Kitabı oku: «Blanco de tigre», sayfa 2

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LA HUIDA

La noche de la marcha de Duna, la luna se ocultaba tras los nubarrones que atenazaban las tinieblas.

Duna se había sometido pacientemente a los preparativos de la boda, pero ella no quería casarse. Y si un día lo hacía, sería con la persona que ella misma eligiera.

Esta decisión la empujó a preparar una cuidadosa huida.

Apenas envolvió unas ropas, que sustrajo a sus primos y que nadie echaría de menos, junto a algunos alimentos acumulados furtivamente. Formó un hato, se lo echó a la espalda y cruzó en silencio el balanceante puente de envejecidos maderos que la separaba de la orilla.

Sus huellas quedaron desleídas en el barrizal que se había formado con la insistente llovizna de los últimos días. Sin dejar rastro alguno, subió hasta el lugar, aguas arriba, donde ocultaba una pequeña balsa de cañas que ella misma había construido en secreto.

No dudó ni un instante.

Ayudada por el impulso de un tosco remo, Duna cruzó el río y llegó a la orilla opuesta, el lugar secreto donde comenzaba la selva. El territorio donde el hombre no era más que una desvalida criatura.

Allí se internó, como una sombra más entre las sombras de la noche.

Nadie pudo ver cómo se le desgarraba el corazón, y nadie escuchó su desconsolado llanto aquella primera noche que pasó bajo la lluvia, en mitad de la selva.

Solo esperaba que un tigre la devorase y así terminar con todo aquello.

Pero eso no sucedió.

El alba la encontró sumergida en un profundo sueño, del que ni los primeros rayos de sol, que llegaban al suelo tamizados por el tapiz vegetal de los árboles, consiguieron arrancarla.

Solo se despertó cuando un rugido poderoso resonó en la espesura.

Los monos enmudecieron en sus ramas, los antílopes huyeron despavoridos y todos los habitantes de la selva supieron que el tigre, aquella mañana, había comenzado su caza.

Duna también lo supo y, a diferencia de la noche anterior, ya no estaba dispuesta a dejarse comer.

Su instinto de supervivencia la alertó y su mente privilegiada calculó con rapidez las posibilidades que tenía de ponerse a salvo.

Quizás ninguna.

Solo contaba con un cuchillo y con el remo que había utilizado para cruzar el río.

Pensó en regresar a la orilla, pero ni siquiera estaba segura de recordar con certeza en qué lugar había dejado la barca.

Posiblemente se la hubiese llevado la corriente. Además, los tigres son extraordinarios nadadores; en el agua estaría perdida.

Su olor a hombre debía de inundar toda la jungla.

Le sería imposible esconderse.

Pero Duna sabía que, igual que el tigre es atraído por el olor del hombre, también lo teme, y reconoce cuándo está frente a una presa o frente a otro cazador.

Y en eso tenía que convertirse ella: en una cazadora.

Debía hacerlo si quería conservar su vida.

Se desvistió y envolvió con sus ropas un crecido arbusto para darle la apariencia de una figura humana.

Desnuda, buscó el lugar más infestado de restos y detritus vegetales y se revolcó por el barro.

A continuación, trepó a un árbol y, con un bejuco, ató el cuchillo a la parte más fina del remo formando una tosca lanza.

Aquel fue su primer acecho.

Después vinieron muchos más.

Después se convirtió en una letal cazadora.

Duna era muy ágil. Tanto, que era la mejor saltando al río desde los árboles.

Era un juego peligroso. Los chicos elegían árboles altos y lo suficientemente apartados de la orilla como para que fuera imposible saltar al agua desde sus ramas. Para eso estaban las lianas, que lo hacían posible y arriesgado a la vez.

Los muchachos se columpiaban en las lianas y se soltaban cuando calculaban que la caída al agua sería segura. El cálculo no siempre era exacto.

Pero Duna era la mejor. Ni una sola vez se soltó antes de tiempo.

Nunca.

Y ahora debía ser más precisa que nunca.

El tigre salió de la nada y atacó con ímpetu la falsa figura humana que había preparado la muchacha.

No tuvo tiempo de girarse ni de darse cuenta de que había caído en una trampa.

Una cuchillada de fuego se hundió en su cuello.

Tardó solo unos segundos en desplomarse.

Ni siquiera vio a la muchacha desnuda que cayó sobre él como si volara, colgada de una liana y empuñando en la otra mano una improvisada arma mortal.

Duna rodó descontroladamente por el suelo. La liana no había resistido la embestida contra el tigre, y el impacto contra doscientos cincuenta kilos de músculos rayados había dejado aturdida a la muchacha.

Se volvió jadeante y dolorida, buscando al tigre.

Su cuerpo cubierto de barro y sudor, su boca abierta en una extraña mueca que mostraba sus dientes blancos, y aquellos ojos de expresión despavorida, le conferían un aspecto salvaje.

Eso fue lo último que vio el tigre.

¡Un demonio!

Duna esperaba encontrarse con el animal frente a frente y tener que luchar a muerte por su vida.

No se imaginaba el feroz efecto de su ataque.

Cuando vio a la fiera allí tirada, con la hoja de acero sobresaliéndole del cuello y desangrándose sin remedio, se postró de rodillas y lloró.

Lloró de miedo y de alegría por saberse viva.

Después, mientras desollaba al tigre, rezó.

Rezó a todos sus dioses con todas las oraciones que sabía, y pidió todas las bendiciones que pudo recordar para su familia.

Así fue su primera caza, y así se convirtió en Duna la cazadora.

LA LEYENDA

Pronto corrió por las aldeas el rumor de que había un cazador más en la selva.

Alguien que no pertenecía a ninguna de las aldeas de los alrededores.

Un desconocido que no alardeaba de sus capturas y que no dejaba más rastro ni más huellas que los restos de las fieras desolladas.

Ni una pisada.

Nada que permitiese a ninguno de los avezados rastreadores seguirle la pista. Aquello despertó miedo y desconfianza en las supersticiosas gentes de la selva.

Y el miedo genera odio.

Nunca pudimos imaginar que aquel cazador furtivo fuese mi hermana.

Era algo impensable.

Hasta que Duna apareció una noche.

Llegó hasta mi hamaca en silencio, como lo haría un animal salvaje; sin que nadie en la casa, ni yo mismo, se percatase de su presencia.

Me desperté sobresaltado por la falta de aire.

No podía moverme.

Una mano oscura tapaba mi boca mientras otra mantenía mi cuerpo firmemente postrado en el lecho.

Solo me tranquilicé cuando reconocí sus ojos oscuros.

Entonces aflojó la presión en mi boca y me hizo un gesto de silencio con un dedo.

–Esto es para pagar mi dote.

Y extendió sobre el suelo una hermosa y bien curtida piel de tigre.

No podía creer lo que estaba viendo.

No podía creer que mi hermana estuviera allí en ese momento, y que dejase en mis manos aquella magnífica piel.

Una piel como aquella valía una fortuna.

Me abracé a Duna sin poder evitar que las lágrimas acudieran a mis ojos.

La habíamos dado por muerta, y ahora estaba allí, conmigo.

–No llores –me dijo.

Y sus palabras surtieron el efecto de un extraño hechizo, pues mis lágrimas cesaron y dieron paso a una risa nerviosa que era incapaz de controlar.

Sus abrazos fueron un alivio.

Había llorado la muerte de mi hermana mayor hasta casi morir yo mismo de tristeza y de pena.

Duna había sido siempre mi protectora. Ella me enseñó a nadar y a recuperar las redes, a distinguir las bayas que son comestibles de las que son venenosas.

Y a enfrentarme al miedo.

Aunque en esto último nunca fui un alumno aventajado.

Nunca pude librarme del miedo a la selva.

Mi hermana volvió a marcharse aquella misma noche.

Una semana después, mi padre se presentó con la piel de tigre en la casa del señor Ming, el comerciante de pescados con el que había acordado el matrimonio de Duna, y la deuda de la dote quedó saldada de un solo golpe.

Tendríais que haber visto a mi padre y a mis tíos cargando con la piel.

La pasearon por las cuatro calles de la aldea como si fuera un trofeo que ellos mismos hubieran conseguido.

Todo el mundo pudo verla, y todos se quedaron maravillados por aquel hecho insólito. Nadie podía explicarse de dónde había sacado mi familia aquella valiosísima piel. Una piel de tigre valía en el mercado más que todo un año de sufrida pesca.

Los mercaderes de pieles eran ricos.

Todos ellos.

No así los cazadores.

A estos les pagaban por las pieles diez veces menos de su verdadero valor.

Y aunque penséis que un cazador puede cazar todos los tigres que quiera, no es así.

Nadie se arriesga tantas veces.

Cuando un cazador consigue matar un tigre, no vuelve a cazar hasta que no se ve empujado a ello o, lo que es lo mismo, hasta que se le termina el dinero que le dieron por la piel.

Son demasiados riesgos.

Muchos no regresan de la selva y dejan a sus familias abandonadas al infortunio.

Aquellos que tienen cierto éxito y que, de manera excepcional, pueden ahorrar algo de dinero, lo dejan todo y emigran a la ciudad, instalándose allí y montando algún pequeño negocio.

Mi padre nunca confesó la verdad. Nadie supo jamás de dónde había sacado aquella piel.

Fue Asel quien contó que él mismo había dado muerte al tigre.

Pero la aldea entera sabía que mi primo tenía pánico a los tigres desde lo que le había sucedido en el río.

–Es mi venganza –argumentaba Asel.

Pero nadie le creía del todo.

Mi padre lamentó mil veces haber acordado el matrimonio de mi hermana sin su consentimiento y, como todos nosotros, llegó a creer que Duna había cumplido su amenaza de desaparecer en el fondo del río.

Nunca se lo perdonó a sí mismo, ni tampoco a quienes le habían empujado a hacerlo.

Saber que Duna estaba viva le produjo cierto consuelo, pero no tenerla cerca le seguía mortificando.

La mayoría de las noches se levantaba inquieto, como sonámbulo, y caminaba descalzo por el camino que se adentraba en el bosque.

Allí se quedaba hasta el amanecer.

Todos sabíamos que había pasado la noche llorando: sus enrojecidos ojos le delataban.

Una de aquellas noches, sin que ninguno de nosotros lo imaginásemos, mi padre se encontró con Duna.

Ella le estaba esperando al borde de la selva, donde terminan los campos cultivados.

Hacía casi un año que se había marchado, y mi padre apenas pudo reconocerla a primera vista.

Parecía un hombre; un hombre menudo, fuerte y moreno.

Su negra melena estaba cubierta por un turbante y vestía una oscura y fina piel de antílope.

Solo cuando le habló y dejó al descubierto su limpia sonrisa, mi padre se dio cuenta de que era ella.

Se unieron en un abrazo reconfortante, y mi padre, una vez más, se maldijo por haber sido el causante de la huida de su hija.

–Yo te he perdonado, padre. Ahora debes perdonarte tú. No debes culparte de nada; las cosas son como vienen, y en la selva he encontrado mi verdadera vida. Ya no podría vivir de otra manera. Me conoces mejor que nadie y sabes que no sería capaz de llevar una existencia como la de las otras jóvenes.

Mi padre regresó a casa de madrugada, como siempre que vagaba buscando a Duna.

Pero no volvió triste, sino todo lo contrario. Una luz parecía iluminar su figura, sus pasos y su sonrisa.

Aquel amanecer, salimos a pescar con el sonido de fondo de las viejas canciones que entonaba mi padre. Llevaba tanto tiempo sin cantar que no paramos de mirarle durante toda la jornada. Él no decía nada; bastaba con ver su sonrisa para comprender que aquel día estaba en paz consigo mismo y con el resto del mundo.

LAS LLUVIAS

Pasaron varios meses y llegó la época del monzón.

Las lluvias torrenciales podían arrasar aldeas enteras, y no solo por la subida del cauce de los ríos. Con los aluviones, los pequeños riachuelos de montaña podían convertirse en peligrosos torrentes de bravas aguas que arrollaban todo a su paso: cultivos y chozas, ganados y personas. Sin distinción alguna.

Nuestro río era inmenso y de una anchura más que considerable, y siempre había un gran margen para salvar las crecidas.

Por suerte para nosotros, nuestras casas estaban fuertemente afianzadas por docenas de sólidas estacas al fondo del río. Era una verdadera obra de ingeniería levantada por los abuelos de mis abuelos.

Nuestra familia había vivido siempre en estos palafitos, que durante cientos de años habían aguantado el empuje de las riadas sin venirse abajo.

Lo malo es cuando sucede algo inesperado, algo para lo que no estás preparado.

Desde el encuentro con mi padre, no habíamos vuelto a saber nada de mi hermana. Podía estar muerta en cualquier lugar de la selva o haber sido devorada por las fieras.

No teníamos manera de saberlo.

Mi padre seguía dando paseos por las noches, lejos de las casas, aventurándose más allá de lo que era prudente y seguro.

Mi madre se lo reprochaba, pero él mantenía un silencio oscuro y desviaba su mirada para no hacer frente a los regaños de mi madre.

Todos sabíamos que se sentía culpable de que Duna no viviera ya con nosotros.

Durante la temporada de lluvias, apenas podíamos pescar. Como mucho, salíamos con un par de barcas pequeñas, pues eran más maniobrables en mitad del fuerte caudal del río.

Aunque esto también resultaba muy peligroso: en cualquier momento podía sobrevenir una fuerte crecida de las aguas y arrasar con todo. Pero éramos pescadores y vivíamos del río; no podíamos pasarnos mucho tiempo sin pescar, así que, aunque arriesgásemos nuestras vidas, seguíamos faenando.

Una de aquellas noches sucedió algo inesperado. Mi padre, que regresaba de vagar bajo la lluvia, nos despertó a todos, nos pidió silencio y nos reunió en torno al hogar.

Mientras permanecíamos allí sentados, expectantes y en silencio bajo la imprecisa luz del fuego, comenzó a desenvolver algo que traía envuelto en unas viejas mantas.

Nos quedamos mudos y con los ojos abiertos como los peces; paralizados por la sorpresa ante la certeza de que Duna seguía viva.

¡Era una piel de tigre!

Mi madre lloró. Los demás gritamos de alegría y saltamos compartiendo nerviosos abrazos, igual que hacen los monos tontos en lo alto de los árboles.

Mi padre había visto a Duna, y ella le había entregado aquella nueva piel para que no tuviésemos que pescar durante la temporada de las lluvias fuertes.

Le pidió que la vendiésemos sin explicar de dónde la habíamos sacado, y que no desveláramos su presencia en la selva, pues para el resto de la aldea ella seguía muerta. Y afirmó que volvería cuando llegase el momento de volver.

Así que Asel volvió a convertirse en cazador de tigres.

Aunque nadie lo creyó nunca.

Aquella noche, mis padres durmieron abrazados y felices.

Nos dimos cuenta todos. En nuestras casas de madera y bambú se escucha cualquier ruido, por pequeño que sea.

La lluvia no paraliza nuestra vida ni la de la aldea.

A pesar del monzón, la gente sigue atendiendo sus obligaciones, en la medida en que esto es posible, y la vida continúa. Estamos acostumbrados a caminar y a vivir bajo la lluvia.

Aquellos días no salimos a pescar, pero aprovechamos el tiempo para coser nuevas redes y reparar desperfectos en las barcas. Con la venta de la piel de tigre teníamos para vivir durante una buena temporada.

Una mañana recibimos la visita del señor Chang, nuestro comprador del pescado, y de su hijo, el señor Ming, con quien había sido prometida mi hermana.

Mi padre los vio llegar por el camino, montados en sus caballos y cubriéndose con los paraguas de palma con los que se protegen los señores ricos.

–Han tardado mucho en venir.

Eso dijo mi padre antes de dirigirse a su encuentro.

Mi madre, que también los había visto, corrió a preparar unos platos con los que agasajar a los visitantes, tal y como es costumbre entre los nuestros.

Aunque tanto ella como mi padre sabían que aquella no era exactamente una visita de cortesía.

Se reunieron bajo la llovizna, en la pequeña explanada frente a las casas.

Los señores nunca entran en casa de los más pobres. Esto, que puede parecer ofensivo, no lo es; al contrario, no entraban para no ofender a sus propietarios con el contraste entre la riqueza de unos y la miseria de los otros.

Además, nuestras casas se levantaban sobre estacas en el río, y el acceso por las escaleras y cuerdas, que no resultaba fácil si no estabas acostumbrado, hubiera dejado en evidencia al señor Chang, dada su avanzada edad.

Tras los saludos y halagos de cortesía, mis dos tíos y mi padre mantuvieron una dura conversación con el señor Chang y su hijo; sobre todo con este último, quien, además de carecer de los educados modales de su progenitor, era el heredero y nuevo propietario de la empresa de compraventa de pescado, la única que había por allí y de la que dependía nuestra familia.

El señor Chang y su hijo siempre habían pagado por nuestro pescado lo que habían querido, de forma caprichosa y a precios muy bajos.

Pero eran los únicos compradores de la zona a los que podíamos acceder, debido a las largas distancias que nos separaban de otros pueblos y aldeas importantes.

Unos kilómetros más abajo, el río se volvía peligroso. Los rápidos y las grandes cascadas hacían imposible la navegación, y tampoco disponíamos de transportes por tierra lo suficientemente rápidos para llevar nuestro pescado sin que se pudriera durante el viaje.

Como pasa siempre, los compradores eran ricos, mientras que los pescadores, si no pobres, sí vivíamos acuciados por la necesidad.

Sin embargo, no habíamos imaginado nunca hasta qué punto el señor Chang y su hijo dependían de nuestro pescado.

Como durante aquellos meses no habíamos podido trabajar, no les habíamos proporcionado ni un solo pez.

A nosotros no nos había hecho falta.

Pero a ellos sí.

Y por este motivo comenzó la discusión.

Fue el hijo, el señor Ming, el que perdió la compostura, sin que su padre consiguiera calmarlo.

Nos amenazó con no volver a comprarnos nada y nos insultó llamándonos batracios malolientes. Y nos dio una semana para que le entregáramos un nuevo cargamento.

Cuando se marcharon, en nuestra familia surgieron los miedos y la incertidumbre por lo que podría suceder.

Los hermanos de mi padre pensaban que debíamos reanudar la pesca de inmediato. El único que manifestó lo contrario fue mi primo Asel, que ya era mayor para poder dar su opinión en las reuniones familiares.

Mi primo dijo que si de verdad necesitaban nuestro pescado, debían pagarlo a un precio justo y sin regatear; nunca menos de lo acordado.

Mi padre, que pensaba como él, propuso un plan y lo explicó con un convincente discurso.

Su idea era obligarlos a firmar un contrato donde figurasen las cantidades que nos comprometíamos a entregar anualmente y lo que percibiríamos por ellas.

Dos días después, mi padre y mis tíos se presentaron en la mansión del señor Chang.

Dejaron el contrato en manos del señor Ming, que jamás se había enfrentado a una situación como aquella, y, disculpándose gentilmente, regresaron a casa sin esperar respuesta.

Tres días más tarde, apareció el señor Ming montado en su caballo y acompañado por dos de sus administradores que, para no equipararse en importancia con su señor, venían andando.

–Han tardado mucho en venir –dijo mi padre cuando salió a recibirlos.

Esta vez, mi madre no preparó nada para agasajarlos ni hubo ningún tipo de cortesía.

No se trataba de una visita. Simplemente, nos entregaron el contrato firmado, comprometiéndose así a cumplir todas las peticiones que figuraban en él.

Aquella noche lo celebramos con una estupenda cena, con pescado, ¡claro!

Mi padre y Asel se abrazaron, y toda la familia les aplaudió.

Todos pensábamos que lo habíamos logrado gracias a ellos dos.

Pero en realidad, como dijo mi padre, aquello había sido posible gracias a Duna y a la piel de tigre.

Ella era la única merecedora de nuestros aplausos.

Las palabras de mi padre enfriaron un poco la fiesta y, por unos momentos, su mirada nos esquivó sombría.

Solo mi madre, que con su sonrisa era capaz de espantar a todos los fantasmas tristes de este mundo, consiguió rescatarlo de aquella tristeza.

Después de la fiesta, a media noche, me desvelé atormentado por una extraña desazón.

Me levanté de mi cama sin hacer ruido y me apoyé en la baranda sobre el río, donde las diminutas gotas que caían sobre la lenta superficie de las aguas parecían anunciar el final de las tormentosas lluvias.

Allí me sorprendió mi padre.

–¿No duermes?

–No, padre. No puedo dormir. No consigo quitarme de la cabeza la mirada de odio del señor Ming cuando te ha estrechado la mano.

–Yo tampoco, hijo, yo tampoco. Pero es bueno que te hayas dado cuenta. Es importante reconocer una mirada de odio y, mejor aún, no olvidarla. No la olvides nunca.

Y nunca la olvidé.

Aún hoy, después de tantos años y de tantas cosas como pasaron, no la he olvidado.

Como tampoco he olvidado su cadáver destrozado en mitad de la selva.

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ISBN:
9788413927718
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