelve.
En efecto, los escépticos frente a los derechos emergentes consideran que estos son, más bien, proyectos políticos, aspiraciones colectivas o ideales a alcanzar que, en cuanto tales, pueden e incluso deben ser defendidos e impulsados, pero que no constituyen verdaderos derechos. La legitimidad política o moral del objetivo de estas reivindicaciones y su importancia como bases para un acuerdo político no se pondría en duda. Lo que sí se cuestiona es su juridicidad, dado que exigir su reconocimiento como derechos humanos en el régimen jurídico nacional o en el internacional supondría una confusión de categorías. Las normas que recojan esos ideales serían tan imprecisas y vagas que no podrían tener las cualidades ni responder a las exigencias formales y técnicas de un enunciado jurídico, de manera que el paso de la reivindicación de un derecho a su incorporación en el derecho sería muy difícil. Insistir en ello e intentar convertir dichos ideales en derechos conduciría a una mistificación peligrosa, al revestirlos del lenguaje jurídico sin asegurarles alguna efectividad; esto llevaría a que “cuanto más se multiplique la nómina de los derechos humanos, menos fuerza tendrán como exigencia, y cuanta más fuerza moral o jurídica se les suponga, más limitada ha de ser la lista de derechos que la justifiquen adecuadamente” (Laporta, 1987, p. 23). Esto sucedería porque, de una parte, la sanción en caso de violación es casi imposible en el caso de normas con contenido tan amplio, lo mismo que los medios para prevenir que esto ocurra; y, de otra parte, porque el reconocimiento de la autoridad social y de la credibilidad del derecho por sus destinatarios, necesarios para la legitimidad de la sanción, también corren el riesgo de verse afectados. Por lo demás, para los escépticos, el reconocimiento inmediato de los derechos emergentes —si se acepta desde ya que estos ideales son el objeto de un derecho— supondría incurrir en una anticipación que “salta por encima de los escalones históricos” (Zalaquett, 1986, p. 312). Sería prematuro entonces su inscripción en la normatividad del derecho, porque entre los tiempos de la reivindicación de una aspiración y los de la formalización de un derecho hay una diferencia que no se debería desconocer por la precipitación de querer ir demasiado rápido. En suma, todas estas dificultades conducirían a una descalificación de la noción de derechos humanos y a que perdieran su estabilidad jurídica, lo que implica un “extravío de los derechos fundamentales” (Goyard-Fabre, 1989, p. 61). En palabras de Jean Rivero (1982):
[…] bautizar como ‘derechos’ lo que se presenta aún como deseos, es arriesgarse a devolver al dominio de los deseos lo que ya se presenta como derecho, quitarle al concepto su valor operacional, dejar extinguir en las conciencias el sentimiento de obligación que se vincula al respeto de los derechos ya consagrados. (p. 681)
Este tipo de visiones parte de una priorización que establece una jerarquía entre contenidos de aquellos que son derechos frente a los que no lo son. El derecho se presenta entonces como una idea y como un símbolo que sirve como referente y garantía de esa jerarquía. A partir de esto, el rechazo a los nuevos derechos se plantea no tanto como una constatación, sino como una advertencia contra los efectos de una “banalización por inversión” (Haarscher, 1987, p. 44): como la relación de prioridad se invierte, todos los derechos, en particular los derechos humanos y los derechos fundamentales, se convierten en simples ideales o aspiraciones, y la noción de derechos perderá su contenido y alcance. Además, ante la opinión pública, los derechos ya no tendrían tanta importancia, las actitudes de las personas frente a ellos cambiarían, la esperanza cedería a la decepción y el derecho perdería parte de su poder simbólico y de su capacidad regulativa y de generar adhesión. Como lo señala Niklas Luhmann (2013):
[…] las normas se reconocen en las infracciones, los derechos humanos, en el hecho de que son lesionados. Al igual que, con frecuencia, se es consiente de las esperanzas cuando se producen las frustraciones, se es consciente de las normas solamente cuando son lesionadas. […] Y parece que hoy en día la actualización de los derechos humanos se sirve en el mundo entero primariamente de este mecanismo. (p. 64)
Es más, se llega a afirmar que “en materia de libertades, la confusión sirve siempre a los déspotas” (Haarscher, 1987, p. 43), dado que si la autoridad social del derecho se difumina, lo mismo ocurre con los derechos y el Estado de derecho, y el totalitarismo sería el mayor peligro de la multiplicación indebida de los derechos.
Como toda postura doctrinal, el escepticismo sobre los nuevos derechos tiene varias consecuencias. Entre estas, la más evidente es considerar que estos derechos —frente a los que ya han sido reconocidos— son de menor importancia y son menos susceptibles de ser aceptados como categorías estrictamente jurídicas, con lo cual se justifica la advertencia sobre la banalización que pueden provocar. Dada esta menor importancia, la reivindicación de los nuevos derechos es contraproducente porque, al elevar unos ideales y aspiraciones colectivas al nivel de los derechos, se rebajan las normas superiores que los consagran y, a la postre, se anula todo el interés práctico de esta empresa. Se daría así una especie de contradicción, en la cual las reivindicaciones sociopolíticas que tienen por objeto los derechos emergentes afectarían las condiciones jurídicas de su consagración como derechos. Esta situación se articula con otra consecuencia: si en la práctica el concepto de derechos humanos impone una jerarquía entre normas, solo estos son por definición derechos auténticos; y los emergentes, que apenas se proyectan para tener esta calidad, están destinados a permanecer como aspiraciones, pues tan solo los primeros merecen ser impulsados y protegidos. De hecho, el ejercicio efectivo de los derechos humanos depende de la autoridad que el derecho les confiere y que motiva a las personas a cumplir con sus exigencias. Los derechos se respetan en la medida en que se respeta el derecho que los garantiza, pues este último se presenta no solo como un orden normativo, sino además como una representación social que confiere legitimidad a los derechos humanos, de la cual están desprovistos los nuevos derechos que están surgiendo. En últimas, es precisamente esta fundamentación jurídica la que es puesta en duda en forma constante por los escépticos de los derechos emergentes.
La fundamentación jurídica
de los nuevos derechos
Es evidente que, en cualquier caso, antes de su reconocimiento jurídico, el contenido de los derechos se presenta como una aspiración o un ideal político y social. Bajo esta premisa, lo que persigue la reivindicación de los derechos emergentes es pasar este estadio y exigir la consagración jurídica de unos derechos humanos que aún no tienen este estatus. Se enuncia entonces esta reivindicación en el ámbito de lo jurídico y a través del lenguaje del derecho, sin que el derecho todavía la haya formalizado y refrendado, puesto que se trata de una etapa en el proceso de incorporación en las normas jurídicas. Por lo tanto, en este caso, la novedad o la especificidad no pueden interpretarse como la aplicación o el ejercicio de un derecho humano vigente que ya ha sido establecido; ni tampoco como la extensión de derechos existentes a nuevas categorías de titulares ni la especificación del objeto de estos derechos, si bien este tipo de novedades se puede incorporar al debate sobre los derechos emergentes.
Sin embargo, esto no supone aceptar que la noción de derechos humanos como priorización establezca ella misma una jerarquía normativa[8], ya que no es posible pasar de una definición funcional que estipula que los derechos humanos son importantes y que permite una jerarquización normativa a una definición substancial que precise cuáles son los derechos que tienen esta importancia y que ocupan la cima de esta jerarquía (Duhamel, 1992, p. 15). Dicha priorización solo da cuenta de la fundamentación jurídica en un sentido restringido, es decir, de la validez formal entendida como la correspondencia a un sistema normativo dado. Los criterios jurídicos que de esta forma se planteen para reconocer los derechos emergentes no son más que criterios formales. Con todo, si estos criterios están determinados por los derechos que ya han sido reconocidos, el escepticismo frente a los nuevos derechos solo puede entenderse si sobrepasa la validez formal, porque incluye en su argumentación ciertos derechos que buscan ciertas finalidades. Por lo tanto, van más allá de la conformidad a un sistema normativo e implican la aceptación de unas creencias o ideales. Se trata de un argumento circular a nivel conceptual, al presuponer de antemano los derechos que estima que son auténticos y al encerrar el derecho en su propia juridicidad. Por lo tanto, los nuevos derechos no podrán ser admitidos en tanto que los criterios que sirven de parámetro no sean puestos en duda.
Son muchas las propuestas que se han planteado con el objeto de determinar dichos criterios jurídicos. Una de ellas es la que formula Gregorio Peces-Barba (1999) para definir un derecho fundamental; además de considerarlos como “una pretensión moral justificada, tendiente a facilitar la autonomía y la independencia personal, enraizada en las ideas de libertad e igualdad, con los matices que aportan conceptos como solidaridad y seguridad jurídica”, los derechos suponen que esta pretensión moral
[…] sea técnicamente incorporable a una norma, que pueda obligar a unos destinatarios correlativos de las obligaciones jurídicas que se desprenden para que el derecho sea efectivo, que sea susceptible de garantía o protección judicial y, por supuesto, que se pueda atribuir como derecho subjetivo, libertad, potestad o inmunidad a unos titulares concretos. (pp. 109-110)
Algunos de los derechos emergentes no cumplirían con estos requisitos en la medida en que son aspiraciones e ideales demasiado vagos y amplios. Esto sucedería, por ejemplo, con “el derecho a vivir en un medio ambiente sano, equilibrado y seguro” formulado en el artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes de 2007, pues la posibilidad de que sea “técnicamente incorporable a una norma” depende de la precisión de su objeto que, en este caso, puede ir de la protección de la salud humana a la de los ecosistemas, o de la reparación a la prevención. De la misma manera, el derecho al desarrollo del artículo 8 de la misma Declaración puede tener como titulares a los individuos, a las regiones, a las comunidades, a los Estados o a los pueblos. Su fundamentación jurídica podría entonces cuestionarse al no establecer dichas precisiones.
Este tipo de escepticismo tiene, por lo menos, dos alternativas para su formulación: es posible afirmar que lo riesgoso es la imprecisión de los derechos emergentes o que lo vago e impreciso es la definición jurídica de derechos. En el primer caso, la indeterminación que afecta a los nuevos derechos en cuanto a su titular, objeto, oponibilidad y garantía haría necesario un compromiso de definición, clarificación y armonización que está por hacerse. En este caso, se considera que el reconocimiento jurídico de lo que sería un derecho humano debe hacerse según estos criterios y responder a una exigencia de precisión, conformándose a las condiciones de un sistema normativo vigente. Con todo, de esta manera no se determina cuáles son los contenidos precisos adaptables a estos criterios y socialmente aceptados. Esto implica una recomendación de prudencia, porque siempre que se tenga en cuenta la especificidad y los tiempos del derecho, los derechos emergentes pueden ser precisados e integrados a la jerarquía normativa en vigor. Nada se opone entonces al hecho de que en algún momento puedan ser consagrados, lo cual no implica que merezcan reconocimiento jurídico en todos los casos.
En la segunda alternativa, se cuestionan las definiciones de los derechos que se han propuesto o las precisiones de criterios que se han realizado, en la medida en que incorporan elementos extraños al discurso jurídico tal como se ha venido desarrollando. Por ejemplo, si se considera peligroso reconocer que el Estado sea titular de un derecho al desarrollo, no es tanto porque la titularidad sea indeterminada o imprecisa, sino porque este titular no puede ser admitido respecto del contenido de ciertos derechos y, por ende, conferir al Estado derechos supondría riesgo de conflictos de estos con los derechos de los individuos bajo su jurisdicción e incluso legitimar el totalitarismo (Pelloux, 1981, p. 62). Este argumento solo tiene sentido si el fundamento jurídico de los derechos presupone una idea del derecho vinculada a ciertos derechos. El derecho se orienta a ciertos derechos y tiene una finalidad sustancial, por ejemplo, “la autonomía y la independencia personal” vinculadas con la dignidad humana, aunque no se deja de plantear su trascendencia frente a las ideologías y los conflictos sociales. Sin embargo, en este caso, los criterios jurídicos para fundamentar los derechos no son puramente formales, pues están determinados por la prioridad reconocida a ciertos derechos cuya aceptación social, en especial por la comunidad jurídica, es menos problemática. Se trata, por supuesto, de los derechos civiles o libertades individuales, las prerrogativas del individuo frente al Estado en la tradición liberal. Ahora bien, este tipo de escepticismo frente a los derechos emergentes encuentra respaldo en un argumento de carácter circular que no se explicita y que consiste en combinar —bajo los criterios de los derechos “subjetivos”— una definición funcional de los derechos y su fundamentación jurídica vinculada con un sistema normativo, de una parte; y, de la otra, una definición sustantiva de lo que sería un verdadero derecho humano y la legitimidad del reconocimiento social del que disfruta. Esta situación no sorprende, si se tiene presente que la fundamentación tradicional de ciertos derechos establecidos se ha debilitado. En este caso, el escepticismo es una estrategia discursiva que sustituye los argumentos que en un principio se consideraban sólidos o creíbles. Se recurre a la efectividad del derecho y de los derechos adquiridos, y se resaltan las consecuencias prácticas de las trasformaciones del orden existente, porque el simbolismo que lo sustenta ya está formalizado.
Por lo demás, conviene indicar que el rechazo al surgimiento de nuevas categorías de derechos no es algo nuevo; se ha planteado —y aún se sigue planteando— frente a los derechos económicos y sociales[9]. En este caso, como en el de los derechos emergentes, no se critica tanto la legitimidad moral o política de las reivindicaciones por la igualdad y la justicia social, sino la pretensión de hacer de ellas el objeto de unos derechos jurídicamente obligatorios, porque esto se considera impracticable, costoso y, por ende, muy difícil de llevar a cabo. Las consecuencias son entonces las mismas: confusión entre derechos e ideales, banalización al invertirse la relación entre unos y otros, pérdida de legitimidad de las libertades individuales, crisis de confianza en el derecho y riesgos de totalitarismo. Con base en este tipo de razones, Friedrich Hayek (2014) afirma que los nuevos derechos, esto es, los derechos sociales, no podrían ser exigibles jurídicamente sin destruir al mismo tiempo aquel orden liberal al que los viejos derechos civiles apuntan (p. 451). De la misma manera, se considera que estos derechos no cumplen con los criterios jurídicos que se han propuesto para definir los “verdaderos” derechos. Es así como, respecto a la titularidad, se afirma que los auténticos derechos son solo aquellos que corresponden al individuo como concepto universal, mientras que los derechos sociales se refieren a categorías sociales particulares o a los individuos incorporados en grupos sociales específicos (desempleados, menores de edad, minorías de género, etc.). Asimismo, en cuanto a su contenido, los derechos sociales no parecen ser realizables, como sería el caso del derecho al trabajo o el derecho a la salud, porque confunden los fines (la salud, el trabajo) con los medios (el acceso a los servicios médicos, las políticas de creación de empleo). Además, los mecanismos para su realización y protección pueden ser poco efectivos, o incluso su eficacia sería al precio de una desnaturalización del Estado de derecho, y se convertirían así en un instrumento del poder establecido[10].
Todo ello demuestra que, como sucede con el escepticismo frente a los derechos emergentes, las críticas contra los derechos sociales presuponen lo que buscan demostrar: una jerarquía particular de los derechos. Estas críticas —referidas a la dificultad de definir los titulares, el contenido y la garantía de los derechos sociales— solo permiten establecer una diferencia de fondo entre estas aspiraciones, y los derechos y libertades individuales en la medida en que estos últimos son incorporados en la definición “auténtica” de derechos. Si por el contrario, respecto de la titularidad, no se confunde la universalidad (esto es, la extensión de un derecho) con su importancia; o, respecto de su garantía, se constatan los costos de las libertades individuales tanto como los de los derechos sociales, se da entonces que las diferencias son ante todo diferencias de grado. Los dos tipos de derechos, en vez de ser incompatibles, son complementarios; y los conflictos entre ellos podrían resolverse dentro del ordenamiento jurídico sin que ello suponga un riesgo para el Estado de derecho. Los criterios jurídicos presupuestos para definir un “verdadero” derecho no serían definitivos, a no ser que se prejuzgue una definición sustantiva y se confunda la forma con el fondo. Por consiguiente, si como lo explica Rodolfo Arango (2005):
[…] se distingue por lo general entre derechos fundamentales negativos (derechos de libertad) y derechos fundamentales positivos (por ejemplo, derechos sociales fundamentales) […], esta distinción no se refiere al contenido del concepto de los derechos fundamentales, sino a su alcance. Ambas subclases han de adscribirse a la clase general de los derechos fundamentales. (pp. 333-334)
Los derechos humanos emergentes tienen estas mismas posibilidades de articulación con los demás derechos[11]. Así como los derechos sociales respondieron a circunstancias y necesidades que los derechos de libertad no podían afrontar, los derechos emergentes responden a las profundas transformaciones que ha tenido la vida humana en los últimos decenios, sin que esto suponga una oposición entre estos y las demás categorías de derechos. Los nuevos derechos aparecen porque el reconocimiento de los derechos inherentes a la persona humana constituye un proceso en constante evolución y revisión, que se despliega de acuerdo con las necesidades y demandas de lugares y tiempos determinados. Los derechos humanos no corresponden a una construcción estática a partir de una teoría ética aplicable a la naturaleza humana en abstracto, sino a una teoría ética centrada en los valores que sustentan cada tipo de derechos. Por lo tanto, los derechos tienen un origen y un desarrollo histórico, de manera que su proclamación no es definitiva, como tampoco lo son su evolución y sus finalidades (Bondia, 2014, p. 63-64; Rodríguez Palop, 2010, pp. 89-90). Con esto, el concepto de dignidad humana se revitaliza, pues no corresponde a una abstracción que se basa en una noción sustantiva absoluta, sino a un concepto que, en palabras de Ernst Tugendhat (1997), se refiere a “las condiciones en las que vive una persona [que] son dignas precisamente cuando cumplen la condición mínima de que puede ejercer sus derechos y que en este sentido puede llevar una existencia específicamente ‘humana’ y ‘humanamente digna’” (p. 348).
Esta reconfiguración del concepto de dignidad humana se realiza en el contexto de una integración tal entre las personas que habitan el planeta que es posible constatar la “unificación global” de la humanidad, cuya fase más importante tuvo lugar en los últimos siglos (Harari, 2014, p. 193). De hecho, como lo destaca Micheline Ishay (2004):
[…] la globalización presenta nuevas características que tienen impacto en varios aspectos de los derechos humanos […]. Cada una de las dimensiones de la globalización ha experimentado cambios substanciales desde el comienzo de la guerra fría, cambios que han tenido diferentes impactos sobre países, grupos y clases. La agenda de los derechos humanos de esta era está siendo definida en el contexto de estos desarrollos globales. (p. 256)
Es más, este fenómeno es contemplado por el artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 que, rompiendo el marco de la legalidad del Estado nación, dispone para toda persona el “derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”[12]. Es posible afirmar entonces que la fundamentación de los derechos humanos emergentes se encuentra en el contenido de esta disposición, porque va más allá del catálogo de los derechos reconocidos por las constituciones y las legislaciones de los Estados y se presenta, por ende, como la base para el desarrollo y la garantía de los nuevos derechos en el orden internacional (Abellán, 1998, p. 443). Ahora bien, como lo destaca David Bondia (1998), el “orden social e internacional” al que se refiere el artículo 28 debe incluir:
[…] el orden jurídico internacional (el derecho internacional como un sistema de regulaciones que rige las relaciones entre Estados), el orden político internacional (los patrones de comportamiento que siguen los Estados en sus relaciones internacionales) y, además, el orden moral internacional (los valores que inspiran y legitiman el derecho, las políticas y la economía en el ámbito internacional). (p. 705)
En este sentido, la propia Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes de 2007 señala que el fundamento de los derechos allí formulados “corresponde a una noción de síntesis, aquella del interés público universal que debe permitir garantizar, a todos los seres humanos sin excepción, los medios para la libertad que respete la igualdad de la persona, los pueblos y la naturaleza” (Institut de Drets Humans de Catalunya, 2009, p. 41). Esto conduce directo al principio de interdependencia y multiculturalidad de los derechos, que supone rebasar el debate entre los derechos individuales y los colectivos, así como entre los derechos individuales y los sociales, de manera que se reconozca tanto al individuo como a los pueblos y a las comunidades como sujetos colectivos de derechos (Institut de Drets Humans de Catalunya, 2009, p. 49). Desde esta perspectiva, la cuestión que surge es la de determinar cómo y de qué manera la práctica internacional ha ido configurando la proyección de los derechos humanos en las diferentes áreas del orden social e internacional. La proyección de los derechos humanos en el ordenamiento jurídico internacional se extiende a la promoción de nuevos derechos destinados a responder a las necesidades y deficiencias que se han producido a nivel internacional, y cuya garantía de ejercicio no depende de un solo Estado, sino de la preocupación de la sociedad internacional (Saura, 2009, p. 684). Por consiguiente, la práctica internacional ha establecido:
[…] una ampliación progresiva de la noción y el contenido jurídico de los derechos humanos, formando así una atmósfera adecuada para el desarrollo progresivo del derecho internacional. Se trata de establecer un orden legal internacional en el que los derechos humanos se puedan realizar plenamente y también puedan evolucionar. (Bondia, 2014, p. 73)