Kitabı oku: «Un año de servicio a la habitación»
Ricardo Villanueva Lomelí
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Secretaría General
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Rectoría del Centro Universitario del Sur
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Secretaría Académica
Luis Gustavo Padilla Montes
Rectoría del Centro Universitario
de Ciencias Económico Administrativas
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Sayri Karp Mitastein
Dirección de la Editorial Universitaria
Este libro fue escrito gracias a una beca de creación artística en la Residencia de Estudiantes otorgada en el curso 2018-2019 por el Ayuntamiento de Madrid, España.
Primera edición electrónica, 2019
© 2019, Andrea de Lourdes Chapela Saavedra
D.R. © 2019, Universidad de Guadalajara
Editorial Universitaria
José Bonifacio Andrada 2679
Col. Lomas de Guevara
44657 Guadalajara, Jalisco
01 800 UDG LIBRO
ISBN 978-607-547-607-0
Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.
Hecho en México / Made in Mexico
Conversión gestionada por:
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+52 (55) 52 54 38 52
Presentación
Check-in
Taquillas de correo 28006, Madrid
Habitación 414 El arte de la metrología
Recepción Los trapos sucios se lavan en casa
El edificio Oeste Para encontrar lo perdido
Mesa de reservas El club de los indeseables
restaurante De camarero a camarero
Hall de entrada La importancia de la simetría
Jardines Historia de un jardinero y el gato que le enseñó a escribir
Escalera de servicio Ritual de habitabilidad
Sótano Nos vemos en Siberia
Habitación 414 Vecinos
Comedor de servicio De Asturias a Madrid
Pasillo secundario de servicio entre la lavandería y la cocina Hábitos residentes
Cuarto de seguridad Emergencias nocturnas
Despacho del metre Las moscas
Comedor Asistentes virtuales
Piscina Rastros que deja el pasado
Estacionamiento pequeño Sin pagar
Habitación 414 La ventana
Rellano de la escalera entre el tercero y cuarto piso Las plagas
Recepción Apariciones
Comedor de servicio Tardes de pipas y regaliz
Check-out
Presentación
El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.
La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores mexicanos residentes en el país o en el extranjero.
La obra ganadora de esta XVIII edición es Un año de servicio a la habitación de Andrea de Lourdes Chapela Saavedra (Ciudad de México, 1990). El jurado estuvo integrado por Atenea Cruz, Orfa Alarcón y Liliana Blum, quienes entregaron el premio a este libro por la buena factura en su prosa, descripciones bellas, minuciosas y breves; por mostrar una calidad constante en sus textos; por crear personajes bien construidos y complejos, que luchan contra sus fobias, filias, enigmas existenciales, y el miedo a la soledad, y por la voluntad de la autora por crear una atmósfera efectiva en torno al espacio de un hotel, mismo que propone al lector un interesante juego de descubrimientos en torno a la naturaleza humana.
A quienes hicieron de Madrid un hogar
Hay cosas que tengo claras, viajar es desorientarse.
Estar es orientarse.
Orientarse significa mirar alrededor y reconocerse.
Margarita García Robayo, Primera persona
He made me think of home—perhaps home is not a place
but simply an irrevocable condition.
James Baldwin, Giovanni’s Room
Check-in
A Mari le gusta llegar antes de las siete de la mañana al hotel. Justo antes del cambio de turno en la recepción y en seguridad. Antes de que lleguen las limpiadoras, los cocineros, los de mantenimiento y los camareros. El desayuno comienza a las siete y media, y para entonces Mari ya tiene puesto el uniforme, ya se ha tomado un té, ya ha recorrido los pasillos para ver que todo va bien.
Nadie que trabaje con ella esperaría que su rutina matutina incluyera poner la radio, quitarse los zapatos y estirar los pies por debajo del escritorio disfrutando de los minutos antes de las medias y los zapatos ortopédicos. O tal vez sí deberían esperarlo. Aunque raramente sonríe, directa y eficiente frente a los huéspedes, Mari lleva el cabello suelto, rizado, le crece hacia arriba desafiando la gravedad, como una melena negra, blanca y gris. Es un claro signo de que no es lo que parece.
Todas las mañanas revisa su lista de pendientes y las notificaciones del turno vespertino. Alguien reportó que la cortina de la habitación 317 está caída y hay que avisar a mantenimiento para que la arreglen. Hay que subir una manta más gruesa a la 227. Y lo más importante, su remplazo llegará a las ocho. A Mari le queda un año antes de su jubilación y lo dedicará a entrenar a su sustituta. Los primeros meses será como su sombra, la acompañará a todas partes para aprender cómo funciona cada recoveco del hotel. Después de las vacaciones de invierno, Mari y ella se turnarán. Mari vendrá cada vez menos, hasta el día que oficialmente se jubile. Hoy solo es el comienzo. Un tour de los edificios que completarán antes de que sea la hora de la comida. ¿Por dónde comenzar?
Llegará por recepción. La mandarán por la primera puerta para entrar al área de servicio. La diferencia es obvia para Mari. Si le taparan los ojos y la soltaran en cualquier lugar del edificio, solo con tocar la pared sabría si está en el área de servicio o de huéspedes. O con un parpadeo, que le dejara ver solo el color de la luz. En las áreas comunes los focos son más amarillos y cálidos, mientras que en el área de servicio son blancos y eficientes. No están allí para dar comodidad, sino para alumbrar el trabajo. Las paredes blancas y vacías, sin rastro de la madera, las alfombras o los cuadros que decoran el resto del hotel. Cruzar las puertas que están marcadas como Privado lleva de un universo a otro, como si se tratara de un portal hacia otra dimensión. La red de pasillos de servicio, a través de la que los trabajadores se mueven por todo el hotel sin ser vistos, eso es lo que Mari considera su dominio. No es bonito, pero es eficiente, es claro, es suyo. Todavía es suyo.
Cuando la chica nueva llegue, llamarán a Mari para que la encuentre en la zona entre el comedor y la recepción, en la que están los armarios para los abrigos de los clientes. Y de allí escaleras abajo, abajo, abajo hasta el sótano, el pasillo que lleva a las oficinas, la cocina, el comedor de servicio, el armario de los uniformes. Mari no necesita moverse para ver los sacos alineados en el pasillo: naranjas para las sábanas y toallas que se tienen que lavar, azules para los manteles y las servilletas, grises para los uniformes del servicio y los trapos sucios y verdes para la ropa de los clientes. Hace una nota mental: recoger la lista de huéspedes que han lavado ropa esa semana y pasársela a Norma en recepción. Tendrá que enseñarle a su remplazo cómo hacerlo.
Mari sabe que una transición eficiente entre gobernantas es necesaria para que el hotel continúe trabajando sin problemas, así que intenta no pensar en la pequeña incomodidad de conocer a su remplazo, de compartir oficina con ella, de que cada día se convierta en un recordatorio del final de su jornada. Prefiere pensar en la casa del pueblo que su marido y ella están renovando, en lo bonito que quedará el jardín para la próxima primavera y los paseos de muchas horas que darán por el campo en el verano.
Después de la lavandería, continúa el recorrido mental más allá de los pasillos, hacia las alas de las habitaciones. Hay ochenta y tres, divididas entre los edificios Este, Sur y Norte. En el cuarto piso de cada edificio se alojan los residentes de larga estancia, aquellos que pasan más de seis meses en el hotel. La logística es más sencilla si están todos juntos. Mari lleva casi treinta años trabajando en este hotel y puede imaginarlo de arriba a abajo. Conoce cada grieta de baldosa y agujero de pared. Le mostrará el comedor principal una vez que termine el desayuno, la sala de conferencias, los jardines. Sí, con eso podrán dar por terminada la visita. La siguiente vez le enseñará cómo se prepara una de las habitaciones y dónde están las botellitas de jabón y champú Álvarez Gómez que le dan al hotel su olor característico. El mismo olor que le recuerda a Mari a su abuela. Tal vez, si hay tiempo, se las enseñe hoy mismo.
Mari revisa la lista de llegadas. Habitación 414, una nueva residente. Perfecto para enseñar cómo prepara una habitación. Hace una nota mental. Apenas son las siete. Apaga la radio, estira sus pies hacia el calentador y cierra los ojos. Escucha ya el sonido de la aspiradora en la entrada. Los saludos de sus compañeras por los pasillos. Incluso el tintineo de las copas del buffet de desayuno. Aunque quedan muchos días, muchos meses, de rutina antes de su jubilación, todo suena ya como parte de un recuerdo. Respira profundo. Aspira todos los sonidos y los guarda en su memoria. Sí, aquí, en esta oficina, está en el centro de todo. Siente que hay orden, que el día está listo para comenzar.
Taquillas de correo
28006, Madrid
La primera postal llegó a finales de septiembre. Venía de Niza. Era una de esas postales que se han puesto de moda: verticales, vintage. La imagen: una mujer con el cabello corto se reclina en un balcón y al fondo se ve una playa sin hoteles y la gente va elegante, de vestido o traje, y sombrero. Estaba escrita en pluma y tinta, con una caligrafía tan estilizada que parecía ensayada. Tenía la dirección del hotel, pero no el nombre del huésped. 15/09. A veces me encuentro en un rincón del mundo que me hace pensar: aquí pudimos haber estado. Aquí habríamos sido felices. Y entonces no puedo más que escribirte. Firmaba solo con sus iniciales, en minúsculas: gja.
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La segunda postal llegó en noviembre. Atenas. Vertical. Un dibujo del Partenón, sus columnas en azul y amarillo. 11/11 Cuando decidí venir a Grecia, no pensé que me acordaría tanto de ti. Cada monumento me transporta a ese verano que nos dio por leer a todos los griegos. Primero las tragedias, luego las comedias y finalmente La Odisea. ¿Recuerdas que te llamaba Ítaca? ¿Recuerdas lo que me contestabas? Esos días se sienten muy presentes y muy lejanos desde aquí. gja.
*
La tercera postal llegó justo antes de Año Nuevo; aunque nadie la vio hasta el dos de enero que volvieron al trabajo. San Petersburgo. Horizontal. Un collage fotográfico de lugares icónicos de la ciudad. 15/12 En invierno, esta no parece la ciudad que Raskólnikov recorre sumido en la locura. Cuando nieva es como si el mundo se silenciara. No hay color. No hay gente. No hay ruido. La noche es negra, no blanca, y dura una eternidad. Por eso, la locura de invierno es más sigilosa. Te toma por sorpresa. Te escribo para sacármela de adentro. gja.
*
La cuarta postal llegó el último día de febrero de San Francisco. Decía The City by the Bay y debajo de la inscripción un tranvía en rojos y naranjas con skyline de fondo. ¿Cómo encontrar al remitente? ¿Hombre o mujer? ¿Quién sería gja? ¿Por qué no había elegido el Golden Gate? 09/02 Fui a City Lights. Pasé varias horas recorriendo los caminos entre las estanterías. Al final solo compré esta postal. No sé qué se apoderó de mí ese día, hace años, cuando enumeraste las ciudades del mundo donde querías vivir y yo prometí mandarte una postal de cada una. ¿Cuántas vamos ya? ¿Seis? ¿Siete? ¿Cuántas nos faltan? No sé por qué sigo con este ritual. Nada me asegura que al terminar la lista te volveré a ver. gja.
*
En abril llegó la quinta postal con la sexta, que en realidad no era la sexta. El cartero las entregó juntas. Una de Sídney enviada en marzo y otra de la Ciudad de México enviada en enero. Así que en realidad la de Sídney (otra postal de Anderson Design Group, esta vez el icónico edificio de la ópera entre cian y amarillo) era la sexta y la de la Ciudad de México (una toma aérea del Palacio de Bellas Artes) la cuarta. Decían así: 12/01 Anoche probé el mezcal. Me supo a humo, pero como más tomaba, más me gustaba y más se me nublaba la cabeza. Desperté hoy sin resaca, pero con ganas de escribirte. Cuando compré esta postal, me dijeron que no se puede confiar en el correo mexicano, pero ¿cómo no escribirte desde esta ciudad? Solo me faltaba estar aquí para sentirme como verdadero detective salvaje. A veces creo que te mando postales como un acto literario y no por avivar el recuerdo. gja.
16/03 Ayer que caminaba por la costa, pensé, allí, del otro lado del Mar de Tasmania, está el lugar más lejano de la Tierra. ¿Te acuerdas? Cuando tenías un mal día en casa, te encerrabas en el baño y me llamabas. Ese día, me preguntaste cuál sería el lugar más lejano de casa, porque querías aparecer allí. Huir. Todavía me acuerdo del nombre como si hubiera sido ayer cuando buscamos nuestra antípoda. Waiuku, Nueva Zelanda está a más de dos mil kilómetros y no tengo tiempo en el itinerario, así que Sídney tendrá que bastar. ¿Dónde quedaron tus ganas de huir? ¿Madrid te bastó para sentir que habías escapado? Desde tan lejos creo que mientras tú te vas encontrando, yo no dejo de perderme. gja.
*
Pasaron muchos meses. No se esperaban más postales, tal vez gja por fin había entendido que no estaban llegando a su destino y las había dejado de escribir. Pero a mediados de julio llegó la séptima. De Singapur. Más pequeña que las otras, cuadrada, con un dibujo de la estatua del Merlión. 21/06 Ayer caminando por un mercado de comida, me di cuenta de que esta ciudad no tiene ningún significado para nosotros. Nunca soñamos con Oriente. Creo que le dimos la espalda por ignorantes. Pensé eso y luego en la ironía de que hasta aquí me persiga tu recuerdo. Me gustaría prometer que esta es la última postal, pero sé que sería una mentira. gja.
*
A mediados de septiembre, casi en el aniversario de la primera postal llegó la octava. De Sevilla. Una reproducción del cartel de la feria de abril de 1919. Una mujer con un vestido de lunares, flor roja en la cabeza, mantón y guitarra sentada entre naranjos y luces de papel con la Giralda a lo lejos. 01/09. Murió mi madre, por eso estoy en casa. Días después del funeral me di cuenta de que había soñado que te llamaba para contártelo. Eres la única persona con la que me apetecería hablar en este momento. O no hablar, solo sentarnos en la Plaza del Triunfo como hacíamos antes, cuando esta ciudad era lo único que queríamos y lo único que conocíamos. Esta es la primera vez en muchos años que estamos en el mismo país, pero, justo ahora, te siento realmente lejos. Tal vez es que hasta Sevilla se me antoja desconocida si no estás en ella. gja.
*
La última postal fue la novena. Después de eso, el hotel no volvió a recibir una. Nadie supo nunca quién era gja, ni siquiera si se habría enterado alguna vez de que sus postales no llegaban a la persona deseada. Quedaron guardadas en un cajón, porque nadie se atrevió a tirarlas. La última llegó de París, justo después del puente de noviembre. 21/10 Una vez me dijiste que me comería todas mis palabras el día que fuera a París, dijiste que querías venir conmigo, para ver cómo la ciudad me sorprendía. Dijiste que me acompañarías. Hasta este momento había evitado este viaje, pero tenía que llegar algún día y, por fin, aquí estoy. Tenías razón. Me como mis palabras. No nos queda ninguna deuda pendiente. Entiéndelo como quieras. gja.
Habitación 414
El arte de la metrología
Encuentras la cinta de medir entre tus calcetines, al fondo de la maleta verde, la más grande de las tres. Es la primera que abres porque es donde están tus suéteres de invierno. La cinta está amarrada con una liga rosa para que no se desenrosque. No recuerdas haberla empacado, pero seguro que tu madre la metió en el último momento, convencida de que la necesitarías y no podrías comprar una en toda España.
La desenredas. Está plastificada, de un lado es azul (pulgadas), del otro rojo (centímetros). La dejas sobre el escritorio mientras arreglas la habitación. Esto lleva casi una semana. Un día, antes de cenar, ya no tienes libros que acomodar o ropa que doblar y solo te queda aceptar que estás aquí y no allá. Solo te queda la cinta.
¿Cuál es su lugar? ¿El cajón del escritorio? ¿Entre tus cosas del baño?
No te decides. Sabes que si la guardas, nunca volverás a usarla. Y quieres usarla. Te entran ganas de medir algo, lo que sea, con tal de darle uso al último gesto sobreprotector de tu madre. Piensas en la expresión sin medida, en un amor o deseo sin límites que decide esconder pequeños recordatorios para que los encuentres al otro lado del mar.
Comienzas por el escritorio. Ciento cincuenta centímetros por catorce punto cinco centímetros. Tu sobrino de diez años cabría cómodamente acostado. Tú, en posición fetal, también podrías dormir allí. Mides después la distancia del escritorio al suelo (63 cm). Mides la silla (44 cm de altura), la lámpara (51 cm de altura), cada uno de los cajones (tres de 51 cm de largo, 6.7 cm de alto y 40.8 cm de profundidad). Ya que estás de rodillas, mides un cuadrado del suelo (30.5 cm) y piensas multiplicarlo por el número de cuadrados, pero no tienes interés en cuentas matemáticas. Sigues midiendo.
Tu cinta solo mide 150 cm por lo que necesitas dejar pequeñas marcas de plumón a tu paso. El cuadernito que te regalaron una navidad, que está sin usar y que siempre cargas cuando vas de viaje, se convierte en tu bitácora. Escribes cada objeto, el largo, el ancho: Cuarto: (150+150+67) × (150+113)
Antes de dormir te dedicas a la operación matemática. De centímetros pasas a metros.
Cuarto: [(367) × (263)] cm2 = 96521 cm2 = 9.7 m2
Te metes en la cama y apagas la luz. Con las persianas echadas, no puedes apreciar esos nueve metros cuadrados, pero con ese número le has puesto límite a todo lo que te acechaba desde las sombras. Las pesadillas, los monstruos, la nostalgia. Todo lo que podía esconderse allí se esfumó al medirlo. Te duermes enseguida, arrullada por el rumor de música clásica que viene del cuarto vecino.
En los siguientes días continúas el reconocimiento de tu cuarto medición a medición: la cama ((150 + 60.9) × 97.5), el pequeño pasillo de la puerta a la estantería ((150 + 82) × 82), el interior del clóset (120.3 × 47), la alfombra ((150 + 28) × 69.3), la lámpara de pie (110), la estantería a la entrada (114.6 × 39.8), el baño (140 × (133 + 68)), la tina (140 × 68), el espejo (79.2 × 59.5), el pasillo de la puerta al escritorio ((150 + 14.5) × 96).
Mientras llenas tu libreta página a página, piensas en las medidas de seguridad en los edificios. En ese caso medida significa conocer las rutas de evacuación. Sin embargo, los números en tu cuaderno son rutas de permanencia, de reconocimiento. Al final obtienes un número: 15 m2. El número de metros que ocupa ahora tu vida. Tendrán que ser suficientes.
Pero al día siguiente tu deseo de contabilizar te arroja al pasillo. Solo puedes efectuar la operación durante la madrugada, cuando no hay peligro de que algún vecino te descubra en cuclillas con la cinta entre las manos. Varias veces piensas en comprar otra, una más larga, pero nunca lo haces. La operación lleva varios días. Sigues porque cada ciento cincuenta centímetros medidos del pasillo se sienten como un objetivo cumplido. Cada tarde, cuando vuelves a tu cuarto del hotel de pasear por la ciudad, esperas el momento de salir a medir. Te entretienes escuchando a tu vecino. No lo has visto todavía, pero cada vez te parece más familiar el ruido del otro lado de la pared. Lo escuchas bañarse por la mañana y oír música por la noche. No quieres que te vea medir, así que prestas especial atención a sus idas y venidas, sabes que después de cenar, cuando enciende la música ya no saldrá de su habitación. Imaginas a un hombre viejo, ya en pijama, leyendo mientras escucha otra sonata para piano que no reconoces. Pero cuando vuelves después de tu escapada con la cinta, tu habitación está en silencio.
Pasillo: {[(150 × 21) + 139.5] × (150 + 60)} cm2 = 690 795 cm2 = 69.1 m2
Cuando por fin terminas, haces las cuentas en la misma libreta. Ocho habitaciones, trecientos sesenta y siete centímetros de largo cada una. Miras los dos números. No son iguales. En algún lugar perdiste trecientos cincuenta y tantos centímetros.
Esa noche te paseas por el pasillo. Cuentas el número de pasos. Mides la distancia de una puerta a otra. Multiplicas otra vez. Te convences de que tu medición clandestina no tiene errores. Más bien hay espacio entre las habitaciones. Mientras recorres el pasillo miras los números en las puertas. 418, 417. En los hoteles cada puerta está numerada, cada huésped contabilizado. 416. ¿Deberías preguntar por las medidas del pasillo? 415, la habitación de tu vecino, desde el pasillo oyes la música más queda que desde tu habitación.
Al día siguiente, mientras lees sobre la metrología, encuentras una cita de Galileo: Mide lo que sea medible y haz medible lo que no lo sea.
Piensas en cómo se sentía la oscuridad apenas llegar a ese cuarto nuevo, cuando no conocías sus límites; piensas que eso que sentías no pudo haber desaparecido y que debe estar ocupando algún espacio. Otro espacio. Piensas en la música clásica que escuchas a través de la pared. Tal vez Bach. Piensas en cómo medirías lo inmedible. Tendrías que inventar una nueva cinta, con otra unidad, que midiera el espacio entre los bordes, los bordes de los bordes, lo que se escurre entre las paredes y entre los cuartos, milímetros y milímetros que se acumulan hasta arruinar todas las mediciones. Tal vez entonces podrías medir la distancia entre dos cuartos, entre las vidas de dos huéspedes que no se conocen, pero se escuchan. El tamaño de esos intersticios a veces anchos, otras veces minúsculos.
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